La hospedería del monasterio de La Altura estaba abarrotada. Apenas se veían personas solas, pero había parejas de todas las edades, grupos de amigas en general talluditas, excursiones mixtas con toda la pinta de haber sido organizadas por parroquias o comunidades cristianas de base, familias con niños vestidos de primera comunión. Y no faltaban las celebridades.
Nada más llegar, reconocí a una señora muy elegante, con mucho estilo, con mucho golpe de chofer y secretaria particular, famosísima por un libro que ha escrito sobre las reliquias que hay en las iglesias y los conventos de toda España y el milagro en el que está especializada cada una de ellas, un best-seller, y ella sale cada dos por tres en televisión, y le hacen montones de entrevistas en la radio, y da conferencias por todas partes, y viaja muchísimo, que hasta en el extranjero se ha hecho famosa, y también aparece una barbaridad en las revistas del corazón, pero sólo en las serias, y yo la había visto una vez en una charla que dio en la Casa de León, Zamora y Salamanca, al principio de mi arrebatamiento espiritual, antes de meterme de lleno en la lectura de nuestros místicos, y me dejó colapsada por las cosas tan interesantes que contó, que todavía me acuerdo de las más impactantes. Por ejemplo, la historia de una chiquilla con poliomielitis, que se curó cuando la cubrieron de cintura para abajo con huesos verdaderos de los santos inocentes asesinados por Herodes y traídos de Tierra Santa por un obispo español, precisamente de Astorga, o el milagro del minero al que se le quitó una gangrena que le llegaba ya hasta la rodilla en cuanto le bañaron la pierna en barro auténtico del que Dios hizo a Adán y se la limpiaron después con la toalla con la que Jesús les lavó los pies a los apóstoles. Aunque lo que más me impresionó fue saber que, en una ermita de Cuenca, se conserva nada menos que una pezuña petrificada del diablo, como todos pudimos ver en una diapositiva a todo color que aquella señora tan fina y tan bien hablada nos puso para despejarnos cualquier duda. Y ahora aquella celebridad estaba allí, alojada como uno más en aquella hospedería de tanto prestigio pero sin lujos de ninguna clase, aunque no iba a dar ninguna conferencia, sino que, según me dijeron, estaba recogiendo material para su best-seller, que iba por nosecuantísimas ediciones, y por lo visto acababa ella de descubrir que allí se conservaba y se veneraba una sandalia de san Pedro.
Pero ella no era, ni mucho menos, la única persona famosa que había pasado por La Altura. Las paredes de la cafetería estaban llenas de fotos dedicadas, como los restaurantes típicos del viejo Madrid. Había una de un actor norteamericano, muy conocido, del que se decía que viajó hasta allí directamente desde Beverly Hills, en avión privado, sólo para curarse una depresión y recuperar la ilusión de vivir, y que, desde entonces, daba para obras de caridad el dos y medio por ciento de lo que le pagaban por las películas. Había otra foto de una actriz también americana y también conocidísima que lleva escritos dos o tres libros sobre sus experiencias sobrenaturales y salió una vez en el Diez Minutos haciendo el Camino de Santiago, con una ropa sencillísima y casi nada de maquillaje, lo justo para defender el cutis y corregir algún defectillo de esos que no es que afeen, sino que más que nada molestan: para su edad, estaba monísima. Y, por supuesto, había retratos de toreros y de tonadilleras, que siempre han sido de mucho rezar y mucho llevar medallas y escapularios, pero también el de una cantante inglesa que en sus tiempos fue un verdadero pendón y cantaba unas cosas de escándalo, y es verdad que las cantaba en inglés, pero por los gestos tan descarados que hacía se le entendía todo, y el Vaticano no tuvo más remedio que excomulgarla, aunque recuerdo que la Nancy, una amiga del mundo del artisteo que se las daba de saberlo todo, me dijo que el Vaticano no la podía excomulgar porque no era católica, sino protestante; el caso es que luego salió diciendo en todas las revistas que se había convertido y que, de ahí en adelante, iba a dedicarse en exclusiva a cuidar su paz interior y a disfrutar de las cosas espirituales, y eso que seguía vistiéndose de un modo muy exagerado. No como aquella artista que armaba tantísimas broncas y que hizo la película de la mantequilla y se fotografiaba con una novia rubia que se echó y yo creo que también la excomulgaron, y ahora no hay quien la reconozca, va de catequista por la vida y, eso sí, despotricando contra los sinvergüenzas que la explotaron y se aprovecharon de lo inmadura y lo atolondrada que era entonces, para hacer pornografía y para forrarse. Esa no estaba entre las que habían dejado una foto dedicada como recuerdo de su paso por el monasterio y en prueba de gratitud por la felicidad que había encontrado su alma —eso era, más o menos, lo que escribían todos—, seguramente porque aún no había tenido tiempo para pasarse por allí, pero sí que estaba la foto de la primera Miss Europa española, de familia modesta, pero que con el tiempo se casó con un rico heredero suizo que la llenó de caprichos y la introdujo de lleno en la alta sociedad, tuvo con él un hijo al que le dio por las carreras de coches y por echarse novias muy catetas —aunque siempre se ha dicho que, de tapadillo, lo que tiene son novios—, enviudó, atravesó una racha de mucha bulla y mucho desarreglo, se estropeó una barbaridad, se lio durante un tiempo con una pintora de esas que pintan como los niños chicos, cayó en una crisis muy comentada y, cuando aceptó que su célebre belleza no era más que un préstamo que Dios le había hecho y a Dios le había devuelto, descubrió que tenía facultades para ver el ángel custodio de cada persona, aprendió a pintarlos, y actualmente se dedica a hacer exposiciones de óleos con los ángeles de la guarda de personajes del mundo del espectáculo, de la cultura y de la política, incluidos los de todos los miembros de la Familia Real.
—Aquel de la chaqueta celeste —me dijo el célebre chef Manuel Villegas— es un productor de discos muy importante que busca algo que sea un bombazo como el gregoriano de los monjes de Silos. Aquí cantan unas misas preciosas.
El de la chaqueta celeste estaba en la barra y parecía un feriante endomingado.
