Cuarta morada

Al monasterio de Nuestra Señora del Descanso llegué sola, completamente femenina y en un momento crucial.

Sola porque, habida cuenta de que en San Juan de La Jara habíamos pagado por adelantado una semana entera y «si se acortase la estancia, no se procederá a devolución alguna, salvo en caso de demostrada responsabilidad de la hospedería», Dany me propuso que él permaneciera allí para amortizar al menos lo que habíamos pagado por su habitación, mientras yo, en ese tiempo, podía refugiarme y reencontrarme conmigo misma en un relativamente cercano cenobio de monjas del Santo Sepulcro —también llamadas mortajeras—, en cuyas celdas de hospedaje temporal sólo admitían a mujeres; femenina de la facha al tuétano después de desbaratar en menos de un cuarto de hora, en la misma habitación del motel de carretera en la que me había empachado de aspecto viril cuarenta y ocho horas antes, todo aquel tinglado de cambio de personalidad, me había esponjado enseguida dentro de mí como una reina, de modo que, aunque discreta, yo volvía a ser Rebecca de Windsor, una mujer inconfundible e interesante; y en un momento crucial porque, cuando llegué al pueblo que se arracima junto al monasterio como una camada de cachorros empeñados en mamar al mismo tiempo de las tetillas de la madre —pueblo que se llama, muy apropiadamente, Quejumbres—, todo el mundo estaba excitadísimo por dos acontecimientos que, al parecer, traerían al lugar cambios grandes y, con toda seguridad, penosos.

Llegué con mi utilitario, y con ese instinto para orientarme que he tenido siempre, a la plaza que allí llaman del Cabildo, y nada más aparcar me vi rodeada de una patulea de chiquillos curiosos y desconfiados que, como se limitaban a mirarme con la enemistad con que se mira a quien viene a estorbar, consiguieron ponerme frenética antes de bajarme del coche. Se abrió la puerta de la casa frente a la que había aparcado y apareció una mujer mayor que yo, sin lugar a dudas, pero arreglada como si tuviera veinte años menos de los que aparentaba. No había más que verle la cara para comprender que hasta a Fidel lo recibirían en Miami con más cariño.

—¿Qué se le ha perdido por aquí, forastera? —me preguntó, como si fuera el chérif; con la misma guasa y el mismo desplante, como si yo estuviera allí con el propósito de llevarme las vacas.

—Vengo a retirarme unos días al monasterio, donde me han dicho que admiten transeúntes. ¿Algún inconveniente? —dije yo sin apocarme, procurando dejar claro que era una mujer libre en un país libre.

—Si se encierra y no incordia, allá usted —dijo ella—. Pero el otro día llegó al pueblo, de ni se sabe dónde, un perro que no hacía más que husmear por un lado y por otro, y los chiquillos lo echaron a pedradas.

Naturalmente lo suyo habría sido decirle que una perra lo sería ella, pero tampoco se trataba de ponerse al nivel de una pueblerina. Y de una pueblerina estrafalaria, además. Porque la ropa que llevaba o era de su hija —y, en ese caso, en aquel pueblo la moda femenina se había parado en los cincuenta—, o la había sacado del desván donde había estado guardada en alcanfor treinta años y se la había encasquetado por las buenas, sin sacarle siquiera las costuras, y a saber con qué intención. Quizás era una desgraciada que no estaba en sus cabales y le había dado de pronto por sentirse mocita y arreglarse, con ropa del año catapún, como si lo fuera.

Tengo que reconocer que, por un momento, estuvo a punto de enredárseme en las entendederas un pensamiento de los que te dan agobio y de los que no te puedes librar durante muchas horas, porque se me ocurrió que, si era verdad que aquella mujer pretendía rejuvenecer por el sencillísimo sistema de vestirse de muchachita, la cosa no era tan diferente de lo que yo había hecho cuando, por querer ser hembra, me ponía ropa femenina, me pintaba como una puerta y me iba a tontear con los niñatos de la Colonia. ¿Y si aquella señora, de verdad, se sentía joven? ¿No era cometer un escarnio el chuflearse de ella sólo porque, por fuera, tenía pinta de carcamal? A lo mejor si me amenazaba con que los chiquillos me echasen a pedradas del pueblo era sólo porque estaba escarmentada de malos tratos y lo que buscaba era librarse al menos de los que le podía dar yo. Miré a los chiquillos, y la verdad es que no parecían formar parte de la familia Trapp. Pero al menos uno de ellos, de unos diez o doce años, tenía una sonrisita de persona mayor con retranca que me tranquilizó, porque me di cuenta de que estaba dispuesto a echarme una mano, en caso de verdadero apuro, aunque seguramente no por amor al arte; en cualquier caso, en aquel pueblo, las tarifas de guardaespaldas tampoco tenían que estar por las nubes.

—¿Qué pasa, Eulogia?

Di un respingo y me volví. La voz, de mujer muy mayor, había sonado a mis espaldas, pero sólo porque yo me había dado la vuelta para comprobar si los chiquillos parecían capaces de liarse a pedradas conmigo. En realidad, la vieja francamente decrépita que le había hecho la pregunta a la tal Eulogia acababa de salir de la misma casa de la que Eulogia había salido minutos antes, e inmediatamente comprendí que Eulogia era su hija. No es que se parecieran, entre otras razones porque resultaba imposible que aquel amasijo de arrugas unas encima de otras pudiera parecerse a nadie, pero miraban igual, fruncían los labios de la misma manera, ponían las piernas del mismo modo para quedarse quietas y de pie, y a las dos se les notaba por el mismo tonillo de la voz que habían tenido que aguantar durante mucho tiempo lo que no está en los escritos. De todas formas, eso no fue lo que más me llamó la atención. Lo que de verdad me dejó —además de turulata perdida— completamente descolocada fue ver cómo iba vestida la vieja: como si tuviera cincuenta años menos, como vestían, los domingos y fiestas de guardar, las chicas de pueblo que se iban a servir a Madrid después de la guerra. Uy, Rebecca, me dije, aturdidísima: esto de sentirse juvenil o es una epidemia, o es una tara de esta familia.

Eulogia miró a su madre desde el peinado que se había hecho, y que seguramente era una imitación casera del «Arriba España», hasta las alpargatas negras y nada acordes con el resto del vestuario —como si los pies no consintieran aquel simulacro de juventud—, y yo noté que por un momento los ojos se le llenaban de una lástima mal aguantada, como si no pudiera remediarla y, al mismo tiempo, se dijera que no había nada de lo que apenarse. Ahora se me ocurre que, en realidad, al mirar a su madre, Eulogia se miraba también a sí misma, con aquella facha, y sentía fatiga de ir así, pero ni quería ni podía reconocerlo. Después Eulogia me miró a mí y, hablando más con su propia persona que conmigo o con su madre, dijo:

—Dice que viene a hospedarse con las mortajeras.

Por el tono, más que contestar la pregunta de su madre, o hacerme la pregunta a mí de una forma retorcida, era como si cavilase en voz alta si creerme o no creerme.

—Pues que espabile —dijo la vieja, mucho más decidida que su hija, aunque me pareció que igual de desconfiada—. A las tres de la tarde, las monjas cierran a cal y canto.

