Sexta morada

Decidimos guiarnos solamente por las ganas de encontrar un sitio donde yo pudiese medrar en mi bachillerato místico sin que nadie se llevara las manos a la cabeza, y donde Dany recuperase el tono espiritual que se le había ido al garete por distraerse demasiado con el deporte en San Juan de La Jara.

—Lo único malo que tiene este método —dijo Dany, pejiguera— es que podemos dar tumbos sin sentido, durante días y días, hasta encontrar algo.

—No deberías desmayar en la fe como lo estás haciendo, Dany. —Por mi parte, no estaba dispuesta a desmayar en la santa paciencia, por muy difícil que él me lo pusiese—. Estoy segura de que tendremos pálpitos, veremos señales, e incluso no me extrañaría nada que recibiéramos la ayuda de algún enviado.

—¿Te refieres acaso —preguntó Dany, con una guasa bastante patosa— a algún guía turístico, trabajador por cuenta propia, que vaya por estos andurriales en busca de clientes?

Pensé que lo mejor era sonreírle beatíficamente la supuesta gracia. Claro que también pensé que quizás había llegado la hora de empezar a preocuparse, porque una compañía tan desanimada y picajosa acabaría convirtiéndose en un peso muerto y en una importante desventaja de cara a cubrir etapas en el camino de perfección. Dany seguía dándome mucha pena, porque no es plato de buen gusto ver cómo flaquea, pierde resuello, desfallece y queda por completo descolgado quien ha ido desde el principio acompañándote —en realidad, sirviéndote de guía, de aliento y de modelo— en la carrera, pero todo corredor de fondo sabe que llega el momento en que tiene que mirar sólo por él, por doloroso que le resulte, pues de lo contrario también él se hunde con el débil si el empeño por recuperarlo se convierte en desatino, y eso no está para nada reñido con la deportividad, sino todo lo contrario. Al final, en el deporte, como en la mística, no se puede triunfar sin un sano egoísmo. Aunque también es verdad que, viendo yo los efectos del deporte en Dany, llegué a la conclusión de que el deporte y la mística son incompatibles.

—El deporte te ha hecho débil —le dije a Dany, con toda la delicadeza que pude—. Fíjate qué paradoja.

—No digas tonterías, Rebecca.

Tampoco iba a tenerle en cuenta la salida de tono. Yo sabía que el deporte en general, y el culturismo en particular, siempre le habían servido a Dany de antesala de la penitencia, y puede que en esa fase el deporte sea beneficioso para la mística, porque cuanto más fantástico sea tu cuerpo más meritorio resulta luego desentenderte de él, y comprendía que Dany tuviese al deporte en muy alta estima. Pero su error había sido entregarse con fruición y exceso a la práctica deportiva, en la hospedería exclusivamente masculina de San Juan de La Jara, cuando ya estaba en un escalón bastante aventajado de la escalinata que conduce al elevado coto donde todo es energía espiritual, de manera que el ejercicio físico actuó como una reacción adversa al vuelo del alma y a la vista estaba el resultado: una pájara.

—No digas tonterías, Rebecca. Por favor. El deporte y la espiritualidad se complementan estupendamente.

Era inútil tratar de explicárselo. Supongo que estaba confuso, no podía admitir que aquellos días pasados entre prácticas atléticas y gimnásticas y en compañía de saludables y bien avenidos ejemplares de sana masculinidad le hubiesen perjudicado tanto, así que prefería cerrarse en banda y faltar a la caridad más elemental diciéndome que lo mío eran sandeces. Consideraba, sin embargo, que mi deber era procurar que, al menos, se hiciera cargo del error que había cometido, porque a veces eso es suficiente para empezar a recuperarse.

—Recapacita, hijo. No te obceques. A lo mejor estás a tiempo de enganchar de nuevo con el grado de fervor interior que ya habías conseguido. A lo mejor lo que te conviene es una temporada de reposo, para limpiar y aligerar tu cuerpo del exceso de ejercicio al que lo has sometido, seguramente con la mejor de las intenciones. Quédate, si quieres, en algún hotel con encanto, de esos que combinan con muchísimo acierto la arquitectura tradicional, el trato relajado pero atentísimo, una cocina sencilla pero esmerada y un precio muy apañado. Seguro que por aquí hay alguno. Quédate el tiempo que necesites, yo te lo pago. Y no es que quiera librarme de ti, entiéndeme, por favor, no es que yo quiera dejarte en la estacada, todo lo contrario. Sólo quiero lo mejor para ti. Y que comprendas que, cuando te dedicas a aquilatar para el Amado las facultades de tu alma, no puedes dedicarte al mismo tiempo a halagar la musculatura.

—Sigues diciendo tonterías, Rebecca —estaba encasquillado—. El deporte es siempre fenomenal. Nos hace enteros, tenaces, alegres y sensatos.

—¡Ahí lo tienes! —salté yo—. Tú mismo acabas de decirlo. Tanto ejercicio en San Juan de La jara me parece que te ha vuelto sensato. Y la mística es insensatez divina. La mística y la sensatez se llevan fatal.

Además, le costaría mucho convencerme de que el deporte le había dado entereza, tenacidad y alegría. Dany se había desfondado, se le había atravesado el carácter, y no parecía recuperable. Me daba pena, pero no quería que me arrastrara con él, y además seguro que no tenía derecho a consentirlo, porque no sólo no tenía la culpa de que el Amado me hubiese elegido finalmente a mí y no a Dany, sino que mi obligación era celebrar ese honor y defenderlo como una leona, y dejar que todo lo demás pasara a segundo plano. De modo que ya estaba prácticamente decidida a desembarazarme de Dany a menos que ocurriera un milagro, cuando ese milagro ocurrió.

Íbamos por una de las muchas carreteras comarcales por las que habíamos estado dando barzones durante tres días, desde que salimos de San José de los Cuidados. Una noche habíamos tenido que pasarla en el coche, pues no encontramos quien quisiera darnos alojamiento en un pueblo de no más de veinte casas, todas con las puertas cerradas a cal y canto cuando nosotros llegamos, apenas pasadas las ocho de la tarde. Las otras dos dormimos en fondas nada controladas por las autoridades de turismo, pero limpias y ventiladas hasta la exageración. En una de ellas tuvimos que compartir el cuarto, pero estábamos tan cansados que ni Dany cumplió con su promesa de permanecer en vela hasta el alba, dándose golpes de pecho, ni yo fui capaz de escarbar un poco en las honduras de mi corazón para mantener la predisposición al trance en cuanto el Señor quisiera concedérmelo, de modo que, nada más reclinarme un poco en la cama, con el humilde propósito de recuperar algo de fuerzas, me quedé frita. En la otra fonda pudimos disponer cada uno de nuestro propio cuarto, pero hubo muchísima bulla durante toda la noche —por la mañana, la dueña nos dijo que un sobrino suyo había celebrado en el bar de la casa su despedida de soltero—, y no hubo manera ni de conciliar un sueño normal y corriente. Durante el día hacíamos kilómetros y kilómetros y, para que la inspiración y las señales nos encontrasen espabilados, y para no tener un percance, hablábamos sin parar, siempre, por empeño mío, sobre materias espirituales, que yo no quería perder el estatus de lirio entre cardos en el que ya me sentía instalada. De repente, aquella mañana del cuarto día, poco más tarde de las diez, un todoterreno que yo no supe decir de dónde había salido, nos adelantó con gran júbilo de bocina, que a mí me sonó a concierto de trompetas del paraíso, y sus ocupantes, todos ellos varones y todos de buena envergadura, nos invitaron con airosos gestos a seguirles.

Me puse eufórica. Aceleré. Acerqué mi coche cuanto pude al todoterreno y pude distinguir con más claridad la apostura, la gallardía, el brío y el interés que por nosotros mostraban los viajeros de aquel vehículo que, sin duda, acudía en nuestro auxilio. Yo tenía razón: tarde o temprano, un enviado nos pondría en el buen camino. Y, encima, allí no había un enviado solo, sino por lo menos siete. Procuré no faltar a la misericordia regodeándome demasiado en mi acierto, pero mi entusiasmo era legítimo y no había nada de rastrero en que Dany lo notase.

—Hombre de poca fe —le dije—, aquí los tienes: son ángeles.

Dany abrió la boca de un modo bastante ordinario. Después, con ese tono que sacan a la menor ocasión quienes tienen una excesiva facilidad para mostrarse escandalizados, me preguntó:

—¿Qué dices que son?

