Se veía venir, porque el ambiente estaba calentito en Francia, El 5 de octubre de 1789 una horda de cinco mil mujeres muy cabreadas asaltó el palacio de Versalles. Llegaron dando voces, preguntando por el panadero y por la panadera, que no eran otros que los señoritos Luis XVI y María Antonieta. Porque en París el pan se convirtió en un artículo de lujo, y mientras, ellos, seguían ofreciendo banquetes y mofándose de una revolución recién iniciada a la que todavía no daban importancia alguna. Aquel día fue la última vez que los reyes de Francia vieron Versalles.
París se moría de hambre, los precios estaban por las nubes y la revolución ya no tenía marcha atrás. Pero Luis XVI y María Antonieta estaban a por uvas. A lo suyo. Hay un detalle que ilustra esto muy bien. Luis XVI llevaba un diario personal donde apuntaba sus cosas; bien, pues unos meses antes, el rey había escrito. «Martes, 14 de julio. Nada». ¿Cómo que nada? ¿Los parisinos habían tomado la Bastilla aquel 14 de julio y para el rey era «nada»?
Todo iba de mal en peor y el remate vino con un banquete pantagruélico que los reyes ofrecieron a los oficiales de un regimiento de Flandes recién llegado a París. Se pusieron como el Quico y al final de la comida, entre vino y copita, se fueron animando unos a otros. Acabaron pisoteando las escarapelas de tres colores, el símbolo de la revolución, y se enarbolaron sólo las blancas, el color de los Borbones. Los ecos de la juerga llegaron a París, y las primeras en tomar la iniciativa fueron las mujeres.
Se remangaron y, sin quitarse los mandiles, se fueron armadas de cuchillos y palos camino de Versalles. Al rey lo pillaron de caza y a la reina moneando por los jardines de Le Petit Trianon, pero les dio tiempo a reunirse y atrincherarse en palacio con sus hijos. Horas después, toda la familia real enfilaba camino de París sin rechistar. Fue el principio del fin de la monarquía: es lo que tiene tocarle las narices a la plebe.