Pues si eso es verdad, me dije yo, no sé por qué tengo que espabilarme. Por mi reloj, no eran más que las once y media de la mañana, aunque el día estaba encapotado y, a menos que en aquel pueblo fuese fiesta local, el ambiente no era desde luego de entre semana, con todo el mundo atareado. Era más bien como si la noche anterior hubiesen tenido allí la gran juerga y aún no se hubiesen despertado más que aquella patulea de chiquillos malencarados y Eulogia y su madre. Y a lo mejor eso explicaba que las dos mujeres fuesen vestidas de aquel modo tan mamarrachero, como si estuvieran sonámbulas y sonámbulas hubieran sacado la ropa de a saber dónde. La vieja cogió a su hija de la mano, como lo hacen las niñas en el patio del colegio durante el recreo, y dijo:

—Vamos. Como nos descuidemos, el toque a muerto va a cogernos por el camino.

Antes de que su madre, con una energía que ya la quisiera yo para mí cuando tenga la mitad de los años que tenía que tener la vieja —si es que alguna vez los tengo, que eso está por decidir—, tirase de ella sin contemplaciones y la llevase casi a rastras para cruzar la plaza, Eulogia volvió a mirarme, aunque de otra manera, hasta el punto que yo todavía no sé si estaba amenazándome o pidiéndome socorro. La verdad es que yo cada vez entendía menos. ¿Alguien estaba muriéndose y ellas iban al velatorio con aquellas pintas? ¿O las que iban a morirse eran ellas y les daba apuro que el acontecimiento las pillase de un lado para otro? ¿O acaso en aquel pueblo estaba muriéndose de repente todo el mundo y ellas pensaban escaquearse disfrazadas de mocitas en edad de merecer? Más aún: ¿qué tenía yo para ir a dar en sitios en los que alguien se estaba muriendo? Yo quería que mi conquista del castillo interior fuera como una romería alegre, luminosa, positiva, incluso lúdica, no un rosario de funerales. ¿Era la muerte, en carne propia o ajena, un trance que, para que la unión con el Amado fuera de verdad el acabóse, había que comprender, trascender, incluso disfrutar? Lo pensé y me dio un tiritón, pero estaba decidida a que ni eso, por macabro o peligroso que fuese, me hiciera flaquear. Que el Amado me perdone, pero mientras pensaba en eso, mientras trataba de aguantar el repelús, me acordé de esos ingleses —porque siempre son ingleses— que salen en los periódicos cuando se mueren mientras se hacen unas pajas la mar de complicadas, que muchos meten la cabeza en bolsas de plástico porque, por lo visto, si al tiempo que te corres te asfixias lo pasas muchísimo mejor. Después de todo, en alguna parte he leído que el éxtasis es como el orgasmo, pero en una dimensión distinta, digo yo. El caso es que si te mueres y levitas al mismo tiempo has llegado a lo máximo. Pero tampoco hace ninguna falta que llegues de sopetón a lo máximo, Rebecca, me dije; con llegar a la séptima morada vivita y coleando tenía, para ser primeriza, más que de sobra.

Dispuesta, pues, a no desfallecer, pero algo encogida, la verdad, vi cómo se alejaban Eulogia y su madre, y cómo los chiquillos las seguían con una seriedad que me dejó un poco perpleja. De pronto, no tenía yo claro si las acompañaban a secas, o las vigilaban. No sé por qué me dio la impresión de que los chiquillos estaban cumpliendo una tarea que alguien les había encomendado. Miré a mi alrededor en busca de algo en lo que apoyarme, como si acabara de perder pie. Y entonces le vi. El niño que sonreía como una persona mayor con retranca estaba allí, sonriendo de aquella manera tan suya.

—Uy, por favor —dije, exagerando un poco la sorpresa con ayuda de algunos de mis recursos dramáticos—, qué susto. Qué raros sois en este pueblo, hijo.

—Tranquila. Aunque la verdad es que has llegado en un momento chungo. Menuda movida.

Hablaba como si, en lugar de ser de aquel pueblo de la Castilla profunda y descolgada de lo que es la modernidad, hubiera nacido y se hubiera criado en el Puente de Vallecas. Si no fuera un despropósito por la edad de la criatura, juraría que había vivido mucho, tenía mucho que disimular y me había calado como un verdadero experto. Por no resultar demasiado pánfila, saqué uno de mis registros de voz más insinuantes y nada recomendado para menores de dieciocho años, y le pregunté:

—¿No vas con ellos? ¿Puedo hacer algo por ti? ¿Qué es lo que pasa?

El niño puso la sonrisita un poco más guasona de lo que la tenía hasta aquel momento y dijo:

—Con ellos ya iré después. Si se me ocurre algo que pueda hacer por mí, no se preocupe que se lo diré. Y pasan dos cosas: se está muriendo la viuda del Amado, y alguien abrió hace dos noches dos tumbas del cementerio.

Quedé muda, como cabe imaginar sin tener un derrame cerebral por culpa del esfuerzo. Aquel pueblo —quien le puso Quejumbres acertó de lleno— era el túnel de los sustos y el sitio ideal para recomendárselo a alguna colega ambiciosa y sin escrúpulos como lugar de vacaciones. Tuve que hacer un esfuerzo grandísimo para recuperar la voz y lo primero que hice fue confirmar que no tenía las orejas torcidas y que había oído bien.

—¿Quién has dicho que se está muriendo?

—La viuda del Amado.

Esta vez no sé si quedé muda porque lo que sí quedé fue sumida en una profunda estupefacción. No era posible. Que yo supiera, y según las obras místicas realmente extraordinarias que leí sin descanso durante meses, el alma oye como si fuese la corriente cristalina de un manantial la llamada del Amado, luego emprende un camino que es un puro vaivén entre el disfrute cada vez mayor de la presencia cada vez más cercana del Amado y el desconcierto que provoca el comprender que para gozarlo por completo aún te queda mucho trecho por delante, después de suponer que entras en el trance prenupcial durante el cual el alma es ya puro desprendimiento y se deleita en imaginar lo que son los esponsales con un Amado que está, como quien dice, a la vuelta de la esquina, para penetrar finalmente en el tálamo propiamente dicho y ahí ya abismarte, confundirte y transmutarte, pero lo que no había oído en mi vida era aquello de que el alma pudiese enviudar y pasar el resto de su vida con la foto del Amado sobre la mesilla de noche, por expresarlo de manera gráfica.

—¿Y el Amado murió hace mucho? —le pregunté al niño, sin tomarme ningún cuidado en disimular lo confusa que me hallaba.

—Mucho —dijo el niño—. Por lo menos treinta años.

Pues vaya disgusto. Claro que, por otra parte, no dejaba de ser admirable que, después de treinta años, la muerte de su viuda causara la conmoción que el niño me había dado a entender, señal evidente de que el Amado había dejado mucha huella. La viuda estaba en las últimas y aquello era un acontecimiento de mucha enjundia en aquel pueblo que parecía haberse puesto a agonizar también todo él, como si la vida ya no tuviera sentido en Quejumbres una vez que del pecho de la moribunda escapase el último suspiro. Al menos eso fue lo que yo pensé al emparejar la agonía de aquella señora con lo vacío y silencioso que estaba todo, aunque luego tendría ocasión de hacer asombrosos descubrimientos. El niño seguía sonriendo como si disfrutase al verme tan desconcertada.

—Treinta años es mucho tiempo, ¿verdad? —dijo—. Tú tienes por lo menos treinta años.

—Mira, niño —le dije yo, recuperando un poco de mi naturaleza belicosa—, eso de los años depende de cómo se mire. ¿Tú sabes cómo se hacen las perlas? Pues dentro de las ostras. ¿Tú sabes lo que es una ostra? Vale. Pues hacen falta años y años para que a una ostra le termine de salir una perla natural, fina, carísima. Lo bueno de verdad, guapito de cara, no se hace en dos días.

