Vámonos de boda. A una de las bodas más desacertadas de la monarquía española, a la que se celebró el 10 de octubre de 1846 entre Isabel II y Francisco de Asís y Borbón. Ella no quería. Y él, tampoco. Porque a ella le gustaban los hombres. Y a él, también. Pero mandaban los intereses de Estado y había que casar a la reina, que aquel mismo día cumplía dieciséis años. Lo único que acertó a decir la adolescente Isabel II cuando le anunciaron el nombre de su futuro marido fue: «¡No, por favor, con Paquita no!». Eso dicen.
Pero el matrimonio tenía que ser, porque las monarquías europeas andaban maquinando cómo casar a sus solteros con la reina de España. Hubo largas y muy complejas negociaciones para seleccionar al futuro rey consorte y evitar así las presiones extranjeras. Ahora bien, ya les vale a los diplomáticos de entonces, porque después de tanto pensar colocaron en el altar al único candidato que, como dijo Isabel II, llevaba camisones con más encajes que los de ella. El matrimonio, más que un fracaso, fue un disparate, y la reina acabó buscando lechos más animados. Oficialmente, Isabel II tuvo doce embarazos. Sean discretos y no pregunten en cuántos fue el coprotagonista Francisco de Asís.
Durante el reinado de la pareja, el matrimonio aguantó carros y carretas, pero era el coste de figurar en una corte hipócrita. Fue el casorio que provocó las mayores chirigotas y en el que sólo se acordó un cese temporal de convivencia conyugal cuando la reina fue destronada en la revolución de 1868. Ahí vieron el cielo abierto. Se acabaron los disimulos y el rey consorte se fue a vivir con su novio a un palacete francés a muchos kilómetros del de su mujer. Pero a Francisco de Asís, al margen de que ahora provoque cierta solidaridad por su homosexualidad vapuleada, no hay que dejar de reconocerle que reinó mal y conspiró todo lo que pudo y más.