Locura y hermosura… mal apaño

Otro casorio muy sonado que acabó de mala manera. Ella, diecisiete años. Él, dieciocho. Ella, mona. Él, hermoso. La novia, hija de los Reyes Católicos. El novio, hijo del emperador austríaco. Era un matrimonio calculado al milímetro por los soberanos de Castilla y Aragón para unir fuerzas contra Francia. Pero cuando aquel 20 de octubre de 1496 se celebró la boda de la princesa Juana de Castilla con el archiduque Felipe de Habsburgo, nadie podía sospechar que su unión daría lugar al mayor y más poderoso imperio de Occidente.

Cuando Juana y Felipe se casaron en Flandes no estaban destinados a ser reyes, pero, por estas cosas que tiene el azar mortuorio, los herederos naturales fueron muriendo y la pareja acabó reinando en Castilla. Y su primogénito, Carlos, como lo heredó todo, terminó siendo emperador del viejo mundo y del mundo recién descubierto. Dicho más claro, Felipe, sin saberlo, dio todo un braguetazo.

Y eso que al principio hubo muchas discusiones sobre si convenía casar al niño con una princesa castellana, un poco paleta desde el elitista punto de vista centroeuropeo y representante de una corte añeja. Pero, bueno, al final se aceptó, y eso que los austríacos no sospechaban, porque no podían, que en la faltriquera de la novia venía el poder sobre un nuevo mundo.

El matrimonio arrancó bien, salvo por el inicial choque cultural de la joven Juana, acostumbrada a una sombría corte castellana de misa diaria. Flandes era una corte desinhibida y jaranera, pero la princesa, poquito a poco, se acostumbró. Lo que no aceptó nunca fueron las aventuras galantes de su marido, ni el Hermoso soportaba los ataques de locura de su mujer cada vez que lo pillaba con otra. Peor fue el viaje de retorno, cuando la pareja tuvo que hacerse cargo del trono de Castilla y Aragón. Ahí se cortó la risa de golpe. Él acabó creyéndose más guapo de lo que era y ella acabó más loca de lo que se sospechaba.