Carlos XIV, rey de Suecia, es uno de esos ejemplos que sirven para demostrar que los humanos somos unos chaqueteros. Nos ponemos al sol que más calienta. El 5 de febrero de 1818 subió al trono de Suecia Carlos XIV, lo cual, aparentemente, no tiene mayor interés si no fuera porque se llamaba Jean Baptiste Bernadotte, o sea, que era francés, y que en su juventud odiaba a los reyes. Nunca se puede decir de este agua no beberé, pero en su haber hay que indicar que lo hizo muy bien, francamente bien.
Es curioso tirar del hilo y saber que el actual rey de Suecia es directo descendiente de un general napoleónico. Hablamos de una época en la que Europa estaba revuelta porque Napoleón no dejaba títere con cabeza, y en un intento de Suecia de congraciarse con el emperador francés para que les dejara en paz aceptaron a uno de sus generales, a Jean Baptiste Bernadotte, como príncipe heredero. El rey que tenían, Carlos XIII, además de estar muy cascado, no tenía descendencia.
Así llegó al trono Carlos XIV, y se lo tomó tan en serio que se le olvidó que era francés, católico y que había luchado contra la monarquía durante la Revolución francesa. Abrazó el protestantismo con mucho cariño, aparcó lo de Jean Baptiste para comenzar a llamarse Carlos Juan e intentó aprender a hablar sueco, aunque jamás lo consiguió. Se pasó todo su reinado con un traductor al lado. Y tanto se metió en su papel, que cuando Napoleón le dijo «oye, como rey de Suecia que eres ahora, ayúdame a invadir a los ingleses, que fui tu jefe», Carlos XVI le dijo que de eso nada, que quería paz para su país y que bastante tenía con haberse anexionado Noruega como para meterse en camisas de once varas más allá de Escandinavia.
Y no sólo no le echó una mano a Napoleón, sino que acabó pegándose con él. A Carlos XIV se le recuerda como un buen rey, pero las malas lenguas dicen que cuando murió se le descubrió un tatuaje que decía «muerte a los reyes». Se lo hizo durante la Revolución francesa. Pecadillos de juventud que los suecos supieron perdonar.