—Ángeles.

De hecho, por las pintas, parecían más bien centuriones selectos del ejército celestial. Fornidos, vestidos de la cabeza a los pies con prendas de cuero —aunque algunos lucían sólo un chaleco que les dejaba los musculosos brazos al aire— y con el pelo muy corto, lograron maravillarme cuando comprendí que en la milicia seráfica también había un cuerpo de élite. Desde luego, no hacía falta que se esforzasen así para lograr llevarme con ellos hasta el fin del mundo.

—No te acerques tanto, por favor.

Dany parecía de veras muy alarmado, pero yo estaba ansiosa de rozar la naturaleza transparente de los ángeles y confirmar mi suposición de que su forma mortal era sólo un detalle que tenían con nosotros, todavía tan humanos.

—¿Pero no ves cómo nos hacen gestos alborozados para que nos lleguemos junto a ellos y recorramos codo con codo el camino que lleva a la próxima morada?

—Son peligrosos, Rebecca —dijo Dany.

—Son mensajeros del Amado.

—¿Pero es que no te das cuenta? —Dany empezaba a impacientarse—. Son adictos al leather.

—Son ángeles.

Según Dany, aquellos gestos angélicos que yo sabía serviciales y amistosos eran sólo de burla con no pocas dosis de procacidad. Qué ceguera. Sin duda, una mirada torpe e ignorada por la gracia del Amado podía ver en los ademanes y los movimientos de aquella patrulla de espíritus alados con apariencia terrenal cierta semejanza con los de mocetones en camiseta cuando se retuercen de forma compulsiva, al son de la música, en cualquier discoteca de ambiente, y hasta era posible creer que llevaban en el coche algún disco de Roy Tavare puesto a todo trapo, pero eso no era más que una prueba de la incapacidad del ojo de los hombres para distinguir la señal divina, a menos que se tengan las pupilas traspasadas por un rayo de sublime clarividencia. Yo las tenía.

Los ángeles, dentro del todoterreno, se agitaban con movimientos sincopados, pero llenos de armonía y cargados de contagiosa electricidad. De hecho, la sincronía entre todos ellos era casi perfecta, pese a un aparente individualismo que, a pupilas menos traspasadas que las mías, podía recordarles algún número de danza moderna con raíces centroafricanas. La carretera por la que circulábamos era de categoría ínfima, pero mi alma sentíase tan alada que en absoluto notaba yo patinazos o socavones. Dany, en cambio, no hacía más que quejarse como una pánfila en un columpio.

—Vamos a tener un disgusto —decía—. Déjate de hacer chiquilladas, Rebecca, y conduce como Dios manda.

No eran chiquilladas. Los ángeles saltaban de júbilo y, como es natural, hacían que el todoterreno saltase también. Yo me esmeraba en seguirles, contagiada de su contento y a sabiendas de que nada malo podía ocurrirme, porque a fin de cuentas, y por un atajo o por otro, el desenlace iba a ser el mismo: reclinarme dulcemente, con una postura recatada y sensual a la vez que ya me tenía yo estudiadísima, en el pecho del Amado. Los ángeles me guiaban y, de paso, guiaban a Dany, aunque Dany la verdad es que no estaba para nada en sintonía con aquel prodigio que estábamos viviendo.

—¿No ves que están jugando con nosotros, Rebecca? ¿No ves que son unos cafres?

—Dany, hijo, espabila. ¿No ves que son ángeles veloces?

—Ya verás como al final consiguen que nos estrellemos.

Yo no sé si las pupilas de Dany estuvieron traspasadas alguna vez, aunque mi disposición es a creer que sí, pero era muy lamentable descubrir lo muchísimo que había bajado de nivel su mirada interior y su propio vocabulario.

Los ángeles, a todo esto, se mostraban cada vez más entusiasmados. No sólo iban raudos a más no poder, sino que sus gestos cada vez eran más expresivos y apuntaban mejor a mis puntos sensibles. Comprendo que los movimientos de pelvis de los que iban en la parte de atrás del todoterreno pudieran antojárseles no ya vulgares, sino incluso ofensivos, a unas pupilas obtusas y desconfiadas, pero era tal la profundidad de mi mirada, y tan grande mi entrega a la llamada del Amado, que no se me ocurría que pudiese haber nada más acertado para arrebatarme: la pelvis de los ángeles no es ningún misterio, me dije, sólo que está reservada para almas selectas. Lo mismo que algunos de sus ademanes no eran lo que parecían —en muchos casos, espasmos típicos de las artes marciales— ni uno de los más vibrantes se dedicaba a hacer continuamente cortes de mangas, sino que la fogosidad angélica, cuando toma apariencia terrenal, produce equívocos que sólo cuando ya estás en una fase de misticismo avanzado eres capaz de desentrañar. De lo contrario, como le ocurría a Dany, te confundes.

El intermitente derecho del todoterreno empezó a parpadear con mucha energía, y comprendí que había llegado el momento de recibir el mensaje cara a cara. Había yo distinguido momentos antes, y a pesar del ajetreo, una señal de área de descanso, y estaba claro que a ella se dirigían los ángeles y me dirigían a mí. Los ángeles, en efecto, empezaron a hacer gestos muy aparatosos y seductores para que les siguiéramos. Al fondo, a la derecha, se veía ya una arboleda en la que sin duda se habían dispuesto algunas instalaciones rústicas, pero seguramente acogedoras, para que los viajeros hiciesen un alto en el camino y reposaran un poco, repusieran fuerzas y, en casos especiales como el mío, tuviesen encuentros trascendentales.

—¡Sigue! —me gritó Dany, medio histérico.

—Ni loca.

—Son unos viciosos retorcidos, Rebecca —dijo él, pero se cubrió la cara con las dos manos y eso quería decir que daba por hecho que íbamos a pararnos, con los ángeles, en el merendero.

Porque era un merendero. Había unas cuantas mesas con banquetas alrededor, todo ello fabricado con troncos, y los álamos que daban la sombra parecían cumplir con su misión entre la paciencia y el aburrimiento. El todoterreno frenó con gran estrépito y mucha suficiencia, como queriendo demostrar que estaba sobrado de virtudes mecánicas y de protección divina, y los ángeles saltaron al suelo con una agilidad e inquietud que me hicieron comprender lo impacientes y orgullosos que se encontraban por cumplir con su cometido. Yo consideré apropiado detener mi coche suavemente, incluso con cierta imprecisión que transmitiera la deliciosa conmoción en que me hallaba, y no me afectó lo más mínimo que Dany se empeñase en hacer añicos, con alarmismos improcedentes, la magia del encuentro.

—En cualquier momento sacan las mordazas y las cadenas —dijo él.

—En cualquier momento nos trastornan —susurré yo.

Sonreían, se contoneaban, nos dirigían miradas muy prometedoras. Yo bajé del coche a sabiendas de que la felicidad que reflejaba mi rostro era muy convincente, aunque de pronto me entraron dudas sobre lo adecuado de mi vestimenta, quizá demasiado sobria y deslucida para una ocasión así, pero me obligué a confiar en que la pupila de un ángel estaría por lo menos tan traspasada como la de un embrión de santa, y que por lo tanto apreciarían no sólo mi belleza sino también mi elegancia interior. La mañana tenía esa luminosidad un poco marfileña que siempre me ha favorecido mucho.

—Bonita mañana, ¿verdad? —dijo el ángel con apariencia de domador madurito.

Qué sencillo, me dije: sin duda es el jefe de los ángeles, y se expresa como el portero de mi casa. A mí me falló el aliento, de lo emocionada que estaba, y sólo acerté a sonreír un poco más para adherirme a su opinión de que la mañana era preciosa.

—¿Vais al Gran Encuentro? —preguntó entonces el jefe de los ángeles, y reconozco que en ese instante perdí por completo el control de mi sonrisa de felicidad.

Íbamos al Gran Encuentro. En realidad, el ángel con apariencia de domador madurito lo había preguntado como si tal cosa, sin el menor énfasis, pero yo sabía dónde poner las mayúsculas y lo que eso significaba. El Gran Encuentro era mi meta, y gracias a la ayuda de los ángeles a lo mejor volvía a ser la meta de Dany, y allí estaban ellos para llevarnos en volandas, y yo empecé a estrujarme las manos como hacen las actrices malas y las criaturas sencillas cuando se les desbocan los nervios, y miré a Dany para hacerle partícipe de mi maravillosa descompostura, pero Dany ya había sido abordado con mucha decisión por otro ángel, este con apariencia de dibujo de Tom de Finlandia.