—A mí todavía me queda mucho para tener treinta años —dijo entonces el niño con una tranquilidad la mar de chocantona, como dando a entender que él no había necesitado tanto tiempo para ser una perla de primera.

—Tampoco creo que vaya a servirte de mucho cumplirlos en este sitio tan raro —le repliqué, a ver si se le bajaban los humos—. ¿En este pueblo hay alguien más que esos dos esperpentos que acabo de ver vestidas como Marisol en la edad del pavo, esos niños que parecen dispuestos a comerse vivo al primero que se les ponga delante, y tú, Perlita de Huelva? ¿Dónde se ha metido la gente, si es que hay gente?

El niño, con los humos impertérritos, y dando por sentado que no ofende quien quiere sino quien puede, puso cara de tener una respuesta para todo.

—Todo el mundo está en casa de Rosa —dijo.

—¿Y quién es Rosa?

—La viuda del Amado.

—Ya. ¿Y vive cerca, lejos, en las afueras, en la capital de la provincia, en Madrid, en el extranjero? Porque se supone que aún vive, ¿no?

—Vive al lado del cementerio.

—Qué cómodo, fíjate. A lado del cementerio vive la gente que tiene verdadera visión de futuro. Por cierto: ¿En ese cementerio es donde han abierto dos sepulturas?

El niño, sin dejar de sonreír como un enterrador lleno de optimismo, dijo que sí con la cabeza. Luego me aclaró:

—Una de las sepulturas era la del novio de Eulogia, la mujer que acaba de irse con su madre. El novio se le murió el mismo día de la boda. Ella no quería ir a casa de Rosa, y por eso su madre ha tenido que venir a llevársela.

Ahora yo no entendía nada. ¿Qué tenía que ver la viuda moribunda con el novio difunto de la otra, y la madre de la otra por qué tenía tanto empeño en que su hija hiciera lo que no quería hacer? Y además, ¿por qué iban Eulogia y su madre vestidas de aquella manera? Eso último, con mi interés por hacerle frente a aquel niño tan rebobinado, se me había ido un poco de la cabeza. Así que se lo pregunté:

—¿Y por qué van Eulogia y su madre vestidas de esa forma?

—Porque eso es lo que Rosa ha mandado —dijo el niño sin pestañear, como si lo que Rosa mandase no tuviese vuelta de hoja.

Yo, como es natural, estaba ya en ascuas. Le dije al niño que por qué no me lo contaba todo un poco más despacio, que si no había un bar al que pudiésemos ir y donde pudiéramos charlar tranquilamente, que yo le invitaba encantada a lo que quisiera, pero el niño me dijo que no, que el único bar del pueblo estaba cerrado por respeto a la muerte inminente de la viuda del Amado, y eso que la viuda del Amado, además de pedir que todas las mujeres se vistiesen con ropas muy alegres cuando ella pasara a mejor vida, quería que su muerte se celebrase como si fuera una boda, porque a fin de cuentas iba a encontrarse después de tanto tiempo con su Amado de su alma, de modo que tenía que sonar la música y haber baile y correr el vino, sólo que lo de los vestidos de las mujeres lo dejó por escrito y lo de la música, el baile y el vino, se entiende que bien acompañado, no. Por eso las mujeres habían cumplido al pie de la letra, pero el único bar del pueblo estaba cerrado. Lo único que podíamos hacer era meternos en mi coche y que yo le fuera preguntando.

La historia era complicadísima y difícil de creer. Y no es que el niño se explicase mal, que se explicaba divinamente, ni que se le notara esa manía que tiene mucha gente de creerse sus propios embustes, porque la gente fantasiosa y trolera nunca se frena a tiempo y el chiquillo se paraba siempre donde se tenía que parar, que era como si estuviera leyendo una historia con todos los nombres y todas las fechas bien comprobados. Era que una está acostumbrada a las cosas corrientes de la vida moderna, e incluso a las menos corrientes, pero lo que el niño me contó era como del siglo pasado, como si en aquel pueblo el tiempo llevase un montón de años sin moverse. Eso sí, me tranquilizó mucho enterarme de que el Amado no era el que yo me figuraba, sino otro.

El Amado que había dejado a Rosa viuda era un líder campesino. El chiquillo me lo explicó a su manera, me contó las fatigas que pasaban allí —como en todas partes— las gentes del campo, y las agallas que tenía el Amado, que se puso a pedir por las buenas primero, y después por las malas, lo que era de justicia. Al Amado lo mataron los guardias civiles en medio de una revuelta, mientras Franco pescaba salmones. Tenía treinta y tres años, la edad de Cristo. De su muerte, fuera de Quejumbres y los pueblos de los alrededores, no se enteró nadie, el niño me dijo que no queda ni un mal recorte de periódico, seguramente porque ningún periódico, ni siquiera el de la provincia, publicó nada. Pero el Amado era para su pueblo como un Che Guevara —esto lo he deducido yo, no es que el niño me lo dijese—, así que, cuando lo mataron, a su compañera Rosa, que se quedó sola en el mundo porque no tuvieron hijos, el pueblo la convirtió en una especie de reliquia viviente, pero con una impresionante particularidad: del mismo modo que la gente besa las reliquias de sus santos cuando está en un apuro o quiere que las cosas le vayan bien, en Quejumbres se hizo ley de obligado cumplimiento el que en casa de la viuda del Amado, en su cama, pasaran la noche anterior a su casamiento todos los mozos del pueblo, sin que el niño supiera decirme quién fue el primero ni cómo y por qué siguieron los demás, y las novias lo sabían, pero eso tenía que ser así o no había boda. No era una tradición: era como un sacramento. El único que, por lo visto, se había negado era precisamente el novio de Eulogia. Se negó en redondo, pero sin dar ninguna explicación a nadie, con una cerrazón que, además de escandalizar, sorprendió mucho a todo el mundo, porque no era un muchacho al que se tuviera por díscolo o incordiante, todo lo contrario, era tranquilo, bonachón, de buen conformar y siempre dispuesto a hacerle sitio a unos y a otros en su mesa, en su casa, en sus trabajos y en sus entretenimientos. La gente no podía comprender aquel empecinamiento que le entró, aquella manera tan terca y tan oscura de negarse a pasar la noche anterior a su casamiento en la cama de la viuda del Amado, y entre los que menos lo comprendían estaba Eulogia, que barruntaba sin duda muchas calamidades en su matrimonio si empezaba con aquel tropezón que para todos era como un sacrilegio. A lo mejor incluso barruntó lo que terminó por ocurrir: el día de la boda, delante del cura, el novio de Eulogia cayó redondo por un infarto, cuando estaba a punto de dar el sí. Desde aquel día, a Eulogia le había ido comiendo las entrañas un rencor que no sólo iba contra la viuda que la había dejado soltera y maldita para el resto de sus días, porque ya no hubo hombre que se le quisiera arrimar, sino contra el mismo muerto, cuya tumba jamás visitó. Ahora habían profanado aquella tumba y todo el mundo decía que era otro castigo de la viuda del Amado. Por eso la madre de Eulogia, para que no ocurrieran mayores calamidades, había llevado casi a rastras a su hija a la casa de la moribunda, con todo el pueblo, aunque Eulogia había jurado no hacerlo, así ardiera Quejumbres por los cuatro costados.

La historia era impresionante, y además muy nuestra. Quiero decir que era como de García Lorca, con unos pueblerinos muy cerriles aunque morenos de verde luna, un virago cepillándose sin contemplaciones a los mocitos casaderos —no por el gusto de sus carnes, sino por mantener el mando en plaza—, la ignorancia y el fanatismo copulando a la intemperie como caballos negros, y una mujer retorciéndose entre las sábanas durante años, con la virginidad clavada entre las piernas como una estaca de caoba y el recuerdo del novio muerto envenenándole la existencia. Este último personaje, Eulogia, lo bordaría yo, pues está claro que exigiría el talento de una eximia actriz.

