Más de la mitad de los países del mundo ha abolido la pena de muerte. Pero esto es el falso consuelo de ver la botella medio llena, porque si la miramos medio vacía, las cuentas dicen que en 2007, veinticuatro países aplicaron la pena capital. China, por supuesto, se llevó la medalla de oro olímpica, pero también subieron al podio Irán, Arabia Saudí, Pakistán y Estados Unidos. Asunto tan desagradable viene a cuento porque el 10 de octubre de 1789 se presentó en sociedad la propuesta que daría pie al más afilado de los artilugios para matar: madame Guillotina.
La Asamblea revolucionaria francesa no hizo mucho caso aquel 10 de octubre a la propuesta del diputado del tercer estado Joseph Ignace Guillotin, y hasta tres años después no se decidieron a diseñarlo, construirlo y probarlo. El diseño correspondió al médico cirujano Antoine Louis, porque nadie mejor que un médico sabía dónde apuntar para matar a un reo sano. Pero la construcción del primer prototipo corrió a cargo de un hombre con sensibilidad: el famoso constructor de pianos alemán Tobías Schmidt. Funcionó tan bien, que le encargaron otros ochenta y tres, así que Schmidt dejó de afinar pianos y comenzó a afilar guillotinas.
El armatoste consistía en una hoja oblicua de acero, coronada por un peso de 60 kilos que caía a velocidad endiablada desde casi 3 metros de altura. La caída la frenaba el cuello del reo, sujeto por un cepo de madera. La cabeza iba a una bolsa de cuero, el cuerpo a un cesto de mimbre, y, hala, que pasara el siguiente. En la Francia revolucionaria, la guillotina contribuía a que la muerte fuera igual para todos, sin distinción de rangos. Cortaba con la misma precisión, a la altura de la cuarta cervical, el pescuezo de un burgués, un clérigo o un rey.
Francia le cogió el gusto a la guillotina, porque la hoja cayó por última vez en 1977 sobre el cuello de un reo en la prisión de Marsella.