Segunda morada

El padre hospedero atendía a una pareja cincuentona con muy buena pinta —él, entrecano y con elegantes gafas de concha, vestía pantalón de lana fría color musgo, jersey a juego y de cuello redondo y con todo el aspecto de ser de cachemir, camisa de algodón de cuadros verdes y vainilla, y nabuk de ante en tono tabaco; ella, bajita pero bien formada y con una media melena divinamente teñida de rubio ceniza, llevaba un sastre de cheviot de corte exquisito, camisa de seda en un rojo sangre, y un chal de lana en gris marengo dejado caer sobre uno de los hombros con muchísimo estilo— y, al mismo tiempo que indicaba a la pareja dónde tenía que firmar en las fichas de recepción, trataba de resolver con las dosis justas de amabilidad y firmeza, inalámbrico en mano, las continuas peticiones de reservas. Era evidente que la hospedería de San Esteban de los Patios estaba muy solicitada.

—El Señor les bendiga —dijo, algo rutinariamente en mi opinión, el padre hospedero—. ¿Qué desean?

—Alojamiento —dije yo, y procuré que saltara a la vista que lo que nos llevaba a buscar refugio en aquel lugar no era el estrés ni los dictados de la moda en materia de vacaciones, sino la sensibilidad de nuestras almas.

El padre hospedero sonrió. Una ha visto esa sonrisa muchas veces en jefes de recepción de hoteles de semilujo de la costa, en temporada alta. Quiere decir exactamente: pues no pides tú nada, bonita. Claro que el padre hospedero, cuando volvió a abrir la boca, no dijo eso, sino:

—La hospedería está completa en este momento. En estas fechas no suele haber problemas, pero hoy lo tenemos todo ocupado o reservado para deudos de don Rodrigo González de Aguirre, gran benefactor de nuestra abadía. Está agonizando.

—¿Y lleva agonizando mucho tiempo? —preguntó Dany, con muy poca delicadeza.

El padre hospedero le dirigió una merecida mirada de reproche. En verdad, por mucha que fuese nuestra urgencia espiritual y la sensibilidad de nuestras almas, tampoco se trataba de matar cuanto antes a un señor para que quedasen habitaciones libres. De todas maneras, la hostelería es muy caprichosa y lo mismo tienes un lleno sin precedentes y un gentío en lista de espera, que te quedas con el establecimiento más vacío y menos solicitado que una güisquería en Argel. Así que el padre hospedero, sin ensañarse para nada con la falta de tacto de Dany, nos sugirió:

—En el pueblo hay una fonda decente, limpia y barata en la que podrían pasar unas cuantas noches, hasta que nuestro benefactor entregue su espíritu al Señor. La verdad es que no creo que el Señor tarde mucho en llamarle a su seno. En sus últimas voluntades pide morir aquí y lo trajeron hace dos días, pero ya no conoce. Después de los funerales y del entierro, que será en el cementerio que tenemos dentro de los muros de la abadía, la mayoría de los deudos desocupará las habitaciones. Llámenme cuando quieran.

Abrió un cajón del mostrador de recepción, sacó una tarjeta y me la dio. PADRE GREGORIO, HOSPEDERO. La tarjeta, en papel reciclado, tenía sus filigranas de diseño. Estaba impresa en vertical; en la parte superior, centrado, tenía grabado al agua un curioso logotipo, algo así como una cordillera formada por dos montes achaparrados y simétricos y, entre ambos, uno más espigado e irregular; el nombre y el cargo del padre Gregorio, y el teléfono de contacto que figuraba al pie de la tarjeta, estaban impresos en un gris perla bastante sutil, y a todo lo largo del borde vertical izquierdo discurría una línea de puntos, también en gris perla, cuya función era estrictamente decorativa. En la abadía de San Esteban de los Patios se cuidaban los detalles.

—Y no olviden —añadió el padre Gregorio— indicar en la fonda que van de mi parte.

Por lo visto, también se cuidaban, con evangélico desparpajo, las comisiones.

Dany le pidió entonces al padre hospedero dos favores: permiso para visitar la abadía y comenzar, de ese modo, a embriagarse los sentidos con la luz, el olor y los sonidos y silencios del claustro, el refectorio, la biblioteca, la iglesia y el resto de las dependencias de aquel consulado del paraíso, y conocer los instrumentos penitenciales que se fabricaban en la abadía y que tenían justa fama entre todos los interesados en alcanzar experiencias sobrenaturales con la necesaria ayuda del castigo que merece nuestra pecadora condición. Noté que el hermano hospedero quedaba bastante impresionado por el impulsivo fervor de aquel ejemplar con un físico que, a primera vista, parecía poco compatible con la espiritualidad, pero, así y todo, nos advirtió que la visita debería reducirse a los patios y la iglesia, porque el obligado recogimiento de la vida monástica mal soportaría el trajín de visitantes con más o menos devota disposición, y que, en cuanto a los instrumentos de penitencia, lo mejor era que, al acabar la visita, nos pasáramos por la tienda de productos y recuerdos.

—Hacemos también una miel cien por cien natural —dijo, muy comercial, el padre Gregorio. Luego, nos indicó la puerta por la que debíamos entrar.

Los patios que daban nombre a la abadía de San Esteban eran tres. En el primero, de piso de adoquín y paredes encaladas, sin ningún lujo arquitectónico, había unos chopos muy tristes y transparentes podados con esmero, aunque a mí me parecieron delicados de salud; tres o cuatro veladores metálicos y pintados de blanco, y con sillas a juego, indicaban que era un lugar en el que se consentía la tertulia o, al menos, la plática piadosa entre quienes visitaban la abadía o se alojaban en el antiguo hospital de peregrinos convertido en casa de espiritualidad, si bien, en aquel momento, allí no había nadie, ni paseando en solitario ni conversando en grupo. En el segundo patio, de planta rectangular, había unas arcadas laterales de muy poquita prestancia, con sólidas pero poco airosas columnas de mármol y techo sostenido con vigas de madera; había a cada lado tres puertas pequeñas y de madera sencilla, y no había modo de deducir si se trataba de celdas para huéspedes externos o de graneros, almacenes, lavaderos o cualquier otra dependencia por el estilo. Lo que parecía claro era que aquellos dos primeros patios fueron construidos como antesalas tardías del tercero. Y es que el tercer patio era espectacular.

