Lo que hicieron los ingleses el 10 de noviembre de 1798 está feo, pero es comprensible. Se quedaron con Menorca. Afortunadamente fue la última vez que lo hicieron, porque hay que ver la tabarra que dieron con la isla. Su situación estratégica era inmejorable… ahí plantada, en pleno Mediterráneo. Y qué decir del clima, de las playas y de sus calitas. Menorca era una perita en dulce que quería todo el mundo. La peor parte la llevaron los menorquines, porque durante el siglo XVIII los pobres ya no sabían si hablar francés, inglés, español o catalán.
Durante aquel siglo XVIII, cada vez que España se metía en una guerra, alguien nos quitaba Menorca. Era como la moneda de cambio para firmar luego los tratados de paz. Primero la cedió amablemente el primer Borbón, Felipe V, a cambio de que los ingleses le reconocieran como rey de España. Y, por cierto, en aquella misma jugada perdimos Gibraltar. Luego llegó la Guerra de los Siete Años, y la isla la ocuparon los franceses, pero como Francia perdió la contienda, los ingleses volvieron a quedarse con ella. España, mientras, a verlas venir.
Llegó más tarde la Guerra de la Independencia de Estados Unidos, y como también ahí estuvimos involucrados, entre lo poco que se pudo rascar estuvo recuperar Menorca. Pero sólo un rato, porque los ingleses la habían cogido llorona con la isla y volvieron a por ella. Por supuesto, nos la quitaron por tercera vez aquel 10 de noviembre de 1798.
El asunto comenzaba a ser cansino, así que, aprovechando los acuerdos de paz de otra guerra en la que se habían enfrascado los ingleses y Napoleón, España pudo meter cuchara y recuperar Menorca, otra vez, a principios del siglo XIX. Ahora sí, de forma definitiva. La riqueza cultural que Menorca ha ido acumulando con tanta ida y venida de unos y otros ya no hay quien se la quite y, aunque ya no hay quien la pretenda por las malas, sigue abierta a todo ciudadano de cualquier potencia extranjera. Eso sí, a ser posible con billete de ida y vuelta.