El jardinero del convento de San José de los Cuidados era de escándalo. Claro que Dany dijo que no había que exagerar, que quizá fuese un diamante en bruto, pero que aquel cuerpo pedía a gritos un buen trabajo de talla, aunque para mí lo que pedía a gritos era un jardín más íntimo, más coqueto y rebosante de sensibilidad. Y es que nada más verle me sentí jardín, sentí que me crecían florecillas por todo el cuerpo, y que una fuente deliciosa empezaba de pronto a manar en algún rinconcito de mi persona, y todo lo tenía yo tan limpio y tan cuidado que, a poco que aquel jardinero se esmerase, yo era un jardín para que se luciese.
—En cuanto le he visto —dije—, mis entrañas se me han puesto contentas como niñas a la hora del recreo.
—Eso es que aún eres demasiado terrenal, Rebecca —dijo Dany, y la verdad es que se le notaba que le daba pena decirlo.
—Yo creo que no —le dije, con firmeza, pero con cariño—. O por lo menos, no lo tengo tan claro. En cambio, lo que sí está claro es que soy muy heterosexual.
Porque la experiencia recién vivida entre las monjas del Santo Sepulcro me había dejado con el corazón encogido y con una inquietud sobre los gustos de mis sentidos que, sin ser angustiosa, era molesta. Así que notar cómo me convertía de repente en un exquisito conjunto de arriates, con tan sólo haberle echado un vistazo a aquel ejemplar con las hombrías tan aparentes y tan bien puestas, me procuró muchísima tranquilidad. Tranquilidad por ese lado, desde luego, que por el otro, por el que se refería a mis avances por el castillo interior, mi sentido común y el comentario de Dany sobre mis persistentes esclavitudes terrenales me pusieron en guardia. ¿Sería posible que mis provechos místicos fueran tan raquíticos? ¿De tan poco me había servido el tiempo que llevaba sin regalarle un capricho al cuerpo, sin darle un mimo al paladar, sin ponerme una gota de pintura? ¿Tan pésimos resultados estaban dando mis anhelos por salirme de mí? De ser así, parecía lógico que me desanimara, y no quería desanimarme, pero la verdad es que el jardinero del convento de San José de los Cuidados era una bomba.
Habíamos ido a parar a aquel convento sin más ayuda que la del matrimonio que atendía un costroso bar de carretera, en el que paramos para darle un poco de desahogo al cuerpo y de entretenimiento al estómago. Cuando entramos, la pareja, que estaba detrás del mostrador mano sobre mano y el uno junto al otro, quietos y en silencio, como si temieran espantar a los posibles clientes si se movían o decían algo, incluso tardó en contestar al darle nosotros las buenas tardes. Luego no es que fueran el colmo de la charlatanería, pero nos sirvieron un café de puchero muy potente y de sabor bastante bravío y algo misterioso, aunque capaz de espabilar a Nefertiti por embalsamada que esté, y unas mantecadas perfectas para engollipar a un batallón de paracaidistas después de unas maniobras, pero sabrosas y con aguante, y, cuando les preguntamos por alguna hospedería de frailes o monjas que cayera cerca, el hombre nos dijo que a doce kilómetros, a la altura de Los Ermitaños, cogiéramos el desvío de la derecha y que después sólo teníamos que seguir todo recto hasta dar con el hospicio de los padres custodios. Yo dije que, la verdad, un hospicio no era lo que andábamos buscando, pero entonces la mujer nos aclaró que al sitio ese nombre le viene de antiguo, de cuando iban allí a parar los huérfanos de las epidemias y los niños abandonados por las mozas preñadas de mala manera, pero que ahora se dedicaba a noviciado menor de los custodios, con apenas un puñado de muchachitos que, después de un par de años allí, o pasaban al noviciado propiamente dicho, en un pueblo de la provincia de Ciudad Real, o se volvían a sus casas escarmentados. Un hijo del matrimonio había pasado por la experiencia y ahora vive en Barcelona, descarriado, eso fue lo que nos dijo la mujer, pero no nos aclaró si se había descarriado por haber sido novicio custodio, ni en qué clase de descarrío andaba el mozalbete. Eso sí, nos animó el hombre, es un sitio la mar de solicitado los fines de semana para descansar, sobre todo por parejas de esas que parece que ya lo han disfrutado todo, y tiene un jardín que quita el sentido.
No dijeron nada del jardinero, pero ya me encargué yo, en cuanto le vi, de remediar el descuido.
—Sus piernas son torres de mármol —dije, a media voz, pero hablando más que nada para mí misma— y sus brazos tienen, multiplicado, el poderío de lingotes de oro. Y qué cuello, por Dios. Y qué hombros, son como las dos rocas prácticamente gemelas que había al final de la playa de mi pueblo cuando yo era chico y que ahora ya ni se ven porque las ha tapado la arena, que con los vientos y las mareas aquello ha cambiado una barbaridad. Y eso que está inclinado y no puedo verle el pecho, que seguro que es suave como las dunas, por fuera, y firme como un tanque alemán, por dentro. Y menudos glúteos, por decirlo con palabras finas, tiene el Amado.
—Desvarías, Rebecca —dijo Dany—. No es el Amado. Es el jardinero del convento.
Sentí un vahído, como si acabara de dar un resbalón al borde de un acantilado y no supiera dónde apoyarme. Parpadeé: es una técnica que siempre he utilizado mucho para darme tiempo a hacerme cargo de la situación. Aquel ejemplar de bandera quizá fuera el jardinero, pero quizá lo fuera solamente para los ojos que lo miran todo a ras de tierra, y quizá yo estaba ya aprendiendo a mirar con ojos elevados sin necesidad de calentamiento previo, quiero decir sin necesidad de recogerme antes y sumirme en una concienzuda meditación y desprenderme de esos vicios materiales en el mirar que todo lo vuelven ordinario, sino que entraba de un modo directo y espontáneo en una visión que llegaba al otro lado de las cosas y el jardinero, bajo una mirada así, se revelaba como lo que era, nada menos que el Amado. Y eso podía explicar el que yo, en cuanto le vi, me pusiera a hervir de delicioso gozo y a hacer comparaciones la mar de poéticas, como la esposa del Cantar de los Cantares.