—¿No nos conocemos? —le estaba preguntando en aquel momento el ángel—. Del Strong Center.

Sé lo que es el Strong Center: un antro de maricuelas con pretensiones de mujeres duras, y con el cuarto oscuro más grande de Europa. Dany puso cara de terror, lo que significaba que también él conocía perfectamente el sitio. Pero es una canallada condenar a alguien por su pasado, sobre todo si ha sido elegido para llegar adonde todo lo corporal se desvanece en la luz que limpia hasta lo más impresentable, y la prueba de que Dany se encontraba entre los elegidos allí la tenía: los ángeles no se enredaron con melindres hasta dar con él en un verdadero tugurio. Además, en lugares si no peores, si por lo menos tan inconvenientes, me había visto yo a lo largo de mi vida y allí estaba ahora, a dos pasos del Gran Encuentro. Dany, de todos modos, se puso a hacer aspavientos del tipo ¿pero por quién me ha tomado usted?, y el ángel parecía bastante guasón porque le miraba como diciéndole no te sofoques, hombre, que tarde o temprano se sabe todo.

—¿Queréis tomar con nosotros unas cervezas? —invitó, encantador, el ángel con apariencia de domador madurito.

Yo misma me sorprendí de lo recogidita que me salió la voz cuando dije:

—Si no hay más remedio… ¡Estoy tan ansiosa de llegar al Gran Encuentro!

—Hay tiempo, mujer —dijo el ángel—. No empieza hasta el jueves.

Seguramente puse cara de estupor, porque el ángel se sintió en la obligación de aclararme:

—Hoy es martes. De hecho, nosotros vamos a pasarnos antes por la abadía de San Servando. Esos frailes hacen el mejor cuero que hay en el mercado. Lo exportan a todo el mundo. En el coche llevo algún catálogo, por si os interesa.

Mi estupor no hacía sino aumentar. Por una parte, me admiraba que el Amado lo tuviese todo organizado con tanta precisión, sin duda porque en su infinita sabiduría tenía claro que yo no estaría madura para el éxtasis hasta el jueves, y por otro lado el hecho de que ese día el Gran Encuentro no hiciera sino empezar superaba todas mis expectativas: iba a ser un éxtasis de varias jornadas. No le encontraba sentido a que los ángeles apreciaran tanto el cuero que, al parecer, fabricaban los frailes de aquella abadía de San Servando, aunque bastaba con echarles un vistazo para comprender que el cuero era su material favorito a la hora de vestir su apariencia humana, pero hay firmas internacionales de primera línea que trabajan el cuero con verdadero primor, tanto en la confección como en el diseño, y a un ángel cabe suponerle un gusto menos artesanal y primitivo. Claro que tampoco yo era quién, por próximo que estuviera el Gran Encuentro, para censurar el atuendo de los ángeles.

Quitando al que tenía apariencia de domador madurito —y que daba perfectamente el tipo de esos cincuentones que parecen cuarentones y se visten como motoristas veinteañeros—, todos se ajustaban al modelo de soltero de treinta años, mandíbula cuadrada, nariz recta, pelo cortísimo y cuerpo de gimnasio. Había uno cuyas ganas de entrar en acción se le notaban en la forma nerviosa de mirar, en el repiqueteo constante de la pierna derecha y en el apetito con que se pasaba cada dos por tres la lengua por los labios, y además había que ver qué labios; llevaba una gorra de cuero negro muy calada y movía mucho la cabeza de un lado para otro, como si no estuviera seguro de por dónde le vendrían las instrucciones para demostrar de lo que era capaz, y de pronto me miró a mí y a mí me dio un calambrazo, pero se ve que yo no era su tipo, porque enseguida desvió la mirada, y al momento la dejó caer en Dany, y entonces sonrió.

—Ese ángel es tuyo —le dije a Dany, entre dientes, pero sin disimular lo más mínimo que me rompía de envidia.

La envidia ajena, y sobre todo la envidia de las amigas, levanta el ánimo más desfondado y, sin embargo, Dany se hacía el atónito y el estrecho. Hizo como que buscaba algo a sus espaldas, evidentemente para evitar que el ángel leyese en sus labios cuando dijo:

—Es activo acérrimo.

—¿Es qué?

—Activo furibundo. Fíjate en la gorra. Y en el pañuelo que lleva en la muñeca izquierda.

Hablaba con la voz apagadísima y muy sobrecogida de entonación, como si nos acechara un peligro tremendo. La verdad es que al ángel inquieto la gorra le sentaba divinamente, porque tal como la llevaba, por entero caída sobre los ojos, le daba un toque de experiencia y confianza en sí mismo que le endurecía bastante la naturaleza angelical y aumentaba muchísimo su atractivo. En cuanto al pañuelo, era de color azul oscuro y lo llevaba atado con tanta fuerza que parecía que estuviera aliviándole un esguince. A Dany, tanto el color del pañuelo como el sitio donde lo llevaba le daban ansias.

—El otro al menos lo lleva blanco y en el bolsillo derecho.

El otro era el que parecía salido de una revista de dibujos de Tom de Finlandia, aquel señor que pintaba unos machazos con bultos enormes y músculos reventándoles por todas partes y a los que una que iba de tercera vedette en Sabor a gloria —el espectáculo que empezó a darme popularidad y categoría— era adicta profunda, aunque yo advertí enseguida que la condición angelical le daba al ángel finlandés una pátina de misteriosa dulzura que no estaba al alcance del mejor dibujante del mundo. La misteriosa dulzura se le notaba hasta de espaldas y, desde luego, en la finura de haber elegido un pañuelo blanco que le asomaba, con mucha gracia, del bolsillo culero del pantalón, a la derecha. En realidad, los siete ángeles ofrecían una sinfonía de pañuelos de colores, y uno lo llevaba gris, otro verde militar, otro rojo vivo, y dos lo llevaban púrpura, aunque uno en el bolsillo izquierdo del pantalón y el otro en el derecho.

—Hay que reconocer —le dije a Dany— que no les falta un detalle.

—Son fanáticos del cuero y de zurrarse —dijo él.

—Son ángeles con sentido del adorno y del color, sencillamente.

Y la mar de hospitalarios. Habían sacado del todoterreno una nevera portátil llena a rebosar de latas de cerveza, y un ángel con cara de boxeador olímpico las iba repartiendo ya abiertas y espumosas. No es por presumir, pero, cuando me la ofreció a mí, la cara se le iluminó. Me sentí de repente muy respetada, pero muy apetecida.

—Debajo de ese modelo tan sencillo —me dijo, mirándome de la cabeza a los pies— seguro que hay una dominatrix.

Un poco desconcertada me quedé, no voy a negarlo. Confiaba, por supuesto, en que una dominatrix fuese algo así como una criatura mística que sabe lo que se trae entre manos, pero consideré oportuno aclarar las cosas, así que le repliqué al ángel olímpico:

—Perdona: debajo de esta ropa tan sencilla lo que hay es una santa. Bueno, una santa en potencia. Que sea dominatrix o no sea dominatrix supongo que ya dependerá del tipo de santidad que más se adapte a mis características. Claro que si un ángel como tú me ve dominatrix, será que tengo madera. Eso sí, santa de levitar, por descontado.

—Yo levitaré contigo —dijo el ángel olímpico, y se permitió la encantadora travesura de utilizar un tono de voz que recordaba mucho al de un peón de albañil encima de un andamio.

