El general Prim, Juan Prim, presidente del Gobierno español, fue aquel que echó a Isabel II del trono y luego sentó en su lugar al italiano Amadeo de Saboya. Pagó caro su empeño, porque el 27 de diciembre de 1870 Prim sufrió un atentado muy cerca de la plaza de la Cibeles. Volvía de las Cortes en coche de caballos cuando le metieron por las ventanillas seis trabucos. Impactaron en Prim doce balas. Ninguna mortal, porque sólo fue herido en un hombro, un codo y una mano gracias a que llevaba puesto el chaleco antibalas de la época: una cota de malla debajo del gabán. Lo que mató a Prim tres días después del atentado fue una infección. Una simple inyección de penicilina le habría salvado, pero el doctor Fleming no había nacido. Le faltaban once años para ser, al menos, cigoto.
Prim fue el primer presidente de gobierno asesinado en España. Luego cayeron Cánovas, Canalejas, Eduardo Dato, Carrero Blanco… pero el atentado a Prim ha sido el único que ha quedado sin resolver. ¿Sospechosos? Muchos. Media España. Unos, porque no les gustó que contratara a un rey en Italia; otros, porque sospechaban que Prim era partidario de dar la independencia a Cuba, con lo cual se perderían grandes fortunas; los aspirantes a monarcas que no fueron elegidos para reinar en España también le tenían ganas; y los anarquistas no podían verle. Con tanto enemigo suelto, era más fácil y rápido preguntar quién no quería matar a Prim antes que localizar al culpable.
Tenía tantos frentes abiertos que nunca quedó del todo claro por qué lo mataron ni mucho menos quién lo hizo. Ahora bien, el que ha pasado a la historia como el más firme sospechoso fue José Paúl y Angulo, un parlamentario extremista que ya había sentenciado a muerte a Prim en un artículo. Precisamente se cruzó con él minutos antes del atentado, en los pasillos de las Cortes, y como Prim era un provocador, le dijo: «Qué, ¿por qué no se viene con nosotros a Cartagena a recibir al nuevo rey?». Y el periodista respondió: «Mi general, a cada uno le llega su San Martín», por no llamarle directamente cerdo.
Luego, qué casualidad, el parlamentario estaba junto al lugar del atentado silbando el pío, pío que yo no he sido. Cuando Amadeo de Saboya llegó a Madrid y se encontró a Prim en una capilla ardiente, supo que lo suyo no había empezado bien.