—¿No será —me atreví entonces a preguntarle a Dany— que te has abandonado un poco y ya no ves las cosas con la misma espiritualidad con que las veías cuando nos conocimos?
Dany se turbó. Alguna bruja que yo conozco dirá que los hombres de verdad no se turban, pero eso es porque no han conocido ni conocerán jamás a un hombre que quiera ser santo, decisión que va impepinablemente unida a arrebatos y sofocaciones, entusiasmos y decaimientos que hacen que se turben cada dos por tres.
—La verdad es que me preocupa —dijo él—. No el ver como jardinero lo que estoy seguro de que es un jardinero, sino la facilidad con que me fijo en cosas a las que antes no les daba la menor importancia, y lo que ha empezado a agobiarme es que la ropa me está cada día un poco más desahogada. Como siga así, no va a tener ningún mérito que levite.
Estuve tentada de preguntarle si en San Juan de La Jara había levitado mucho, pero me dije que ya era hora de que dejase de comportarme como una discípula, deshecha de admiración y muerta de envidia, cuando a lo mejor no era para tanto. Yo era capaz de ver con mucha facilidad con los ojos interiores, y él no, o por lo menos le costaba trabajo, y eso podía significar que se estaba moviendo el escalafón.
Dany, sin duda, había cambiado. Yo le notaba de pronto muy pendiente de sus hechuras, y sin aquella facilidad para ausentarse y vivir en otra dimensión que tenía al principio del viaje. Además, se atribulaba más de la cuenta cuando consideraba que yo tenía reacciones demasiado hormonales, por decirlo de la manera más científica posible, y eso a lo mejor era muy caritativo, pero poco místico: no es por menospreciar la caridad, pero cuando la amada y el Amado se tratan de tú a tú, las obras de misericordia quedan para el cuerpo de intendencia. Y esa era la impresión que de repente me daba Dany, que había pasado del comité de elegidos a la brigada de mantenimiento, y que por alguna extraña razón ya no se sentía con fuerzas para aguantar con todos los sentidos suspendidos y se resignaba a procurarse una santidad de andar por casa. O a lo mejor, pensé, es que a su afán por alcanzar el éxtasis le falta aliento y siempre le pasa igual, que se queda a medio camino.
—No sé si aquí encajaremos bien —dijo Dany.
Supe por qué lo decía. Desde que llegamos al convento, habíamos visto a bastantes huéspedes, pero todos agrupados en lo que parecían familias enteras que habían ido allí a pasar unos días de vacaciones. Había montones de niños, y ya se sabe que eso supone mucha alegría y vitalidad, pero también poco recogimiento y un cierto desbarajuste en las actividades colectivas. Y Dany quería decir, con toda la razón del mundo, que la mística es por definición una experiencia adulta, una experiencia solitaria y hasta un poquito antipática, al menos en apariencia, porque no se puede tener un deliquio y al mismo tiempo ser amable y educadísimo con el pesado de turno, y mucho menos si los pesados de turno son una patulea de críos que no paran de dar rienda suelta a su adrenalina y a su curiosidad. Visto desde fuera, un místico es un egoísta. Visto desde dentro, claro, ese egoísmo es pura y sublime delectación, pero eso es difícil que lo comprenda un padre o una madre de familia encantados de lo espabilados y lo sociables que son sus hijos, y desde luego es imposible que lo comprendan los niños sociables y espabilados. El convento de San José de los Cuidados estaba lleno de niños así. Claro que también estaba lleno de niños muertos.
—Yo creo que vienen con cuatro, se cargan a dos, y se vuelven a casa con el presupuesto familiar muy aliviado —dijo Dany, ya completamente fuera de situación.
Le miré muy alarmada. Comprendía que el camposanto del convento, al que daban las habitaciones que nos adjudicaron, era para impresionar a cualquiera, todo lleno de tumbas infantiles, pero si se pensaba un poco eso resultaba de lo más natural. A fin de cuentas, aquello había sido hospicio en épocas horrorosas, cuando una simple epidemia de tosferina se llevaba por delante a toda la chiquillería que encontraba a su paso, y, al no tener los acogidos familiares que se hicieran cargo de sus restos, allí se habían quedado para siempre, en aquellas tumbas que daban más repelús de lo habitual por lo cortas que eran y lo apelotonadas que estaban. Pero lo uno no justificaba lo otro: Dany estaba perdiendo los papeles. Hasta tal extremo los estaba perdiendo que añadió, como si estuviera en uno de esos programas de televisión que disfrutan con lo macabro:
—Aquí se pondría las botas ese degenerado que anda destripando tumbas de muertos jóvenes por los cementerios.
—No tan jóvenes —dije yo, más que nada para convencerle a él y convencerme a mí de que, de momento, lo degenerado tenía un límite—. Que yo sepa, los muertos que han desenterrado en otros sitios habían fallecido ya en edad de merecer.
—Muy enterada pareces, Rebecca —dijo él, y le puso a la frase un revoleo típico de maricona mala—. Muy enterada.