Yo no sé nada de estilos arquitectónicos, pero San Esteban de los Patios es una abadía con material informativo y publicitario muy bien maquetado, muy bien impreso y con un texto conciso y lo suficientemente distante de un lector profano como para que te impresione. De aquel patio tan llamativo, el folleto que habíamos cogido en recepción decía que estaba enmarcado por un claustro de estilo cisterciense con influencias gótico mudéjares y cubierto con veinte bóvedas de crucería sencilla, cuyos arcos se apoyan en robustos contrafuertes. El conjunto, desde luego, era de mucho efecto y yo enseguida comprendí que en aquel lugar podían ocurrir cosas muy sublimes y enjundiosas. Y no sólo porque las bóvedas, los arcos y los contrafuertes pusieran mucha solemnidad y mucha sensación de aguante y dureza en el conjunto, sino porque de verdad se notaba que aquellas piedras tenían mucho visto y mucho guardado, que en aquella abadía, en sus muchos años de existencia, había pasado de todo y allí seguía ella, impertérrita, recargada, poderosa, dispuesta a meter en vereda a los descarriados más escandalosos y a sacar de sus casillas, en el sentido místico de la expresión, a los más encogidos y materialistas. En aquel sitio se adivinaba que hubo, había y seguiría habiendo mucho disloque.

—Este sitio tiene muy buena pinta —dijo Dany, y a mí me pareció que aquella forma de hablar era demasiado de andar por casa para alguien que andaba ya en un misticismo avanzado.

En este tercer patio, además, no estábamos solos. En dirección a nosotros vimos avanzar a dos parejas que guardaban una simetría digamos invertida, y me explico: la pareja que iba delante estaba formada por un cuarentón rubio y fornido, muy alto, de carnes duras y bien repartidas, según podía notarse por la camisa amarilla de manga corta y el pantalón de tela de gabardina que llevaba —ropa demasiado veraniega para la época en que estábamos—, y por una muchacha casi veinte años más joven que él y casi medio metro más baja, muy pálida, con una melena larga y lacia de color azabache y uno de esos vestidos largos mexicanos, con la pechera bordada, de color añil; la otra pareja, por el contrario, se componía de una mujer grande y huesuda, de pelo muy corto y rojizo, maquillada con evidente dedicación aunque con resultado algo estrambótico —colores demasiado violentos y contorno de ojos y de labios demasiado atrevido— y vestida con un traje pantalón de corte bastante duro y de color pizarra, que contribuía muchísimo a que aparentase los cincuenta años bien cumplidos que sin duda tenía, y un caballero de edad similar, de no más de un metro sesenta, calvo, de cara redonda, regordete, con un bigotito muy bien recortado y largas y oscuras pestañas, y vestido como si acabara de escaparse de una boda de hace cuarenta años.

La mujer grande caminaba detrás de la muchacha pequeña e incolora, y el hombre alto y recio tapaba por completo al señor bajito y atildado, de manera que a la muchacha pequeña y al señor bajito sólo los vi cuando pasaron a nuestro lado, aunque sólo durante unos segundos, porque enseguida a la chica la tapó por completo su pareja y al señor lo desdibujó, como si se lo tragase, la suya. Luego, cuando quedaron de espaldas a nosotros, el efecto también era muy raro: la mujer alta y huesuda suprimía por entero a la muchacha del vestido añil, mientras que el hombre bajito le ponía al tiarrón de la camisa amarilla, de cintura para abajo, un estrafalario contoneo de color marengo. La impresión que yo saqué fue que, entre aquellos cuatro, había potaje.

—Seguro que son parientes del que se está muriendo —dijo Dany.

Le miré. Me di cuenta de que estaba pensando lo mismo que yo, que aquellas dos parejas seguro que organizaban juegos morbosos y que allí dentro se encontraban a sus anchas, pero a él no debía de parecerle muy serio que se utilizase una abadía para dar rienda suelta a los caprichos más retorcidos de la carne, así que prefería pensar que el moribundo les tocaba algo y estaban allí por compromisos familiares o por puro interés. Por lo que podía deducirse, el moribundo estaba forrado.

Vimos a otras personas que paseaban por el patio con la parsimonia y el recogimiento que corresponden a la práctica de la meditación, o que lo cruzaban a buen paso, como si estuviesen atareados. Una señora bastante mayor, con un precioso pelo blanco y muy bien cortado y marcado, parecía haberse quedado de piedra en medio del patio, como si el trance la hubiese pillado camino de la iglesia o de su celda. Un muchacho con gafas y seguramente menos joven de lo que aparentaba, con pinta de no haber prestado jamás mucha atención a los aspectos materiales de la vida, paseaba enfrascado en la lectura de un libro de tan pocas páginas que sólo podía explicarse tanta concentración si leía una y otra vez la misma línea, a lo mejor la misma palabra. Otro muchacho, este con una cara de golfo y un cuerpo de judoka que ponían un contraste de humanidad joven y sana en aquel ambiente de tradicional espiritualidad, con mono azul de trabajador manual, con muchas prisas, casi tropieza conmigo y, cuando me miró, a punto estuvo de conseguir que a mí me diese un vahído de esos de los que no sales hasta que te hacen el boca a boca. Bueno, la verdad es que no sólo me miró: también me sonrió. Qué prueba. Menos mal que, en aquel momento, Dany y yo habíamos llegado al otro extremo del patio y estábamos a punto de entrar en la iglesia.

Dentro había una penumbra homogénea y muy tibia, que me resultó de gran alivio. Era una iglesia grande y bastante historiada, aunque me parece a mí que en lo artístico dejaba bastante que desear. En cada lateral había cuatro confesonarios muy sobrios, con poco gancho: a mí, para confesar, siempre me ha gustado que el confesionario sea acogedor, con un reclinatorio que, sin ser demasiado cómodo, tampoco te desuelle los codos y las rodillas, y con una celosía ni demasiado tupida ni demasiado desahogada, lo suficientemente apretada la rejilla como para que la cara del confesor se llene de misterio y empaque, y lo suficientemente abierta como para que no tengas la sensación de estar contándole tus pecados a una alcancía. A aquellas horas, de todas maneras, no había nadie confesándose. Había, sí, media docena de personas arrodilladas y en una actitud muy devota, de modo que Dany y yo nos acercamos al altar mayor no sólo con muchísimo respeto, que eso hay que darlo por descontado, sino caminando con tanto cuidado que yo, al menos, casi no sabía si me estaba moviendo o no. En el centro del retablo del altar mayor había un Crucificado de tamaño natural y, a la derecha del Crucificado, dentro de una urna de cristal, la reliquia por la que es famosa la abadía de San Esteban de los Patios.

Tengo que decir, de todas formas, que yo no sabía que San Esteban de los Patios era famosa por una reliquia, y creo que Dany tampoco. De hecho, los dos nos quedamos muy sorprendidos cuando vimos lo que había dentro de la urna, aunque la sorpresa de Dany se debió a que no podía imaginarse lo que era aquello, y la mía, por el contrario, a que enseguida supe lo que era; bueno, no lo que era exactamente, porque a mí me parece que habría hecho falta una fantasía calenturienta para adivinarlo, pero sí que, nada más verlo, supe dónde lo había visto antes. De modo que Dany preguntó:

—¿Qué será esto?

Y yo dije, muy rápida:

—Lo que está grabado en la tarjeta que acaba de darnos el padre hospedero.

