Cada amanecer de cada 4 de julio comienza en Estados Unidos un día de lo más patriótico, porque ese día de 1776 se firmó el acta que hacía libres a las trece colonias que dieron origen a la confederación norteamericana. Inglaterra se quedó sin su posesión occidental más preciada.
Los ingleses comenzaron a ocupar América para evitar que los españoles se la quedaran entera, así que empezaron a instalarse en la costa este. Virginia fue la primera colonia que fundaron, bautizada así en honor de Isabel I, la reina virgen… Bueno, que decían ellos que era virgen. Luego vinieron otras doce. Nueva York, Pensilvania, las dos Carolinas…
Llegó un momento en que Inglaterra empezó a freír a impuestos a los colonos, porque los ingleses de Inglaterra pagaban mucho a Hacienda y los ingleses de allende los mares, una birria. Y aquí vino el primer mosqueo de los ingleses de América, cuando les tocaron el bolsillo. La cosa se fue complicando, porque además las colonias tenían que contribuir al mantenimiento de un ejército carísimo dedicado a protegerlas. Pero el remate fue cuando subió el precio del té enviado a las colonias. Por ahí ya no pasaron. Les podían tocar cualquier otra cosa a los colonos, pero ¿el té…? de ninguna de las maneras (ver Motín del té).
Las colonias se fueron haciendo más fuertes, siguieron las luchas, surgieron grandes políticos, se creó un Congreso, hasta que aquel 4 de julio quedó aprobada la Declaración de Independencia que redactó Thomas Jefferson, que, por cierto, se murió también el 4 de julio para aprovechar la celebración. No crean que todo acabó aquí, porque una cosa es declarar la independencia en un papel y otra, defenderla en el campo de batalla. Pero el caso es que aquella declaración, muy progre, muy ilustrada ella, acabó saliendo para adelante. Era bonita. Declaró a todos los hombres iguales, libres y con derecho a buscar la felicidad. Menos a los negros, evidentemente.