Me subyugó. Pusiéronse mis ojos en blanco, coloqué mis dos manos cruzadas sobre el pecho, noté que por mis labios corría el cosquilleo de una serena pero muy in tensa felicidad, y me vi suspendida en lo más alto con la ayuda de mi ángel. La luminosidad de la mañana había pasado del marfileño al oro pálido y ligero, que es un tono que también me favorece una barbaridad. Eché de menos mi melena, que siempre ha tenido una tendencia natural a ondularse y mecerse en cuanto hubiera un soplo de brisa —y que habría flotado sobre mis hombros con unas tranquilas oleadas de mucho efecto—, pero en cambio estaba convencida de que mi cuello, a la vista, ofrecería una esbeltez y una perfección, pulidas por la entrega, envidiables. Los brazos del ángel olímpico eran fuertes, y yo me sentía segura y bien acomodada, sin la menor aprensión a pesar de hallarme a tan considerable altura, y aunque es verdad que noté que era presa del vértigo no fue esa en absoluto una sensación desagradable, sino todo lo contrario, porque no era consecuencia de los metros que me separaban de la tierra firme, sino del salto tan espectacular que estaba dando hacia la cumbre de la bienaventuranza. Hacía una temperatura ideal, todo lo que nos rodeaba a mi ángel y a mí estaba en silencio, yo me veía a mí misma como una novia llevada en brazos por un padrino hercúleo escaleras arriba, camino de la alcoba donde me aguardaba el Amado, y lo cierto es que era como si volase sola, muy bien conjuntada con el ángel, a lo mejor porque una ya tiene práctica en dejarse llevar, bien en el baile, bien de «paquete» en una de esas motos descomunales en las que o te sincronizas del todo con el conductor, o la moto, el conductor y tú os la pegáis; una vez tuve un novio que venía a recogerme en una moto de esas a la salida de la sala de fiestas en la que yo trabajaba entonces, y era como si acabara metiéndome dentro de él mientras íbamos a toda velocidad. Dentro del ángel iba yo, o el ángel dentro de mí, en aquel momento.

Y no puedo decir cuánto duró aquel vuelo, porque no se me ocurrió comprobar la hora ni antes ni después. Sólo sé que, cuando aterricé, el ángel olímpico estaba sentado a mi vera, a la sombra de un álamo muy frondoso, y me miraba con cariño, pero con mucha curiosidad.

—¿Te pasa esto muy a menudo? —me preguntó. Parecía bastante asombrado, supongo que porque yo, de entrada y a palo seco, engaño mucho y no parezco ni la mitad de delicada de lo que soy, y me imaginaría incapaz de ser tan etérea.

—Con ángel, ha sido la primera vez —reconocí.

—Pues si vuelve a darte —dijo él, atentísimo—, yo en tu lugar iría al médico.

Estos ángeles de ahora están en todo, me dije; después de un arrebato místico, como después de dar la vuelta al mundo, conviene hacerse un chequeo.

El ángel, con apariencia de domador madurito vino hasta donde estábamos nosotros y dijo que ya era hora de irse. Me preguntó que si me encontraba bien, y le dije que maravillosamente.

—De todas maneras —le dijo al ángel olímpico—, no conviene que conduzca. Su coche lo llevará Ramón y tú, si no te importa, vas también con ellos. Iremos todos juntos hasta San Servando.

Los ángeles me ayudaron a incorporarme. Luego, cuando llegamos hasta mi coche, pude comprobar que Ramón era el ángel que parecía sacado de una revista de dibujos de Tom de Finlandia, y ya estaba al volante. Dany también se interesó mucho por mi estado y dijo que mi ángel y yo podíamos ir atrás, que él iría junto al conductor. Estuvo galantísimo, me abrió la puerta, esperó de pie hasta asegurarse de que yo estaba bien acomodada. Y, cuando se dio la vuelta y abrió la puerta delantera, me di cuenta de que él tampoco había perdido el tiempo: en el bolsillo de atrás del pantalón, a la derecha, Dany llevaba un pañuelo gris, otro rojo, otro azul y otro amarillo, y en la muñeca izquierda, amarrado como si se le hubiera salido un hueso, un pañuelo naranja que no sé por qué me recordó una pulsera de compromiso.

Entonces el ángel conductor tuvo un detalle muy humano y dijo:

—Andamos regular de gasolina.

Pero yo sabía que, para llevarnos a las últimas moradas, los ángeles no necesitaban en absoluto que el depósito de mi coche estuviese lleno de combustible.

La abadía de San Servando tiene planta cuadrada, muros altos y macizos, ventanas muy estrechas y pegadas a los techos —de modo que la vista no pueda dispersarse y remolonear en un paisaje de mirtos, lentiscos, acebuches, pinos piñoneros, encinas y coscojas—, y monjes de la orden de los Siervos de la Estricta Observancia que con sus sayales pardos, sus cíngulos de esparto, sus sandalias de cuerda trenzadas a mano y el pelo cortado al uno contribuyen a crear la atmósfera de austeridad y renuncia a los valores terrenales que tantos estragos han causado en el alma del hombre y la mujer modernos. Eso es lo que dice el pequeño tríptico, modestamente impreso a una tinta, que me llevé como recuerdo de aquel lugar, en el que había ángeles de todas las partes del mundo.

Si no fuera una irreverencia, yo diría que aquello parecía Benidorm, quiero decir que, cuando llegamos, vi a todos aquellos ángeles hablando en todos aquellos idiomas diferentes, muchísimos coches y motos con matrícula extranjera, y las instrucciones para el hospedaje y el comportamiento escritas en español, inglés y francés, lo primero que se me vino a la cabeza fue uno de esos pueblos de la costa en los que, sobre todo en plena temporada de verano, parece que uno está en cualquier parte menos en España. Por lo demás, claro, en San Servando no había luminosos ni rascacielos ni supermercados con señoras gordas haciendo la compra en bañador ni jubilados suecos practicando al aire libre gimnasia sueca: la comparación con Benidorm era, sobre todo, acústica. Porque, quitando a algunos negros muy aparatosos y a un par de japoneses nada menudos para la fama que tienen de poca estatura, aunque inconfundiblemente nipones de cara, el resto de los ángeles —rubios, castaños o morenos— estaban todos cortados por el mismo patrón, todos parecían haberse puesto en manos del mismo cirujano plástico para tener idéntico corte de cara, todos se movían de la misma manera, todos iban vestidos con prendas de cuero y bastante chatarrería, y todos llevaban en las muñecas o en los bolsillos traseros del pantalón, a la derecha o a la izquierda, pañuelos de distintos colores. Sólo se diferenciaban en la manera de hablar.

Puede, de todos modos, que yo tuviera la vista más desafinada que el oído. Tal vez, en aquel vaivén entre lo acostumbrado y lo extraordinario en que me encontraba, mis ojos estuviesen más afectados y no me dejasen distinguir a los altos de los bajos, a los fuertes de los enclenques, a los guapos de los feos, mientras que mis oídos soportaban el ajetreo entre lo de abajo y lo de arriba muchísimo mejor y no confundían los parloteos con músicas celestiales. O quizá yo no estuviera todavía en una fase mística tan avanzada como para que todos mis sentidos se me dislocasen por completo y se librasen de sus cualidades mortales, sino que en el camino recorrido me había dejado la vista, el tacto, el gusto y el olfato, pero al místico puede que le ocurra lo mismo que al que se está muriendo, que el oído es lo último que pierde. El caso es que yo llegué a San Servando en un estado de gustoso desvarío, al que a lo mejor incluso contribuyó un poco cierta dosis de mareo producido por el pésimo estado de la carretera, y toda aquella bulla de ángeles hizo que me sintiese muy arropada.

—Todos van al Gran Encuentro —dijo mi ángel olímpico.

Un lujo, Rebecca; tu encuentro con el Amado va a ser un lujazo, me dije. Vas a tener ángeles por todas partes y, con sus cánticos y otras muestras de júbilo, van a ponérselo muy difícil a la mística que venga detrás de ti, si es que viene alguna. Lástima que estas cosas no salgan todavía en el ¡Hola!

Me sentí muy mirada. Entre los ángeles no llegué a distinguir a ninguna mujer, aunque por lo visto las había, porque Dany se acercó a decirme que tendríamos que separarnos, que las normas de la casa de hospedaje de la abadía —en español, inglés y francés— dejaban claro que matrimonios y familias podían compartir aposento u ocupar habitaciones próximas, pero que los solteros no podían mezclarse con las solteras y que para cada sexo había una zona determinada. Dada la diferencia de grado místico que ya había entre nosotros, no me pareció un drama, la verdad.

—De todas formas, todos tendrán que registrarse antes en aquel mostrador.

Era un mocetón de uniforme, que por lo visto había escuchado a Dany. ¿Sería también un ángel?

—¿También vas al Gran Encuentro? —le preguntó mi ángel olímpico—. ¿Hay una sección para uniformados?

—Yo soy guarda jurado y me limito a cumplir con mi obligación —le contestó, bastante seco, el chico del uniforme.

