Una tórrida noche de verano, en las tiendas que rodeaban el Circo Máximo de Roma, aquel por el que correteaban los aurigas ante doscientos cincuenta mil espectadores, se declaró un incendio. Era uno más de los que se producían en los barrios populosos de la ciudad imperial, pero el de aquella madrugada del 19 de julio del año 64 no hubo quién lo parara. Las callejuelas estrechas, las casas hacinadas y el fuerte calor propagaron las llamas a una velocidad endiablada. Roma ardió por los cuatro costados. ¿Fue Nerón? Pues ni sí ni no ni todo lo contrario.
Como culpar a Nerón del incendio de Roma es lo fácil, mejor acudir a las fuentes documentales. Tres cronistas contemporáneos sitúan a Nerón en lugares distintos la noche del incendio, y según de qué pie cojeara cada informador señalaba o no al locuelo emperador como el pirómano. Parece cierto que Nerón estaba fuera de Roma cuando se declaró el incendio y que de inmediato regresó a la ciudad para comprobar cómo ardía incluso su villa palaciega, luego no parece muy sensato afirmar que él provocó el incendio.
Otra cosa es que, una vez en Roma, Nerón, a la vista del espectáculo, sacara su lira y soltara unos gorgoritos, pero esto entraba dentro de lo previsible, porque estaba como una regadera. Dicen que cantó, mal, muy mal, los versos que emulaban la destrucción de Troya.
Ahora bien, lo que sí es posible, a decir del historiador Tácito, es que Nerón fuera responsable de un segundo foco del incendio. El primero arrasó parte de Roma durante seis días consecutivos, pero cuando fue controlado, el incendio se reprodujo en otra zona de la ciudad, con lo cual terminó de quemarse lo poco que quedaba. ¿Qué interés pudo tener Nerón en terminar de arrasar Roma? Pues reconstruirla a su gusto, con calles anchas, fuentes, edificios porticados y grandes espacios. Y eso fue lo que hizo.
Es cierto que Roma mejoró mucho, pero sobre todo mejoro el pisito de Nerón, porque se hizo una pequeña villa de recreo de medio millón de metros cuadrados. A los romanos, sin embargo, no les gustó la nueva ciudad. Decían que las calles estrechas guardaban mejor el fresquito. Nunca arde a gusto de todos.