Hablábamos en un susurro, para no molestar el recogimiento de quienes rezaban o meditaban en la iglesia. Yo saqué la tarjeta que el padre Gregorio nos había dado, con su nombre y su teléfono de contacto, y le mostré a Dany el grabado al agua, aquello que yo había tomado por tres montañas y que no eran montañas, sino piedras. Tres piedras blancas y bien pulimentadas, del tamaño de un puño cerrado y casi idénticas las dos pequeñas, y un poco más grande y alargada, y colocada en vertical, la que aparecía entre las otras dos. En la urna había una plaquita metálica con una frase grabada, pero yo no llevaba encima las gafas de leer, que es un achaque de la edad al que le tengo una tirria grandísima, así que Dany fue el que leyó lo que ponía allí y me dijo, muy impresionado:

—Son tres de las piedras que usaron los salvajes paganos para lapidar a san Esteban el Protomártir, patrono titular de esta abadía.

A Dany entonces le cambió la expresión. Todo lo que hasta entonces había sido ansiedad se convirtió en placidez, todo aquel disgusto que yo le había notado —aunque lo quisiera disimular— se le disolvió en la cara en un santiamén y dio paso a una beatitud que a mí, la verdad, me pareció un poco exagerada, porque tampoco las tres piedras tenían un aspecto arrebatador, eran tres piedras corrientes en las que no se notaba nada la antigüedad y que no conservaban huellas visibles del martirio de san Esteban, y no es que yo pusiera en duda la autenticidad de la reliquia, pero no acababa de comprender por qué Dany se encontraba de pronto tan motivado. Cerró los ojos, inclinó levemente la cabeza, dejó que el sosiego se hiciera cargo de toda su musculatura, alojó en sus labios una sonrisa que cualquiera con menos escrúpulos que yo habría interpretado como señal de un gusto mucho menos espiritual de lo que sin duda era y se olvidó de mí, de la hora, del tiempo que había pasado desde que comimos por última vez y de que convenía ir pronto a la fonda que nos había recomendado el padre Gregorio, no fuera también a llenarse con motivo de los funerales pendientes de aquel señor que no acababa de morirse.

—Dany, por Dios, que es tardísimo. Anda, deja el grueso del deleite para después.

Ni caso. Jalaba yo de la ropa que él vestía —un polo de punto de color granate, en el que sus músculos superiores podían sentirse bastante confortables, y un pantalón negro de pinzas que le disimulaban algo los músculos inferiores cuando se estaba quieto, porque cuando se movía quedaba claro que la decencia absoluta habría aconsejado que utilizase una talla más— y trataba con todo ello de desconcentrarle un poco, a sabiendas de lo mucho que a Dany le molestaban las ropas dadas de sí. Pero estaba visto que el deleite era de mucho calibre, que todos sus sentidos habían emigrado de sopetón a los albores de la cristiandad, que su alma se había trasladado como por ensalmo al interior del cuerpo apedreado del Protomártir, y que no estaba dispuesto a que le interrumpiesen tan sabrosa experiencia por nimiedades tales como la hora, la comida, una habitación donde guarecerse y una cama donde dormir, y un polo de punto de color granate con las costuras deformadas a tirón limpio. No sé si un terremoto habría conseguido en aquel momento que Dany volviese de su vertiginoso viaje interior y se hiciera cargo de las servidumbres normales de esta vida.

Largo tiempo tuvo que pasar hasta que Dany regresó a su condición habitual, y no del todo. Es verdad que, cuando abrió los ojos, alzó la cabeza, puso en su sonrisa un deje de melancolía y me miró, me reconoció sin dificultad y admitió con mucha sensatez, cuando yo se lo advertí, que ya era hora de retirarse, pero se quedó como aturdido, como si no acabara de encajar en este mundo, como si el trance que acababa de vivir le hubiese dejado mareado, lo que tampoco tenía nada de extraño si se piensa que una de las piedras con las que habían lapidado a san Esteban, y que él había sentido rebotar contra su propio cuerpo, podía haberle acertado en un mal sitio. Mientras volvíamos, a través de los tres patios, a la recepción de la hospedería, yo fui mirándole a ver si se le notaban descalabros en las sienes o en algún otro lugar de la cabeza especialmente delicado, pero no tenía magulladuras visibles. Y es que, según me explicaría más tarde el propio Dany, las magulladuras más embriagadoras y que más secuelas dejan son las interiores.

En la recepción de la hospedería, el padre Gregorio se asombró mucho al vernos, al parecer se le había olvidado que, con su permiso, estábamos desde hacía casi dos horas en el interior de la abadía. Enseguida se fijó en que Dany se tambaleaba un poco y, para ayudarle a ahuyentar los malos pensamientos, le aclaré que había tenido un trance, y había sido el trance tan fuerte y tan placentero que los efectos le duraban todavía. El padre Gregorio, poco dado a creer en prodigios de buenas a primeras, quiso saber si el trance lo había tenido frente al sagrario, frente al jazmín que cubría el último arco del claustro, o frente a alguno de los nichos de la capilla funeraria. Yo le dije:

—Frente a ninguna de las tres cosas. Lo que le transportó fue la reliquia que hay en el altar mayor, dentro de una urna.

—¿Saben ustedes lo que es?

—Desde luego. Tres de las piedras con las que lapidaron a san Esteban el Protomártir.

El padre Gregorio sonrió, complacido. Luego, para dirigirse a Dany, levantó mucho la voz, como suele hacerse cuando se habla con un extranjero.

—¿Le interesan todavía —le preguntó— nuestros instrumentos de penitencia?

Dany aún no se encontraba con aliento suficiente para contestar preguntas de carácter práctico, pero yo, poniéndome en su lugar, dije:

—Puede estar seguro, padre Gregorio, de que ahora le interesan más que nunca. No sé por qué me parece que en esta abadía, y con penitencia intensiva, va a encontrarse él como pez en el agua.

Entonces el padre Gregorio, con una amabilidad en mi opinión bastante mundana, nos rogó que le acompañáramos a la tienda de productos y recuerdos.

La tienda, situada al otro extremo de la recepción y desprovista de escaparates o vidrieras por las que los huéspedes pudiesen ver su interior, era pequeña y estaba abarrotada de postales, estampas, objetos de cerámica y, dentro de una alacena con las puertas de cristal, tarros de miel y compotas que el padre Gregorio nos celebró mucho; le prometí que nos llevaríamos algunos al término de nuestra estancia. Luego, con mucha ceremonia, abrió un cajón de un mueble bajo que había en un rincón, medio disimulado entre el resto del género de la tienda, y sacó una especie de látigo de mango y flecos de cuero, con nudos muy artísticos pero nada tranquilizadores, y pequeños bolindres blancos salpicando todo el artilugio. El padre Gregorio, con orgullo mal disimulado, dijo:

—Este es el producto estrella de nuestra casa.