—Cierra la boca, mujer —me dijo el niño—, que se te pueden enfriar las anginas.

Y es que el relato me había dejado boquiabierta. Y con unas ganas tremendas de saber más, de asistir al último acto de la función aunque fuera mezclada con los figurantes, de saber cómo terminaba todo.

—¿Y tú podrías guiarme hasta la casa de la viuda del Amado? —le pregunté al niño.

El niño me dijo:

—Podría.

Evidentemente, consideraba que no era necesario decir ni una palabra más. Yo busqué mi bolso en el asiento trasero del coche, me lo puse en el regazo, lo abrí, saqué la cartera, cogí un billete de mil pesetas y se lo di con el aplomo de quien conoce a la perfección el precio de las cosas. Tampoco hizo falta que yo dijese nada para que el niño empezara a indicarme el camino que teníamos que seguir.

Hacía muchísimo frío. El cielo se había amoratado y era como si las nubes llevasen muchas horas en la morgue. El viento movía con gran encono todo el paisaje y parecía que un artista de personalidad oscura y complicada estuviese pintando un cuadro depresivo. Según mi reloj, eran casi las dos de la tarde, habían pasado más de dos horas desde que llegué a Quejumbres y ni me había dado cuenta. Cuando paré el coche, a una distancia más que respetuosa de los últimos vecinos congregados frente a la casa de la viuda Rosa, aún me andaban por los oídos las campanadas de duelo que habían sonado de pronto, mientras íbamos de camino, en la torre del monasterio de Nuestra Señora del Descanso, espesas y apagadas como paletadas de tierra. El niño se santiguó con más ahínco que devoción: la viuda del Amado acababa de expirar.

Hombres, mujeres, niños, todos estaban muy callados, de pie, arrebujados en sus ropas de más o menos abrigo, medio emborronados por la oscuridad que aumentaba por minutos, como si estuviéramos en un sitio escandinavo, y por el viento que lo removía todo y parecía empeñado en desfigurar las caras, los cuerpos, los vestidos, los pocos movimientos que se permitía aquella gente. Sin embargo, ni la oscuridad cada vez mayor ni el viento cada vez más terco podían tapar del todo el efecto tan rarísimo que hacían las mujeres vestidas a destiempo, de la más vieja a la más mocita, porque la que no llevaba ropa de hacía diez, quince o veinte años llevaba algún vestido de sus hijas y a lo mejor hasta de sus nietas, y las hijas y las nietas iban compuestas con sus modelitos para las festividades, y todo eso chirriaba una barbaridad en aquel ambiente tan lúgubre y tan acongojado. Porque, en cuanto el niño y yo nos acercamos un poco y pude fijarme en las caras y en las miradas de unos y otros, enseguida me di cuenta de la pena tan angustiosa que todos tenían. Los hombres se miraban unos a otros con una ansiedad rara, como si temieran que alguno de ellos hiciera o dijera algo inconveniente. Aún no estaban encendidas las luces del alumbrado, si es que las había, pero tampoco habrían ayudado mucho, porque aquel aire gris y sin ningún brillo lo ponía todo plano, turbio, y parecía capaz de asfixiar cualquier resplandor. La casa de la viuda del Amado era pequeña, cuadrada, de dos plantas y con ventanas angostas y de carpintería pobre; los postigos estaban cerrados y yo no estaba segura de que por las rendijas de las del piso alto se escapara un rayón de luz. En la fachada de la casa habían clavado fotos de la viuda Rosa, sola o con el Amado. Formaban una pareja curiosa, como si estuvieran tapando un secreto. Rosa, de joven, no era ni fea ni guapa, sólo extraña; de mayor era horrorosa. El Amado, por el contrario, había sido guapetón según aquellas fotografías, con un aire a lo Jorge Mistral, el pelito ondulado y de buen aguante, los párpados un poquito descolgados —como si acabara de despertarse de la siesta, que es un momento en el que, por lo general, los hombres de cara recia y buena planta están favorecidísimos—, y los ojos los tenía claros, supongo que verdes, que es como tienen los ojos los líderes campesinos, o por lo menos eso es lo que había escrito un poeta con una pluma como la catedral de Burgos y que vino de Sevilla a un homenaje que le hicieron en mi pueblo a Daniel Ortega, que nos mandó un telegrama precioso, pero lo mejor del Amado, con mucha diferencia, era la boca: cuajada, con una arruguita en la mitad del labio inferior como la marca que queda en un cojín después de que en él haya apoyado la carita para dormir un niño chico, y con el labio de arriba un poquito abombado, con ganitas de pelea. Yo comprendía estupendamente que Rosa se volviese loca por aquel hombre, pero lo que costaba un trabajo fuera de lo común era descubrir lo que él había podido ver en ella. Con el tiempo, según se veía en las fotos, ella se había ido endureciendo como una naranja en la nevera y lo curioso era que, a pesar de la piel estropeadísima y lo que es el corte facial cada vez más militar, las fotos de la pareja que sin duda correspondían a los últimos años antes de la muerte del Amado, dejaban muy claro que él era quien se agachaba y ella la que se montaba encima. Eso es algo que una lo cala al primer vistazo, pero supongo que en Quejumbres ni se lo imaginaban, porque de lo contrario seguro que no habrían llegado a cuajar aquella leyenda y aquella veneración.

El niño me tiró del bajo del jersey, con el coraje que eso me da por la facilidad con que la lana virgen se desboca, y me hizo señas de que me agachara para no tener él que levantar la voz.

—Es Ramiro, el alcalde —me dijo.

Yo, distraída con la gente y con las fotografías del Amado y su señora, no me había dado cuenta de que alguien había abierto una de las ventanas de la casa. Allí estaba, con una luz tan débil a su espalda que necesité mi tiempo para comprender que la habitación no estaba completamente a oscuras, aunque luego deduje enseguida que en aquel cuarto estaba el cadáver, que allí era donde Rosa acababa de morir, y el hombre que se había asomado a la ventana se disponía a comunicar algo a sus convecinos. Noté también que entre la gente había cundido una cierta expectación, y no porque hicieran nada extraordinario, sino porque la tensión se había afilado un poco, los hombres y las mujeres ya no se miraban entre sí y los niños se estaban quietos de pronto no por miedo a ganarse un sopapo o porque aquella opresión desganaba a la criatura más vivaracha, sino porque comprendían que era la mejor manera de enterarse bien de lo que pasaba, todos tenían la vista fija en el hombre de la ventana. Pero el hombre de la ventana no habló, en contra de lo que yo me había figurado. Sólo hizo una señal con el brazo, como llamando a alguien, y tres mujeres se dirigieron a la puerta de la casa. Una de las tres era Eulogia.

Volví a inclinarme y, con un hilito de voz, le pregunté al niño:

—¿Y ahora qué pasa?

—Que alguien tiene que amortajar a la muerta.

—¿Y lo han echado a suerte y le ha tocado a Eulogia? Qué faena, ¿no?

