Qué tremendo palizón nos dieron. Fue el 21 de octubre de 1805 en Trafalgar, frente a las costas de Cádiz. De un lado nosotros, luchando junto a los franceses, pero sin saber exactamente qué hacíamos allí; y del otro, los británicos, avanzando como posesos con cien cañones por banda y el almirante Nelson arengando a sus chicos con aquello de «Inglaterra espera que cada hombre cumpla con su deber». La batalla de Trafalgar, orgullo de los británicos y vergüenza de los franceses, lo único que nos sugiere a los españoles es qué demonios hacíamos metidos en aquel fregado.
En 1805 los españoles éramos aliados de los franceses. De mala gana, pero lo éramos. Así que cuando el Bonaparte nos pidió ayuda para enfrentarse a los británicos, allá que fuimos, aun sabiendo que nos iban a dar la del pulpo. No era nuestra guerra, no nos incumbía. El asunto andaba entre ellos, embroncados por los continuos intentos de Napoleón para que los británicos hablaran francés.
Trafalgar no fue una batalla al uso. Es decir, lo normal es que una flota se pusiera en línea y enfrente de la otra, y todos se liaran a cañonazos a ver cuántos navíos hundían. Pero el almirante inglés utilizó una estrategia que él llamaba el «toque Nelson» y que en realidad era un ataque a lo bestia. Hay que imaginar a la flota combinada franco-española colocada en línea y esperando un ataque de los de toda la vida de Dios, cuando vieron acercarse a la flota británica en plan kamikaze, dividida en dos columnas que avanzaban sin intención de pararse. La estrategia era romper la línea enemiga en tres partes y provocar el desbarajuste.
Un ataque así era suicida, porque durante el avance y antes de partir la flota enemiga, las dos escuadras inglesas estaban expuestas al cañoneo indiscriminado. Pero eso estaba dentro de los planes. Al final, ya saben, ganaron los ingleses, pero conste que Nelson fue un héroe a nuestra costa y que en Londres tienen Trafalgar Square gracias a nosotros.