El mundo estuvo en un tris de enfrascarse en otra guerra hace cuatro décadas por un quítame allá esos misiles. El 22 de octubre de 1962 John Fitzgerald Kennedy, trigésimo quinto presidente estadounidense, se plantó delante de una cámara y lanzó un mensaje televisado a la nación, aunque en realidad el recado iba para los soviéticos. Estuvo diecisiete minutos hablando y anunció el bloqueo naval a Cuba para impedir que la Unión Soviética continuara instalando petardos atómicos en la isla. El mundo pensó, ya está, ya la tenemos otra vez liada.
Sólo unos días antes, aviones espías estadounidenses habían fotografiado unas extrañas instalaciones en Cuba. Cuando las estudiaron de cerca, dijeron, carallo, si son misiles soviéticos. Y a sólo cien kilómetros de Florida.
Nikita Kruschev había prometido a su reciente amigo y aliado Fidel Castro protegerle ante un eventual ataque yanqui; hombre, y ya de paso, la Unión Soviética podría instalar armamento en las mismas narices de su mayor enemigo. Pero Estados Unidos se percató de la maniobra y decidió bloquear la isla para impedir que llegaran más misiles. Kennedy, además, les dijo a los soviéticos que ya se estaban llevando los instalados. Y rapidito.
Nikita Kruschev dijo que ni en broma. Que los barcos rusos seguirían pasando y que no permitirían registro alguno en sus buques porque a los estadounidenses no les importaba si llevaban a Cuba ositos de peluche o misiles. Pero, al final, la Unión Soviética se arrugó. Pese al desplante de Kruschev, los barcos soviéticos cambiaron de ruta o regresaron a la espera de que volviera la calma. Kennedy y Kruschev se sentaron a negociar: Kennedy juró no invadir Cuba; el soviético prometió desmantelar los misiles, y los dos acordaron no contar nada hasta pasados seis meses para que nadie se enterara de la bajada de pantalones soviética. El mundo respiró y Fidel Castro se agarró un mosqueo de órdago.