No hay cosa que más grima me dé que un niñato con músculos hasta en las pestañas y más pluma que una almohada antigua. Dany no es que estuviese perdiendo el norte, es que se estaba quedando hasta sin compostura. Y yo empezaba a dejar de tenerle pena —porque cada vez era más evidente que el impulso místico se le había desinflado— y le iba cogiendo tirria. Eso era fatal, por supuesto, porque ¿cómo va una a vivir sin vivir en sí y, a la vez, tenerle tirria a su prójimo? Probablemente, me dije, lo suyo es compadecerle, entender que está pasándolo fatal, darse cuenta de lo duro que tiene que ser comprender de nuevo que los fuertes y fronteras se te cierran, te retienen, no te dejan seguir adelante, no te permiten subir tan alto tan alto que comprendas que tu alma ya no es tuya, sino del Amado, y que tu cuerpo ya ni siquiera es un estorbo, que tu cuerpo era el cuerpo de otro, por mucho que durante años lo hayas trabajado en el gimnasio como si en ello te fuera la vida. Si ese era el caso de Dany —y así me lo parecía—, lo decente era perdonarle y ayudarle todo lo que fuera posible, ayudarle incluso a pesar de que él no me hubiese ayudado nada a mí cuando yo era sólo una principianta en ardores inflamada, pero con el panorama más difícil que Caín a la hora de echarse novia.
Lo mejor era hablar de otra cosa para aliviar la tensión, y despejarse un poco.
—Anda —le dije—, demos un paseo por el jardín.
En el jardín, naturalmente, estaba el jardinero. Yo tuve que hacer un esfuerzo grandísimo para morderme la lengua y no soltar la catarata de poesía que se me vino a la boca, pero tampoco era cuestión de provocar a Dany, con lo confuso y nervioso que estaba. Pero, en mis adentros, la poesía se desató. Mi Amado —me dije— ha bajado a su jardín, tiene la piel del color de las espigas cuando llega agosto y sus ojos son del color de la avellana, su pelo lo ha dorado el sol de las cuatro estaciones y lo ha rizado la brisa que llega de los cuatro puntos cardinales, sus labios parecen hechos de mazapán y tiene un perfil de busto clásico, con ese tipo de nariz que resulta tan excitante por recia y equilibrada y con esa clase de mentón que tanto engancha por la mucha confianza en sí mismo que transmite, y si a eso se le añade que su cuello es como el mástil de un barco invencible por las furias de los mares, que sus hombros son como las torres de un castillo en las que acaban por tranquilizarse las iras de los vientos, que su pecho tiene la anchura y la armonía de un paisaje australiano, y que de cintura para abajo se le ve o se le adivina la dureza del roble, la calidad de la caoba, la resistencia del eucalipto, la flexibilidad del sauce y la sencillez y modestia del pino mediterráneo, nada ni nadie es comparable a mi Amado. Si acaso Juan, el primer hombre con el que disfruté una vez recuperada por completo de la operación, y a quien le cayó el gordo de todas las ansias que yo tenía.
Dany, por lo visto, me vio de pronto tan embelesada y tan metida dentro de mí que hasta llegó a zarandearme para que volviese al estado ordinario, mientras repetía mi nombre en todos los tonos posibles. Imagino que resultó muy llamativo y muy chocante, pero no sirvió de nada. Y es que yo me había enredado, con mis pálpitos secretos y con mis vestidos y adornos interiores, en otros jardines más frondosos y otros brazos más dulces y mullidos.
Juan era un ejemplar de lo más corriente. Lo más bonito que tenía eran los ojos o, mejor dicho, la mirada, porque los ojos en sí mismos tampoco tenían nada de particular, pero salía de ellos una mezclita de descaro y necesidad que enganchaba mucho. Cuando lo vi estaba tomándose en la barra de un bar de medio pelo un tinto de verano, con un poco de ensalada campera como tapa, y leía un periódico deportivo con tanta aplicación que daba hasta un poco de risa. Seguramente aparentaba más años de los que tenía, no le había prestado a su pelo el cuidado suficiente y se estaba quedando calvo de una forma nada elegante, era más bajo que yo y se veía a simple vista que le sobraban algunos kilos y le faltaba experiencia con las mujeres. Me fijé en él porque yo por aquellos días, con las prendas de mujer recién estrenadas y con las secuelas físicas y psíquicas de la cirugía diluyéndose a buen ritmo en mi nueva personalidad después de haber pasado ratos muy malos y haberme enfrentado a dudas muy difíciles, me fijaba en cualquier hombre que se pusiera a tiro. ¿Con quién tendría yo la suerte o la desgracia de estrenarme? Eso era algo que no se me iba de la cabeza desde que me dieron el alta en el hospital —porque hasta aquel momento, y desde que salí del quirófano, yo había sido por encima de todo una convaleciente de una intervención muy delicada, con todas las molestias y todos los agobios propios de quien sale de un trance de ese tipo, pero sin apuros de más por la clase tan particular de operación en la que acababa de jugarme el porvenir—, y la verdad es que estaba decidida a que fuera así: un estreno.
—Un agua mineral sin gas —pedí, y sé perfectamente cómo hay que pedir en un bar de medio pelo una consumición tan incolora, inodora e insípida.
—Marchando una reserva del noventa y seis —canturreó, con una guasa bastante patosa, el mamarracho barrigón, amarillento y aspaventoso que estaba detrás de la barra.
No había más clientes en aquel momento que el ejemplar corriente y aficionado al fútbol y una servidora. Él levantó la vista del periódico, miró al de la barra, me miró a mí y sonrió. Le faltaba una de las primeras muelas de arriba del lado izquierdo, que era el que yo le veía, pero la mella no la encontré desagradable, porque parecía más una travesura que un deterioro cochambroso. Como ya estábamos a mediados de junio, llevaba un lacoste seguramente falso y unos tejanos ratoneros, aunque tengo que reconocer que el polo lo rellenaba hasta conseguir un efecto sabroso por donde esas prendas hay que rellenarlas —las mangas, los hombros y la línea de los pechos, con los pezones empujando hacia afuera como ternerillos a la hora de nacer—, mientras que por el estómago, el sitio más traicionero, lucía una holgura tranquilizadora, y el tejano se le ceñía a los muslos con una seguridad muy apetecible. Pensé que de pie sin duda perdería un poco, pero ya resultaba bastante prometedor que sentado, como estaba, en aquel taburete no precisamente anatómico, lograse ponerme los resultados de la cirugía un poquito bullangueros.
