Hay un lugar junto a la bahía de San Francisco, en California, a donde antes nadie quería ir ni muerto, pero ahora la gente paga para que la lleven. Fue el 21 de marzo de 1963 cuando Alcatraz dejó de existir como prisión de máxima seguridad de Estados Unidos. Ahora, por 60 dólares más o menos, dependiendo de si uno tiene menos de cinco o más de sesenta y siete años, te llevan a Alcatraz, te enseñan dónde estuvo encerrado Al Capone, en qué cuchitril se hizo un experto ornitólogo Robert Stround y hasta te encierran un minuto a oscuras en un celda de castigo para que sepas lo que se siente. Pero con bermudas y cámara digital al hombro no se siente nada.
El islote de Alcatraz lo descubrió un español, Juan Manuel de Ayala, en 1755, pero fue visto y no visto. Como era muy pequeño —el islote, no Ayala—, llegó, lo exploró un rato y se fue. No se quebró el pensamiento a la hora de bautizarlo. Vio que había muchos alcatraces allí instalados y lo llamó Alcatraz. El islote luego se convirtió en fuerte y prisión militar, después en cárcel para los indios que se negaban a someterse a los rostros pálidos, más tarde en penal para delincuentes peligrosos y, por último, en plató cinematográfico y destino para turistas, algunos más peligrosos que los delincuentes.
Pero hubo un grupo humano que se encerró voluntariamente en aquel islote cuando Alcatraz ya había dejado de ser prisión. Ocurrió en 1969. Un grupo de sioux, basándose en el Tratado de Fort Larami, se hizo fuerte en Alcatraz. Aquel tratado de 1868, firmado por Estados Unidos y los sioux, reconocía el derecho de los pieles rojas a quedarse con las tierras desocupadas por el Gobierno. Lo único desocupado en Estados Unidos era Alcatraz, y los sioux fueron y se lo quedaron.
Pretendían comprárselo a Nixon por 24 dólares y convertirlo, no en reserva, sino en territorio indio. Montaron sus tiendas y ocuparon Alcatraz durante diecinueve meses, hasta que trascendió lo suficiente aquella protesta simbólica. Al final abandonaron. Demasiados indios para tan poco islote.