Registrarse no me pareció que fuese especialmente engorroso, aunque entre Dany y el ángel olímpico lo hicieron por mí, con la excusa de que yo estaba muy mareada por el viaje, lo que explicaba aquella especie de sonriente ausencia en la que me encontraba y por cuya causa corría el riesgo de que alguien —y, en concreto, el fraile siervo de la Estricta Observancia que se encargaba del registro de huéspedes— me tomase por alcohólica o drogadicta. Por esa razón, por mi situación un poco delicada, estaríamos todos muy agradecidos si mi habitación no quedaba muy alejada de la de ellos, por si yo pudiera necesitar algo en medio de la noche o perdía de pronto el sentido de la orientación o del tiempo, pero el siervo de la Estricta Observancia encargado del registro dijo que por eso no había que preocuparse.

—Tenemos contratado un servicio muy completo de vigilancia. Hay guardas jurados las veinticuatro horas del día en recepción, en la puerta de las dependencias estrictamente monacales, en cada una de las plantas dedicadas a huéspedes, en la entrada de nuestra capilla y en la entrada de nuestro cementerio. Los talleres donde fabricamos nuestros productos de cuero, tan cotizados, y la tienda de venta al público disponen de un sistema propio de seguridad.

Para ser un lugar de renuncia y recogimiento, idóneo para desprenderse de los valores terrenales, no parecía que lo frecuentase gente de mucho fiar. Claro que también podía tratarse de una medida de precaución para evitar accidentes y otros disgustos como consecuencia de esa bendita desorientación que se produce cuando entras en las últimas etapas de celebración del éxtasis, y en la que tal vez fuera harta presunción por mi parte imaginarme sola, precaución que sin duda estaría reforzada por un buen seguro multirriesgo, porque en estos tiempos hasta los más santos pueden descolgarse con reclamaciones millonarias. Un negocio para místicos también tiene sus dificultades.

El resto del día lo pasé sin desentonar demasiado, creo, en medio de toda aquella algarabía angélica. Mi habitación era sencilla, limpia y de paredes tan blancas que se aprovechaba bastante la luz que entraba por las dos ventanas altas, pero de buen tamaño, que daban a campo abierto, lo que se notaba en la fuerza de la claridad, aunque yo no viese más paisaje que un cielo liso y de un azul muy concentrado. Sin embargo, no es que apeteciera horrores quedarse allí dentro, sola, mientras en el resto de la abadía reinaba tantísima animación, y además ya estaba demostrado, con lo que me había pasado en el merendero, que el rapto de mi alma podía volverme en cualquier parte, y a lo mejor hasta convenía tener a los ángeles cerca para que el rapto fuese completo. En el momento de registrarnos se había producido una pequeña confusión, porque yo dije que pensaba quedarme hasta que se celebrase el Gran Encuentro, y el ángel olímpico dijo que él, como el resto de sus compañeros, se quedaría una sola noche, porque siempre preferían llegar al lugar donde el Gran Encuentro se producía un día antes, así evitaban prisas y aglomeraciones de última hora. Yo, extrañada, le pregunté que si el Gran Encuentro iba a resultar tan multitudinario —lo que no me preocupaba, porque una tiene muchas tablas y he llevado espectáculos con más de cien personas en escena, pero no sé por qué me lo había imaginado más íntimo y sin mucho derroche de estenografía, de figuración y de medios—, advertí que de todas maneras tendrían que esperarme, ¿no?, porque no iban a empezar mi Gran Encuentro sin mí, y les rogué que, por si acaso, no me perdieran de vista. Noté que al ángel olímpico algo de lo que yo había dicho le sonaba raro, pero lo achaqué a lo barroca que soy a veces al expresarme, aunque enseguida dijo con mucha picardía, pero con mucho estilo, que pensaba estar encima de mí todo el tiempo que pudiera. Y ese fue otro de los motivos por los que no quise quedarme encerrada en la habitación, que no quería correr el riesgo de que el siguiente rapto me encontrase sin un triste ángel que lo adornase un poco, y salí y me uní a ellos, que estaban todos en la tienda de venta al público de ropa, complementos, regalos y cualquier cosa imaginable en cuero, fabricado en la abadía por los Siervos de la Estricta Observancia.

—La verdad es que se nota la diferencia cuando están hechos a mano cien por cien —dijo el ángel con apariencia de domador madurito.

Estaba considerando, en aquel momento, un pantalón de cuero negro, con botones forrados también de cuero en la bragueta y con las costuras muy abultadas, lo que le daba un aire tosco y agresivo que al ángel domador, sin duda, le entusiasmaba.

—Y en cualquier leather shop no digo ya de Londres o de Berlín, sino de la zona de Chueca, te cuesta fácilmente el doble —le dijo otro de los ángeles del grupo, al que no conseguía verle yo atributos especiales.

—Lo exportamos muchísimo —dijo entonces el siervo de la Estricta Observancia, de buena estatura y mirada experta para distinguir a los mirones de los compradores, que estaba a cargo de la tienda—. No sólo a Londres, a Berlín, a Amsterdam y, desde la caída del comunismo, a Praga y Varsovia, sino también a Nueva York, Chicago y San Francisco. Es un pantalón que tiene una demanda fenomenal.

—Con una buena correa de hebilla un poco vistosa, y con botas altas de tipo rodeo, tiene que sentar de maravilla —dijo el ángel sin atributos.

El siervo de la Estricta Observancia encargado de la tienda sonrió y yo, quizá porque empezaba ya a destemplarme un poco, adiviné lo que estaba pensando: «Vendido».

En la tienda, además de prendas de vestir —pantalones, cazadoras, chalecos, calzones cortos y ajustados, taparrabos simples y de fantasía, y camisetas pensadas para dejar el ombligo al aire—, había botas, gorras, muñequeras, rodilleras, guantes, mochilas, correajes, tirantes, cinturones, todo en modelo liso o adornado con tachuelas o cadenas o con meritorios grabados en el propio cuero, e incluso látigos, cilicios y otro material de martirio o de penitencia. Todo cien por cien de artesanía y de primera calidad. Pero lo más simpático era la decoración. Consistía, fundamentalmente, en montones de fotos clavadas con chinchetas a lo largo y ancho de las paredes de la tienda, y muchas de las fotos estaban dedicadas a los Siervos de la Estricta Observancia, o a la propia abadía de San Servando, por quienes aparecían en ella, no sé si todos ángeles, pero desde luego todos vestidos de cuero de arriba abajo. Muchos aparecían delante de tiendas o bares de nombres como Bootscoot (Melbourne), Le Track (Montreal), Twilight Zone Kellerbar (Berlín), Mr. Chaps Leatherworks (Hamburgo), Stablemaster Bar (Amsterdam), London Leatherman (Londres), Eagle’s y The Pleasure Chest (Nueva York), Jackhammer (San Francisco) y SR (Madrid). Y no es que yo me aprendiera de memoria todos esos nombres tan retorcidos, no. Esos nombres son los que aparecen en las fotos del folleto ilustrado a todo color, tan lujoso como un catálogo navideño de Loewe, con el que los monjes de San Servando hacían publicidad de los solicitadísimos trabajos en cuero de sus talleres. Ese folleto, que tanto contrastaba con el humilde tríptico en blanco y negro que informaba sobre la historia y la vida monacal de la abadía propiamente dicha, también me lo llevé como recuerdo, y a lo mejor cualquier día echo mano de él si tengo que dar, en mi vida privada o en mi vida profesional, una imagen dominante y marchosa. En aquel momento, ninguno de aquellos cueros me hacía ninguna falta.

En aquel momento lo importante era mi vida interior. Mientras miraba las fotos que cubrían las paredes de la tienda, me di cuenta de que la vista me funcionaba muchísimo mejor, y eso lo consideré preocupante porque significaría que estaba perdiendo tensión espiritual. Me puse nerviosa. Eché de menos el aliento directo o indirecto que había recibido de Dany, al principio de nuestro viaje, en mis momentos malos, pero Dany, o bastante tenía con intentar volver al camino que lleva a la levitación después del bache que había sufrido por culpa del deporte, o había tirado definitivamente la toalla y no estaba para jalear a nadie. De todas formas, tampoco Dany andaba por allí, de modo que hice un esfuerzo para recuperar el sentido común —a sabiendas de que el sentido común podía asfixiar bastante el arrebato del alma, que carece de toda lógica—, pedí en conserjería información sobre horario de misas y otros actos litúrgicos a los que pudiera asistir, y me dijeron que había una misa diaria para huéspedes a las nueve de la mañana, y que el canto gregoriano de los monjes podía escucharse a las 6.00 (maitines), a las 7.45 (laudes), a las 18.00 (vísperas) y a las 21.45 (completas). La cena formal era a las 20.00, pero podía tomar una merienda-cena a partir de las 17.00 en un buffet sencillo, pero sólido y abundante, dispuesto en la antigua sala de acogida de peregrinos, ahora convertida en comedor de apoyo. No había servicio de habitaciones.