—El agua es lo mejor para el cutis —dije entonces, reconozco que algo temeraria.
Él, claro, me miró el cutis. Yo llevaba aquel día un maquillaje ligero, acorde con lo temprano de la hora y con mi propio estado anímico, tan expectante, tan ilusionado, tan de baile de debutantes y, en el fondo, tan intrépido. Me sentía como recién hecha y quería que un hombre de verdad me inaugurase a ser posible por todo lo alto, más o menos como se inauguran los juegos Olímpicos. Yo lo que quería era que el hombre que tuviese el privilegio de estrenarme después de haber pasado por la mesa de operaciones comprendiese que aquello merecía una ceremonia de apertura con todas las de la ley, y que no faltasen mayoretes, bandas de música, cohetes, tenores y hasta las lágrimas de alguna infanta de España emocionadísima en el palco de honor. Y la verdad es que para eso no hacía falta que fuese un hombre con una posición de mucho tronío, ni con kilómetros de experiencia en encenderle el alumbrado a las mujeres, ni con un cuerpo despampanante o un jefe de protocolo de buena talla y mucha maña. No. Lo mejor era que fuese un hombre con ganas, pero tranquilo, sin mucho de qué presumir, pero con poco que echar de menos, sin la manía de hacer alardes por su cuenta que tienen muchos fulanos que se creen el no va más, pero dispuesto a dejarse la crisma en el empeño en cuanto nota que la hembra le acompaña. Lo mejor podía ser un hombre que vistiese lacostes limpios y falsificados, bebiese tinto de verano y leyese periódicos deportivos, tuviese una mezclita de descaro y necesidad en la mirada y, para empezar, se fijase en mi cutis.
—Pues a la parienta la tengo yo a remojo todo el día y lo suyo no es un cutis, es un secarral —dijo el malage que estaba detrás de la barra.
Entonces él volvió a sonreír, pero esta vez sin enseñar el hueco de la muela, y le dio un poco más de papel a la necesidad que al descaro cuando me miró a los ojos, y cuando habló lo hizo para el de la barra, pero sin retirar sus ojos de los míos.
—La señorita se lo cuida bien —dijo—. Lo tiene estupendo.
Estupendo, el tono de aquella voz. Yo bajé la vista y me mordí con una espontaneidad casi infantil el labio inferior, para que notase lo halagadísima que me había sentido con sus palabras, pero confiando en que él no llegase a deducir de aquel gesto tan atractivo que yo era una lagarta. Yo quería escuchar de nuevo aquella voz, y quería que sonara en el mismo tono, como si le diese apuro decir lo que había dicho, más que nada por falta de costumbre, porque la verdad es que un hombre que usa lacostes falsos, bebe tinto de verano y lee prensa deportiva en lo que menos se fija cuando le echa un vistazo a una mujer de bandera es en su cutis. Por el tono de su voz, estaba claro que se había pillado a sí mismo desprevenido al decir aquello, y eso era lo que le daba más mérito y más verdad al cumplido. Porque era un cumplido. Una sabe a la perfección por dónde le salen los tropezones, y sólo hace falta una pizca de sentido común para no dejarse engañar por los potingues que una misma se echa encima para tapar los desconchados, y nunca hay que perder el sentido de la proporción y darle el mismo merecimiento a la habilidad a la hora de pintarse que al milagro de conservar a cierta edad una piel fresca y luminosa, cosa que está al alcance de poquísimas y que, si falta, sólo se puede compensar con una mentira piadosa o un piropo sincero pero inocentón, dicho con una voz relajada, espontánea y sin dobladillos. Aquella voz.
Me horrorizaba la idea de escuchar, en el momento de sentirme oficialmente inaugurada, cosas de esas que la mayoría de los hombres se saben de carrerilla para soltarlas en cuanto se presente la ocasión. Ese tipo de cosas que hacen que las voces de todos los hombres suenen lo mismo, como si estuvieran fabricadas en serie: cuando las cosas son empalagosas o redichas, la voz de cualquier hombre se vuelve pegajosa y como postiza, como si la voz fuera por un lado y el cuerpo del fulano —y alguna parte muy especial del cuerpo, sobre todo— fuese por otro, y si las cosas son rancias o chabacanas, la voz se le pone al hombre algo así como rencorosa, como si a la voz del gachó le diese asco el verse metida en el trajín de darle gusto a una elementa abierta de piernas. Por eso me llegó tan adentro, en cuanto la escuché, aquella voz que parecía fabricada ex profeso para ambientar mi debut como mujer total, aquella voz que no había tenido tiempo de malearse ni desfondarse con otras mujeres, aquella voz que yo podía estrenar al mismo tiempo que estrenaba el puente de los suspiros, después de que aquel hombre cortase todas las cintas que hubiese que cortar, y por eso decidí dar otro paso al frente y me respingué un poco, sonreí como si estuviera cometiendo un atrevimiento nada frecuente en mí, pero que me ponía contenta, me acerqué a él, le tendí la mano y me presenté:
—Encantada. Me llamo Rebeca.