El niño me miró como riñéndome por ir demasiado lejos en mis suposiciones y me indicó con la cabeza que no. Luego se llevó un dedo a los labios para que yo dejase de cuchichear. Pero si no lo habían echado a suerte, ¿quien y por qué había decidido que fuesen aquellas tres mujeres precisamente, y que precisamente Eulogia fuese una de las tres, las encargadas de ponerle la mortaja a la viuda del Amado? Estaba claro que alguien lo había decidido de antemano, y de repente comprendí, porque la intuición femenina funciona la mar de bien cuando se refiere a las jugarretas de otras mujeres, que aquella había sido sin duda una de las últimas órdenes de Rosa, a lo mejor su última voluntad antes de entrar en coma, y por eso la madre de Eulogia habría arrastrado a su hija por los pelos de haber hecho falta y la había llevado para que cumpliese con lo dispuesto por la moribunda, que por lo visto no se contentaba con haber matado de un infarto al novio de Eulogia frente al altar, sino que ahora quería rematar la faena y dejar claro ante el pueblo entero que ella los desaires no los olvidaría ni muerta. Para colmo, una de las tumbas profanadas era la del desgraciado novio de Eulogia y seguro que el pueblo entero pensaba lo mismo que yo: algo tenía que ver con eso la viuda del Amado.

Del cementerio sólo se veían, desde donde estábamos nosotros, los cipreses del camino que lo atravesaba de parte a parte y lo dividía por la mitad. Por lo que podía deducirse, todas las sepulturas estaban cavadas en la tierra y no había panteones de postín, a menos que el postín fuera horizontal y no vertical, porque no asomaban por encima de la tapia cruces imponentes ni esculturas gigantescas de ángeles con el alma del difunto en brazos. A la derecha del cementerio, como un gran buey adormilado entre encinas muy castigadas por la dureza de las temperaturas, el monasterio de Nuestra Señora del Descanso parecía una fortaleza ajena a todo el drama rural que estaba viviendo Quejumbres. La verdad es que ni la casa de la viuda del Amado estaba demasiado pegada al cementerio, ni el monasterio estaba del pueblo a un tiro de piedra, como parecía desde la carretera y desde la misma plaza del Cabildo, de manera que yo sentí de pronto una pena grandísima por toda aquella gente, porque la vi muy desamparada, muy descolgada del consuelo que puede dar un convento de monjitas de clausura y hasta de la conformidad que seguramente contagian los camposantos. A lo mejor la muerte de la viuda del Amado les libraba de un peso que les apretaba la vida como la soga aprieta el cuello del ahorcado, pero a lo mejor aquella muerta se instalaba en el pueblo como una ricachona que va comprando una por una todas las casas, o a lo mejor aquella gente ya no sabía vivir sin que la viuda del Amado estuviese encima de ella viva o muerta. Un par de parejas de novios muy jóvenes se abrazaban con mucha fuerza, pero era difícil distinguir si estaban aliviados o asustados. Ya eran las tres menos cuarto y, o me daba prisa y pedía alojamiento en el monasterio antes de que cerrasen, o iba a tener que pasar la noche dentro del coche. Y ya le iba a preguntar al niño cómo era el resto del programa, cuando pasó lo que menos me podía imaginar.

Porque a Eulogia la obligaron a amortajar a la viuda del Amado, pero nadie pensó que era un riesgo. Nadie se esperaba lo que ocurrió. Nadie creyó que se supiera nunca el secreto del Amado y de Rosa, el secreto del pueblo. Pero se supo. ¿O quizá la viuda del Amado lo había tramado todo? ¿Acaso Rosa había querido que ocurriese aquello para que su nombre no se borrase nunca de la memoria de los hombres y mujeres de Quejumbres? Porque Eulogia, la viuda que nunca fue viuda, salió de pronto de la casa despavorida y gritando:

—¡Era un hombre! ¡La Rosa tenía todo lo que tienen los hombres! ¡La Rosa era un hombre!

Y se reía como una loca, como sólo se ríen los que consiguen vengarse.

Sonaban campanas celestiales, y sonaban, como sepultadas en una tumba en la que acabase de abrir un boquete algún desaprensivo, las carcajadas vengativas y desvergonzadas de Eulogia. Era muy engorroso. Miraba yo los ojos fervientes del Amado, miraba yo con encendida devoción su devotísima mirada, y empezaba poco a poco a ponerme inquieta y a sentirme apetitosa, de manera que la ansiedad que hervía como el almíbar en los ojos del Amado y la impaciencia que inflamaba mis sentidos como si fueran bizcochos iban completándose a la perfección, cuando la risa de Eulogia se ponía a retumbar en mis oídos sin ningún miramiento y en los ojos del Amado entraba, como la mala yerba en un jardín fragante, la desconfianza. Y lo peor de todo es que eso sucedió al tercer día de mi ingreso en el albergue del monasterio de Nuestra Señora del Descanso, cuando ya comenzaba yo a considerar fundadas mis ilusiones de penetrar en parajes reservados al amor sobrenatural.

Antes, durante las dos primeras jornadas, todo se desarrolló en lo tocante a los anhelos y las vicisitudes del espíritu con una fluidez y un provecho que a mí misma me tenían atónita. Para empezar, el rigor a ultranza de la comunidad de las mortajeras, tanto en sus escasos como ineludibles negocios terrenales como en los escogidos y delicados menesteres que alimentaban y fortalecían el alma, me permitió hospedarme en el albergue el mismo día de mi llegada a Quejumbres, pues llegué al zaguán de paredes encaladas y desnudas y suelo adoquinado que hacía las veces de recepción a las tres menos dos minutos, y la hermana hospedera —una de las más jóvenes de la comunidad, según pude comprobar después, aunque ya talludita y dotada de esa diligencia y soltura a la hora de decidir que denotan veteranía y hasta un poquito de deslizamiento hacia el apego a los mandoneos profanos— me acogió sin ningún agobio ni el más enmascarado reproche, como si hubiese llegado con todo el tiempo del mundo y el desahogo —como el silencio, el recogimiento, el respeto a las rutinas cotidianas del monasterio y, desde luego, la puntualidad— fuese tan importante para una estancia apacible y fructífera que, si no lo había, era preciso inventarlo. Yo había corrido en busca de mi coche en cuanto Eulogia salió de la casa de Rosa, la ya difunta viuda del Amado, proclamando a gritos que la muerta era en realidad un hombre, y riéndose con aquellas carcajadas que eran como puñetazos en el libro de familia de la mayoría de los matrimonios del pueblo, y la verdad es que ahora no entiendo muy bien por qué me entraron aquellas prisas, que lo normal, dada mi curiosidad congénita y lo muchísimo que me han gustado siempre las bullas empapaditas en morbo, habría sido quedarme allí para averiguar toda la verdad y comprobar los estropicios de aquella envenenada revelación de Eulogia, aunque hubiese tenido que dormir al raso las noches que hiciera falta o me hubiese gastado todos mis ahorros en convencer al chiquillo que me había servido de cicerone para que hiciese para mí investigaciones imprescindibles. Por ejemplo: ¿habría calculado Rosa, como una verdadera bruja, que a Eulogia terminaran encerrándola en un manicomio, porque las otras dos mujeres que se emplearon en amortajarla negarían con todas sus fuerzas que las partes varoniles que Eulogia juraba haber descubierto en el cadáver de Rosa no eran ciertas? ¿Serían capaces todos los hombres del pueblo que habían pasado la víspera de su boda en la cama de Rosa de jurar que no, que ninguno se había dado cuenta de nada, o que aquella noche no había pasado nada y, si pasó algo, pasó mientras ellos estaban dormidos, o que Rosa se había dado una maña de las que cuestan trabajo creer para que todos tomaran por la puerta principal lo que no era sino la puerta falsa? Pero entonces, ¿para qué obligar a Eulogia a que la amortajase y ponerle en bandeja que descubriese aquel oprobio? ¿Sólo para joder? ¿Sólo para seguir jodiendo hasta después de muerta? La hermana hospedera rellenó la ficha con mis datos en un santiamén, hizo un inciso para cerrar la puerta del zaguán a las tres en punto por si alguna hipotética rezagada tuviese la tentación de pensar que el tiempo se pone siempre y en todas partes del lado del que paga, me dio un folleto sobre la vida y obra de la fundadora de las monjas del Santo Sepulcro —en vías de beatificación—, me advirtió que ninguna de las habitaciones del albergue tenía llave en la puerta y me rogó que la siguiese; todo había sido tan rápido que no tuve tiempo de pensar en lo atípico de mi comportamiento y en los muchos enigmas que seguramente se me iban a quedar de por vida enquistados en los pliegues del entendimiento, como si realmente no tuviesen solución o como si no existiesen porque todos los acontecimientos de Quejumbres los había soñado.

