Parece una incongruencia, pero quizás uno de los momentos más trágicos que se vivieron durante la Primera Guerra Mundial se produjo precisamente el día que se firmó el armisticio. Hace nueve décadas, el 11 de noviembre de 1918, Alemania se rindió ante los aliados. Ya está, se acabó la guerra. Pero dos oficiales con mando, un francés y un estadounidense, ordenaron a las tropas seguir luchando hasta seis horas después de haberse firmado la paz. Murieron casi tres mil hombres y siete mil acabaron mutilados. Los señores de la guerra, desde sus despachos, fueron sus verdugos.
A las cinco de la mañana del 11 de noviembre, a bordo de un tren detenido en un bosque al norte de París, los alemanes plantaron su firma bajo las condiciones escritas por los aliados para poner fin a la Primera Guerra Mundial. Se rindieron. Pero el alto mando aliado decidió que la hora oficial para dar por terminado el conflicto serían las 11 de la mañana y, por tanto, las órdenes de combate se mantuvieron inalterables hasta esa hora, pese a que hacía seis que la guerra había terminado y que la radio ya había transmitido la gran noticia en todo el mundo.
Los oficiales aliados más sensatos habían dejado de ordenar los ataques desde cuatro días antes, cuando se supo que la paz estaba a un paso. Pero otros, los menos si bien también los más furiosos, los que deseaban aplastar y humillar a los alemanes hasta el último minuto tomaron al pie de la letra la hora final del conflicto: once de la mañana. Sólo entonces ordenaron el alto el fuego.
Desde los despachos de Washington, París y Londres no midieron que en aquellas seis horas de más se producirían miles de víctimas por culpa de un puñado de oficiales rabiosos. Miles de cartas de padres llegaron en los años posteriores a esos despachos preguntando por qué sus hijos habían muerto en la mañana de aquel 11 de noviembre, horas después de que hubiera acabado la guerra. Nunca hubo respuesta.