Al poeta Francesco Petrarca se le salió el corazón del pecho el día 6 de abril del año 1327. Fue un Viernes Santo que acabó convertido en viernes de pasión porque vio por primera vez a Laura, el amor de su vida y fuente de toda su inspiración. La conoció en la iglesia de Santa Clara de Aviñón, en Francia, durante la primera misa de la mañana. Si hubiera estado pendiente del responso en vez de mirar a las feligresas, Petrarca se habría librado de pasar toda su vida atormentado por un amor imposible. Gracias a ella, a Laura, Petrarca se convirtió en el primer poeta lírico moderno. Y todo porque no le hizo caso.
La historia nos ha trasladado que el amor de Petrarca por Laura de Noves fue puro y casto, y parece que así es, pero no es menos cierto que así fue porque Laura no le dejó. Laura, además de ser muy mona, estaba casada y, aunque Petrarca intentó ver por dónde la entraba, la joven le paró los pies y le cortó las visitas a su casa. Petrarca se alejó entonces de Aviñón para calmar sus ardores y tuvo dos hijos, pero a la madre no le dedicó ni un miserable soneto. Todos eran para Laura, pese a que su enamorada sólo se dedicaba a tener hijos con su marido. Once churumbeles en total.
Algunas fuentes insisten en que Laura no existió, que fue una creación de Petrarca para cantar a través de ella el amor puro e incondicional. Pero Laura existió, porque el propio poeta anotó la muerte de su amada en un códice de la Biblioteca Ambrosiana. Y qué casualidad, porque Laura murió como consecuencia de la peste también un día 6 de abril, pero de 1348, veintiún años después de haber conocido al poeta.
Mientras Laura vivió, Petrarca sufrió el tormento del amor no correspondido, pero en cuanto murió pasó de la pasión platónica a la más negra de las melancolías, con lo cual este hombre se pasó la vida sufriendo. Y sólo con desconsuelo un poeta puede escribir así:
Aquí termine mi amoroso canto:
seca la fuente está de mi alegría,
mi lira yace convertida en llanto.