La mención de la merienda y de la cena me recordó que no había comido nada desde el desayuno que tomamos Dany y yo antes de echarnos a la carretera, sin rumbo fijo, aquella mañana. Eran ya cerca de las cuatro de la tarde y, por lo visto, me había privado durante mucho más tiempo de lo que pensaba, y a lo mejor los ángeles que me llevaron hasta San Servando habían hecho un alto en el camino para almorzar y yo ni me había dado cuenta. La consecuencia de aquel desbarajuste no era muy espiritual que digamos, pero cuando se recupera el sentido común se comprende que el organismo también guarda su lógica: tenía apetito. Era verdad que podía ofrecerlo como sacrificio durante una hora más, hasta que abrieran el comedor de apoyo con el buffet, pero corría peligro de volver a la fase punitiva, ahora que ya estaba a punto de entrar a todo plan, con un montón de ángeles haciendo con sus alas una jaima nupcial mientras mi nardo exhalaba todo su perfume, en la fase unitiva. De nuevo extrañé a Dany.

—¿Estás mareada? —El ángel olímpico, del que me había desentendido para no aborrecerlo por tenerlo todo el tiempo demasiado encima y porque no me parecía bonito darle la exclusiva a un solo ángel, me tomó del codo con mucha consideración y no se mostraba nada resentido por haberme comportado con él tan esquiva. Seguramente, su obligación era velar por mí, sin pedir nada a cambio.

—Estoy bien —le dije—. Quizás un poco fatigada. Y algo hambrienta, la verdad. ¿Has visto a Dany?

—Hace un rato. Con Ramón. Creo que congenian estupendamente.

Lo dijo de una manera que me disgustó. Parecía advertirme que no enredase, que Dany y su ángel no me necesitaban ya para nada. Y a mi misma me resultó raro, pero de pronto me sentí muy sola, y no era exactamente que me sintiera abandonada, sino más bien como si hubiera entrado en un camino tan estrecho que no era posible andar por él con alguien al lado. Y tampoco podía decir que el ángel olímpico fuera el típico buitre, uno de esos que saben esperar a que tú necesites encontrar alguna compañía y te eches en sus brazos, no se le veía interesado en llenar ningún vacío. Lo vi claro: él se limitaba a darme los mensajes.

—Creo que será mejor que me retire hasta la hora de la cena —dije—. Sospecho que va a ser una noche muy larga.

Sonrió. Sin duda él sabía muy bien lo que me esperaba aquella noche, y no hizo falta que abriese la boca para que yo supiese que apoyaba con entusiasmo la idea de regalarme un descanso antes de que abriesen el comedor.

—De todas maneras —me advirtió—, deberías tener cuidado con lo que comes.

¿Era una insinuación de que me convendría olvidarme de la cena? ¿Sería la experiencia mística como un análisis de sangre, que te lo tienes que hacer en ayunas? Sabía que me encontraba en un momento crítico. Echaba de menos una voz amiga que me diese consejos claros. Me entraba claustrofobia sólo con pensar que el Gran Encuentro pasaba por encerrarme en aquella habitación de techo altísimo en la que, o levitabas con muchos ímpetus y sin perder del todo la cabeza, o no veías más que la cal de las paredes. Tenía el estómago vacío. Pero, cuando vine a darme cuenta, estaba frente a la puerta de mi habitación y di por hecho que, si el Amado te llama, no hay forma de resistirse.

Lo que luego sucedió es una prueba de que el tiempo no pasa de la misma manera ni los sentidos se comportan del mismo modo cuando estás fuera de ti que cuando te mantienes en tus cabales. Durante un rato que no supe medir estuve como encorsetada por el agobio, que hasta me parecía que me faltaba el aire para respirar dentro de aquella especie de madriguera mal ventilada, pero poco a poco fui entrando en una desgana y una conformidad que, o eran cosa propia del proceso que lleva a los místicos a levitar, o eran el resultado de una anemia. El caso es que me olvidé de las protestas de mi aparato gástrico, me inundó la tranquilidad, me desentendí de todos los ruidos del mundo exterior y empecé a encontrarme cómoda en un lugar que se iba formando como si alguien estuviera inventándolo sobre la marcha, como si alguien estuviera dibujándolo en el aire. Primero fue un cielo amoratado, pero con muchos brillos, lleno de reflejos que se movían con mucha suavidad y que desaparecían y aparecían de nuevo como si estuvieran jugando a zambullirse allá arriba. Después fueron brotando manchas raras que, poco a poco, se convertían en árboles llenos de sombras y pequeños temblores, que una podía imaginar que entre las ramas había pajarillos adormilados que de vez en cuando cambiaban de postura o movían un poco las alas para acordarse de que seguían vivos. Empecé luego a distinguir un camino de tierra anaranjada con ondulaciones que parecían dunas del desierto en miniatura y, al fondo, una tapia blanca y una cancela que dejaba ver una hilera de tumbas, algunas muy historiadas, bañadas por un delicado resplandor violeta. No había guardas jurados por ninguna parte. Oí pasos. Volví la cabeza y vi cómo una figura cubierta con el hábito de los Siervos de la Estricta Observancia aprovechaba la espesura de la noche, entre los árboles, y se dirigía a buen paso al cementerio. La seguí.

No encontré ninguna dificultad ni tuve ningún tropiezo. El pasillo de la zona de mujeres estaba desierto y, aunque sabía que no era necesario en absoluto tomar precauciones —porque ya tenía experiencia suficiente para distinguir un pronto, aunque fuera sonámbulo, de un portento—, me picó la curiosidad y quise saber dónde andaría el vigilante de planta. No tuve que investigar ni zascandilear mucho: estaba en el hueco de la escalera, de palique con un ángel seguramente nórdico y con unas espaldas como un butacón, y los dos parecían empeñados en comprobar si el otro era de carne mortal o espíritu puro, porque no paraban de manosearse. Supuse que era una táctica angélica para allanarme el camino. El silencio era tan espeso que no tenía más remedio que ser tardísimo. Las horas habían pasado sin que yo me diese cuenta, o el sitio por el que yo me movía no tenía nada que ver con aquel otro donde el guarda jurado y el ángel se aplicaban con tanto entusiasmo a sus mutuos tocamientos, pero en este caso no hacía ninguna falta que un ángel se tomase el trabajo de facilitarme la salida. De hecho, también fueron prodigiosas la rapidez y la seguridad con las que encontré el camino del cementerio, la falta de reparo con la que llegué a la cancela que estaba entreabierta, la calma con la que me tomé la visión de dos ángeles —me pareció que uno de ellos era de la falange que nos guio a Dany y a mí a San Servando— que hacían un «sandwich» contra el tronco de un árbol con otro de los componentes del servicio nocturno de vigilancia, y la facilidad con la que descubrí a la figura vestida con el hábito de la Estricta Observancia, muy concentrada en la tarea de remover la tierra de alrededor de una sencilla lápida. Lo que no pude evitar —sin duda, porque así estaba previsto en el portento— fue que quien con tanto ahínco se dedicaba a profanar tumbas también me descubriese a mí enseguida.

Nos miramos. Yo miraba una cara que no veía, unos ojos hundidos en la oscuridad que se apelotonaba dentro de la capucha del hábito, una expresión que trataba de adivinar, y no estaba segura de que fuera de sorpresa o de coraje o de susto o de odio. Luego resultó que era de alivio. También era de alivio, aunque un poco asustado, el tono de su voz cuando dijo:

—No me haga nada, por favor.

