Paré el coche en un camino que podía llevar a cualquier parte. Había salido de la carretera en un desvío sin ninguna señal, y eso que ya era tarde y no calculaba lo que tardaría en llegar a un sitio con un buen hotel, a una buena bañera, a una buena cama, a un poco de lujo, con un montón de estrellas y un atento y rápido servicio de habitaciones las veinticuatro horas del día. Tenía prisa por mimarme un poco. Pero vi aquel desvío, aquel camino de tierra que se metía en el campo como un niño chico cuando de repente coge una dirección distinta a la que lleva todo el mundo y se extravía, y seguro que fueron las ganas de desahogo las que me empujaron a aventurarme por él.
El cielo se estaba metiendo en nubes. A lo lejos, como si estuviera cosido de cualquier manera al horizonte, había un resplandor de color hueso y deshilachado, un poco comido por las sombras por la parte baja y débil y difuminado cuando se juntaba con los nubarrones. Estaba refrescando y no sé por qué se me ocurrió que a lo mejor era por mi culpa, como cuando te descuidas o no te tomas ningún interés y dejas abiertas al buen tuntún las ventanas y se forma corriente.
Y la verdad es que si paré el coche fue más por miedo a no estar sola del todo que por temor a alejarme demasiado de la carretera. No se veían casas ni parecía que por aquel camino hubiese la menor circulación, pero pensé que a la vuelta de una curva podía aparecer un pueblo, un camping o un rebaño de ovejas, y por eso decidí no seguir adelante, porque me di cuenta de que lo que yo buscaba era un lugar solitario para despacharme a gusto. La carretera hacía ya un rato que la había perdido de vista.
Cuando apagué el motor, fue como si me quedara sorda de golpe. Todo estaba tan quieto que por un instante tuve la sensación de que había ido a parar a un sitio disecado. Había algunas encinas desperdigadas por el campo, muy desmejoradas, y mucha retama bravía y todavía sin flor, pero se me antojó que ni siquiera se habían movido un poco con el aire desde hacía muchísimo tiempo, como si allí no cambiara nunca el clima y siempre hiciera aquel calmón un poco destemplado y ese silencio que seguro que hay en los sitios de los que nadie se acuerda. Estaba convencida de que por allí no había pasado nadie desde hacía meses. Era un buen lugar para ajustarle las cuentas al Amado.
Yo estaba tranquila, pero tenía en el pecho unas ganas muy comprensibles de dejar las cosas claras y en la garganta un montón de palabras peleándose unas con otras para ver cuál me salía primero por la boca. No tenía el ánimo encogido ni escocido el amor propio ni achicada la confianza en mi misma, pero tampoco quería quedar como una aventurera sin fundamento, una psicópata ciclotímica o una fantasiosa llena de pretensiones y con menos cimientos que un sombrajo. Había dejado La Altura sin quedarme a dormir allí ni una sola noche, aunque pagándola religiosamente a pesar de que tenían lista de espera, y el personal de recepción, tan profesional, se mostró preocupadísimo por si había encontrado algún fallo garrafal o me causaban demasiadas molestias mis vecinos de planta, en cuyo caso podían intentar cambiarme a otro cuarto, en una zona de más sosiego, aunque tal vez peor comunicada. Les aseguré que mi decisión de marcharme de inmediato no tenía nada que ver ni con las instalaciones ni con la atmósfera general de la hospedería y del cenobio, que consideraba perfectas, sino sólo con mis propias deficiencias. Pero dije eso porque no tenía ningún derecho a abochornar a unos empleados tan amables y cumplidores, y no me importaba lo más mínimo quedar ante ellos como cortita de puntería y de facultades. Hacer balance de la experiencia con el Amado ya era otra cosa.