A mí me parecía estremecedor, pero a Dany se le puso de repente cara de coleccionista vicioso ante una pieza única. No pudo evitar que se le fueran las manos impacientes hacia aquella atrocidad y el padre Gregorio aclaró:

—Es caro.

Carísimo. Cuando el padre Gregorio dijo el precio yo no pude contenerme y dije que eso era un robo, pero el padre Gregorio, comprensivo, se puso a explicar las cualidades del cuero, de la confección —de rigurosa artesanía— del diseño, y su condición de piezas únicas y muy codiciadas. Naturalmente, no me lo explicaba a mí, se lo explicaba a Dany, y en cualquier caso Dany ya no estaba dispuesto a soltar aquello ni aunque lo lapidaran de modo literal. Para rematar, el padre Gregorio dijo:

—¿Ven estas piedrecitas blancas? Están sacadas de las tres piedras que hay en nuestra iglesia y, en su día, estuvieron en contacto directo con la carne tumefacta de san Esteban el Protomártir.

Yo vi lo que pensaba Dany sólo por la cara de fruición que se le puso entonces: «Esto es para sibaritas». El padre Gregorio, muy astuto, adivinó inmediatamente que yo iba a protestar, y no sólo porque me diese coraje ver a Dany reblandecerse como un sacristán senil por un suplicio que en el fondo se me antojaba bastante cochambroso, sino porque, por restringida que fuese la producción de aquellos látigos, de la reliquia no iba a quedar ni rastro.

—¿Ha oído hablar del milagro de los panes y los peces? —me preguntó el padre Gregorio, con muy mal estilo, antes de que yo pudiese abrir la boca—. Pues esto es lo mismo.

Comprendí que no iba a servir de nada el que yo me pusiera a discutir con el padre Gregorio, cuando estaba clarísimo que Dany no se pondría nunca de mi parte. Dany, además, llevaba el dinero justo para pagar aquel instrumento monstruoso.

—Si van a utilizarlo los dos —advirtió el padre Gregorio, con retintín—, es conveniente que compren uno para cada uno. Por razones sanitarias.

Y esta vez no tuve que hablar para que se me entendiese todo: si algún día me diese por utilizar aquello, no sería precisamente yo quien tendría que preocuparse por el estado de su salud.

Ni loca. Le dije a Dany que conmigo no contase para martirizarme el tipo a latigazos, que ni loca. Que bien estaba taparse las exuberancias y la gracia de las formas para no ir por ahí cacareando el poderío, que bien estaba sacrificar el vestuario que con tanto tino resaltaba todo lo mejor de mi figura y dejaba en un segundo plano lo que quizá dejase un poco que desear, para no armar la marimorena por donde pasáramos y porque una comprende que, en cuanto se arregla un poco, es la tentación en persona, y que yo estaba dispuesta a controlar los andares y el resto de la expresividad corporal, sin duda un poquito remarcados por tantos años de artisteo y de cuidado superexigente de la imagen, no digo yo que no, que a fin de cuentas eso hay que tomarlo como una deformación profesional, que, igual que los futbolistas acaban patilitris y los caballistas patizambos, nosotras, las artistas con mucho juego en el cuerpo serrano, acabamos con el contoneo y el contorno a lo mejor un poco más expresivos de lo normal, y no hay que tomarlo por descaro ni por indecencia, es casi más bien una secuela del oficio, pero vale, el impacto que provocas es el que es, de manera que bien está que una se arrebuje un poquito los lucimientos y los desparpajos en los movimientos y en las poses, pero de ahí a dejártelos desmadejados y en carne viva hay un abismo, Dany, hay un abismo. Eso le dije.

Y es que, durante los tres días y las tres noches que pasamos en la fonda que nos recomendó el padre Gregorio, Dany no paró de maltratarse el cuerpo a latigazos. Habíamos conseguido dos habitaciones, la una junto a la otra, aunque tuvimos que pagarlas a precio de habitación doble y de doble uso, porque los dueños dijeron que, si no, salían ellos perjudicados, y a Dany le faltó tiempo para estrenar el látigo de cuero, con piedrecitas que participaron en primera línea en la lapidación de san Esteban, que había comprado en la abadía. A mí se me ponía la carne de gallina. Al principio, por el sonido que yo escuchaba, me parecía que el látigo rebotaba contra los músculos de Dany, pero después era como si, a cada latigazo, las tiras de cuero y las piedrecitas blancas se le quedasen clavadas en la carne, y cada vez más dentro, y Dany cada vez tenía que tirar con más fuerza para arrancárselas, o al menos eso era lo que yo me imaginaba, y le dije a Dany que no me cabía en la cabeza, que un cuerpo como el suyo no era ningún pecado, que era una bendición de Dios, pero él me dijo que era una bendición del Holiday Gym, que había desperdiciado su vida durante mucho tiempo en la sala de musculación, que es verdad que había llegado a tener un cuerpo definidísimo, pero a cambio de descuidar por completo la alimentación de su alma, y que el resultado allí estaba, a la vista de todos, un físico apabullante que hablaba a gritos de su idolatría, que su cuerpo había sido durante demasiado tiempo el único dios al que había adorado y al que había ofrecido los sacrificios más increíbles, que sólo había vivido para engrandecerse los bíceps, los pectorales, los dorsales, los abdominales, y que la verdad era que aún tenía tentaciones de sentirse orgulloso de lo duros y lo bien formados que tenía los glúteos, y de lo marcadas que aún conservaba las piernas, y eso que el español es por genética de pierna poco agradecida con los ejercicios, pero que un entrenamiento tan intenso como equilibrado había hecho prodigios en sus extremidades inferiores, que tenía yo que haberle visto en sus buenos tiempos, cuando quedó segundo en la fase nacional de Mister Olimpia en talla media, que de haber sido sólo dos centímetros más bajo habría quedado campeón absoluto de la otra categoría, y que el que tuvo retuvo, que podía comprobarlo con mis propias manos, que él se metía ahora en un gimnasio y en tres días volvía a estar como en su mejor época, y eso que él había sido un niño más bien enclenque, que ya sabía que yo no me lo podía creer, un niño acomplejado, un niño que se avergonzaba de ser como era, una ramita de perejil, hasta que un día, con quince años, apretó los dientes, cogió todos sus ahorros, se fue a un gimnasio que había en su calle, se tragó las ganas de echarse a llorar cuando el monitor le dijo que seguramente le cundiría más si se dedicaba al baile español, y se puso a entrenar con un empuje y una perseverancia que entonces acabaron por ponerle como un toro, pero que ahora le pesan, ahora le remuerden la conciencia, ahora se arrepiente, ahora se desgarra cuando piensa que eligió el camino equivocado, el de cultivar su cuerpo en lugar de cultivar su espíritu, y que ojalá tuviese el mismo ímpetu y la misma tenacidad para conseguir que su cuerpo perdiese volumen, fibra, definición, apariencia, porque su cuerpo era una barrera que tenía que destruir, una coraza de la que tenía que librarse, una ofensa que tenía que lavar, una culpa por la que tenía que hacer penitencia, y no sabes lo bien que me siento cuando me doy latigazos, Rebecca, no sabes lo aliviado que me encuentro después y el gusto que da. Eso me dijo.

