Comienza la Gloriosa

Discretamente, a la chita callando, el 17 de septiembre de 1868 el almirante Topete y el general Prim subieron a la fragata Zaragoza en aguas gaditanas. Su plan, revolucionar España de sur a norte. El objetivo, apear a Isabel II del trono, deshacerse de los Borbones y recuperar la soberanía nacional. El grito común de aquella revolución, de la Gloriosa, fue: «¡Viva España con honra!». Lo raro es que dos de los tres partidos que se aliaron en esta revolución eran monárquicos. Ni siquiera los realistas soportaban a la oronda e ineficaz Isabel II.

La Gloriosa fue la revolución más facilona de conseguir. Y lo fue por varias razones. Primera y fundamental, porque los dos partidos liberales involucrados tenían en sus filas a militares, luego era fácil arrastrar al ejército al pronunciamiento. Segunda, porque el tercer partido, el de mayoría republicana, no tenía mano con los militares pero sí con la población civil, así que animó fácilmente el alzamiento. Ya saben, el ejército se pronuncia y el pueblo se alza.

Y la tercera razón que ayudó al triunfo de la Gloriosa fue, inexplicablemente, la propia Isabel II. No hizo nada. Se quedó más parada que una señal de tráfico. Comprensible por otra parte, porque la Gloriosa la pilló de vacaciones.

La reina, a esas alturas de septiembre, continuaba su descanso estival en el norte de España, con toda su prole y su numerosa servidumbre. Acostumbrada como estaba a ser reina desde que tuvo uso de razón, ni se le pasó por la cabeza que aquella bronca revolucionaria pasara a mayores. Ni fue a Madrid a tomar las riendas ni se dirigió al pueblo diciendo, hombre, estaos quietos, que soy yo. Lo único que se le ocurrió fue hacer las maletas, tomar un tren en Irún y pedir asilo político en Francia.

Se fue con lo puesto, aunque lo puesto eran tropecientos baúles y la corona. El triunfo de la Gloriosa fue un paseo militar y dio comienzo el sexenio democrático, que, la verdad, también tuvo lo suyo.