Los monarcas españoles se han pasado los dos últimos siglos de la ceca a la meca. Pocas cosas hacían con tanta soltura como ir y venir del exilio, y una de estas venidas se produjo el 9 de enero de 1875, cuando Alfonso XII desembarcó en Barcelona para reasentarse en el trono tras seis años de exilio forzoso y compartido con su madre, Isabel II. Los libros de Historia marcan este día como aquel en el que el rey Alfonso XII restauró la dinastía de los Borbones en España, pero él no restauró nada. Lo restauraron a él, porque Alfonso XII sólo vino cuando se le llamó. Nunca antes.
El desastre político de España era tal en aquella segunda mitad del siglo XIX, que el menor de los males era tener un rey. En pocas palabras: Isabel II se exilió en París con toda su prole tras la revolución de 1868; llegaron después varios gobiernos provisionales, todos a la greña; más tarde apareció un rey italiano de saldo que atendía por Amadeo I de Saboya; después vino la Primera República, liquidada por un golpe de Estado del general Pavía, que entró hasta el hemiciclo montado a caballo; por último, y tras el número circense del general, vinieron varios gobiernos provisionales más. En mitad de todo esto, los carlistas dando la tabarra por el norte; los cantonalistas, por el sur; y los cubanos levantándose contra la madre patria. Todo este galimatías político es lo que la historia llama el Sexenio Revolucionario, por no llamarlo el Sexenio frenopático, porque los políticos de entonces acabaron con camisa de fuerza.
Pero durante estos seis años la causa borbónica estuvo siempre muy bien defendida en las Cortes por Antonio Cánovas del Castillo, que preparó el terreno para reinstaurar una monarquía moderna y constitucional. Todo estaba a punto de caramelo, cuando el general Martínez Campos va, se subleva en Sagunto y declara por su cuenta rey a Alfonso XII. A Cánovas le subió el azúcar, porque él llevaba años preparando el regreso de Alfonso XII por medios legales y políticos, y llega un general que hace lo mismo con un innecesario golpe de Estado.
Los objetivos del político y el general eran el mismo, pero, ya saben, para un militar del siglo XIX donde estuviera un buen golpe y cuatro tiros que se quitaran las interminables sesiones del Congreso, con mociones que aburrían a las ovejas.