El célebre chef Manuel Villegas, del restaurante Almunia de Majadahonda —un verdadero templo de la gastronomía moderna, pero con raíces, según me dijo—, ya se había encargado de presentarse, con todos los adornos habidos y por haber, en cuanto le di permiso para que se sentara a mi mesa. La cafetería estaba de bote en bote. Y la verdad es que enseguida comprendí que no era el típico moscón que anda al acecho de mujeres solas y empieza con mucho caracoleo a tentar la suerte. Se había limitado a darse humos, bien es cierto que adornándose y recreándose mucho en la faena, pero me di cuenta de que sólo le importaba dejar claro que no era ningún pelagatos y podía considerarme bien acompañada. Yo había llegado a la hospedería muy temprano, con un estado de ánimo muy entonado, sin volver la vista atrás, con el convencimiento de que aquel lugar ofrecía garantías y escarmentada de dar bandazos. Tuve que esperar a que mi habitación la dejaran libre y la limpiaran, así que me fui a la cafetería y me convencí todavía más de que había ido a parar al sitio adecuado. Quizás estuviera un poco masificado, pero tanta gente, normal o distinguida, no podía equivocarse. Allí estaba, sin ir más lejos, Manuel Villegas, un cocinero de postín, un hombre hecho a sí mismo, un profesional con inquietudes y con instinto para adivinar por dónde va a ir el gusto de la gente de buen comer, que la cocina imaginativa de inspiración francesa tuvo su momento, pero es un concepto culinario que se agota, como todo, y la cocina mediterránea es muy relajada y muy saludable y tiene una relación muy cordial —algo así me dijo— con nuestra idiosincrasia y nuestro ritmo de vida, pero es quizá demasiado epidérmica —si le permitía la expresión— y, aunque todavía aguanta con dignidad si la carta está bien estructurada, ya empieza a notarse cierto cansancio, de modo que hay que evolucionar y aportar novedades y él, Manuel Villegas, estaba seguro de que el próximo exitazo en los mejores fogones y los mejores manteles iba a ser la cocina monacal. Interpretada, por supuesto. Ollas de legumbres con hortalizas, huesos y carnes, o guisos de abadejo, pescados de salazón y sardinas en arenque, sin olvidar las ancestrales sopas de ajo, el arroz con higadillos y los clásicos potajes, serían la base para aplicar toques creativos que acabarían convirtiendo lo que llamaríamos gastronomía del ancestro, en su rama conventual, en platos de alta escuela: alcachofas gratinadas rellenas de caviar de salmón, o sopa de ahumados con puré de coliflor, o bacalao con escama de patatas con pil-pil. Todos esos platos, y otros por el estilo pero aún poco definidos, iba él elaborándolos ya en su imaginación, y estaba seguro, me dijo, de que podía cocinarlos en aquel mismo momento sin cambiar un ápice ni la clase ni la cantidad de los ingredientes, hasta el punto de que me regaló los apuntes completos de las recetas, una cuartilla que todavía tengo y que me permite ahora explicar los platos con todo detalle. Mientras estaba de gira, Manuel Villegas cocinaba todos aquellos platos mentalmente y, según él, les ponía el sabor, el olor, la temperatura que buscaba, igual que hacía, en lo suyo, un conocidísimo diseñador que se había ido un par de días antes de que yo llegara, después de haber disfrutado en La Altura de dos semanas de intensiva concentración espiritual, hasta que prácticamente se definieron solas las líneas maestras —depuradísimas— de su próxima colección otoño-invierno.
—Y la que todavía anda por aquí —me dijo el celebérrimo chef Manuel Villegas— es la Moltó. Parece que está preparando un nuevo programa de debate y dicen que busca monja, buena comunicadora y con buena imagen, que aporte siempre un enfoque religioso, pero en plan relajante, de los temas que se discutan, cualesquiera que sean.
Entonces me dije: si la Moltó, con lo que ella es, ha venido hasta aquí para asegurarse un éxito, es que este sitio merece la pena.
No era, desde luego, el lugar más tranquilo del mundo. Pero tenía solera, daba un servicio competente y seguro en todos los aspectos, era versátil y nada elitista a la hora de repartir el producto de la espiritualidad y si, por incapacidad tuya, te ibas de vacío, por lo menos tenías la oportunidad de conocer a gente interesante. De cualquier modo, pensé, convenía advertirle a mi compañero ocasional de mesa que mi intención era mantenerme retirada el mayor tiempo posible y nada comunicativa con el resto de los hospedados, no fuese él a suponer que había encontrado una agradable y sensible compañía para andar a todas horas de palique.
Lo hice. Le dije que hervía de impaciencia por encontrarme por fin a solas y disponer mi alma para el amor inefable. Que notaba yo que el tiempo y el esfuerzo que hacen falta para alcanzar la cumbre donde se produce el encuentro con quien es la hermosura misma los había superado con creces, y que ya sólo faltaba darme a mí misma el sosiego y la confianza que, en mi opinión, me tenía más que merecidos. Que sería muy largo de contar, pero las vicisitudes tan extraordinarias y los vaivenes tan acusados por los que había pasado desde el comienzo de mi periplo sólo podían superarse con la ayuda de un divino empecinamiento del que, aun a riesgo de resultar pretenciosa, me sentía en deuda. Y que había aprendido una cosa: el escenario es importante, el apoyo de alguien que te anime cuando desfallezcas y te haga ver tus limitaciones cuando te embalas se agradece mucho, un poco de mimo en forma de música deliciosa que sólo tú escuchas o de fragancias incomparables que sólo tú hueles no amargan a nadie, sino todo lo contrario, y el aleteo de los ángeles conforme vas acercándote al desposorio espiritual tiene que ser una maravilla, pero ese desposorio es una cosa entre el Amado y tú, y a la hora de la verdad no cuentan para nada los decorados, los amigos, las músicas, las fragancias ni los ángeles, a la hora de la verdad sólo cuentan la amada y el Amado. Manuel Villegas dijo que estaba de acuerdo.
