El 7 de febrero de 1852 el cura Merino recibió garrote vil tras comprobarse en una rápida investigación y tras un interrogatorio kafkiano que, efectivamente, no sólo había intentado matar a la reina con una navaja de Albacete de segunda mano, sino que, además, estaba como una chota. Su defensor de oficio, Julián Urquiola, intentó salvarle el cuello alegando enajenación mental, pero el cura Merino se negó a aceptarlo. Él lo tenía muy claro, quiso matar a la reina porque era una impresentable. Es más, cuando le preguntaron si tenía cómplices, muy ofendido respondió: «¿Pero os creéis que en España hay dos hombres como yo?».
En el interrogatorio se identificó como Martín Merino Gómez, riojano, natural de Arnedo, de sesenta y tres años, ordenado sacerdote, residente en Madrid y hecho un saltamundos. Literal. Confesó ser un regicida, reconoció su odio a los reyes y su cabreo por la falta de justicia. Su frase fue: «Siempre he creído que en España no había justicia y ahora me convenzo de ello al ver que aún estoy vivo». La sentencia fue garrote vil, pero antes de la ejecución hubo de cumplirse un protocolo: la degradación de sus derechos sacerdotales. Se le vistió con todos sus avíos de cura y medio Madrid intentó ver la ceremonia de degradación en la cárcel del Saladero, en la actual plaza de Santa Bárbara.
Arrodillado el cura Merino, sujetando el cáliz y la patena con la hostia, el obispo de Málaga se los quitó de las manos, privándole así de la potestad para celebrar misa; luego le rayó las yemas de los dedos con un cuchillo para privarle de bendecir y continuó despojándole de la casulla y la estola. Lo último fue cortarle pelo del cogote para hacer desaparecer la tonsura. Y fue entonces cuando intervino de nuevo el cura Merino. Pidió que no le cortara mucho porque aquel febrero hacía frío y no quería resfriarse.
Pero no tuvo tiempo de estornudar. A la una del mediodía ya le habían dado garrote y a las cinco apenas quedaba nada de él. El Consejo de Ministros, para disuadir a los fetichistas, ordenó quemar el cadáver y echar las cenizas a una fosa común. Fin del locuelo cura Merino.