Qué desastre el que sufrió Madrid aquel 3 de mayo de 1808. Y qué calamidad la que le esperaba a España a partir de entonces y durante los siguientes años. El insaciable Napoleón invadió el país, los madrileños se levantaron y luego las tropas napoleónicas los tumbaron a bayonetazos. La resistencia madrileña del día anterior a la ocupación de veinte mil soldados napoleónicos tuvo consecuencias inmediatas: los goyescos fusilamientos del 3 de mayo. Pero, ojo, que el cuadro se pintó para hacerle la pelota a Fernando VII.
El mariscal francés Murat se cabreó muchísimo por la resistencia ciudadana. Escribió en su diario: «El pueblo de Madrid se ha dejado arrastrar a la revuelta y al asesinato. Sangre francesa ha sido derramada. Sangre que demanda venganza». No esperaría Murat que los madrileños se quedaran de brazos cruzados y empezaran a estudiar francés con entusiasmo. Cuarenta y cinco revolucionarios fueron pasados por las armas en la montaña del Príncipe Pío, los fusilamientos más famosos del 3 de mayo porque fueron los que plasmó Goya, pero también los hubo en El Retiro y en el Paseo del Prado. Todo aquel que tenía un arma con la que luchar contra los franceses fue detenido y ajusticiado. Hasta la bordadora Manuela Malasaña, que se fue a por los franceses con sus tijeras de costura.
El mayo madrileño quedó grabado en la memoria de los españoles como símbolo de resistencia, y Goya también lo tuvo muy presente cuando quiso bailarle el agua a Fernando VII una vez reinstaurado en el trono. Goya había pasado por ser un colaboracionista. Congenió muy bien con los franceses y hasta pintó a José Bonaparte.
Para reconciliarse con la monarquía y salvar su cuello, rogó, suplicó el permiso para, textual, «perpetuar por medio del pincel las escenas de nuestra gloriosa insurrección contra el tirano de Europa». A Goya se le dio la venia, su patriotismo quedó a salvo, se congració con la corte y el cuadro de los fusilamientos del 3 de mayo pasó a ser uno de los más emotivos de la historia de la pintura.