La animación de la cafetería era cada vez mayor. Ya eran más de las doce de la mañana y, aparte de que el ambiente de la hospedería se encontraba sin duda en su mejor momento, mi habitación ya estaría dispuesta. Pedí al señor Villegas permiso para retirarme y cogí el ticket de caja para pagar mi consumición a la salida, como indicaba el correspondiente letrero, pero el señor Villegas no lo consintió. Le di las gracias procurando no sonreír demasiado, con el fin de que comprendiese que para mí cualquier halago de este mundo ya era relativo, y me dirigí con serenidad, pero muy ilusionada, al mostrador de recepción, atendido con eficacia por personal contratado.
En efecto, ya podía ocupar mi habitación. Las instrucciones eran muy claras y la verdad es que no se prohibían demasiadas cosas. Por mí, podrían habérmelo prohibido casi todo. Estaba llegando a donde nunca supe si podría llegar. Me sentía en paz, descansada, ligera. Cogí mi equipaje, tan exiguo, y me dispuse a subir la escalera por la que se iba a mi cuarto, en el primer piso.
Y entonces, al pie de la escalera, como recién llegada de no sabía dónde, como pasada de moda, mirándome como si estuviera mirándose en un espejo, mirándome no sólo como si supiese quién era yo, sino también como si supiese quién había sido, con su pelo corto, con sus ojos nerviosos, con su cara de niño, vi a aquella niña vestida de primera comunión.
El tiempo pasa como un caballo de fuego y va quemando muchas cosas de tu vida, pero siempre vuelve lo que consiguió abrirte el corazón por la mitad. La primera mirada de mi padre cuando se dio cuenta de por dónde quería yo echar a correr y de dónde me iban a venir los sufrimientos; la primera vez que puse el pie en la calle, vestida como si fuera a hacerle los coros a la representante española en el Festival de Eurovisión, y no pensé en que por la mañana tendría que ponerme de nuevo ropa de muchacho y no sentí que estuviese disfrazada, y cuando me di cuenta de eso me emocioné tanto y me lie a llorar con tantas ganas y tan a gusto que la Débora y la Gina no sabían si correr a la farmacia de guardia por calmantes o encenderle una vela a la Virgen de la Caridad para agradecerle el buen rato que yo estaba pasando; aquel día en que apoyé la cabeza en la falda de mi madre y ella me acarició como si lo hiciera por todo lo que no me había acariciado durante los años que nos habíamos pasado sin vernos; el beso que me dio Juan, el primer hombre que me disfrutó y que disfruté después de la operación, cuando le dije que sí, que también yo había terminado, y que me había llevado a la gloria… Y aquella niña vestida de primera comunión, que estaba a mi lado conforme yo iba saliendo de la anestesia, nueve horas y media después de que me metiesen en el quirófano.
Yo estaba convencida de que la operación iba a salir bien. Ya sé que lo normal habría sido estar muertecita de miedo, como estuvieron casi todas las que conozco, porque ni la medicina lo tiene esto tan controlado ni la cabeza ni el corazón podían seguir igual que si te operasen de apendicitis. Pero yo me había empeñado en no asustarme, en no dejar que la angustia me estropease aquel día del que era justo que me acordase como de la fiesta más bonita o del homenaje más grande que me hubiesen hecho jamás, yo no quería que el miedo lo ensuciara. Ninguna novia se merece ir a casarse con el miedo metido en el cuerpo, ninguna novicia va asustada a hacer sus primeros votos, incluso estaba segura de que no hay misionera que se vaya al Congo o a sitios peores encogidita por el susto. Y para mí la operación era igual que convertir a un país entero al cristianismo, como si yo fuera tierra de misiones y yo misma me estuviera salvando; era como contraer votos perpetuos no sólo con mi alma femenina, sino con mi cuerpo de mujer; era igual que una noche de bodas en la que el bisturí iba a ser dulce y experto como el mejor de los novios. Así que la operación no tenía más remedio que salir bien y sería un pecado que me asustara.
Durante un tiempo, pensé hasta en organizarlo todo como si de verdad fuera una boda por todo lo alto. Estaba segura de que el cirujano, un hombre delicadísimo y de una formalidad casi arzobispal, lo entendería, a fin de cuentas la clínica era suya y ya encontraríamos la manera de que lo festivo no estuviese reñido con la seriedad y el prestigio del centro ni, por descontado, con el respeto a los demás. Mi idea, en los momentos de más entusiasmo, era mandar incluso invitaciones, encargar una especie de lista de bodas, en una buena tienda de regalos, elegir a un par de padrinos cuya misión fundamental consistiría en acompañarme de cháchara hasta la puerta misma del quirófano, contratar o bien un cuarteto de cuerda para que tocase música clásica mientras duraba la intervención, o bien algo más moderno, pero no estridente —algo del tipo Sergio y Estíbaliz, pongamos por caso—, con un repertorio flexible y adecuado para acompañar el acto quirúrgico propiamente dicho y amenizar después el convite y el baile, porque no podía faltar ninguna de las dos cosas, para lo cual lo más cómodo sería confiar en un catering de mucho nivel y dejar en manos de especialistas el montaje de las mesas, los aspectos florales y los demás detalles de decoración. Comprendo que todo eso, visto desde fuera, pueda parecer una patochada, pero, aparte de ser típico de mi temperamento buscarle a todo un marco bonito y la atmósfera más positiva posible, estoy dispuesta a admitir que a lo mejor pasé por una etapa de cierta preocupación y que un modo muy mío de espantarme los agobios siempre ha sido armar bulla y poner a todo el mundo contento. Además, teniendo en cuenta la fortuna que iba a costarme la operación, incluido el atentísimo y medidísimo tratamiento previo, lo menos que podía permitirme era un poquito de celebración.