Las dos primeras noches fueron de bastante desconcierto y mucha indecisión, porque los sobresaltos de mi naturaleza me impedían a mí asentarme en eso que llaman bienaventurada dejadez quienes la frecuentaron —de hecho, no paré de dar vueltas en el catre y cada dos por tres me percataba de lo terrenal y de lo talludita que era porque me daba un pinchazo en las cervicales, se me impacientaba la vejiga, me entraba un golpe de ansiedad al recordar que me había quedado sin trabajo y que no me iba a resultar nada sencillo contratarme de nuevo de cabecera de cartel en un espectáculo de categoría, si aquello del misticismo era más lento o menos completo de lo que yo me esperaba, o me entraban de repente dudas muy angustiosas sobre lo adecuado de mi nombre, Rebecca de Windsor, para figurar en el santoral—, pero la tercera noche me descubrí nada más retirarme a mi celda una languidez que yo al principio atribuí a una bajada de tensión, a la que soy propensa a poco que me atribule, pero que estaba desprovista de todo desagrado, de esa antipática sensación de vacío estomacal y de descargas de destemplanza que suele acompañar a las alferecías. Me arrodillé junto al catre, entre atemorizada y ávida. Pues, por una parte, no sabía lo que me esperaba —si un desmayo del montón o una privación de las que, según entendí en los libros, son la antesala del éxtasis—, y, por otro lado, estaba ansiosa por comprobar lo que se avecinaba, que intuía yo que iba a ser sensacional. Con gran devoción, pero con mucho estilo —que lo uno no tiene por qué estar reñido con lo otro—, entorné los ojos, y fue como si de repente al mundo entero le hubiesen bajado el volumen y el color, que incluso recuerdo haber hecho en los primeros instantes un esfuerzo para acordarme de cómo eran los aligustres del patio del monasterio, el cielo enrojecido que acababa de ver por la ventana de la celda, los ojos de la hermana hospedera que me miraba siempre como si yo nunca estuviese donde ella esperaba encontrarme y el cordón casi fluorescente del que colgaba la cruz que llevaba sobre el pecho la hermana gobernadora, que era como llamaban a la superiora en aquella comunidad, y todo me pareció beis, de un bonito y delicado —pero monótono— color arena, como si todo hubiese perdido la pigmentación artificial que el ojo humano le pone a cuanto ve y la creación entera fuese de nuevo de arcilla, sin colorantes ni conservantes. También el sonido del mundo era débil y lejano, pero no como si lo estuviesen asfixiando, sino como si estuviera naciendo, y yo noté que en mis oídos se abría sitio a rumores más elegantes y misteriosos, seguramente celestiales, y resultaban tan acogedores que dejé de estar alarmada, aunque no por ello dejé de sentirme trémula. Entonces, uno de esos sonidos que parecían recién inventados me estremeció: gimió la puerta de mi celda y unos pasos como la respiración de un muchacho dormido empezaron poco a poco a acercarse a mí. Abrí los ojos, sin duda ya enteramente transida, y me puse a bucear con la mirada en aquel vapor de color crema que lo anegaba todo, hasta que, de pronto, descubrí que el Amado estaba frente a mí. De verdad. También es cierto que no hubiera podido decir exactamente cómo era, cómo iba vestido, de qué forma se movía ni de qué color eran sus ojos, pero no me cupo la menor duda de que era el Amado y de que me miraba.

Me miraba y yo tuve de pronto la certeza de no merecer que me mirase de aquel modo. Yo había cumplido ya los cuarenta y muchos y a esa edad una ya sabe perfectamente por dónde se está resquebrajando, qué deterioros quedan a la vista por mucha coba que una se dé con productos de belleza de mucha categoría y por buen ojo que tenga para elegir el vestuario que más le favorece, una comprende que ya no puede ser contemplada con la luminosa e incondicional devoción con la que se contempla a una quinceañera con un cutis y un tipito privilegiados, por algo una eligió el camino de la belleza interior, que da más juego y ofrece más oportunidades cuando llega el descalabro de la madurez, y ser santa. Y, sin embargo, el Amado me miraba como si mi cutis fuese todavía de porcelana, como si mi cabello hubiese recuperado de repente el fabuloso brillo de una melena joven y un poquito bravía, como si mis labios conservasen aquella elasticidad jugosa que me dio tantísima celebridad y tantísimos admiradores en mis tiempos de pimpollo volandero, como si mis pechos fuesen tersos y vibrantes tal cual eran antes de tener que apuntalarlos habilidosamente con plásticos y ferretería, como si mi cintura aún no tuviese tolondrones y charcutería inmunes al ayuno y el ejercicio, como si mis muslos mantuvieran una esbeltez sin mácula y mis tobillos, cinceladísimos, no se me hinchasen como se me hinchan en cuanto doy tres pasos; el Amado me miraba, en definitiva, como si yo tuviera veinticinco años menos de los que tengo.

Llevéme entonces, desconcertada, las manos a las mejillas. Y sorprendíme, quedéme súbitamente sumida en una rotunda estupefacción, sentíme de repente a una incalculable distancia de eso que los humanos llamamos hacerse cargo de lo que ocurre y encontrarle su explicación; en resumen, que no di crédito. Porque mis mejillas, en efecto, tenían la delicadeza y la suavidad de un bibelot de loza finísima, y estaban tibias como cachorros recién nacidos, con ese temblorcillo que tienen las pieles nuevas cuando notan que llaman la atención, con una capita de resplandor que yo misma me podía tocar, con una fragancia que se pegaba a los dedos igual que se pega un perfume de poco cuerpo pero mucho alcance. Así que me miré las manos, para ver si el milagro estaba en mi cara o en mis dedos, y me puse contentísima —aunque no por eso me abandonó el pasmo— al comprobar que mis manos eran prácticamente las de una colegiala, con una línea irreprochable y una frescura verdaderamente virginal y, desde luego, sin rastro de esas invencibles manchitas de color tabaco que acaban metiéndote de cabeza en tu auténtica partida de nacimiento. Casi al instante, me noté grácil, ligera, juncal y sin una gota de grasa. Incluso me dije: Rebecca, estás flotando. Me sentía yo despegada del suelo, con mis rodillas a una considerable distancia de los ladrillos fríos y ásperos en los que fueron a dar cuando me postré, elástica como una campeona de gimnasia rítmica, aunque sin hacer cabriolas, naturalmente, sino entregada a la incomparable dicha de saberse una contemplada con una apariencia tan ideal por los ojos rendidos del Amado.