Yo por entonces aún me llamaba Rebeca, con una sola «c». Bueno, la verdad es que aún me llamaba Jesús López Soler, que lo de cambiarme el nombre y ponerme uno acorde con mi verdad ya fisiológicamente certificada era un largo calvario que aún tendría que padecer, pero ya podía pronunciar el nombre deseado, Rebeca —después de pasar de un nombre a otro como un marinero de puerto en puerto, sin echar raíces en ninguno—, con la seguridad y el gusto que da saber que no está una disfrazando nada llamándose así. La doble «c» vendría más tarde, cuando una me pareció poca cosa —sobre todo, poco cosmopolita— para la categoría y la repercusión internacional que estaba empezando a tener, que tampoco era cosa de salir al extranjero, aunque fuera a Biarritz, ahorrando en consonantes, que son gratis. Claro que alguna amiga bien que se encargó de decir que, con doble «c», el nombre a lo mejor quedaba más artístico, pero con una sola era más austero y más elegante.
A él le pareció elegante, se lo noté en la puntada de admiración que le aniñó durante un momentito la cara. Luego se bajó del taburete nada anatómico en el que estaba encaramado y el caso es que me dio la impresión de que el detalle de galantería le salía al revés, porque con los pies en el suelo quedaba el pobre un poco achicado, pero decidí sin pestañear que lo que tenía que valorar era el gesto, no las consecuencias. Me estrechó la mano, y era la mano de un trabajador nato.
—Yo me llamo Juan —dijo.
Me gustó mucho que se llamase Juan. Era un nombre normal, un nombre del montón, sencillito, sin pretensiones de ninguna clase y sin esos malos recuerdos o esas lástimas por las satisfacciones perdidas que se les pegan con tanta facilidad a los nombres poco comunes cuando los llevó gente que fue importante para ti. Juan no sonaba a nada especial, no me recordaba a nadie que me hubiese hecho sufrir mucho o disfrutar horrores, no era un nombre contagiado por las equivocaciones o las melancolías o los desencantos de una vida profesional y sentimental tan ajetreada como la mía, y eso, en aquel momento, tenía para mí mucho valor. Para estrenar el estuchito del gusto, habría podido echar mano de cualquiera de esos novios temporales que siempre tienes, o de algún amor antiguo dispuesto a revivir por una vez el fuego de otro tiempo, o de la pareja estable de alguna conocida de esas que parecen empeñadas en demostrar a todas horas y restregarte por las narices lo bien servidas que ellas están, o de los putos profesionales que ofrecen sus servicios en los anuncios de relax de los periódicos, pero yo buscaba un hombre que no se pareciera a ninguno de esos, un hombre de los de andar por casa y de los de ganarse la vida y la cama con el sudor de su frente y con los avíos de cabeza, de corazón y de ingles sin fantasmadas ni contador, un hombre que no me trajera al pensamiento ni al sentido la malicia, la curiosidad, la escasez, la fullería, el desprecio o la guasa de otros hombres. Un hombre como Juan.
—¿Le puedo invitar a un agua? —me dijo, encantador. Yo tenía el agua prácticamente intacta, pero estaba dispuesta a tomarme todas las aguas que hicieran falta con Juan, aunque acabase enguachinada.
—Tanta agua no puede ser buena ni para el cutis —dijo el de la barra, y se quedó impávido, a ver si yo daba mi consentimiento o no a la invitación.
—El agua también es buenísima para el riñón —sentenció Juan, que por lo visto estaba decidido a que el agua me sentara bien, por un sitio o por otro.
Tenía Juan ese sentido práctico a la hora de cortejar a una mujer que yo siempre había echado de menos. Todos los hombres que se han ido colando en mi vida, y tengo que confesar que han sido un montón, terminaban siempre por hacerse a ellos mismos una reverencia y darse unas palmaditas en la espalda, muy satisfechos por lo que acababan de conseguir o por lo que acababan de despreciar, que de todo ha habido en el expediente sentimental de una servidora, pero a Juan no le movía la vanidad ni el morbo raro ni la fascinación por lo prohibido, Juan sólo quería ser amable y, llegado el momento, si llegaba, demostrarme a mí y a nadie más que él era un hombre de la cabeza a los pies. Eso se notaba en la forma de mirarme, en la manera de dar la mano, en la espontaneidad que tuvo para ser caballeroso aunque le favoreciera poquísimo, y sobre todo en el empeño en dejar claro que sólo buscaba mi bien, y que si se permitía invitarme a más agua era porque el agua, aunque fallase como cosmético, nunca fallaba como diurético. Un hombre así, me dije, no se puede desperdiciar.
La situación no podía serme más favorable, y allí lo único que estorbaba era el de la barra sin quitar el ojo de encima. De forma que, sin arrugarme lo más mínimo, le dije a Juan:
—El agua es fantástica para cualquier cosa si se toma a gusto y sin mirones. Yo vivo cerca.
Sabía a lo que me arriesgaba. Sabía que Juan podía tomarme por lo que me tomó. Pero sabía también que él no iba a ofenderme. Sonrió con mucha franqueza, enseñando otra vez el hueco de la muela que le faltaba, y hasta se le subieron los colores. Se encogió de hombros como lo hacen los niños cuando reconocen que son incapaces de hacer alguna hombrada superior a sus fuerzas, y se excusó con mucha delicadeza, como si él tuviera la culpa de algo que no hubiese querido hacer.
—Seguro que usted no pide ni la mitad de lo que vale. Y, si yo pudiese, me gastaría con usted el reino de Nápoles. Pero me parece que, en las condiciones en las que estoy, lo más que puedo hacer es invitarle a un agua.