Sin embargo, conforme se fue acercando la hora de la verdad fui comprendiendo que aquel trance era como un sacramento que tenía yo que vivir a solas. Algo me decía que en el quirófano iba a ocurrirme algo más importante que perder un aparejo que odiaba y ganar otro con el que llevaba soñando toda la vida, con ser ese un milagro que me dejaba traspuesta de felicidad cada vez que me ponía a pensar en él. Sabía muy bien que estaba a punto de cruzar una frontera que nunca podría ya volver a cruzar en la otra dirección, como en una película de arte y ensayo que vi una vez, en la que salía una muchacha que tenía una curiosidad grandísima por lo que pasaba dentro de una casa la mar de destartalada que había en las afueras de la ciudad donde ella vivía y en la que se celebraban cada dos por tres unas fiestas muy misteriosas, llenas de invitados estrambóticos a los que siempre se les veía llegar pero nunca se les veía salir, todos muy elegantes, pero con una elegancia de otro tiempo, y la muchacha se dio cuenta de que, aunque todos llegaban con mucho jolgorio y dispuestísimos a pasárselo en grande, todos en el último momento, cuando estaban a punto de entrar en la casa, se volvían a mirar atrás y a todos les cambiaba de pronto la cara, era como si de repente se sintieran completamente perdidos y entonces salían unos criados con uniformes impecables que les ayudaban a entrar, porque se habían quedado sin sentido de la orientación; la muchacha descubría la verdad cuando por fin entraba en el parque que rodeaba la casa, subía las escaleras del porche, se prometía una noche fabulosa al escuchar la música y las risas de la fiesta que se celebraba dentro, tocaba el timbre de la puerta y, en el mismo momento en que la puerta se abría, ella volvía la cabeza y descubría que todo al otro lado de la verja del parque iba desapareciendo, todo iba quedándose vacío para siempre. La verdad es que esa película la había visto hacía un montón de tiempo y, la primera vez que me acordé de ella —ya iba por el tercer mes de tratamiento de hormonas, con mucho control de mi médico y con mis sesiones de comprobación mental y emocional con una psicóloga— me impresionó, pero decidí no darle demasiada importancia, sólo que con el tiempo aquella película llegó a obsesionarme y se lo conté a la psicóloga y ella me dijo que tendríamos que analizarlo, que, si aquello era señal de falta de verdadero convencimiento por mi parte de lo que iba a hacer, aún estaba a tiempo de replanteármelo todo. Yo le dije enseguida que ni loca. Sabía perfectamente en lo que me había metido, sabía que no era una cabezonada ni —mucho menos— una ventolera, sabía que era como desembarcar por fin en otro continente y que ningún barco podría ya recogerme nunca para llevarme de vuelta, sabía que lo que le pasaba a la muchacha de la película era exactamente lo que iba a pasarme a mí, y no estaba asustada. Así que nada de arrepentimientos y de tirarlo a aquellas alturas todo por la borda. Lo único que ocurría era que cada vez se me antojaba más improcedente organizar un festejo multitudinario para celebrar la operación, y ni siquiera una merienda con los más íntimos, y que con la única persona con la que tenía que enfrentarme cuando estuviera a punto de entrar en la anestesia y cuando saliera de ella era conmigo misma.
Y el caso es que a todo el mundo le pareció una locura mayor que la otra. Cuando me puse a contar mi idea de organizar una fiesta en la misma clínica, aunque yo tuviera que asistir en una de esas uvis ambulantes que ahora tienen los servicios municipales de salud, a todos les pareció de entrada que había perdido la cabeza, pero a la mayoría le faltó tiempo para apuntarse a la juerga y aportar sugerencias, todas muy descabelladas y algunas bastante siniestras, como la de Eleonora Goretti —ya hace falta valor para ponerse un apellido como ese, con el ajetreo de bajura que se traía la elementa—, que me propuso proyectar en pantallas gigantes el vídeo de la operación durante todo el festejo. Era de cajón que a todos les pareciese aquello un delirio y lo que hacían era jugar a ver a quién se le ocurría un disparate mayor, pero cuando se me ocurrió decirles que lo que de veras pensaba era ingresar sola en la clínica cuando llegara el momento, que ni siquiera pensaba avisar de la fecha exacta de la operación, y que incluso daría orden de que no se admitiesen visitas durante todo el tiempo que durase la convalecencia, todo el mundo se echó las manos a la cabeza y decidió que eso no se podía consentir, que en un momento como ese la compañía de los amigos es fundamental, más fundamental incluso que la de la familia, porque con una familia normal y corriente no se puede hablar con confianza de ciertas cosas, y todo el mundo decía que, durante la convalecencia, iba a necesitar hablar mucho, contarle a alguien mis cosas más íntimas, abrirle a alguien de par en par mi cabeza y mi corazón. Pero yo estaba segura de que se equivocaban. Yo estaba segura de que, durante mucho tiempo, durante todo el tiempo que hiciera falta hasta que me sintiese completamente restablecida, querría guardarme todas las sorpresas, todas las preguntas, todas las esperanzas, todos los reparos y todos los sentimientos sólo para mí.
Así se lo dije también a mi médico y a mi psicóloga. Mi médico —una eminencia que había hecho la especialidad en Dinamarca y que te dejaba claro desde el principio hasta dónde la ciencia podía llegar y lo que no se conseguía de ninguna manera— no puso mayores inconvenientes, él se hacía responsable de que las cosas salieran bien desde el punto de vista quirúrgico y de que tuviese en todo momento a mi disposición los últimos adelantos de la medicina, y por dentro me consideraba preparada de sobra para dar aquel paso, porque de lo contrario no se habría ocupado de mí. Eso sí, me recomendaba discutirlo con la psicóloga y no convencerme demasiado de que todo iba a ocurrir tal y como yo me imaginaba, porque él ya tenía experiencia suficiente para saber que cada persona lo vive de un modo distinto y que al final todas confiesan que se lo habían figurado de otra manera. La psicóloga —una chica joven, moderna, lista para arreglarse hasta quedar siempre resultona sin valer nada, con un sentido del humor algo caprichoso, que yo nunca sabía hasta dónde estaba dispuesta a que bromeásemos con mis comprobaciones mentales y emocionales, pero que siempre se daba cuenta de cuándo yo hablaba realmente en serio— me confesó que le parecía raro aquel empeño mío por vivirlo todo a solas, pero que no tenía ningún derecho a extrañarse, porque ella no estaba allí para obligarme a que me comportara de una forma o de otra, sino para ayudarme en caso de detectar alguna disfunción mental o emocional. Y reconocía que las disfunciones que me había detectado eran de poca monta. Me consideraba mental y emocionalmente estable, y capaz, por supuesto, de vivir aquella experiencia como me pareciese oportuno. ¿Sin compañía ninguna? Le intrigaba la idea, desde luego, y le encantaría —se retiró un mechón de pelo de la cara con un gesto que quería decir que no había barreras entre ella y yo—, realmente le encantaría que hablásemos del porqué.
