A las ocho de la tarde del 19 de junio de 1953 la silla eléctrica de la prisión estadounidense de Sing-Sing dejó frito al ingeniero Julius Rosenberg. Quince minutos después se sentó en el mismo lugar su mujer, Ethel. Murieron acusados de haber facilitado a la Unión Soviética los secretos de la bomba atómica. Pero hoy, desclasificados ya los documentos de aquel proceso y tras la confesión de uno de los cómplices, Morton Sobell, se sabe que no hubo ni una sola prueba en firme contra ellos. Cierto que Julius pasó a los soviéticos secretos militares, pero no atómicos. Tan cierto como que Ethel no tuvo nada que ver. Pero esto es peccata minuto, lo importante es que los estadounidenses, en plena caza de brujas, respiraron tranquilos. Dos rojos menos.
El matrimonio Rosenberg, una pareja judía que en su juventud militó en el Partido de los Jóvenes Comunistas, cargó con la culpa de haber facilitado a los soviéticos las claves para fabricar la bomba atómica, un monopolio de Estados Unidos. A los yanquis les entró el pánico cuando vieron a la Unión Soviética hacer pruebas nucleares y se dijeron, ya está, nos han robado la exclusiva.
El cirrótico senador Joseph MacCarthy y sus secuaces se pusieron a buscar culpables como locos, y los Rosenberg les cuadraron como sospechosos. La pareja siempre negó la acusación, pero gobierno, FBI y jueces echaron mano de eso que llaman «la duda razonable», que viene a ser algo así como no tengo pruebas contra ti, pero como me tienes muy mosqueado te acuso por si acaso. Dio lo mismo que hasta el último aliento Julius y Ethel Rosenberg reivindicaran su inocencia. MacCarthy necesitaba culpables para escarmentar a los comunistas.
Quienes han estudiado a fondo los documentos del proceso, desclasificados en 1987, aseguran que aquel juicio rebosaba irregularidades, que sólo se basó en indicios y en testimonios negociados con testigos que facilitaron acusaciones falsas a cambio de librarse ellos mismos de la imputación. Pero a buenas horas, mangas verdes. La caza de brujas llegó a la cima de la insensatez con la ejecución de los Rosenberg aquel 19 de junio, y MacCarthy se fue a la cama feliz por el deber cumplido. Si le hubieran sentado a él en la silla eléctrica no hubieran podido apagar las llamas en meses. Sustituyó su sangre por whisky con tal de no tener glóbulos… rojos.