Dejó caer la pala de mano con la que había estado escarbando en la tierra. A mí ni se me había pasado por la cabeza ponerme heroica y abalanzarme sobre aquella especie de fantasma con una afición tan macabra y echar mano de toda la fuerza que me quedó de cuando era hombre y agarrarlo bien para que no escapase y pedir ayuda a grito pelado. Además, aquella voz me dejó desconcertada. Esperaba una voz ronca, estropeada, desagradable, la voz de un hombre con mucho vicio y mucha rareza en el cuerpo, con mucha ansiedad en la garganta, con mucha suciedad en la lengua, con mucho trastorno para hacer lo que estaba haciendo, pero era una voz muy suave y muy triste, una voz cansada y temerosa y hasta educadita. Era la voz de una mujer que estaba deseando quitarse un peso de encima.

Yo le dije que tranquila, que podía confiar en mí, que yo estaba allí por pura casualidad, que ya sabía que no eran horas, pero que me había dejado llevar por algo que no sabía explicar y que, en realidad, pensaba que me reuniría con el Amado. Ella me dijo que, entonces, seguro que la entendería, porque una mujer capaz de lanzarse al campo de madrugada para encontrarse con su hombre seguro que no se escandalizaba por las locuras de la carne y del corazón que a ella la obligaban a ir de cementerio en cementerio, levantando tumbas, buscando a alguien que se pareciera a Jefferson. Yo, claro, le pregunté que quién era Jefferson, y ella entonces se quitó la capucha del hábito y vi que era una mujer algunos añitos mayor que yo, nada arreglada, no fea, con una melena canosa que no había visitado una peluquería desde hacía meses, pero con ojos dulces y brillantes, ese tipo de ojos que mejoran cuando están aguantando las ganas de llorar, y el dibujo de los labios era bonito, aunque noté que llevaban muchos años sonriendo de una forma tristona, eso se ve en cómo el labio inferior se va quedando vencido para un lado, y para la edad que se le podía calcular conservaba una piel muy poco castigada, casi seguro que porque la naturaleza se había portado muy bien con ella, porque también se nota cuando la piel se mantiene a fuerza de cremas de calidad y yo estaba segura de que no era el caso. Porque después de quitarse la capucha del hábito me pidió que me acercara y que nos sentáramos juntas en los escalones de un panteón bastante lujoso que estaba frente a la tumba que ella había intentado abrir, y pude fijarme bien en su cara, y se veía que estaba temblando aunque manteniendo la compostura, me di cuenta de que tenía práctica en aguantarse delante de la gente, y entonces me dijo que a Jefferson lo había conocido el verano anterior, en Brasil. Yo me pregunté primero y enseguida le pregunté a ella que cómo había ido a parar a Brasil, y me explicó que por el banco en el que tenía la cartilla de ahorros le había tocado un viaje de una semana a Salvador de Bahía con todos los gastos pagados para dos personas, y que ella se había ido con una sobrina muy dispuesta y con mucha facilidad para moverse en cualquier país del mundo a pesar de que sólo tenía veintidós años, y ella en cambio era la primera vez en su vida que salía de España, casi la primera vez que salía de Monterrojo, que por lo visto era su pueblo, toda la vida muy sacrificada y siempre pendiente de sus padres hasta que murieron, y después se sintió demasiado mayor para dedicarse a disfrutar, que cuarenta y seis años a lo mejor hoy no son nada en una ciudad, pero en un pueblo a esa edad ya no hay nada que hacer, hasta que llegó la carta del banco con la noticia y ella preguntó si podía regalarle el viaje a una sobrina y le dijeron que no, que la sobrina lo que si podía era acompañarla, y su sobrina Raquel tenía tantas ganas de ir a Brasil que ella se dejó convencer. Como se dejó convencer por Jefferson. Según me contó, Jefferson era taxista, o se hacía pasar por taxista con un coche muy viejo que había llenado de cojines por todas partes para ponerlo un poco más apetecible, y se les había acercado muy charlatán y muy sonriente en cuanto ellas dos salieron del hotel el primer día por la mañana, ella un poco encogida y como fuera de lugar, Raquel loca por patearse de arriba abajo y de la mañana a la noche toda aquella ciudad que parecía a punto de hundirse, porque Salvador de Bahía a ella se le antojó el sitio más viejo del mundo, pero Jefferson la enseñaba, me dijo ella, como si fuera Hollywood, Jefferson les dijo que él no era sólo taxista, sino también el mejor guía turístico de Salvador, y el mejor guardaespaldas, que había que andarse con cuidado y con él no correrían ningún peligro, y que todo iba a salirles muy barato, y sonreía enseñando unos dientes preciosos, pero Raquel le advirtió que tenían que cambiar dólares. Les tocó un tiempo regular, me dijo ella, casi todo el tiempo estuvo nublado y el calor a veces casi no dejaba ni respirar, pero Jefferson se movía con una agilidad y una soltura que a ella desde el principio le pareció poco natural, y además tenía soluciones para todo, aunque a veces eran soluciones que daban grima. Como cuando les dijo que él conocía el sitio donde se hacía el mejor cambio del mundo y las llevó a cambiar los dólares a una funeraria. Yo no pude evitar que se me fuera la vista a las tumbas que teníamos alrededor, porque empezaba a vislumbrar por dónde le venía a aquella criatura la afición a los cementerios, y ella puso aquella sonrisa tristona que yo le había adivinado con sólo verle la forma de los labios, y me dijo que no sabía lo que estaría yo pensando, pero que Jefferson no las había estafado ni nada por el estilo, si era eso lo que se me estaba ocurriendo. Jefferson sólo dijo, sin dejar de sonreír, cuando ellas pusieron cara de susto al verse en la funeraria, que los muertos tenían que vivir de algo. Y el caso es que luego Raquel reconoció que el cambio había sido estupendo, mucho mejor que en las casas que se dedicaban a eso y que había por todas partes, y Jefferson repitió que de él no iban a tener ninguna queja, que él conocía también las mejores tiendas y los mejores restaurantes y las mejores discotecas, y ella me dijo que fue como si les hubiera puesto algo en lo que bebían porque dejaron que las llevara a donde él quisiera, muy obedientes las dos, y todos eran sitios que al principio resultaban raros pero que después no tenían un defecto, vendían cosas bonitas y baratas, daban comidas sabrosas y originales a muy buen precio, estaban llenos de gente de cualquier edad que bailaba sin ningún apuro a pesar de lo tardío de la hora y del calor, que a veces era como si flotara, y todo el mundo saludaba a Jefferson como si lo conociera desde hacía una eternidad. Otra vez, al oír la palabra eternidad, empecé a mirar a un lado y a otro, y llegué inmediatamente a la conclusión de que el color púrpura que tenía la noche no era el color de una noche terrenal cualquiera, y que si conseguía concentrarme de nuevo en mi empuje interior no habría desgana ni vacilación ni enfado ni pena que me alcanzara, pero entonces ella dijo que nunca conseguirá explicarse cómo pudo caer en los brazos de Jefferson y, claro, me alcanzó de nuevo la curiosidad y le pregunté que el tal Jefferson cómo era. Joven —seguramente de más de veinte años pero de menos de veinticinco, me dijo—, con un cuerpo tan bien formado que parecía hecho a medida y con garantías de que no iba a estropearse aunque pasaran siglos, con una cara de las que sólo se ven en las revistas de cine, con unos ojos que todo lo que miraban lo convertían en bonito, con una boca que todo lo que besaba lo hacía sabroso, con unas manos que todo lo que tocaba lo volvían nuevo, con una piel de una suavidad y un brillo que se contagiaban y con una voz y una facilidad para los idiomas que no podían ser de este mundo. Aunque cuando ella, me dijo, comprendió de verdad que Jefferson entero no era de este mundo fue a la mañana siguiente. Ella se levantó completamente aturdida, fue a oscuras al cuarto de baño, a las diez tenían que estar en el aeropuerto, se acordó de repente y con muchísima preocupación de que a Raquel la había dejado en la discoteca bailando con un muchacho amigo de Jefferson, decidió que tenía que llamar enseguida a la habitación de Raquel para comprobar que estaba allí y despertarla, y pensó que todo lo demás lo había soñado. Que había soñado aquella canción tan romántica que había bailado con Jefferson —después de que Jefferson tuviera que emplearse a fondo para conseguir que saliera con él a la pista—, el beso que él le dio de sopetón pero con una ternura y con un buen gusto que no podían ofender a una mujer decente, la repentina seriedad con la que se ofreció a acompañarla al hotel por lo tarde que era y sin preocuparse por Raquel —su amigo la cuidaría como si fuera su propia hermana—, la galantería tan cariñosa con la que la llevó cogida del brazo hasta el coche y que hizo que ella se sintiera una actriz americana y no una solterona de pueblo, la facilidad con que la convenció de que le dejara subir con ella a la habitación del hotel, los besos que se dieron en el ascensor, como si ella también fuese una chiquilla, y todo lo que vino después —ella no pudo evitar que se le escapara la morisqueta típica de quien se muere de gusto— y que, por respeto al sitio donde estábamos, me dijo, no me iba a contar con detalle. Pensó que todo eso lo había soñado, me lo juró, pero cuando volvió a la habitación y encendió la luz allí estaba Jefferson, desnudo y atravesado en la cama, boca arriba, despierto, sonriente, y le preguntó de una manera muy graciosa si lo había pasado bien, y ella seguía empeñada en que todo lo había soñado, pero hay cosas que no se pueden esconder, que no se pueden negar, de las que una no puede olvidarse, y además Jefferson se levantó entonces tal como estaba, en cueros vivos, y la abrazó de una manera que ella no tuvo más remedio que admitir que nada de lo que había pasado lo había soñado, y se descompuso, porque adivinó lo que iba a pasar, que no podría olvidarlo nunca. Y eso que Jefferson, con toda la naturalidad del mundo, le pidió dinero. Yo me quedé pasmada cuando ella me lo dijo. Ella, que notó mi pasmo, hizo un gesto la mar de mundano que quería decir que eso era lo de menos.

