La guerra de las naranjas

Una cosa tenemos que reconocerle los españoles a los vecinos portugueses: que los hemos traído fritos a lo largo de la historia. Cada dos por tres los estábamos invadiendo, y el 20 de mayo de 1801 fue una de esas veces. Comenzó una guerra muy tonta, que apenas duró unos días y a la que los españoles bautizaron con rechifla «la guerra de las naranjas».

Para entender por qué los españoles invadieron por enésima vez Portugal hay que meter a Napoleón en el ajo. El año anterior, en 1800, España y Francia habían firmado el tercer tratado de San Ildefonso, por el que los dos países se obligaban a ser amiguetes y a emprenderla con Portugal si Portugal se empeñaba en seguir siendo amiga de los ingleses. Suena a patio de colegio, pero era así. Portugal no renunció a su amistad con los ingleses y Napoleón le dijo a España, hala, a invadir. Así que Manuel Godoy, el favorito de Carlos IV y más favorito aún de su mujer, la reina María Luisa de Parma, se plantó aquel 20 de mayo con un ejército de sesenta mil hombres en el país vecino. La guerra se ganó, pero además de ser una victoria muy tonta, también fue bastante improductiva.

Las conquistas logradas por los españoles en sólo un par de semanas se devolvieron más tarde a los portugueses mediante la firma del Tratado de Badajoz. Con lo cual, no habíamos hecho nada. Todo quedó igual que antes de comenzar la guerra. Tiempo, dinero y tiros pegados ¿para qué? Para nada. Por eso el pueblo español no dejó quieta la maledicencia y llamó a la guerra «la de las naranjas», porque lo único que se le ganó a Portugal fueron las naranjas portuguesas que recibió la reina María Luisa de Parma y que le envió Manuel Godoy con todo su amor en plena contienda mientras sitiaba la ciudad de Elvas.

Una pena de guerra, porque si se hubiera gestionado bien y se hubieran seguido las indicaciones de Napoleón, las provincias portuguesas conquistadas se habrían usado para intentar la devolución de Gibraltar. Ése era el plan, pero el Borbón, siguiendo la costumbre de sus antecesores, no dio importancia a aquel peñón inhóspito y lleno de monos.