El Amado me recordaba a alguien. Me sería difícil explicar cómo, hallándome en medio del arrobo que acabo de relatar, me entró de pronto la piquera de que la cara del Amado me sonaba. Y mira que me di cuenta a tiempo y comprendí que la situación, tan sublime, no era como para distraerse con el empeño de encontrarle al Amado un parecido que no podía ser más que un rebote de una de mis cualidades de toda la vida, que la verdad es que yo siempre he sido una fisonomista de matrícula de honor, pero el caso es que empecé a decirme que aquella cara yo la había visto antes en otro sitio, y no se me iba de la cabeza. A todo esto, el Amado sonreía. Y a lo mejor era aquella sonrisa, entre el deleite y la parsimonia, la causa principal de aquella repentina distracción, el rasgo que yo estaba segura de conocer de otra parte, y además de no hacía mucho tiempo, hasta tal punto que me encontré haciendo un esfuerzo por recordar cómo era la cara del Amado de Quejumbres, la cara del hombre de Rosa, aquella cara tan interesante que tanto me había llamado la atención en las fotografías que habían clavado los del pueblo en la fachada de la casa donde Rosa murió y dio el último campanazo al dejar que Eulogia la viese enterita en el momento de amortajarla, y también me esmeré en acordarme de cómo era de facciones y de expresión y de colorido el huésped maduro de San Juan de la Jara que me atendió solícito y bastante acelerado cuando yo tuve aquella privación de los sentidos, y que salió despavorido al descubrir mi condición de mujer, y hasta escarbé con mucho ahínco en mi memoria para componer el retrato de los hermanos hospederos de San Esteban de los Patios y de Santa María de Bobia. Pero la cara del Amado que ahora me miraba, aunque me recordase a alguien, era otra cosa. Era —me dije yo, y me lo dije riñéndome por decírmelo— no más suave ni más delicada ni más elegante, pero sí más femenina.

Era raro. Nunca he tenido yo veleidades tortilleras y ni siquiera un poquito de curiosidad —y no es que me parezcan mal, sino todo lo contrario, que en la variación está el gusto y en el gusto de los demás nadie tiene derecho a meterse—, pero allí me veía de pronto, con el disfrute corriéndome por todo el cuerpo por lo estremecida de gozo que se encontraba mi alma, y quien me ponía en trance resulta que tenía cara de lanzadora de jabalina, lo que no dejaba de ser una notable novedad, tanto que a lo mejor a eso —a que estaba, como quien dice, bautizándome en el gusto de la mujer— se debía lo fuerte de la experiencia, que nunca hasta aquel momento había tenido yo algo que tanto se pareciese a la levitación. Porque el Amado sería lo que fuese, pero me traspasaba, y yo me sentía ingrávida y desprovista de casi todo, incluso de mi colorido natural y de los tintes discretos pero innegables de mi ropa, que toda yo era de repente de color vainilla, y mi atuendo era pura gasa, y mi pelo suelto flotaba sobre mis hombros como si fuese de seda de primera calidad, y mi pulso apenas tenía la deliciosa desgana de un hilillo de agua deslizándose entre la yerba que cubre la ladera de un monte, y nada me estorbaba, nada me impedía mantenerme a dos palmos del suelo, nada parecía atarme ya a la hembra de bandera que con el tiempo, a fuerza de voluntad, con la ayuda de los inventos que la farmacia y la cirugía han puesto al servicio de las criaturas nacidas con la ingle equivocada, y para asombro de quienes me conocieron antes y me conocen ahora, había llegado a ser. Tan distinta y extraña me encontraba de pronto que intuí, por ese fogonazo que en el cerebro tenemos de vez en cuando las mujeres, que yo no era una sino dos, y como quien no quiere la cosa para no hacerle un feo a quien tan intensamente me miraba, miré yo a mis espaldas, y entonces lo vi. Entonces vi lo que atrás, arrodillado en el suelo de la celda y aparentando del primero al último sus cuarenta y muchos años, había quedado de mí.

Había quedado yo, Rebecca de Windsor, antes del desdoblamiento. Había quedado yo con todos mis desconchones, y emperrada además en que el Amado fuese el prototipo de la dulce y al mismo tiempo recia virilidad, de ahí que mi alma actuase por su cuenta y crease conmigo una doble con adorables hechuras de doncella para ofrecerla como paloma nueva a paloma brava. Todos mis sentidos se habían quitado de repente veinticinco años —si es que no se habían quitado treinta, porque tampoco va una a falsificarse la fecha de nacimiento en un momento así—, y en mí resplandecía la ingenuidad, por increíble que parezca, y yo era de tal guisa y con tales dones un bocado muy apetitoso para una divinidad con tendencias hombrunas, cosa que no es ni buena ni mala sino diferente, y lo cierto es que aquella mirada había conseguido despertar en mí a la chiquilla inocentona e incauta que nunca había podido ser, y me sentía de pronto deseada como nunca me había sentido, con los encantos de mocita natural que nunca tuve, a merced de unos ojos iguales a los míos, porque en ellos había ese mañoso retorcimiento que una mujer descubre enseguida en la forma de mirar de otra mujer, y comprendí que lo suyo sería abandonarme, dejar que aquel Amado con aspecto de checoslovaca rellena de esteroides me enseñase el camino del deliquio, pues a fin de cuentas eso era lo que yo buscaba para resolver airosamente la crisis de mis atributos terrenales, y ya se sabe que los consuelos y las satisfacciones vienen muchas veces por donde menos se espera: por aquella mirada que me envolvía como un vendaval, por aquellos brazos que a todas luces tenían que contenerse para no estrujarme hasta perder el aliento, por aquellas manos que temblaban como con un ataque de fiebre al tocar la seda de primera calidad de mi pelo, al hundirse en la gasa exquisita de mis vestidos, al acariciar la piel incomparable de mi vientre, al bajar como góndolas nerviosas en busca del puente de los suspiros… Pero, entonces, sonó de nuevo la risa de Eulogia. Y sonó como si ahora se burlara de mí y de aquel Amado tan especial. Y no sólo escuché yo la risa, sino también quien había tomado la forma del Amado, y le cambió la cara. Y además se descompuso. Y se puso a mirar para todas partes como si temiera que alguien nos pillase en una situación inconveniente. Y estaba claro que el deliquio se iba al guano. Y de hecho se fue. Porque al Amado se le puso de pronto cara de institutriz sibilina que no se sale con la suya, y se dio media vuelta y salió de mi celda con una bulla que no pegaba nada con la mística ni con el desvanecimiento interior.

Quedé descolocada, como es natural. A ver. Y, cuando vine a darme cuenta, era yo de nuevo una y cuarentona, estaba arrodillada junto al catre, había perdido por completo el color vainilla, y alguien se puso a golpear con los nudillos la puerta y con voz bastante autoritaria me dijo:

—Señorita Rebecca, tiene usted visita.

Dany estaba en el zaguán que hacía las veces de recepción, con sus bolsas de viaje y un aspecto magnífico. Llevaba una camiseta acrílica de color negro, cuello cerrado y una costura justo debajo de los pectorales que no permitía mirar a otro sitio, a pesar de la cazadora de piel vuelta y abrochada hasta la mitad del torso con la que hubiera podido disimular bastante sus exuberancias, de habérselo propuesto con seriedad. Deduje, por tanto, que en San Juan de La Jara había empezado a perder la tirria que le tenía a sus abrumadores encantos, y que a lo mejor hasta andaba cogiéndole gusto a quedar provocativo. Desde luego, no me sorprendí nada, porque lo sé desde hace años: en cuanto un hombre bien hecho pasa una temporada a solas con otros hombres, se vuelve exhibicionista. El problema que ahora tenía Dany era el que yo había tenido desde que me propuse ser santa: hacer no sólo compatibles, sino complementarios, el ansia de beatitud con la aceptación de ser tan sexy.