Durante los días que estuvimos en la fonda, llamábamos a la abadía a primera hora de la mañana, a primera hora de la tarde y a primera hora de la noche. El padre Gregorio, muy circunspecto, nos decía siempre que no había novedades, que don Rodrigo González de Aguirre no terminaba de morirse. Y cada vez que el padre Gregorio nos decía eso, yo colocaba a mi conciencia en un verdadero aprieto: me descubría de repente deseando que aquel señor se muriese de una vez, porque yo estaba convencida de que, si por fin podíamos alojarnos en la hospedería, a Dany se le pasaría un poco aquella manía de matarse a zurriagazos y, de paso, a mí dejaría de una vez de picarme la curiosidad. Claro que, si a mí me picaba la curiosidad era, sobre todo, porque Dany no paraba de jaleármela. Dany me decía que tenía que probar, que no podía imaginarme la diferencia que había entre poner tu carne mortal en cuarentena por el sistema más bien ligero de camuflarla un poco bajo una indumentaria nada favorecedora, que era lo que yo estaba haciendo, y darle su merecido sin contemplaciones, que era lo que hacía él, látigo en mano. Era, me dijo, para que lo entendiese, como podar un poco los matojos dañinos o arrancar de raíz la mala yerba. Y es que, cuando yo conseguía sacarle un rato de su habitación, dábamos un paseo por las afueras del pueblo, que sólo tenía de particular una tranquilidad un poco empalagosa, y entonces hablábamos. Yo le decía que a mí me pasaba lo contrario que a él, que yo estaba contentísima del fachón que había conseguido, que también a mí me había costado mucha fatiga y mucho ánimo y un dineral, que también yo era un chiquillo esmirriado y con unas ganas locas de ser de otra manera, y que es verdad que al principio mi cuerpo sólo cambió de una manera psicológica, quiero decir que bastaba con que me pusiera una blusita mona y una falda que me marcase bien la cintura y zapatos de tacón y un maquillaje juvenil y artístico al mismo tiempo y un peinado gracioso para que yo me sintiese dueña de un busto de anuncio de sostenes, de unas caderas de bailarina hawaiana, de una melena como la de la Rita Hayworth y hasta de un chochito como el de Grace Kelly, que me imaginaba yo que era lo más fino que podía haber en chochitos, y eso me daba bastante seguridad en mí misma, cosa que siempre se nota, sólo había que ver cómo se ponían de frenéticos los muchachitos de la Colonia cuando aparecíamos por allí la Débora, la Gina y yo, y los que no eran tan muchachitos, que se corrió la voz y había noches en que la Venta El Colorao estaba de bote en bote, pero de hombres solos, mocitos y casados, y nunca me olvidaré de la noche en que se presentó allí una gachí muy ordinaria pero con mucho de todo y todo en su sitio, en busca de su hombre, y no se puede contar la que se organizó, que la gachí acabó en pelota picada y preguntándole a gritos a su hombre si no tenía bastante con aquello, con todo lo que a ella le sobraba, que si era tan flojo y tenía tan poco aguante que se engollipaba con una hembra de verdad, y el hombre no sabía dónde meterse, y el caso es que era un jaco de muchos quilates, uno de esos miurazos de allí que salen altos y apretujados y con un color de mermelada de albaricoque que quita el sentido, pero la gachí también era mucha gachí, que hasta yo me quedé boquiabierta del pedazo de hembra que puede haber debajo de la bata de percal de cualquier maricari de barrio, y la verdad es que aquella noche yo me dije déjate de monsergas, bonita, que eso es lo que tú quieres para ti, ese poderío en las prendas de la mujer, aunque luego te refines, que desde luego mi intención era refinarme, pero la base es la base, y la necesidad es la necesidad, y la desesperación no se calma con cuatro figurines monísimos y un cargamento de pintura, eso sólo ayuda un poco al principio, pero después tú misma te pides más, y empiezas con las pastillitas, y con los apliques, y con la silicona, y empiezas a darle vueltas a la idea de la operación, y comprendes que es el único camino, y mientras tanto te esmeras en estar vistosa, así que yo también he hecho por mí misma muchos sacrificios, porque mi cuerpo era lo único que me podía salvar, y todo lo que le puse y todo lo que me gasté lo doy por bien empleado, y esa es la diferencia, que yo no me arrepiento, que, si yo no hubiera hecho todo lo que hice, ahora estaría asfixiada, que yo no digo que la penitencia no tenga su parte positiva y que, mientras el cuerpo sufre, el alma lo agradece, pero mi cuerpo ha sido siempre mi mejor amigo, gracias a lo que ha ido cambiando y mejorando mi cuerpo yo me he sentido cada vez mejor, y sería un contradiós echarle ahora la culpa de no ser lo suficientemente espiritual o de no levitar lo suficientemente deprisa, sería un contradiós, Dany, avergonzarme ahora del cuerpo que tengo. Eso le decía.

Y el caso es que a Dany no se le notaba nada lo que se estaba machacando los músculos. Si yo me hubiese castigado con aquel látigo ni la décima parte de lo que se estaba castigando Dany, seguro que ahora estaría lisiada, y de querer perseverar en mi continuo afán de perfección tendría que contentarme con ser atleta paraolímpica, pero Dany, cuando salíamos a pasear por los alrededores del pueblo, andaba con el mismo garbo, se movía con el mismo empaque, tenía los mismos músculos reventones y, desde luego, no había quien se cruzara con él sin echarle una ojeada más o menos descarada, pero siempre glotona. Yo le dije que tenía mucha suerte, y que a fin de cuentas aquel cuerpo que tanto parecía estorbarle y humillarle de repente no había sido obstáculo para que tuviera éxtasis, que yo misma le había visto levitar con mis propios ojos, y él me dijo que seguramente yo le había visto levitar con los ojos del alma, y que en cualquier caso él quería sentir una ligereza mucho mayor y que para eso la mejor solución era cogerle aquella especie de tirria que él le estaba cogiendo a su cuerpo, y que sus razones tenía, porque con todos aquellos músculos él sólo había querido taparse, esconderse, parecer el que no era, y que, si toda esa energía que empleó en desfigurarse la hubiese empleado en admitirse y ponerse a merced del Esposo, seguro que ahora llevaría tiempo en un deliquio continuo, con un físico esbeltísimo, coronado de adelfas y con los ojos en blanco todo el tiempo, pero el lastre de su musculatura hacía que sus arrebatos fuesen ahora trabajosos, nada fluidos, y nada duraderos, y que me lo advertía porque yo aún estaba a tiempo de entrar en el castillo interior no sólo ligera de equipaje, sino también de curvas y de peso, y eso, Rebecca, a la hora de elevarte se nota una barbaridad. Eso me dijo.

