Hubo un tiempo en que el gobierno de Estados Unidos tenía mejores planes que meterse en guerras perdidas. El 2 de abril de 1948 el Congreso estadounidense aprobó el Plan Marshall, un método, una inversión a futuro que ayudó a Europa a levantar cabeza después de la Segunda Guerra Mundial. Pero Estados Unidos no daba puntada sin hilo y aquel Plan Marshall tenía dos objetivos: por un lado, unir a Europa contra el avance comunista y, por otro, dar créditos a los países europeos para que reactivaran su producción a cambio de que estos países compraran todo lo que necesitaran en Estados Unidos. Era un dinero de ida y vuelta.
El plan lo propuso el general George Marshall, pero quien lo trasladó del papel a la realidad y consiguió la aprobación del Congreso fue el presidente Harry Truman. A Marshall al final le dieron el Nobel de la Paz por tener un buen plan y Europa pudo reconstruirse económicamente en tiempo récord.
Sin embargo, no todos los países pillaron un buen trozo del pastel. Gran Bretaña se llevó el más gordo y, luego, Francia, Alemania Occidental e Italia. España, al principio, no pilló ni las migajas, porque teníamos a un dictador con el brazo en alto que llevó al país al aislamiento internacional. Pero tiempo después Estados Unidos negoció, porque tenía que instalar unas cuantas bases militares y España era un lugar estratégico. Así que, los americanos nos dieron unos cuantos millones de dólares (no muchos), mantequilla, unas bolas de queso amarillo y leche en polvo a cambio de instalarse en Rota, Torrejón, Morón, Zaragoza…
El Plan Marshall también tenía previsto apoyo económico para la Unión Soviética y los países de su influencia, pero Stalin dijo que de eso nada… que de los yanquis ni agua… que Estados Unidos no iba a manipular la economía interna. Así que, Moscú, en respuesta al Plan Marshall, puso en marcha su propio plan, el Plan Molotov. Un poco más incendiario, pero también útil.