Lo del reino de Nápoles le quedó un poco de pegote, aunque supongo que cosas así se las estás oyendo decir a tus tías desde que tienes uso de razón y las sueltas después en cualquier momento de forma automática, y Juan seguro que ni se dio cuenta de que el reino de Nápoles es una cosa que ya no existe y no tiene ningún valor, pero hay que ser de mentalidad abierta, no tener resabios de primadona y comprender lo que de verdad te quieren decir. Y Juan me quiso decir, llanamente, que yo era demasiado lujo para él y que el presupuesto de un trabajador nato nunca da para tanto. Ni siquiera parecía darse por eso demasiada lástima a sí mismo, y esa fue otra cosa que también me gustó una barbaridad: los hombres así son los que después no pretenden que se lo perdones todo. A Juan seguro que no había nada que perdonarle. Por eso le dije:
—Todo lo que yo valgo no está ni en venta ni en alquiler. A quien se lo quiero dar, se lo doy gratis.
Se acharó. Pero tampoco es que se descompusiera o que se quedara engurruñido de golpe, hasta el punto de que me diese grima echar mano de él. Sólo hizo ese gesto con los labios, como de un resoplido casi frenado del todo, que hace la gente calmosa cuando da un resbalón, consigue aguantarlo y comprende que de milagro no se ha roto la crisma. Ni siquiera se le notó en el habla.
—Entonces tu casa sí que está cerca de verdad, aunque vivas en el quinto pino —ya se sabe que cuando un hombre, después de tratarte de usted, empieza a tutearte es que comprende que te tiene al alcance de la mano. Pero me tuteó sin darse aires de delegado de ventas que consigue los objetivos del mes y sin echar las campanas al vuelo, sino como quien por fin encuentra la postura en el asiento del autobús y se relaja. Luego se volvió al mirón amarillento de la barra y le preguntó:
—¿Cuánto se debe, incluido lo de ella?
Lo de ella —o sea, lo mío— era el agua, claro. Como tampoco se trataba de darle dinero a aquel fulano por nada, me bebí dos vasos de un tirón y no sé si eso contribuyó a lo que sentí después.
Pero si contribuyó, fue sólo en plan de colaboración extraordinaria, como la de esas primeras figuras que tienen en una función un papelito corto pero con gancho. Lo que sentí después, en mi casa —que estaba a quince minutos andando—, fue sobre todo mérito de Juan, aunque contando a su favor con las ansias que yo tenía de hombre, naturalmente, y con el acompañamiento musical, elegido con mucho tino y mucho gusto. Puse Vivaldi, Las cuatro estaciones, y ya se sabe cómo es esa música de expresiva, que suena la «Primavera» en Mi Mayor y oyes correr el agua entre las piedras de los montes, notas cómo florecen los almendros, distingues los trinos de los pájaros, te llegan las risas de muchachas asomadas a las ventanas de sus casas. Y bastó, en una atmósfera tan propicia, con que Juan —sentado a mi vera en mi sofá, con su tinto de verano y aquella forma de mirarme, mitad necesidad, mitad descaro— pusiera su mano en mi cintura, tan sensible, para que yo me sintiera un prado verde a más no poder, y sólo necesitó rozarme los labios con sus labios para que a mí empezaran a nacerme manantiales por todas partes, que no podía yo imaginarme que aquello era lo que una mujer erotizada entiende por humedecerse, y cuando la boca de Juan partió mi boca en dos y su lengua se puso a bucear buscando los secretos de mi garganta yo, en lugar de ponerme a toser —como sería lo propio—, empecé a esponjarme de felicidad, porque el agua, fresca y cristalina, ya me llegaba hasta los sesos, de manera que lo mío ya no era una humedad, lo mío se convirtió gracias a Juan en poco menos que el parque natural de las Tablas de Daimiel después de un buen año de lluvias, toda yo llena de juncos florecidos y con familias enteras de patos chapoteando como boyescáuts en una preciosa laguna nada contaminada, y cuando Juan empezó a desabrocharme la blusa con aquellos dedos de trabajador nato se hizo de repente un silencio delicioso, como si todo el humedal con categoría de espacio protegido que yo era hubiese contenido de golpe la respiración, pero la música volvió otra vez como un torrente y todo se llenó del «Verano» en Sol Menor de Vivaldi, y hubo dentro de mí una explosión de todo lo que puede explotar en el interior de cualquier mujer cuando se entrega sin cortapisas ni condiciones, sin que haga ninguna falta que el hombre que te hace rebosar sea una estatua clásica ni haya hecho un master en sexología aplicada, basta con que sepa llegarte hasta los centros como sabía Juan, que consiguió que alcanzase yo las temperaturas máximas del último cuarto de siglo, que fue como si el sol me pegase de lleno de arriba abajo, pero sin que milagrosamente descendiera para nada la humedad, y así, cuando Juan, desnudo como un guerrero antiguo, abrió con mucho miramiento y mucha devoción la puerta por la que se entra al santosantórum de la mujer y que yo tenía nuevecita e intacta, y cuando se olvidó de él para enloquecerme a mí, toda yo me llené de pájaros exóticos como las marismas del coto de Doñana, y se pusieron todos a celebrar lo húmeda que estaba, se pusieron como locos los ánsares, los moritos, avetoros y fumareles, las garzas imperiales, los martinetes, los aguiluchos laguneros, los calamones, las avocetas, las canasteras y las avefrías, y yo me dije esto sí que es un orgasmo, y es verdad que hubo un momento en que me pregunté ¿pero será un orgasmo de clítoris o un orgasmo de vagina?, porque ahora los especialistas hacen primores, pero tampoco estaba yo para investigar, sino para disfrutarlo. Para disfrutar como disfruté, hasta llegar a la apoteosis del verano de Vivaldi, la hombría sencilla y prodigiosa de Juan.
—Has dado un espectáculo —me dijo Dany. Estaba molestísimo.
—Yo no era dueña de mí —le dije—. Parece mentira que, con la experiencia que tienes, no te hagas cargo de lo que es un éxtasis.
—Mira, Rebecca, no te molestes: un éxtasis no es un circo.