Pero yo le dije, ya sin pizca de curiosidad por lo aliviado que según Dany se encontraba uno después de esmorecerse a latigazos y del gusto que daba, que a mí me había pasado lo contrario que a él: con aquel cuerpo yo había querido parecerme a lo que era. Así que ahora no iba a dar marcha atrás, ahora no iba a entrarme la psicopatía de pensar que lo que yo soy me estorba para llegar a lo más alto, ahora no iba a darle la razón a los que hubieran hecho cualquier cosa para que yo siguiera siendo siempre Jesús López Soler aunque me hubiese muerto de tristeza, ahora yo quería que mi cuerpo me acompañase, ahora yo quería que mi cuerpo estuviese conmigo y conmigo lo disfrutase cuando por fin me diese un parajismo como el que le dio una vez a santa Teresa, que estuvo sin sentido cuatro días, y cuando el sufrimiento se convierta en gozo, con multitudes de ángeles alrededor, y se levante en mi interior un vuelo, que no hay otra forma de explicarlo, y cuando en ese volar haya movimiento pero no haya ruido, y cuando me lleve a los brazos del Amado, entonces yo quiero tener este cuerpo a mi verita, y quiero que también él se sienta en la gloria, y quiero que dé gloria verlo, y quiero que él esté orgulloso de mí y que yo también esté orgullosa de él, y que, si el tiempo se le echa encima, no le entren remordimientos, que no se arrugue por dentro aunque se arrugue por fuera, porque este cuerpo me salvó y me permitió sentirme divina hasta cuando pudo y ahora yo no voy a martirizarlo a latigazos, Dany, ahora yo no voy a martirizarlo, le dije, como si fuera un estorbo. Ni loca.

Al amanecer del cuarto día, las campanas de San Esteban tocaron a duelo. Y era tal nuestra impaciencia que yo, en cuanto comprendí el significado de aquel tañido, me incorporé con los bríos de un soldado al toque de diana, pero Dany aún se dio más prisas porque, antes de que mis pies tocaran el suelo, ya estaba él golpeando con los nudillos la puerta de mi habitación.

—Por fin ha entregado su alma al Señor —dijo Dany, en cuanto abrí la puerta, y pude ver que ya estaba completamente vestido.

Después me confesaría que, durante todo el tiempo que habíamos permanecido en la fonda, sólo se había quitado la ropa el tiempo imprescindible para lavarse someramente lo más necesario y para mudarse deprisa y corriendo, porque no pudo ni por un momento librarse del agobio que sentía al imaginarse llegando tarde a algún sitio muy selecto y reservado —y no estaba nada seguro de que fuese la abadía— y perdiendo algún deleite extraordinario que tampoco era capaz de precisar.

Yo, en cambio, tuve que tomarme mi tiempo para no aparecer en el funeral de don Rodrigo González de Aguirre hecha un fantoche. Para colmo, me encontré en una disyuntiva. Por un lado, me parecía apropiado y convincente acudir de negro riguroso, porque a fin de cuentas se trataba de un oficio de difuntos, pero por otra parte, y teniendo en cuenta que aquel muerto no era de mi familia, un luto demasiado estricto podía ser excesivo e incluso mosqueante para los allegados en general, y para la viuda, si la tenía, en particular. Si me presentaba de negro cerrado de la cabeza a los pies, corría el riesgo de que todo el mundo pensase que yo era la querindonga secreta de aquel corpore insepulto.

Me decidí por una ajustada y elegantísima combinación de grises. Una falda plisada en marengo clásico, a juego con un jersey de cuello vuelto en un gris tormenta, y una chaqueta de entretiempo de ojo de perdiz resultaban, con unas medias de malla muy fina virando al pizarra y unos zapatos negros de tacón bajo pero nada toscos, francamente inmejorables. Es cierto que Dany casi se descose de los nervios por el tiempo que yo eché en quedar como en un retrato en blanco y negro de un fotógrafo de postín, pero mereció la pena. En el funeral de don Rodrigo González de Aguirre podía haber alguna más compungida que yo, pero no más conjuntada.

En realidad, compungida yo no lo estaba en absoluto. Primero, porque el difunto me tocaba tanto como el cuñado del primo del mozo de comedor de una amiga de la infancia de la reina de Inglaterra, y segundo porque un benefactor tan generoso de la abadía seguro que iba a encontrarse abiertas de par en par las puertas del cielo. Por consiguiente, lo suyo era que compungido no estuviese allí absolutamente nadie, aunque tampoco me esperaba lo que me encontré, la verdad. Al final resultó que la única que iba discreta, pero inconfundiblemente funeraria, era yo.

La iglesia de la abadía de San Esteban de los Patios, el día del funeral de don Rodrigo González de Aguirre, era prácticamente una explosión de color. Estaba de bote en bote, de manera que el padre hospedero no había exagerado nada al decirnos que los deudos de aquel señor eran multitud y habían colapsado la hospedería, y todos los asistentes iban vestidos con colores alegres. Como, además, casi todo el mundo resultaba muy chic, o por lo menos se había esmerado en parecerlo, aquello no parecía un funeral, aquello parecía un cóctel. Un cóctel de mañana, desde luego. En los primeros bancos estaban las fuerzas vivas y sus señoras, o las fuerzas vivas y sus maridos, porque gracias a las feministas las mujeres ya no hacen sólo de acompañantes. A la derecha del altar mayor, un numeroso grupo de niños y niñas, seguramente de la escuela de la localidad, ponían la nota entrañable vestidos con los trajes populares. A la izquierda, en reclinatorios con mucho golpe de caoba y terciopelos, el abad —al que yo encontré parecidísimo a Rainiero de Mónaco— y otros frailes principales de la abadía no se habían puesto encima nada de colorines, pero sonreían todo el rato con mucha naturalidad, como si la muerte del benefactor no les hubiera supuesto ningún trastorno, sino todo lo contrario. Vi, hacia la mitad de la nave, a la pareja con buena pinta —él, cincuentón y canoso y con una clara predilección por vestir como si estuviera a punto de salir de cacería; ella, más joven y más bajita, pero bien formada, con un conjunto tal vez poco luminoso en comparación con el vestuario dominante— que se estaba registrando en la hospedería cuando Dany y yo llegamos por primera vez. También estaban, aunque en un lugar muy discreto —en los bancos de una de las naves laterales—, las dos parejas que guardaban entre sí una simetría invertida y con las que nos cruzamos en el tercer patio de la abadía, cuando el padre Gregorio nos permitió que la visitáramos: la mujer alta y el hombre bajito llevaban chaqueta azul y pantalón crema, y el hombre grande y la muchacha pequeña habían optado por algo mucho más informal, vaqueros blancos y unas sudaderas a rayas multicolores que en sí tenían gracia, pero que en un funeral tipo cóctel quedaban completamente fuera de lugar. A la viuda del difunto —si es que había viuda— y a los huérfanos —si es que había huérfanos— no se les veía por ningún sitio, o al menos yo era incapaz de distinguirlos. Frente al altar, sobre un catafalco muy historiado y adornado, y dentro de un ataúd que tenía que haber costado una fortuna, al difunto, amortajado con el uniforme de una de esas órdenes antiquísimas a las que sólo puede pertenecer gente de mucho pedigrí, y a pesar de que sobre el pecho le habían puesto el gorro del uniforme con un montón de plumas de escándalo, yo le encontré cara de mal humor.

