Aquel 9 de noviembre de 1989 era jueves. Medio mundo se quedó boquiabierto cuando un miembro del Politburó de la República Democrática Alemana anunciaba por sorpresa, en directo, en televisión, que caía el Muro de Berlín. Sólo unos minutos después, miles de alemanes de uno y otro lado se agolpaban en los puestos de paso cuando ni siquiera los guardias habían recibido la orden de abrir las puertas. Aún sin tenerla, a las once de la noche el Muro cayó simbólicamente y los alemanes lo atravesaron. Al día siguiente cayó a golpes de pico y libertad.
A quién no se le puso la carne de gallina en aquellos días viendo a los alemanes más felices que unas pascuas, escalando el Muro y abriendo agujeros. La decisión se tomó aquella misma jornada. Nadie lo esperaba. A las siete menos tres minutos de la tarde de aquel 9 de noviembre terminó una rueda de prensa transmitida en directo por televisión, donde Günter Schabowski, del Politburó, dijo que todos los pasos del Muro quedarían abiertos. Un periodista, el único que reaccionó al shock, preguntó: «Pero ¿cuándo?». Y Schabowski contestó: «En cuanto lo diga. Ya». El grito que corrió por toda Alemania, ya casi, casi unificada, fue «¡El Muro está abierto!». Hubo cerveza gratis en los bares cercanos, los desconocidos se abrazaban entre sí… la gente enloqueció.
En la memoria y en la vergüenza quedaban aquellos ciento y pico kilómetros de hormigón y las más de doscientas personas que habían dejado la vida intentando saltar lo que las autoridades de la RDA llamaron «barrera protectora antifascista», el eufemismo más bobo jamás inventado después de «cese temporal de convivencia conyugal». Como si las ideologías se frenaran con un muro.
Muchos tenemos un trocito de hormigón del Muro de Berlín, y todos creemos que el nuestro es auténtico. Sin embargo, con esto del Muro pasa como con las reliquias de la cruz de Cristo: que si se juntaran todas saldrían 18 cruces, pero si uniéramos todos los trozos del Muro de Berlín nos saldría otra Gran Muralla China.