Me molesté. Vaya que si me molesté. El simple hecho de que mi éxtasis fuese distinto al suyo no le daba derecho a descalificarlo de aquella manera. Yo había asistido, cuando le conocí, a uno de sus deliquios, con levitación incluida, y es cierto que había sido fino, sereno, elegante, pero un poco estático, nada vibrante; después no tuve ocasión de asistir a otros, porque bien se cuidó Dany de tenerlos en la más estricta intimidad, pero me imaginaba que habían sido todos por el estilo. En cambio, no hacía falta que Dany me diese demasiadas explicaciones para que yo comprendiese que el mío había sido más temperamental, más dinámico, con bastante coreografía, pero es que a mí me parecía de cajón que el éxtasis estuviese en consonancia con el carácter de cada cual, y si Dany era de temperamento lento y poco expresivo, sus éxtasis era lógico que fuesen tan sobrios y reconcentrados como eran, pero como yo siempre he sido extravertida, comunicativa y con mucho gusto para lo visual, mis éxtasis tenían que estar llenos de movimiento, de ritmo, de lenguaje corporal. Eso sin contar con que mi figura —cada vez más esbelta a causa de la dieta monacal en la que había sido capaz de perseverar— animaba a vivir el éxtasis con un poco de soltura y sentido de la composición y la variedad, mientras que el corpachón de Dany, tan apabullante por mucho que él se quejase de estar perdiendo volumen y definición, quedaba mucho más lucido en la quietud. Pero eso no quería decir que sus éxtasis fuesen más auténticos o de más categoría que los míos.
—A ti te pasa —le dije, sin preocuparme nada de la virtud de la mansedumbre— lo mismo que a los flamencos ortodoxos que no admiten el flamenco moderno. Yo soy moderna, y mi mística será moderna, y es normal que mis éxtasis estén a tono con los tiempos, y eso es ley de vida, aunque puede que de entrada llame un poco la atención. Además, seguro que no ha sido para tanto.
Pero Dany dijo que sí que había sido para tanto. Según él, yo había tenido un trance muy inquieto y variado. En vez de contentarme con poner los ojos en blanco, cruzar las manos sobre el pecho y caer de lleno en esa variedad de la mística que se parece tantísimo al pasmo, me puse a dar saltos de alegría alrededor del jardinero, imitando el trino de los ruiseñores cuando celebran la llegada de la mañana, con los brazos disparados por el júbilo y las manos tremendamente expresivas, llena de energía y de vivacidad, con un gran repertorio de giros, quiebros, equilibrios y suspensiones y con una fortísima capacidad de seducción. Parece, de acuerdo con la versión de Dany, que fue eso último lo que más alborotó a los niños y escandalizó a los mayores.
—Aunque lo pienses —me advirtió Dany, y parecía sincero—, no estoy intentando mortificarte, pero la verdad es que no dabas para nada la imagen de las grandes místicas. Quedabas más bien como una de esas descocadas presentadoras de programas infantiles que salen ahora por televisión.
Interrumpí lo que estaba haciendo —sacar mis cosas del armario y ponerlas en mi bolsa de viaje— y compuse mi mejor gesto y esgrimí todo mi poder de convicción para reclamarle a Dany un poco de sensatez:
—Dany, por Dios, ¿qué tiene eso de malo? La ciencia evoluciona, el arte evoluciona, la moda evoluciona, la mística también tiene que evolucionar. En todo lo mío soy cualquier cosa menos clásica, no tengo por qué serlo en mi intimidad con el Amado. Lo importante es el fondo, las formas cambian, se actualizan, incorporan las técnicas modernas de expresión, compiten sin complejos en un mundo lleno de estímulos audiovisuales. Ya no se puede ser mística y quedarse como un pasmarote.
Dany ya tenía hecho su equipaje y ahora, después de haber pasado por una fase de descontrol emocional bastante impertinente, se le veía deprimido. Se sentó en el borde de mi cama, a esperar a que yo terminase de guardarlo todo, y tenía esa expresión que se les queda a los saltadores de pértiga después de haber derribado el listón al tercer y último intento.
—Nunca lo conseguiré —dijo.
Me impresionó. Muchísimo. Porque comprendí que no se refería sólo a ese nuevo enfoque de la experiencia mística que yo estaba defendiendo, sino a la experiencia mística en sí. Se veía condenado sin remedio a quedarse en el camino, como siempre que había intentado llegar a lo más alto. Cuando nos conocimos, me había dado a entender —o al menos así fue como yo lo comprendí— que cada año hacía un recorrido similar al que estábamos haciendo con la intención de perfeccionarse, de llegar cada vez un poco más arriba, de gozar con éxtasis cada vez más sublimes, pero ahora me daba cuenta de que en realidad cada año tenía que empezar desde el principio y que acababa atascándose una y otra vez. Y, encima, me veía a mí entusiasmada, segura de mí misma, apostando por una mística renovada y competitiva, convencida de que ese era el camino y que ahí estaba el porvenir de la más selecta espiritualidad en un mundo tan audiovisual como el que nos ha tocado vivir, me veía llena de confianza y empuje, a pesar de una momentánea incomprensión de los padres custodios —que nos habían rogado que abandonásemos inmediatamente el albergue, porque estaba claro que en aquel marco básicamente familiar no encajábamos—, y se derrumbaba. La mística tradicional se le resistía, y la moderna no le cabía en la cabeza.
Además de impresionarme mucho, me dio mucha lástima, de modo que quise animarle un poco y, portándome como una amiga humilde y generosa, le dije:
—Si yo lo he conseguido, ¿cómo no vas a conseguirlo tú?
—¿Qué es lo que has conseguido, Rebecca? Tú no tienes todavía ni idea de lo que es un éxtasis de verdad. Lo tuyo de esta tarde ha sido, como mucho, un amago. Además, por lo que se ve, a ti te pone en éxtasis cualquier cosa.
