Puente aéreo a Berlín

Cuando el mundo se repartió el control de Alemania tras la Segunda Gran Guerra, a la Unión Soviética le cayó en suerte la zona noroeste, justo donde está Berlín. Pero a su vez, también Berlín estaba divida en zonas, una para los soviéticos y otra para las potencias occidentales. A Stalin, sin embargo, no le venía bien el apaño. Quería toda Berlín para él. Los berlineses, aunque tenían poco que decir, no querían a Stalin. ¿Después de deshacerse de Hitler, ahora Stalin? Era como salir de Málaga para meterse en Malagón. Volvieron sus ojos al mundo libre y pidieron que no les abandonara a su suerte. Y no les abandonó. El 26 de junio de 1948 comenzó el puente aéreo a Berlín.

El asunto es un tanto complejo, porque entra en la órbita de la Guerra Fría, aquella época en la que nadie pegó un tiro, pero todos se miraban de reojo a ver quién pegaba el primero. Las potencias occidentales pretendían democratizar la Alemania que controlaban para que el país comenzara a andar solo y se recuperara económicamente. Y en este proyecto incluyeron a Berlín, puesto que gran parte de la ciudad estaba también bajo control occidental.

Pero Stalin estaba enrabietado. A ver por qué tenía que meter nadie las narices en Berlín, cuando Berlín estaba en el pedazo de Alemania que le tocó a él. Así que Stalin bloqueó la ciudad por tierra y agua para que los suministros no pudieran llegar desde Alemania del oeste. Los berlineses quedaron aislados, desasistidos. Ése era el plan de Stalin para que los ciudadanos acabaran rendidos por el hambre y la necesidad, cayeran en brazos soviéticos y se olvidaran del cochino capitalismo.

Pero hubo algo que escapó al control de Stalin: el aire. Estados Unidos, con ayuda británica, utilizó tres pasillos aéreos desde Bromen, Hannover y Fráncfort y estableció «el puente aéreo de la libertad». Durante once meses un constante ir y venir de aviones repletos de suministros descargaron mercancías en los aeropuertos berlineses bajo control occidental. Aquello fue una sangría de dinero y de esfuerzo humano, pero Berlín resistió y mereció la pena ver cómo a Stalin se le congeló la sonrisa en plena Guerra Fría.