El Congreso bailón de Viena

Decir que el 8 de octubre de 1814 comenzó el Congreso de Viena para reorganizar las fronteras europeas tras el desbarajuste que dejó Napoleón suena a historieta petardo. Pero aquel congreso tuvo su gracia, no sólo por lo mucho que disfrutaron todos los asistentes durante casi un año, porque se lo pasaron de baile en banquete y de cacería en concierto, sino porque aquella convención fue de las más trascendentes en la historia de la diplomacia. Pero, sobre todo, eso, se lo pasaron en grande.

Napoleón había dejado Europa patas arriba y era necesario volver a organizaría. El Congreso de Viena fue el encargado de hacerlo. La primera decisión fue que Francia perdía todos los territorios conquistados por Napoleón, y la segunda, que el absolutismo tenía que volver a regir Europa. Lógico, porque todos los representantes eran enviados de los reyes. Nada de lo acordado podía oler a república ni a liberalismo. En el Congreso de Viena, el que no era duque era marqués y el que no, rey. Y como la nobleza mezcla bien ocio y trabajo, cuando no había banquete en el palacio austríaco, había una cacería organizada por los ingleses. Y cuando no había baile de los franceses, había un picnic de los prusianos. Así se entiende que alguien dijera que el «congreso de Viena no marcha, sólo danza».

España también tuvo su representante. Fue el marqués de Labrador, de quien el duque de Wellington llegó a decir que era el hombre más estúpido que había visto en su vida. Muy espabilado no era, digno representante de Fernando VII, pero tampoco podía hacer mucho, porque el Congreso acordó que las potencias de segundo orden no intervinieran en las decisiones importantes, y España era una segundona. Así que, a nuestro enviado lo tomaron a chufla y se volvió con lo puesto. Y, encima, fue con un presupuesto tan ajustado que no organizó ni un baile. Así no hay forma de hacer amigos.