Conozco el síntoma: hay gente que, cuando se deprime, se pone mezquina con todo el mundo. Así que decidí no echar cuenta de aquella actitud tan desagradable de Dany, aunque por supuesto procuré colocar las cosas en su sitio.
—Estás pasando una mala racha, eso es todo —habría sido muy feo por mi parte echarle sal en la herida—. Pero algo me dice que en cualquier momento vas a dar un estirón espiritual que tú mismo te vas a quedar boquiabierto. Mientras tanto, ¿por qué no compartes conmigo esta alegría que yo tengo y celebras que el Amado se haya servido de la apariencia de un joven, sano y atractivo jardinero para permitirme saborear aunque sea un poco, como tú dices, sus delicias?
—Me cuesta trabajo creer —dijo Dany, supongo que sin caer del todo en la cuenta de lo borde que le ponía la depresión— que el Amado, como tú le llamas, se haya servido de alguien tan vulgar.
Preferí no seguir por ese camino. Lo mejor era obsequiarle con una sonrisa matizada en la que quedase claro que su desánimo y su falta de caridad me daban más pena que coraje. ¿A qué venía aquel retintín al referirse al Amado, como si lo del Amado fuera un invento mío? En toda la literatura mística al Amado se le nombra así, o bien se le llama el Esposo, pero yo entendía que la palabra Esposo debía reservarse, salvo en puntas muy marcadas de la fase punitiva y de la fase contemplativa, para la fase unitiva, que es cuando en el tálamo que hay en la séptima morada se llega al colmo de la identificación y literalmente te dislocas. En cuanto a que el jardinero le pareciera a Dany ordinario, sólo podía antojárseme una tara: Dany no estaba capacitado para descubrir, exprimir y provocar los primores de lo vulgar y en ellos regalarse.
Peor para él. De haberse encontrado en mi lugar, habría desperdiciado a Juan, aquel hombre corriente y aplicado que consiguió inaugurarme, cuando un cirujano de primerísimo nivel me dio por fin todos los atributos de mujer que la naturaleza me negó, con más poderío que Els Comediants. A él a lo mejor se le aparecía el Amado con un aspecto refinado, acicalado y maduro, más sabio que fogoso, una imagen muy clásica y que tiene muchos más devotos de lo que nadie se imagina, pero a mí esa versión de quien puede consolar y hartar tu alma no me inspiraba lo más mínimo, la verdad, yo lo prefería joven, fornido, campechano, ardiente y de sport. Yo lo prefería tal como se me apareció en San José de los Cuidados, bajo la forma de un jardinero de no más de treinta años, con todas las virtudes a la vista y en ropa de faena.
De ahí que, aquella tarde, viéndolo como lo vi, tan sobrado de dones que no podían sino venirle de una condición extraordinaria, tan aplicado a lo suyo que sólo cabía entenderlo como una invitación a ponerme en sus manos como un laurel reciente y que de mata enclenque y pálida puede llegar a convertirse en árbol frondoso y verdísimo, tan armonioso y a la vez sólido de figura y de movimientos que era imposible no desear precipitarse en sus brazos, yo sintiese un impulso de tal fuerza que, al seguirlo, dejase atrás mi cuerpo y sus inconveniencias y entrase, pura alma, en el jardín portentoso del Amado. Me vi, sin darme cuenta de por dónde entré ni cuánto tiempo empleé en el tránsito, en un lugar cuya hermosura no admitía comparación con ninguna otra que, en materia de jardines, yo hubiese conocido. De ahí que me pusiera como, por lo visto, me puse. El pecho se me esponjó de gozo, los brazos se me volvieron alas, mi cintura adquirió una elasticidad y un sentido del ritmo que —según Dany me indicaría después— dejaron al jardinero boquiabierto y atrajeron inmediatamente la atención de todos los chiquillos que en aquel momento se encontraban en los alrededores y, al parecer, se contagiaron enseguida, y según Dany el jaleo que se organizó fue de muchísimo cuidado, pero yo sólo recuerdo lo etérea que me sentía, cómo retozaba mi alma entre las hortensias y los heliotropos, cómo jugaba al escondite en medio de la hiedra y del jazmín, lo fresca que era la sombra de los sauces llorones y lo que me aliviaba del sofoco que —aun siendo todo tan espiritual— provoca tamaño ajetreo, y cómo pululaban a mi alrededor arcángeles impúberes que me traían alhelíes, prímulas y artemisas para que me hiciera guirnaldas con las que adornar mi cabello.
—Dejaron el jardín hecho una pena —dijo Dany—. Y ya podemos dar gracias de que no se les haya ocurrido pasarnos la factura.
—Yo no tengo la culpa de que mis éxtasis sean tan participativos —le dije—. Además, si el Amado ha querido lanzarme su centella en un sitio lleno de niños, por algo será. A los místicos hay que tantearlos desde pequeñitos.
Ya estaba todo. Una de las ventajas de optar por la mística es que el equipaje lo haces en un santiamén, cosa especialmente conveniente cuando te echan de un sitio. Dany se puso en pie y era como si, de pronto, yo le estorbase.
—Nuestro problema —dijo, metiéndome a mí, sin ningún apuro, en las dificultades que estaba teniendo— es que somos demasiado llamativos.
Me le encaré:
—Mira, hijo, en eso a lo mejor tienes razón. Pero hay una diferencia. Tú eres aparatoso porque has querido. Yo, en cambio, no soy sexy de vicio; soy sexy de nacimiento.
O lo que es lo mismo: a mí el Amado me buscaba y me tenía como yo era, y a lo mejor Dany no alcanzaba la séptima morada hasta que no fuese de nuevo blandito y esmirriado.