Se lo dije. Le dije cómo me imaginaba yo la operación, como una noche de bodas en la que el bisturí me hacía completamente mujer con mucho cuidado y mucha ternura, tomándose todo el tiempo que hiciera falta, llegando hasta el final con mucha paciencia y mucho miramiento, para no lastimarme. Pero que yo sabía, porque mi médico me lo había explicado perfectamente, que hay sitios adonde el bisturí no llega: la voz, por ejemplo, que siempre estará ahí, grave y encasquillada, perteneciendo a otro, como el peñón de Gibraltar pertenece a Inglaterra. La voz es como el alcázar que no se rinde, la voz es como el último apache escurridizo que trae en jaque a todo el ejército de la Confederación. Pero eso, le dije, ya lo sé, para eso estoy preparada, eso lo he visto en otras que ya han pasado por donde yo ahora voy a pasar, eso no me intriga, lo que de verdad me intriga, y lo que quiero descubrir a solas, no es eso. La psicóloga, procurando dejar claro que su curiosidad era sincera pero nada dramática, me preguntó a qué me refería. Yo le dije: «A la memoria».
No lo pudo evitar: noté que no se esperaba una cosa así. Incluso noté que le daba un poco de grima cuando le dije que no estaba segura de si el bisturí llegaba hasta ahí. Después de la operación, ¿cómo iba a ser mi memoria? ¿Cómo, de quién iban a ser los recuerdos, todos aquellos recuerdos que había ido guardando hasta entonces? ¿Iban a desaparecer, seguirían ahí, pegados en mi cerebro durante el resto de mi vida, como recuerdos de otro? Una vez le oí decir a una artista famosa que había salido radiante de la operación que ella prefería ya no acordarse de nada, que se sentía como si de repente tuviese de nuevo uso de razón y todo lo anterior se le había quedado como en una nebulosa, que empezaba de nuevo a descubrir el mundo, que quería aprenderlo todo como una niña cuando llega a la pubertad, que todo lo que sabía de los demás, y todo lo que sabía de sí misma, iba a procurar olvidarlo porque no quería que los recuerdos —algunos recuerdos— le estropeasen todo lo bueno que le quedaba por vivir. Pero eso no es posible, le dije a la psicóloga. Nadie se corta la memoria como se corta la melena.
Pero que no se alarmase. Yo no estaba asustada por eso. No había empezado a titubear. Seguía estando segura de lo que quería hacer y la mar de contenta. Sólo tenía muchísima curiosidad y estaba impaciente por saber lo que iba a ocurrir y quería descubrirlo sola, porque me daba cuenta de que aquello era lo más hondo a lo que podía llegar, y sabía que hasta allí no podía acompañarme nadie. Sabía que cuando saliera de la anestesia y tuviese el primer recuerdo, sería como si me bautizaran.
Así lo hice. No avisé a nadie de la fecha de la operación. Durante las semanas anteriores, hubo quien me preguntó, pero siempre dije que lo habíamos aplazado unos días por compromisos del cirujano. Ingresé en la clínica tres días antes de la fecha que había elegido el médico para intervenirme, me hicieron las últimas pruebas y en ningún momento me puse nerviosa o me sentí acorralada. Había llegado el momento, sencillamente. La psicóloga vino la víspera, por si quería charlar un rato, pero nos pasamos la tarde cotorreando sobre los príncipes de Mónaco, no sé por qué. Cuando ella se fue, me recogí en la habitación y estuve mucho rato pensando en cómo era yo en aquel momento: estaba sana, tenía buen tipo y una cara con personalidad, no le debía dinero a nadie, me convenía no enamorarme de nuevo, seguramente me enamoraría de alguien cuando menos me lo imaginara, y tenía que procurar dormir mis ocho horas de siempre, porque a las nueve vendrían las enfermeras para empezar a prepararme. Y así, tranquila y en ayunas, entré en el quirófano, y nueve horas y media después, ya en mi habitación, cuando empecé a despertarme, allí estaba ella, allí estaba yo, junto a mi cama, sonriéndome, mirándome con mis ojos sorprendidos e inquietos, allí estaba aquella niña vestida de primera comunión, pero con cara de niño, y supe que mi memoria seguiría conmigo para siempre.
Muy educada —o muy maternal, porque es una cosa que siempre me ha pasado con los chiquillos, que no me gusta perderlos ni un momento de vista no vaya a ocurrirles algún percance en un descuido mío—, dejé que la niña entrara antes que yo en la habitación.
—Es mona —dijo la niña—. Y esa calzadora es clavada a la que le compró mamá a los primos Sañudo, cuando la otra abuela de ellos se murió, que dijeron que lo vendían todo porque sólo querían dinerito, y después mamá la tapizó con una cretona muy alegre. ¿Te acuerdas?
