La «espantá» de la corte portuguesa

Hace sólo unas líneas que recordábamos cómo el listo de Napoleón enredó a Carlos IV para que le dejara entrar en España y así poder invadir Portugal. Tal asunto se materializó a finales de noviembre de 1807, y el día 27 el puerto de Lisboa era un hervidero de nobles, ministros y arzobispos que, encabezados por la realeza, se hacían hueco a codazos por embarcar y huir del país. Hacía sólo unas horas que Napoleón había puesto el pie en Portugal y toda la monarquía ya ponía pies en polvorosa. Los portugueses no daban crédito.

La élite del país abarrotaba el puerto para largarse a paraísos más tranquilos donde instalar la corte. Y Brasil parecía un buen sitio. La nobleza, el alto clero y los reyes no viajaban solos, porque como no sabían freír un huevo ni hacerse una cama, se llevaron a sus criados. En total, se calcula que aquel 27 de noviembre se echaron a la mar diez mil personas camino de la colonia brasileña, y eso que Napoleón aún no había ni estornudado. Menuda corte de valientes, y valiente dinastía la de la Casa de Braganza.

Y así fue como Río de Janeiro se convirtió en capital del imperio portugués mientras la metrópoli se quedaba a verlas venir, abandonada por sus regidores y sin un duro, porque la casa real no embarcó sola: se llevó la mayor parte del tesoro del país. En los meses siguientes continuaron saliendo barcos con carruajes de lujo, y muebles, y bibliotecas completas, y vajillas y todas esas menudencias que necesitaba la realeza para estar en su salsa.

La única nota cómica a esta cobarde huida de la casa real portuguesa fue que, en la travesía hasta Brasil, se instaló una epidemia de piojos en el buque que trasladaba a toda la línea sucesoria de la casa de Braganza, así que todas las princesas acabaron con la cabeza afeitada y todos los príncipes tuvieron que tirar sus pelucas al mar. Lo demás no tuvo ninguna gracia, porque tuvieron que ser los ingleses los que acabaran defendiendo Portugal frente a Napoleón. Por propio interés, pero lo hicieron.