La batalla de Iwo Jima ha pasado a la historia por ser una de las más cruentas, míticas y cinematográficas de la Segunda Guerra Mundial. Comenzó el 19 de febrero de 1945 y resulta increíble que en aquella minúscula, inhóspita y perdida isla del Pacífico se pegaran veintidós mil japoneses contra cien mil estadounidenses. Era tanta gente en tan poca tierra que, más que luchar, se estorbaban. Dispararan donde dispararan, daban a alguien. Digo que la de Iwo Jima es una batalla mítica porque allí se hizo la famosa foto de los seis marines levantando la bandera de las barras y las estrellas atada a una tubería, y digo que fue cruenta porque en aquel mínimo pedazo de tierra de veinte kilómetros cuadrados murieron veintiocho mil hombres.
Y digo también lo de cinematográfica porque Clint Eastwood dirigió casi a la vez, no una, sino dos películas sobre el asunto. Una, Banderas de nuestros padres, para agradar a los estadounidenses, y otra para contar la visión japonesa del asunto, titulada Cartas desde Iwo Jima, ambas estrenadas en 2007.
¿Por qué era tan importante para los estadounidenses conquistar aquella agreste isla del Pacífico y por qué era aún más crucial para los japoneses conservarla? Fácil. Estados Unidos acababa de conquistar las islas Marianas y el pequeñajo islote de Iwo Jima estaba justo a mitad de camino entre las Marianas y Japón. Como los japoneses disponían en Iwo Jima de un potente radar y los bombarderos estadounidenses tenían que pasar por allí sin más remedio cuando quisieran bombardear Tokio, los nipones los pillaban a todos.
Encima, los bombarderos, los temibles B-29, tenían que ir escoltados por cazas, y estos cazas no tenían suficiente autonomía de vuelo para hacer Las Marianas-Japón. Japón-Las Marianas, así que Estados Unidos necesitaba Iwo Jima para repostar. Por eso Estados Unidos echó el resto en conquistar la isla y los japoneses sacrificaron veinte mil hombres en defenderla. La batalla duró cinco semanas, las cinco semanas más sangrientas de la guerra del Pacífico.