Me acordaba estupendamente. Mi primo Paco Sañudo era la criatura más bonita que he visto en mi vida, tenía carita de Niño Jesús, con unos rizos rubios que se le formaban por lo natural, sin que la tía Regla tuviera que hacerle nada, que él tampoco se habría dejado, porque todo lo de precioso de cara que tenía lo tenía también de cafre y de puñetero, y le gustaba mucho mortificarme y yo, claro, desde que éramos renacuajos estaba enamoradísima de él. Vivía unas cuantas calles más abajo de nosotros, en una casa todavía más chica y más apretujada que la nuestra, pero yo, desde que me levantaba, no veía la hora de irme a jugar a donde tía Regla, nada más llegar empezaba a provocar a Paquito y a él le faltaba tiempo para cogerla conmigo y hacerme perrerías y a burlarse de mí diciéndome y diciéndole a todo el mundo: «¡El hijo de Vinagre no tiene picha!». A mí me gustaba pelearme con él, sacarlo de sus casillas hasta que se echaba encima de mí y se ponía a retorcerme los brazos y a estrujarme contra el suelo, y me apretaba el cuello con su cuello hasta que me dejaba sin respiración, que era una llave que él había inventado —porque desde pequeñito presumía de que iba a ser campeón de lucha libre—, y su cara estaba tan apretada contra la mía que a mí no me importaba asfixiarme. Una vez hasta me desmayé. Me desmayé sólo un momento, pero yo seguí haciéndome el desmayado y todavía recuerdo cómo intentaba él hacerme el boca a boca, cómo me chupaba los labios y trataba de soplar al mismo tiempo, lo bien que sabía su saliva, lo asustado que estaba él y lo a gusto que me sentía yo, hasta que pensé que ya se había ganado quedarse tranquilo y abrí los ojos como una artista de cine y a él le entró una risa nerviosa y se puso a darme abrazos y a restregarse conmigo loco le alegría, y me llevó la mano a su bragueta y me dijo mira cómo me he puesto del susto. Teníamos once o doce años, éramos de la misma edad y habíamos hecho juntos la primera comunión, y siempre me acordaré de aquel lía, los dos vestidos de marineritos, yo con el pelo oscuro y repeinado y moreno de piel como mi madre, él sonrosado y con aquellos rizos que parecían de oro, que ahora me doy cuenta de que hacíamos una pareja fatal y, además, engañosa, cualquiera que nos viese pensaría que él era un querubín muy delicado y muy sensible, a lo mejor hasta un poco sarasete, y yo un futuro sargento de la Legión, quiero decir por la pinta, y si nos estábamos quietecitos, que después bastaba con que nos moviésemos un poco para que estuviese claro que él iba para figura de las artes marciales y yo para primera vedette del Alazán, encanto y belleza deseosa de sentar cabeza junto a un marido y unos hijos, y si hubieran podido mirarnos por dentro, si hubieran podido ver lo que estábamos pensando, ya sí que tendrían el cuadro completo: yo me moría de ganas de acercarme a comulgar, al lado de mi primo Paco Sañudo, vestido como una novia en miniatura, con un traje de seda salvaje con muchos pliegues y jaretitas y un velo muy lindo y larguísimo y sujeto en un peinado de peluquería por una diadema de rosas blancas naturales, lo que para una criatura de ocho años era de premio, el mismo traje y el mismo velo que llevaba la niña con cara de niño que ahora estaba en mi habitación de la hospedería del monasterio de La Altura, el mismo traje con el que me veía yo cada vez que mi primo, a partir de aquel día en que nos peleamos y yo me desmayé, me enseñaba cómo se había puesto no ya por el susto, pero sí por el calor o por el vino o por culpa de una niñata con muchas ganas de lumbre y muy descuidada de mecha o por el tiempo que hacía que no mojaba, y así durante muchos años, hasta que terminó la mili y anduvo dando bandazos por ahí, que cuando volvimos a vernos yo iba ya a todas partes con mis hechuras y mi vestuario de mocita vistosa y con gusto, aunque aún no me había operado, y él había entrado en la policía municipal y un día me llevó a un chalé en construcción que había por La Rijerta y se dejó hacer de todo y cuando, ya completamente fuera de sus costuras, echó mano al archipiélago del Peloponeso, como llamaba una amiga mía a sus intimidades, le entró la risa temblona y el capricho de trajinar y dijo, medio desparramado, vaya gloria de equipamiento, prenda, y mira que dije veces que el hijo de Vinagre no tenía picha, ¿te acuerdas? Claro que me acuerdo.
—¿Qué te pasa? —preguntó la niña, que sin duda se había dado cuenta perfectamente del sofoco en el que yo estaba entrando.
—Un vahído, supongo. O el Amado, que escribe derecho con renglones torcidos.
—¿Por qué no abrimos un poco la ventana?
—Porque el silbo del pastor —le dije, y yo me entendía— no necesita que la ventana esté abierta para enajenarme.
Había en la habitación un silencio que no tenía más remedio que ser milagroso, porque no era posible que la hospedería entera se hubiese vaciado de repente o que todos los huéspedes, niños incluidos, hubieran entrado de pronto y a la vez en el más profundo recogimiento, y eso era lo que parecía. La niña había ido a colocarse en un rincón, como en una de esas fotos artísticas en las que se ve lo desatendida que está la infancia, y desde allí me miraba con más calma que resignación o curiosidad. La niña tenía los mismos ojos que tuvo siempre, los ojos oscuros e incómodos que yo sé que se me ponían a mí cuando alguien me miraba con desconfianza o cuando, antes de que yo me operase, un hombre dudaba de repente de si quería enredarse y disfrutar, por lo fuerte o por lo ligero, con lo que estaba adivinando.
—¿Te acuerdas del agobio que le entraba siempre al pobre Fermín, el que hacía de chofer y guardaespaldas del señor Gaztelu, el empresario del Continental, hasta que se metía en faena y ya no había forma de que soltara el Peloponeso? —me preguntó la niña.
—Era una copia de Sean Connery, pero de Cuenca. Luego siempre se apuraba un montón y decía que había perdido la cabeza por completo.
—¿Y te acuerdas de aquel alférez de aviación, de buenísima familia, que iba a buscarte de noche al Baby Face y te metía de estraperlo en el dormitorio que ocupaba en un lateral del edificio del Cuartel General del Ejército del Aire, lo que ya era el colmo del atrevimiento, y allí se ponía tu ropa y te pedía que te pusieras su uniforme y conseguía que tú te sintieras una mujer única y degenerada, muy caliente y retorcida, sobre todo cuando los dos perdíais por entero los papeles y él, en lo más fuerte del frenesí, con el Peloponeso dentro, te pedía «llámame Rebeca»?
—Una locura. Fue una época de mucho desorden, la verdad. Pero si soy sincera, nadie, nunca, me ha besado como él.
—Y ya sé que no te gusta que te lo mienten, porque hay que ver lo que te hizo sufrir, pero de Jaime no podrás olvidarte nunca aunque te raspen la cabeza por dentro, que ese hombre jamás tuvo la menor vacilación al demostrarte que tú eras su hembra, para lo bueno y para lo malo, que fueron cuatro años de alegrías y penalidades, y tuviste la debilidad de hacerte ilusiones y llegaste a pensar que iba a ser el hombre de tu vida —aquella niña hablaba como uno de esos muñecos de los ventrílocuos, como si estuviera quitándome de la boca los dichos y la voz—, llegaste a pensar que merecía la pena haber pasado tanto si el premio era haberle encontrado a él.
