Calígula, alias Sandalita

Roma sólo ha tenido un emperador más chiflado que Nerón, Calígula, y el 24 de enero del año 41 se le acabó lo de hacer más chifladuras. Durante la celebración de los Juegos Palatinos dos miembros de la guardia pretoriana, Casio Querea y Cornelio Sabino, le esperaron en un pasillo que llevaba del palco real al lugar donde se servía la comida. Le arrearon treinta espadazos y lo dejaron en el sitio. El imperio se libraba así de un pirado, pero sólo a la espera de que llegara Nerón.

Calígula no se llamaba Calígula, que ése era su apodo. Su nombre era Cayo Julio César, pero cuando era pequeñito lo presentaron ante los ejércitos romanos con las sandalias típicas que llevaban los soldados y que se llamaban cáliga. A partir de ahí le pusieron Calígula, que era diminutivo de cáliga. O sea, que el emperador más perturbado de Roma pasó a la historia con el nombre de Sandalita.

Fue asesinado con sólo veintiocho años, pero tuvo tiempo de casarse cuatro veces, de sacar a los romanos de sus casillas y de convertir su palacio en un lupanar. Su gobierno estuvo tan lleno de excentricidades que es imposible extraer alguna que destaque. Empezando por el nombramiento de su caballo Incitatus como cónsul y terminando por aquella guerra que se inventó contra germanos y británicos sólo para volver a Roma y recibir una ovación. Pero no se había pegado con nadie.

Calígula, como todos los emperadores defenestrados, acabó incinerado apresuradamente y sus restos enterrados en cualquier parte. Había que pasar página cuanto antes, y mientras la guardia pretoriana nombraba a su tío Claudio como nuevo emperador, el Senado decretó una damnatio memoriae contra Calígula, una condena de la memoria que implicaba borrar su nombre de los monumentos, destruir sus imágenes y prohibir la pronunciación de su nombre. Dio igual. Casi dos mil años después resulta que su memoria nos ha alcanzado por encima de la de cualquier otro emperador precisamente por ser un estrafalario y el más peliculero.