«¡Viva La Pepa!» Así saludó el pueblo de Cádiz la proclamación de la primera Constitución española el 19 de marzo de 1812. Lo de La Pepa es evidente, porque aquel día era San José. Proclamar aquella Constitución tuvo mucho mérito, pero también fue muy raro, porque se redactaron unos preceptos liberales en un país que todavía llevaba a cuestas el Antiguo Régimen. Y encima, el preámbulo de aquella Carta Magna que comenzaba diciendo «En el nombre de Dios Todopoderoso, Padre, Hijo y Espíritu Santo», reclamaba el regreso de Fernando VII, cautivo en Francia, para restaurarlo en el poder. Así pasó lo que pasó. Que el Padre, el Hijo, el Espíritu Santo, Fernando VII y la Libertad no hicieron buenas migas.
Pero el mérito estuvo, sobre todo, en que la Constitución de 1812 se proclamó con Cádiz asediada por las tropas de Napoleón y sacudida, además, por una epidemia de fiebre amarilla. De hecho, los diputados cayeron como moscas y muchos quedaron enterrados en Cádiz.
La Pepa trajo muchas cosas buenas: la libertad de prensa, la independencia de la Justicia, la prohibición de las pruebas de nobleza para evitar la desigualdad legal de las clases sociales y, por supuesto, la supresión del Santo Oficio, de la Inquisición. Cuando Fernando VII asentó sus reales, todo esto quedó en papel mojado.
Pero La Pepa trajo bonanzas, sobre todo para América. Sesenta de los más de trescientos diputados que formaron las Cortes de Cádiz eran americanos, y consiguieron que por primera vez se proclamara que la nación española era «la reunión de españoles de ambos hemisferios». Es decir, los españoles de España y los españoles de América serían ciudadanos con idénticos derechos. Menos los negros, claro.
Los negros siguieron siendo negros y sólo a los mulatos se les dio la nacionalidad española, aunque no la condición de ciudadanos. Había que ser más pálido para ser español y ciudadano. Lo bueno de La Pepa es que fue el principio de algo grande, cuando la mayoría de españoles no sabía lo que significaba la palabra Constitución.