La situación entre España y Marruecos a mediados del siglo XIX estuvo especialmente revuelta. Cierto es que al reinado de Isabel II le venía muy bien, porque estaba en la cuerda floja y meterse en guerras en el exterior servía como maniobra para distraer a los españoles de la crisis interna. El 7 de noviembre de 1859 comenzó una de esas aventuras que tuvo a los españoles mirando a Marruecos en vez de a Madrid. El presidente del Gobierno Leopoldo O'Donnell acudió a palacio para despedirse de la reina Isabel II y de su marido, Francisco de Asís. Se iba a Marruecos, al frente de treinta y ocho mil hombres, para defender Ceuta y Melilla.
Hacía años que las tribus beréberes cercanas a Ceuta y Melilla estaban revoltosas. España levantaba defensas para proteger las ciudades, pero venían los beréberes y las tiraban. España colocaba escudos patrióticos para señalar las demarcaciones, y los beréberes los echaban abajo. España se cabreó, pidió que restituyeran los escudos y que las tropas marroquíes los saludaran. Marruecos respondió con una pedorreta y les declaramos la guerra.
Hubo mucho voluntario para ir a luchar, porque España pagaba doscientos reales de enganche y noventa al mes, y eso era una pasta teniendo en cuenta que la mitad de los españoles estaba en paro y con pocas posibilidades de encontrar empleo. Y, por cierto, hubo una nutrida presencia vasca. Los «tercios vascongados» se fueron a luchar voluntariamente por España como un solo hombre.
Aquella guerra se ganó, aunque, paradójicamente, España perdió mucho. Murieron siete mil hombres y las arcas del Estado se vaciaron. Como dijeron algunos expertos, «fue una guerra muy grande y una paz muy chica». Lo más simpático que queda para recordar de aquella lucha en Marruecos fue precisamente los términos en los que se produjo la despedida de O'Donnell de la reina y su marido aquel 7 de noviembre. Dijo Isabel II:
—Si yo fuera hombre, te acompañaría.
Y dijo el rey Francisco: —Lo mismo te digo, O'Donnell. Lo mismo te digo.