De hecho, me dijo, ni siquiera le puso mala cara, ni siquiera se sintió extraña en el momento de preguntarle que cuánto era, ella sólo sabía que aquello no podría olvidarlo, así que le dio el dinero sin rechistar, y eso que era casi todo lo que le quedaba, y Jefferson sonrió derritiéndose de felicidad y dijo exactamente gracias, mi amor, los muertos no somos de piedra, pero tenemos que vivir de algo. Y hasta ese momento, a lo mejor por lo cerca que estaban, ella no descubrió aquel brillo raro que tenían los ojos de Jefferson. Y habría apostado su pensión de orfandad, me dijo, a que era el mismo brillo que tenían los ojos de los dependientes de las tiendas en las que compraron, de los camareros de los restaurantes en los que comieron, de los clientes de la discoteca en la que bailaron. Entonces comprendió que Salvador de Bahía estaba lleno de muertos. Y Jefferson, que le adivinó el pensamiento, le dijo tan campante que allí eran muchísimos y estaban bastante bien organizados. Y el tiempo se echó encima, y ojalá hubiera tenido dinero para quedarse en Salvador o para volver en cuanto se dio cuenta de las ganas que tenía de Jefferson, me dijo. Y aquello era lo que buscaba por todos los cementerios, en las tumbas de muertos jóvenes, en donde se acurrucan los muchachos que se fueron al más allá: alguien como Jefferson, que mire como Jefferson, que toque como Jefferson, que bese como Jefferson, que la haga sentirse otra vez como aquella noche la hizo, me dijo, sentirse Jefferson.

Porque estaba sentada, que si no me caigo de culo. Sólo acerté a decir:

—Es impresionante.

En el cielo empezaba a disolverse el color púrpura. Se oyó, a lo lejos, el canto de un gallo. Me gruñó el estómago, pero era como si lo tuviese anestesiado, se me había pasado por completo el hambre. De todas maneras, una no es tonta y comprendí que se me había escapado el penúltimo tren. Pero tampoco era cosa de guardarle rencor a aquella pobre señora, ni de denunciarla.

—No me haga nada, por favor. —Estaba asustada, pero ya no le noté aquel alivio que me había parecido encontrarle en la voz cuando se vio descubierta; no quería darse por vencida.

Procuré poner cara de sexóloga moderna, le di un beso y, antes de levantarme, le dije:

—Sigue con lo tuyo, mujer.

—Gracias, hija. No creo que volvamos a vernos. Este hábito lo cogí de la lavandería de San Servando, pero no pienso pasarme de nuevo por allí. Lo dejaré aquí mismo antes de irme. Se imaginarán cosas. No cuentes nada.

—Seré una tumba, con perdón. Aprovecha antes de que se haga de día.

Estaba rendida, pero si lograba dormir un poco a lo mejor llegaba en buenas condiciones al Gran Encuentro. Sonaron, todavía adormiladas, las campanas de la abadía. Miré mi reloj: las 6.00, maitines. Cuando llegué a la cancela, oí cómo la mujer disfrazada de siervo de la Estricta Observancia volvía a escarbar alrededor de una lápida, buscando a Jefferson.

Dormí muy bien, me desperté tardísimo, me aseé de mala manera y salí disparada en busca de algo que comer. También quería darles las gracias a los ángeles: cuando salí del cementerio, otro ángel seguía distrayendo con muchos abrazos y restregones al guarda jurado, y lo mismo pasaba con el vigilante de la zona de mujeres, de forma que conseguí pasar de nuevo sin ser vista. Como el refectorio ya estaba cerrado, me fui derecha a la recepción y, al siervo de la Estricta Observancia que aquella mañana cumplía con las obligaciones del registro, le pregunté, primero, si era posible desayunar a aquellas horas en algún sitio, y, segundo, si el muchacho de la 17 estaba en su habitación. El fraile miró el casillero de Dany, cogió un sobre, me miró con cierta lástima y me dijo:

—Se fue esta mañana y ha dejado esto para usted.

Dentro del sobre había una carta y un folleto a todo color. La carta decía:

«Querida Rebecca: Perdóname. Me voy con ellos. Sé que te he decepcionado, pero menos de lo que tú te crees. He vuelto a intentarlo, y he vuelto a fracasar. Me hizo mucha ilusión oírte decir, cuando nos conocimos, que me habías visto levitar dentro de aquella iglesia. Te equivocaste, yo no he levitado en mi vida. Pero te dije la verdad, que me habías visto en éxtasis porque tus ojos estaban limpios y porque tenías madera de santa. Creo que la sigues teniendo. Ojalá lo consigas. Por mi parte, prefiero seguir con ellos, creo que por lo menos me lo pasaré bien. Eso sí, en caso de que vuelva a intentarlo, me gustaría tenerte cerca. Hasta el domingo, estaremos en el Gran Encuentro. Te dejo el folleto por si te interesa. Acuérdate de mí cuando llegues a la séptima morada, Dany».

Miré el folleto a sabiendas de que iba a llevarme un sofocón, y decidida a que el sofocón no se me notase. En la portada, con letras que simulaban estar hechas de cuero, ponía: «Gran Encuentro Internacional del Leather». Se celebraba, según podía leerse debajo, del jueves 8 al domingo 11 de mayo. En páginas interiores, se informaba con todo lujo de detalle de los expositores, los actos organizados, el concurso de Mister Leather, Mister Amo y Mister Esclavo y sus correspondientes «misses», las casas fabricantes de prendas y material variado de cuero, las principales empresas de «export-import», y un plano para llegar al recinto ferial, un plano del recinto ferial propiamente dicho, y recomendaciones dietéticas y sanitarias. En una de las páginas pares había un gran anuncio de la abadía de San Servando, con la leyenda «Artesanos talabarteros de prestigio internacional». Y en la contraportada, una explicación detalladísima —y en la que no voy a entrar por el respeto que me tengo— de lo que significa y lo que hay que hacer o dejar que te hagan si llevas un pañuelo azul o blanco o amarillo o naranja o verde militar en el bolsillo derecho de atrás del pantalón, o en el bolsillo izquierdo, o en la muñeca derecha o en la muñeca izquierda. Para desmayarse.

Me controlé estupendamente. No quise mirarle a la cara al fraile de la recepción para no ver hasta dónde había llegado la lástima con la que me miraba. Le pedí, eso sí, aunque como si hablara con el escote cerrado del jersey marrón que me había puesto aquella mañana, que me preparase inmediatamente la factura. Otra vez se me había pasado el hambre. No pensaba deprimirme. Fui a mi habitación, recogí mis cosas, le di los buenos días con una dicción estupenda —a la ida y a la vuelta— al guarda jurado de turno, y pagué la factura con la tarjeta Visa. No dejé el diez por ciento recomendado como limosna. No me importaba seguir sola. Ni se me pasaba por la cabeza volverme atrás. Llegar a los brazos del Amado se me estaba poniendo, y nunca mejor dicho, muy cuesta arriba, pero allí tenía el ejemplo de la mujer de Monterrojo, loca por Jefferson.

Si ella seguía, yo también.