Bajé del coche. Algún ruido hice, claro, al abrir la puerta, al poner los pies en el suelo, al recomponerme un poco la vestimenta —que ya me moría de ganas de quitarme de encima tanto decoro y tanta sobriedad—, pero lo que contaba era la perorata que me iba subiendo por dentro. En el cielo había ya, entre las nubes, unos desgarrones amoratados que acentuaban el dramatismo de la situación. Me alejé unos pasos del coche, con toda la intención de sentirme de verdad al descubierto, y me puse a dar paseos cortos, de ida y vuelta, apretujando una mano contra otra a la altura de la cintura, balanceando con criterio la cabeza para quitarle rigidez al cuello, ajustándole el compás a la respiración, moviendo con recato pero con perseverancia las mandíbulas para excitar las glándulas salivares y lubricar la garganta, entrando en calor. De pronto me paré, respiré hondo, levanté bien la cabeza para que se me viera el temple, me humedecí bien los labios para que el discurso no tropezara y que me quedase fluido, me puse de nuevo a caminar por los tres o cuatro metros que ya me había marcado en el calentamiento, pero ahora con empaque, y dije:
—Aquí me tienes. Ya sé que no hay nada que hacer, pero podías habérmelo avisado antes. No es que me arrepienta, no es que yo crea que he perdido el tiempo, ni que me dé coraje poner los pies en el suelo y saber hasta dónde puedo saltar, ni que me achare por ser como soy y tenerlo todo como lo tengo, pero esto era cosa de dos y alguna explicación habrá que dar. Yo sólo quería llegar a lo más alto y lo más lejos que pudiese, y poner en un trono lo más bonito que tiene toda persona, que es su interior, y por nada del mundo quería ponerme a llorar encima de los destrozos que a este cuerpo serrano, como a cualquier otro, le causa la edad, y no quería acabar en un saco de pellejo y, lo que es peor, con el corazón andrajoso. Yo quería estar por tu fuego lacerada, y salirme de mí y llegar a tanta altura que un solo vuelo valiera por mil, y saciarme del agua de la fuente de donde viene todo origen, y esparcir tus cabellos mientras el aire de la almena lastimaba mi cuello y suspendía todos mis sentidos, y estar contigo tan a gusto que no me importasen los años ni los achaques ni las miserias de este mundo, sino sólo tú. Y no me digas que no tenía derecho a pretenderlo. Tenía tanto derecho a intentarlo como cualquiera, pero se ve que soy poca cosa para tan altos deliquios, ya ves. No voy a quejarme, no te creas. No voy a reprocharte nada. Pero que conste que lo he puesto todo de mi parte, que no me ha importado dejar de lado mi amor propio y los truquitos que una tiene para disimular los deterioros, confiar como una lela en un tarugo como Dany, vestir para los ojos de los demás como una intelectual prehistórica, castigarme el gusto y el olfato con lo que me gusta un perfume y con el trabajito que me ha costado encontrarle la ciencia a la cocina creativa, educarme el oído para no caer en trance con Juanita Reina o Barbra Streisand —cada una en su estilo— sino con los motetes, y aprenderme prácticamente de memoria las obras de los místicos, que bien sé yo el tiempo que me hará falta para quitarme del todo esta manera de hablar. Lo único que no hice, es cierto, fue castigarme el cuerpo. Pero es que este cuerpo ha sido mi salvación, ¿comprendes?, con este cuerpo he aprendido a quererme, por este cuerpo me he jugado la vida, para este cuerpo me he inventado mi nombre, sin este cuerpo habría sido incapaz de enfrentarme al mundo. Seguramente no soy tu tipo, qué le vamos a hacer. Sabré llevarlo con gracia, no te preocupes. Maduraré con estilo, aprenderé a llevarme bien con mis destrozos, tiraré de mis ahorros si no encuentro una ocupación que me siga poniendo en mi sitio, y trataré de ser buena gente. Y este cuerpo me acompañará. Este cuerpo y todo lo que he pasado. Y cuando este cuerpo y mi memoria me pongan a hervir, me soltaré como unas castañuelas. A la edad que tenga. Esté con quien esté. Me cueste lo que me cueste. Y aunque te eche de menos por no haberte tenido nunca. Pero yo no me voy a achicar. No me voy a desfondar. No voy a castigarme. Y no voy a echarme a perder ni voy a tener remordimientos ni voy a acomplejarme. Porque yo no tengo la culpa de haber nacido tan sexy.