—No me lo mientes, por favor, no me lo mientes.
—Pero tú sabes que no hace falta que te lo miente para que te acuerdes de cómo sabía quitarte el sentido, que luego han llegado muchos otros, antes y después de la operación, pero ninguno ha sido capaz de borrarte el recuerdo que tienes de él. Santos, el que trabajaba de tramoyista en un teatro de mucho empaque de Madrid, que era tan cariñoso y tan detallista y siempre se empeñaba en apagar la luz, y además se le saltaban las lágrimas cuando te decía que nunca había sentido con nadie lo que sentía contigo, pero tú no podías decirle lo mismo a él, porque se achicaba si lo comparabas con Jaime. O Paulo, un brasileño que se hacía unas chapas cotizadísimas en una agencia de chicos pero decía que el corazón lo guardaba para ti, y la verdad es que tú no te lo querías creer pero te lo creías, sobre todo cuando dejaba el corazón a un lado y ponía en funcionamiento todo lo demás, aunque no lo hubieras dudado ni un segundo si tuvieras que elegir entre Jaime y él. O, ya operada, aquel representante de grifería, casado, jugador de fútbol profesional en su juventud, aunque lo máximo que consiguió fue militar en un equipo de segunda división, quejoso de que su mujer no se arreglaba nada, que por lo visto a la señora no le gustaba pintarse ni ir a la peluquería ni una ropita un poquito especial ni una alhajita para que se le viera un poder, y así el pobre te decía Rebecca, tú sí que vas siempre como una reina, contigo sí que da gusto salir, y le encantaba llevarte de compras y darte consejos sobre lo que te sentaba bien y lo que te sentaba de maravilla, y es verdad que nunca llegó a regalarte la gargantilla que una tarde visteis en el escaparate de una joyería, pero te la enseñó muchísimo, que no había tarde que no salierais y no te llevara a ver lo finísima que era, pero al hombre se le notaba la buena voluntad, y no como a Jaime, al que sólo se le notaba el talento que Dios le dio para poner a hervir a una mujer y la verdad es que cuando el de la grifería, que se llamaba Anselmo, se metía en faena no había color. Sólo Juan, el que te estrenó como mujer por dentro y por fuera, el que cada vez que iba a verte conseguía convertirte en las cuatro estaciones completas de Vivaldi, el que, a fuerza de ser un hombre corriente, tuvo la habilidad de hacer que te sintieras una mujer como cualquier otra, aguantó durante un tiempo la comparación con Jaime; lástima, hija, que a ti el gusto de ser una mujer como otra cualquiera te durase tan poco. Y allí seguía Jaime, ocupando en un santiamén el lugar que los demás iban dejando vacante, no literalmente, claro, sino con esa manera de resucitar a alguien que se llama echarlo de menos, pero tampoco hacía falta esperar a que las historias terminaran, que en medio de cualquier refriega que parecía preciosa con Santos, con Paulo, con Anselmo, con Juan, Jaime estaba allí: los ojos impertinentes y un poco tristes de Jaime, aquella boca de ternerillo agonioso que tenía Jaime, las manos siempre templadas y siempre tranquilas y con tanto tino de Jaime, aquella manera de adelantar y apretar los muslos cuando se te acercaba, que siempre era el arma que usaba para desarmarte Jaime…
—El silbo del pastor —dije yo— viene por los montes y por las cañadas y mi alma ha salido a su encuentro.
De reojo, vi cómo la niña iba agachándose y acurrucándose en el rincón, como buscando a la vez no molestar y ponerse cómoda para disfrutar del espectáculo.
El silbo del pastor, de hecho, ya se había colado en la habitación, y yo respiré hondo tres veces para no aturullarme cuando apareciese el Amado.
Lo primero que llegué a percibir fue el rumor refrescante de una fuente que no hacía falta que viese para saber lo limpia y poderosa que era, capaz de convertirme en un huerto maravilloso. Después se me aflojaron todos los sentidos, señal de que el Amado iba a encontrarme como una mansión con todas las puertas y balcones abiertos de par en par. Y luego apareció el Amado. Tenía los ojos impertinentes y un poco tristes de Jaime, y yo le dije mira, luz que alimenta mi mirada, cómo me he acicalado para ti, que si bien por fuera era un modelo de sobriedad y un dechado de modestia envuelta en tonos discretos, por dentro me veía yo engalanadísima, con adornos y afeites de todos los colores, pero no es que mi alma fuera pintada como un zulú en sus fiestas patronales y enjoyada según el gusto de Anselmo, en realidad la combinación era a la vez muy intensa y muy delicada y muy virtuosa, como en esos pájaros exóticos y escasísimos que tienen plumas de mil coloraciones y, sin embargo, no tienen un color determinado. Cómo quemaban los ojos del Amado, y cómo aquel mirar no se paraba en barras y se dirigía derecho a los recovecos donde se guarda lo que más enloquece, hasta tal extremo que noté cómo me llevaba las manos pudorosamente a mis puntos más sensibles y me consta que puse cara de quien ruega un poco de misericordia para ayudarme a conservar la compostura, y entonces el Amado sonrió como sonreía Jaime para advertirme de que en dos minutos me iba a tener descompuesta. Y me entró entonces un temblor que reconocí enseguida, y la verdad es que, tal como yo lo recordaba, no tenía mucho de místico, que era como cuando Paulo dejaba a un lado aquel corazón brasileño que guardaba para mí y ponía el resto en pleno funcionamiento, y el caso es que ahora, cuando ya se me había acercado un poco más, le veía yo al Amado aquel color canela y aquel suave brillo que tenía la piel de Paulo y que con tanto acierto combinaba con mi color levemente tostado, y se me metió en la cabeza que la piel del Amado era también tan fina y tan templada como la de Paulo, y el Amado seguía mirándome de aquella forma, y yo no tuve más remedio que suplicarle que se fijase un poco más en mis sentimientos y un poco menos en lo vistosa que era sin duda la carrocería