Y nació la Casa Blanca

Día importante para la historia estadounidense, el 3 de octubre de 1792, cuando George Washington puso la primera piedra de la Casa Blanca. Un edificio que más que un edificio es una gran olla donde se cuece todo el guiso mundial. Hasta el siglo XX se llamaba oficialmente Mansión Presidencial, pero como todo el mundo pasaba de este nombre tan pomposo y se referían a ella como la Casa Blanca tuvieron que cambiarle el nombre. De hecho, en lo único que se parece la Casa Blanca de hoy a la que se proyectó hace doscientos quince años es en el blanco de su fachada. Blanquearla es un derroche, porque se emplean más de dos millones de litros de pintura.

Cada vez que aterrizaba un presidente en la Casa Blanca se empeñaba en hacer obras y la santa esposa, en redecorarla. Theodore Roosevelt añadió la famosa ala oeste para trasladar allí a los empleados, porque no le entraban sus cinco hijos. Y también se hizo un despacho rectangular. Pero luego llegó el presidente William Taft y dijo: «No me gusta, que me lo hagan ovalado». Después apareció Franklin Delano Roosevelt y se hizo una piscina; pero más tarde llegó Nixon y construyó encima la Sala de Prensa.

La señora Lincoln compró una cama, a la señora Monroe le dio por la estética francesa, otras primeras damas compraron vajillas, cambiaron cortinas y levantaron baños… Hasta que llegó la revolución con la estilosa Jackie Kennedy. Ella fue la que le dio la vuelta a la decoración de la Casa Blanca. Y tras ellas, todas van dejando su toque personal, lo cual da la excusa perfecta a la siguiente primera dama para criticar a la anterior por su mal gusto. Sobre todo cuando la entrante es republicana y la saliente, demócrata.

Laura Bush, por ejemplo, puso a parir a Hillary Clinton, sin tener en cuenta que la señora Clinton estaba más ocupada en espantar becarias que en colocar jarrones. Sobre una de las chimeneas de la mansión está escrito el deseo de John Adams, el primer presidente que habitó la Casa Blanca: «Que sólo hombres honestos y sabios gobiernen siempre debajo de este techo». Nixon no entraba en los planes honestos. Y alguno posterior, tampoco en los sabios.