A quién no le ha caído en un examen de historia el Tratado de Fontainebleau. Los libros dicen que fue un acuerdo entre Francia y España firmado el 27 de octubre de 1807 para invadir y repartirse Portugal. Pero se puede añadir algo más: el Tratado de Fontainebleau fue una imperial tomadura de pelo a Carlos IV, que se resume en cuatro pactos que Napoleón no pensaba cumplir, para, de paso, quedarse con España.
Toda Europa sabía que Napoleón no daba puntada sin hilo. Bueno, toda no. En España había un rey convencido de que si le bailaba el agua al Bonaparte su trono quedaría a salvo. Así que Napoleón, aprovechando que Carlos IV le comía en la mano, le dijo, verás, vamos a hacer una cosa… tú me dejas que entre en España con unas cuantas tropas y luego entre los dos atacamos Portugal y nos lo repartimos. Como los portugueses son amigos de los ingleses, si nos quedamos con los puertos del Atlántico, Inglaterra se fastidia sin poder abastecerse en las costas, le quitamos a uno de sus aliados principales y de paso nos vengamos de la paliza que nos dieron en Trafalgar. ¿Hace? Dijo Napoleón. Vale, contestó Carlos IV.
No es que Napoleón tuviera una carta en la manga, es que tenía la baraja entera. Primero, no sólo iba a quedarse con todo Portugal, porque en el paquete también iba España. El puñadito de tropas napoleónicas acordado acabó convirtiéndose en ciento veinte mil hombres, que atravesaron nuestra frontera con todos los permisos y sin pegar ni un solo tiro. Siguiente paso, efectivamente, invadir Portugal y, tercero, quedarse con España y pegar un cambiazo de dinastía: Borbones por Bonapartes.
Carlos IV picó como un pipiolo cuando autorizó la firma de aquel pacto envenenado que ha pasado a los libros de historia como el Tratado de Fontainebleau. Bastaba con que se hubiera hecho una sencilla pregunta antes de firmar: ¿desde cuándo Napoleón atraviesa un territorio sin quedárselo?