Para el rey de Francia Luis XVI, el 17 de enero de 1793 fue un mal día. Se le cortó la risa al conocer su sentencia a muerte. Claro, que lo peor llegó cuatro días después, cuando además de la risa le cortaron la cabeza. Entre las cosas más innecesarias, absurdas e ilegales que se hicieron para consolidar la Revolución francesa estuvo precisamente la decapitación de Luis XVI. Quizás mereció la cárcel por tonto o por rey, pero, como los revolucionarios se envenenaron con su propia ideología, lo fueron a condenar justo por lo que no hizo: traicionar a Francia.
A Luis XVI no lo sentenció un tribunal de justicia. Lo hizo una asamblea de políticos, voto a voto y de viva voz. Las sesiones de la Convención francesa donde se discutía la conveniencia o no de ejecutar al rey fueron de locos. Allí había tres grupos políticos: los girondinos, representantes de la burguesía pudiente; los montañeses, llamados así porque estaban en la parte alta de la cámara y que defendían a la pequeña burguesía y al populacho; y los de la llanura, que eran mayoría pero que en vez de mandar por ser más se dedicaban a dejarse arrastrar por montañeses o girondinos. Unos veletas.
Y tantos políticos con peluca se olvidaron de un detalle que ellos mismos habían aprobado: el rey tenía inviolabilidad constitucional, que sólo se vería suspendida en tres supuestos: si el rey abandonaba el reino, si se ponía a la cabeza de un ejército extranjero o si rechazaba el juramento de fidelidad a la Constitución. Ninguno de los tres supuestos se dio, pero, como a todos se les fue la cabeza, 361 votaron a favor de la decapitación, 277 en contra y 72 se abstuvieron. Si se suman votos en contra y abstenciones, resulta que Luis XVI fue decapitado por un solo voto de diferencia.
Robespierre fue uno de los que se cubrió de gloria al intervenir con su frase «decapitar al rey es una medida indispensable para la salud pública». Como si fuera un antigripal. Si hubiera sabido que él mismo iba a ser uno de los 74 asambleístas que acabarían con el pescuezo en la guillotina, otro hubiera sido su voto y, quién sabe, a lo mejor Francia iría ahora por el Luis número XXVII.