de mi alma, o no respondía de mí. Me dijo entonces el Amado, con una voz clavada a la de Anselmo, que es que iba arreglada de maravilla, y una cosa así no hay mujer de verdad que no lo valore, pero casi sin darme cuenta le dije lo que le decía a Anselmo en tales ocasiones, que a cualquier amada con un poco de respeto por sí misma y por los demás le gusta ir compuestita, pero que al final el secreto estaba en que él me miraba con buenos ojos, aquellos ojos tan descarados, pero un poco tristes, de Jaime. Empezó a sonar, desde un lugar tan hondo que todo lo arrastraba y engullía, la «Primavera» de Vivaldi. Yo noté que desfallecía, de puro arrobamiento, y tuve que apoyarme en el Amado, y, parecerá mentira, pero en aquel momento al Amado le entró la risa nerviosa que le entró a mi primo Paco Sañudo cuando se creyó que me había salvado de la muerte por hacerme el boca a boca y cuando descubrió en mí el Peloponeso y se quedó de piedra, pero nada traumatizado, sino más bien en la gloria, al comprobar lo aparente que era y lo durísima que estaba aquella atrocidad que ojalá me hubiesen arrancado de cuajo el día que nací. El Amado había adelantado los muslos, que eran como los cedros del Líbano o como columnas de ébano que entretienen el silbo de los aires amorosos, y apretaba como apretaba Jaime, y a mí me entró de repente un apuro grandísimo, porque volvía a notar el crecimiento de aquella atrocidad, lo que no era técnicamente posible, pero ya había sufrido en otras ocasiones aquel inconveniente psicosomático, aquel accidente retrospectivo, aunque el momento nunca fuese tan inoportuno. El Amado, cuyos brazos tenían ya la alegría incansable de las enredaderas y cuyas manos dejaban pequeño el tino de las manos de Jaime, adivinó mi turbación, hizo caso omiso de mi insistencia en que se fijara un poco más en mi emoción y un poco menos en mi constitución, y me susurró al oído, como lo hacía Santos, que no me preocupase, que todo formaba parte de mi alma y que nunca había sentido con nadie lo que sentía conmigo. Yo no lo comprendí demasiado bien, pero supuse que había entrado por fin donde no sabes dónde entras y te quedas no sabiéndolo, así que lo mejor era dejarse llevar. Seguían sonando las Cuatro estaciones de Vivaldi, una detrás de otra. Y entonces me percaté de que el Amado quemaba pero no dolía, y que hacía siglos que no sentía en mis adentros un terremoto así, y que estaba empapada en sudor, y que gemía como sólo gimen las muy finas o las muy tiradas, y que si aquello era un éxtasis yo los había tenido antes a montones —con Jaime, con Paulo, con Juan, incluso alguna vez con Santos y con Anselmo—, y que había una niña delante, si es que no había salido corriendo, escandalizada.
La niña, muy quieta y muy encogidita en el rincón, no parecía impresionada por lo fuertecito del espectáculo.
Yo tardé en reaccionar. Tardé incluso en darme cuenta de hasta qué punto la postura en que había quedado atentaba contra el decoro. Pero tardé menos en convencerme de que aquella niña vestida de primera comunión, aquella niña con cara de niño, aquella niña que tanto se parecía a la niña que yo quería ser el día en que comulgué por primera vez —vestido de marinerito, junto a mi primo Paco Sañudo—, sabía perfectamente lo que iba a pasar.
—Sé lo que estás pensando —le dije.
—Lo mismo que estás pensando tú —dijo ella, y seguía mirándome como antes, con más calma que resignación o curiosidad.
Se oían voces en el pasillo.
—Dime la verdad.
—Tú sabes que no hace falta que te la diga.
A pesar de que la ventana seguía cerrada, se coló de pronto en la habitación el rugido indecente de una moto. No quedaba ni rastro de Vivaldi. Le aguanté la mirada a la niña.
—Siempre me pasa lo mismo.
—Cariño, de la mañana a la noche una no deja de ser lo que es.
Eché de menos un espejo. Aunque tampoco lo necesitaba para saber que, al menos, había adelgazado bastante.
—He puesto de mi parte todo lo que he podido.
—No te castigues. No te reproches nada. Y no te creas más alocada, más desnortada o menos constante que los demás.
No merecía la pena mirar la hora. No iba a servirme de mucho saber si era corto o largo el rato que llevaba dentro de la habitación. Cuando tuviese hambre, siempre sería posible tomar algo en la cafetería. La verdad es que me habría hecho ilusión que en la cafetería pusieran una foto mía con una dedicatoria llena de agradecimiento.
—Hay quien lo tiene más fácil. La prueba está en que aquí la ocupación, durante todo el año, prácticamente es del cien por cien.
—Cariño, hay quien se conforma con poco.
El aire estaba un poco cargado. Empecé a ponerme discretamente la ropa en su sitio. Tenía que reconocer que el subidón, fuera de lo que fuese, había sido tremendo, pero yo era la primera en saber que mi naturaleza fue siempre temperamental y pujante, desde chiquitita, o desde chiquitito, que tampoco tiene sentido pasarse el resto de la vida pisoteando lo que durante tantos años no tuviste más remedio que ser. Por la claridad que entraba por la ventana, se notaba que se estaba poniendo una tarde maravillosa. De pronto, me sentía agotada, pero no abatida. Me senté en el borde de la cama y procuré estar a gusto. La mirada de la niña, que no estaba dispuesta a perderse un detalle, parecía ahora un poco más cariñosa. Volví a mirarla a los ojos por derecho. Era mejor aclararlo todo de una vez.
—Sé sincera: ¿tú crees que en el santoral hay sitio para mí?
La niña bajó los ojos, porque tenía que lastimarme.
—Rebecca —dijo después, muy tranquila—, no tienes ningún motivo para deprimirte. Pero la respuesta, sincera y objetiva, es: no.
Me levanté. Cogí la bolsa de viaje. No tenía sentido que me quedase allí. Eso sí, no pensaba deprimirme. Así que dije, con muchísima soltura:
—Pues santa Rebecca de Windsor habría sido, para los altares, un nombre moderno, con gancho y precioso. Lo siento por el santoral.