—Usted ha venido por devoción, ¿verdad? —me dijo alguien al oído.

Era una voz muy femenina y muy sensual. Giré un poco la cabeza a la derecha, a ver quién era. Di un respingo. Quedé atónita. Me dije: no puede ser. Le di un codazo a Dany, que estaba a mi izquierda, arrodilladísimo. El codazo le dio a Dany en el hombro, pero él ni se inmutó. Acababa de empezar la misa de Réquiem, en latín. Me arrodillé. La mujer que me había hablado se arrodilló a mi lado, a mi derecha. Volví a mirarla. La mujer que me había hablado no era lo que se dice guapa, pero tenía una cara con mucha personalidad, e iba vestida exactamente igual que Marlene Dietrich en El expreso de Shanghai.

Volví a darle un codazo a Dany, esta vez en las costillas, pero la mujer vestida como Marlene Dietrich me dijo:

—No se esfuerce. Esto es algo entre usted y yo.

Yo me dije: ya está, aunque parezca mentira esta señora es la viuda, y como me ha visto tan sobria y de un color tan sufrido se ha pensado lo peor, que yo era la querida del muerto. Le di otro codazo a Dany. Ni caso. La mujer vestida como Marlene Dietrich sonreía como se sonríe cuando una sabe que tiene la sartén por el mango. Sonreía, además, sin mirarme, con los ojos entrecerrados, muy en plan lagarta fina, con estilo. Me dije: juega conmigo, pretende que yo misma me eche la soga al cuello. Tenía que aclarar enseguida aquel malentendido. Así que tragué saliva, carraspeé un poco, procuré que en la cara se me notase que yo era la inocencia personificada, me incliné un poco hacia ella, aunque sin mirarla abiertamente, y susurré:

—No se confunda, señora. Yo a su difunto esposo ni lo conocía.

La mujer vestida como Marlene rio entonces exactamente igual que Marlene en El expreso de Shanghai. Me horroricé, claro. Pero, por lo visto, todo el mundo estaba tan abstraído que nadie oyó o nadie quiso dar por oída la risa desinhibida y desenfadada de la mujer. La mujer dijo:

—Lo sé perfectamente, querida. Y usted debe saber que yo no soy la viuda de ese señor.

Qué alivio. Y qué curiosidad. Porque había que tener valor para presentarse en un funeral, aunque fuese en un funeral tipo cóctel, con aquellas pintas. Y no lo pude remediar, no pude contener la espontaneidad innata en mí, no tuve tiempo de considerar que la santidad y la curiosidad mundana se llevan pésimo. De modo que me salió el lado sociable, esa facilidad para las relaciones públicas que siempre he tenido, me puse en plan amiga instantánea y le pregunté:

—¿Entonces quién es usted?

Ella no es que se pusiera solemne, pero sí un poco más formal —aunque sin perder del todo aquella sonrisa de mujer de mundo—, y me dijo:

—Yo soy su alma.

—¿Que eres qué? —la tuteé sin darme cuenta.

Ella entonces, sin necesidad de levantar la voz, sacó a relucir su indudable y atractivo carácter.

—Su alma —dijo, achulándose un poco—. El alma del finado. El alma de ese señor que está ahí, de cuerpo presente. Yo soy el alma de don Rodrigo González de Aguirre.

Me quedé estupefacta. Primero, porque poquísima gente tiene la oportunidad de hablar con el alma de alguien de tú a tú; segundo, porque el alma de aquel muerto parecía muchísimo más joven que el propio muerto, de hecho cualquiera la habría tomado por el alma del hijo del muerto; y tercero, porque para ser el alma de un señor, y además de un señor tan empingorotado y de tanta alcurnia como aquel, tenía una pinta de aventurera alocada que, la verdad, era para quedarse como me quedé, pasmadísima.

Eso sí, el pasmo fue la mar de intenso, pero no me duró mucho. Quiero decir que fue un golpe de pasmo, un golpe que me dejó indiscutiblemente aturdida, pero me recuperé casi al instante, como esos futbolistas que caen de una forma muy dramática y una cree que han entrado en coma, y se levantan a los dos minutos, tan campantes. Bueno, los futbolistas a lo mejor le echan a su descalabro un teatro grandísimo, y en cambio el mío fue un pasmo auténtico, de manera que la rapidez de mi recuperación quizás haya que tomarla como milagrosa. O quizá fuera normal a más no poder. A fin de cuentas, yo llevaba más de tres semanas —entre la preparación y el viaje— volcada casi por entero en las cosas del espíritu y tampoco parecía ilógico que, una vez superado el choque inicial, confraternizase con cuantas almas me salieran al paso como si las conociese de toda la vida. De momento, allí estaba el alma de don Rodrigo, y con unas ganas locas de cháchara.

—Hija, te conservas estupendamente —le dije—. Se ve que el difunto te trató a lo largo de toda su vida la mar de bien.

El alma del muerto me miró y, como no decía nada, yo también la miré. Tenía cara de guasa.

—Tú no sabes lo que yo he tenido que pasar —me dijo.

Tenía clase. Cuando una mujer tiene clase es capaz de confesarte que las ha pasado canutas y, sin embargo, parecer que se ha pasado la vida de crucero en crucero, sin parar de beber champán. El alma del muerto no se estaba tirando un farol. Lo cual hacía mucho más asombroso y meritorio aquel aspecto de locatis peliculera que tenía, vestida de aquella forma. No dije nada, entre otras cosas porque ya me daba un poco de apuro aquel parloteo que nos traíamos en medio de la misa de Réquiem, pero hice un gesto muy expresivo que quería decir: nadie lo diría, hija, tienes aspecto de haber sido una mujer muy mimada.

