Lo más granado de la burguesía barcelonesa acudió el 7 de noviembre de 1893 a ver la ópera Guillermo Tell, de Antonio Rossini. Se representaba en el Teatro del Liceo de Barcelona y aquel día llovía a cántaros. Por una puerta lateral del Liceo entró un personaje tapado hasta la nariz y con dos bombas escondidas en su faja. A las diez y cuarto, durante el segundo acto, el anarquista Santiago Salvador arrojó una de las bombas. Impactó en una butaca de la fila 13. Mal número. Pero peor fue el de las víctimas: veintidós muertos y treinta y cinco heridos.
La segunda bomba no llegó a estallar, porque el anarquista tuvo el buen tino de arrojarla sobre el vestido de una mujer ya cadáver que amortiguó el impacto y frenó la explosión. De haber estallado el segundo artefacto, la matanza se habría duplicado. Barcelona enmudeció tras el atentado, los burgueses se encerraron en casa y los espectáculos y restaurantes se resintieron por el miedo de las clases pudientes a salir de casa y cruzarse con un anarquista desquiciado. Porque burgueses, religiosos, políticos y reyes eran los principales objetivos anarquistas. Tiraban al tuntún, pero tiraban a dar.
Los seguidores de Mikhail Bakunin, aquel ruso empeñado en imponer la anarquía en el mundo a base de bombazos, se cebaron con Barcelona porque, decían, era el símbolo industrial de España gracias a la cruel explotación obrera. Y no había quien los sacara de ahí. Cuando Santiago Salvador fue detenido, se demostró que sus argumentos no iban más allá de cuatro frases hechas del tipo «mi objetivo era destruir la sociedad burguesa y atacar la organización de la sociedad para implantar el comunismo anárquico».
Subió al patíbulo gritando «¡Viva la anarquía!» y «¡Mueran las religiones!», pero la última frase que pronunció este genio de la revolución fue otra. Cuando su verdugo comenzó a darle garrote vil, le dijo: «No aprietes tanto que me haces daño».