Mal día el que vivieron Alemania y Austria el 9 de noviembre de 1938. Mal día y mala noche, porque lo peor llegó cuando se puso el sol, cuando los comercios cerraron y cuando la oscuridad favoreció que una histeria nazi y antisemita recorriera los dos países de punta a punta. Aquella noche la convivencia se hizo añicos. Aquella noche pasó a la historia como la de los Cristales Rotos. El resto del mundo no supo ver que el Holocausto judío estaba a sólo un paso.
¿Por qué el nombre de la Noche de los Cristales Rotos? Pues lo cierto es que el calificativo no puede ser más definitorio: porque aquella noche del 9 de noviembre los nazis se dedicaron a romper todos los escaparates de los comercios regentados por judíos. Y ojalá la cosa hubiera quedado ahí, con unos cristales rotos y con los cristaleros tan contentos. Lo malo es que las sinagogas fueron incendiadas; los cementerios, destruidos… miles de judíos fueron arrestados, noventa acabaron asesinados y varios centenares resultaron heridos.
La Noche de los Cristales Rotos tuvo un precedente, una excusa que dio pie a la salvajada nazi. Alemania ya había realizado algunas expulsiones de judíos a Polonia, y el hijo de uno de estos judíos, cabreado por la expulsión de sus padres, atentó en París contra la vida de un diplomático alemán. Hitler, cuando conoció la muerte de su hombre, animó a las Juventudes Hitlerianas, a las SA —las Secciones de Asalto del partido nazi— y a las temibles y sanguinarias SS a que dieran un escarmiento a los judíos.
No es que se les fuera la mano, es que les tenían ganas e hicieron exactamente lo que se propusieron. Es más, el asesinato del diplomático fue sólo un pretexto para dar rienda suelta a la histeria, pero podrían haber buscado cualquier otro. Si un judío hubiera estornudado en el bigote de Hitler, la purga se habría producido igualmente.
Aquella noche de violencia y exterminio provocó que varios países rompieran relaciones diplomáticas con Alemania, pero todos fueron demasiado miopes para entender la que se venía encima.