—Estás de muerte —le dije.

—Estoy sin un duro —dijo él, bastante apesadumbrado—. Lo siento.

Era una complicación, sin duda. Cuando salimos de Madrid, yo no había cometido la indelicadeza de preguntarle por su presupuesto, aunque al cabo de un par de horas, en cuanto paramos para entonar un poco el estómago, comprendí que iba cortísimo de fondos. De hecho, permitió que pagase yo y creó un precedente. Claro que también pensé que podía estar siendo injusta con el muchacho, que a lo mejor la impaciencia espiritual no le dejaba entretenerse en menudencias terrenales y que, después de todo, debía sentirme orgullosa de contribuir con mis ahorros a que aquel aventajado alumno de la ciencia mística alcanzase en breve la fase unitiva, que es lo más que se puede pedir en misticismo. Y tampoco es que mis ahorros fueran despampanantes, pero Dany ya no podía pasarse sin ellos y sólo cabía esperar que él alcanzase la fase unitiva lo antes posible. Aunque ahora la pregunta era: ¿dónde?

—Esto es sólo para mujeres, Dany —le dije—. Aquí no te puedes quedar.

—Desde luego que no puede quedarse —dijo entonces, con esa amabilidad que araña como una bola de algodón rellena de serrín, la monja que había ido a avisarme de que tenía visita. Y añadió—: Y me temo, señorita Rebecca, que usted tampoco.

No me lo esperaba. Mi comportamiento había sido impecable. Respeté escrupulosamente la vida de la comunidad, participé con puntualidad y fervor en los oficios religiosos y las lecturas edificantes, compartí las modestas y monótonas refacciones sin rechistar, y encima había honrado, en mi opinión, el carácter recoleto y meditativo de aquel establecimiento encuadrado en la hostelería espiritual con una experiencia sobrehumana que, si no había sido inconfundiblemente mística, le había faltado muy poco. Y ahora me salían las reverendas madres con que tenía que irme.

—¿Y se puede saber por qué? —pregunté, aparcando de momento la meritoria mansedumbre, la trabajada templanza y la piadosa resignación.

La monja sonrió con un aire caritativo que me puso el quiquiriquí de punta. Parecía que estaba perdonándome mis pecados.

—Lo que ha ocurrido nos tiene muy perturbadas —dijo ella, con esa técnica tan conocida, y que a mí me repatea tanto, que consiste en decir las cosas de forma enigmática para que parezcan gravísimas.

Yo me puse exigente:

—¿Qué es lo que ha ocurrido?

—¿También aquí han sacado a algún muerto de su tumba? —preguntó entonces Dany, y la verdad es que me dejó desconcertada.

Le miré. No es que pareciera asustado, pero sí que se le veía dispuesto a enredarse en habladurías de intriga y misterio, como si con eso pudiera hacer méritos para que yo siguiera haciéndome cargo de sus gastos, ahora sin excepción, e incluso para que en el albergue del monasterio de Nuestra Señora del Descanso se avinieran a cumplir con él la excepción a la regla y le diesen alojamiento. Enseguida quedó claro que en eso último no tenía ninguna posibilidad, porque la monja cortó en seco la invitación de Dany a la tertulia sobre degenerados y fantasmas.

—En el cementerio que tenemos dentro del monasterio —dijo— no se cometen esas aberraciones. Todas nuestras hermanas difuntas descansan en paz. Y estamos dispuestas a cumplir a rajatabla nuestra obligación de velar para que eso no cambie.

Menuda bruja: como si el pobre Dany, en caso de ser admitido en el albergue, fuera a dedicarse ipsofacto a sacar monjas muertas de sus sepulturas. Yo estaba a punto de estallar de coraje, pero me di cuenta de que Dany se había propuesto conservar la meritoria mansedumbre, la trabajada templanza y la piadosa resignación. Sonreía como un bendito. De modo que decidí no atacar frontalmente y ser sibilina.

—En el cementerio privado de las reverendas madres —dije— puede que de momento las difuntas estén a salvo. Pero en el cementerio del pueblo, que está a un tiro de piedra, ya han tenido ajetreo, ¿verdad, Dany?

Puso cara de recién llegado a un congreso de astronautas.

—No tengo ni idea, Rebecca —dijo, todo candor—. Yo me refiero al cementerio particular de los frailes del santuario de San Juan de La Jara. Ya sabes que vengo de allí. Del santuario, no del cementerio, claro. En ese cementerio, hace dos noches, abrieron tres tumbas. Eran de tres frailes que murieron jovencitos, y fue muy raro, porque escarbaron hasta encontrar los restos, pero después los volvieron a tapar, sin tocar nada.

La monja y yo nos miramos y estaba claro que las dos teníamos la misma idea en la cabeza: un depravado andaba suelto por la región. De todas maneras, no me dio la gana tranquilizar a la monja haciéndole notar que las tumbas profanadas eran siempre de muchachos, no de muchachas ni, mucho menos, de monjas de la tercera edad; al depravado le gustaban los muertos machos, pero tiernecitos. La monja se santiguó, con el susto llenándole la cara de morisquetas.

—Bendita sea la protección de Jesús en su Santo Sepulcro —dijo—. Y que esa protección alcance a las cerraduras con llave que vamos a poner ahora en las puertas de las celdas.

Lo dijo para mí, no hacía falta ser una lumbrera ni una tiquismiquis para darse cuenta. Así que le dije:

—Mire, madre, déjese de pegar tiritos de fogueo y tire a dar. ¿Qué tiene que decirme? ¿Qué tengo yo que ver con que pongan o no pongan cerraduras con llave en las puertas de las celdas? ¿De qué se me acusa?

Sonó una campanilla —agitada sin alegría, sino con una sequedad que no anunciaba nada bueno— al otro lado del portón que comunicaba con el claustro. La monja sonrió con venenosa dulzura.

—Puede asomarse, señorita Rebecca —dijo, llena de misericordiosa amabilidad—. Ya verá como no es necesario que le explique nada.

No hizo falta que me repitiera la invitación. Yo estaba en ascuas. Abrí el portón como quien retira la piedra que tapa la boca de un pozo para comprobar si en el fondo hay algún ahogado, y entonces la vi: la hermana hospedera, la misma que me había recibido y tomado los datos y acompañado a la celda tres días antes, vestida con una simple túnica de color morado y con la cabeza cubierta con una toca del mismo color sin papalina, caminaba descalza entre dos filas de monjas —seguramente la comunidad entera—, haciendo penitencia y pregonada por aquel campanilleo tan desabrido. Levantó la vista y me miró. Y yo entonces volví a escuchar, sin saber de dónde venían, las risas descompuestas de Eulogia. La hermana hospedera también debió de escucharlas, porque sonrió, pero lo hizo de un modo raro, entre el deleite y la parsimonia. Y de pronto descubrí que la hermana hospedera tenía cara de lanzadora de jabalina. Y entonces lo comprendí todo. Y comprendí que quisieran poner cerraduras con llave en las puertas de las celdas, y que no hacía falta que la monja encargada de despedirme me diera explicaciones, y que seguiría con Dany dando tumbos de morada en morada hasta la morada final —confiando en que fuese el tálamo en el que espera el verdadero Amado, y no una sepultura—, y que nunca volvería a Quejumbres.

Desde la carretera, mientras nos alejábamos en coche, Quejumbres se me antojó tan quieto y tan oscuro como un panteón vacío, abandonado.