El secuestro del hijo de Lindbergh

Charles Lindbergh saboreó las mieles del éxito al convertirse en el primer piloto que atravesaba el Atlántico en un vuelo sin escalas y en solitario. Tardó 33 horas y 32 minutos. Antes que él ya lo habían hecho dos pilotos, pero viajaban juntos, y poder charlar restó mérito al vuelo. La fama de Lindbergh y los 25.000 dólares con que fue recompensado le trajeron, sin embargo, amargas consecuencias. El 2 de marzo de 1932 secuestraron a su hijo pequeño, de año y medio.

Pidieron un rescate de 50.000 dólares y Lindbergh pagó, pero el crío apareció muerto con un golpe en la cabeza. Aquella noticia llenó todos los diarios de Europa y América, y la policía no paró hasta que en 1934 detuvo a un inmigrante alemán y lo acusó del secuestro. A raíz de aquello, se creó la Ley Lindbergh, que convertía el secuestro en delito federal seguido de pena de muerte.

Pero además de la repercusión mundial que tuvo el asunto, Salvador Dalí y su musa Gala vinieron a empeorar las cosas por pasarse de listos con sus surrealismos y sus excentricidades. Ocurrió lo siguiente: Dalí y Gala llegaron a Nueva York en plena ebullición del asunto, cuando ya se sabía la identidad del secuestrador y su destino, la silla eléctrica. El artista y su musa fueron invitados a una fiesta de disfraces y Gala llegó con aqueste atuendo: muy elegante de cuello para abajo, vestida de negro y marcando figura; y en la cabeza, sobre una gran cofia negra, una muñeca con una herida en la cabeza en la que Dalí pintó muchas hormigas. Parecía, y de hecho era, la representación del cadáver del hijo de Lindbergh.

La que se montó fue de órdago. Era la provocación por la provocación, un guiño de Dalí a sus compañeros surrealistas de París. Pero como la repercusión fue tan enorme, Dalí tuvo que medio disculparse en Nueva York y decir que su disfraz nada tenía que ver con el secuestro del niño. Pero entonces los que se enfadaron fueron los surrealistas, sobre todo André Breton, porque Dalí había renegado en público de un acto provocador. Así eran los surrealistas y así era Dalí: capaz de cualquier cosa con tal de salir en los papeles y abrirse paso en Estados Unidos.