Un curita jovencito y muy mono salió a leer unos salmos en los que el alma corría por un prado muy verde en busca del Esposo. Pensé: será el alma de algún otro, porque lo que es el alma del muerto que nos ocupa lo que tiene es unas ganas de desquitarse que salta a la vista. El salmo era una preciosidad, pero al alma del muerto no le pegaba nada. Claro que eso sólo lo sabía yo, los demás seguro que estaban convencidos de que el alma de don Rodrigo González de Aguirre triscaba ya por valles y laderas, con una tuniquita muy sencilla y el pelo suelto, y con la cara lavada naturalmente, impaciente por arrojarse en los brazos del Amado. En cambio, el alma de don Rodrigo seguía arrodillada junto a mí, vestida como Marlene Dietrich camino de Shanghai, maquillada con bastante atrevimiento pero con muchísimo gusto y dispuesta a realizarse un poquito antes de quedar transida por los siglos de los siglos en el regazo del Esposo. Para mí, que hubiese almas tan decididas y tan independientes no dejaba de ser una novedad.

Como si me leyese el pensamiento, el alma de don Rodrigo dijo:

—El Esposo seguro que no se lo toma a mal. Y si se lo toma a mal, mira, ya es hora de que se vaya acostumbrando. También las almas tenemos derecho a una vida propia.

—Qué alma tan reivindicativa eres, hija —exclamé, sinceramente impresionada.

Ella sonrió. Supe que sonrió porque en la misa tocaba levantarse y las dos nos levantamos al mismo tiempo y aprovechamos para mirarnos. Era, quizás, el alma más estrafalaria que una podía echarse a la cara, pero, aparte de mucho estilo, tenía fuerza en la mirada, tenía mucho carácter en la expresión, se veía que estaba dispuesta a llegar hasta el final. Me caía bien. Así que yo también sonreí y creo que ella comprendió que había encontrado una amiga.

—Puedes creerme, querida —se sinceró, siempre sin perder el estilazo—: no ha resultado nada sencillo ser el alma de ese señor durante setenta y cinco años.

Me imaginé lo peor, de modo que le pregunté:

—¿Te maltrató?

Ella hizo un gesto de gran dama ahuyentando un mal recuerdo y dijo:

—Me reprimió.

Nos sentamos, como todo el mundo. Había llegado el momento del sermón y el cura que celebraba la misa empezó a elogiar muchísimo al muerto. A mí me dio un escalofrío, y Dany lo tuvo que notar, pero yo prefería ya que él no se diese cuenta de nada: me llevaría mucha ventaja en la subida al Monte Carmelo, pero seguro que no estaba preparado para un encuentro tan atípico como el que yo estaba teniendo con el alma de aquel difunto. Me dio otro escalofrío. Era impresionante escuchar el diluvio de alabanzas que don Rodrigo González de Aguirre, de cuerpo presente, estaba recibiendo en el sermón, y tener sentada al lado a su alma confesándote que aquel supuesto dechado de virtudes, en realidad, se había pasado la vida reprimiéndola.

—¿Qué quieres decir —le pregunté, con el corazón medio encogido— cuando dices que te reprimió?

Nos pusimos cómodas. Cómodas dentro de lo posible, porque el banco era durísimo, pero nos apretamos la una contra la otra, supongo que para crear un clima de confidencia y para reforzar la intimidad, y el alma de don Rodrigo me dijo:

—Él siempre fue muy estricto, muy severo, muy señor. Pero desde que tuvo uso de razón, yo, su alma, quise ser como Marlene Dietrich en El expreso de Shanghai. Figúrate el drama.

Me lo figuré. Me costó trabajo, porque no era fácil imaginarse a un prohombre admirado y seguramente temido por todos, a un clásico protector de viudas y huérfanos, a un benefactor de abadías, a un padre de familia ejemplar, a un cristiano viejo, a un español intachable en permanente conflicto con su alma, deseosa de ser mujer fatal. No era fácil, pero me lo figuré: una lucha interior desgarradora.

—Pobrecito —dije yo.

—Pobrecita yo, guapa —dijo el alma—. Tú no sabes lo que es morirte de ganas de ir por ahí hecha una lagarta de alto copete, arregladísima, con unas pestañas interminables, con una caída de ojos de gran efecto, con una voz ronca, muy turbadora, para decirle a un pretendiente íntegro pero con poco mundo: «Han hecho falta muchos hombres para llamarme Shanghai Lily»; eso, por si no lo sabes, es lo que le decía la Dietrich al galán de la película, que se llamaba Clive Brook. Tú no sabes lo que es soñar día y noche con ir por ahí en ese plan, y que te repriman sin contemplaciones.

Ahora la que sonrió con una mezcla de guasa y lástima fui yo. Pero no le dije que de algo de eso, precisamente, sí que sabe una servidora. Y no se lo dije porque no era cosa de ponerse allí, en plena misa de difuntos, a comparar fatigas que, después de todo, eran minucias comparadas con la fatiga máxima de morirse, y porque, a fin de cuentas, lo suyo había sido peor que lo mío, o por lo menos había sido más largo. Toda la vida de un señor que había llegado a los setenta y cinco, sin que el alma del señor pudiera ser lo que quería: una tragedia. De todos modos, si lo del alma era tremendo, el señor a mí también me daba mucha pena.

—Pero ese hombre —dije yo—, en su intimidad, sufriría muchísimo.

—Muchísimo —admitió el alma del señor—. Yo creo que por eso dejó en su testamento orden estricta de que a sus funerales no viniese nadie vestido de negro. En sus funerales quería mucho color. Seguro que ha querido tomarse la revancha por lo gris que fue toda su vida.

—Lo siento —dije, muy sincera—. No lo sabía.

De pronto, aquel hombre que se había muerto sin darse jamás el gusto de hacer lo que su alma le pedía me caía bien. Era como uno de esos antepasados que una tiene y a los que acaba cogiéndoles cariño cuando descubre que tenían el mismo defecto, la misma enfermedad, el mismo fario o la misma pena que una. Es verdad que le había hecho bien hecha la puñeta a su alma, pero seguro que no fue por su gusto, sino porque no pudo ser de otra manera. Las cosas, por suerte, han cambiado una barbaridad, aunque lo que es sufrir, se sigue sufriendo. Aquel hombre tuvo la mala fortuna de que el alma le saliera drag-queen fuera de temporada: lo pasaría fatal. Aunque no se le notase. Aunque en toda su vida no se permitiera otro desahogo que aquel de pedir mucho color en su entierro. Bien mirado, me dije yo, no dejaba de ser un entierro como muy a lo Marlene Dietrich.

El funeral estaba terminando. De nuevo nos habíamos puesto todos de pie y la ceremonia había tomado un aire específicamente fúnebre: después de todo, aunque para cualquier cristiano el encuentro con el Señor es motivo de júbilo, aquello no dejaba de ser un funeral, y seguro que había personas muy afectadas. Yo seguía sin distinguir a la viuda y a los hijos, pero me dio apuro preguntárselo al alma del finado, me parecía de tan mal gusto como preguntarle a la segunda mujer de cualquier mortal por la primera mujer del susodicho. Lo que sí le pregunté al alma del muerto fue:

—¿Tienes planes?

—Viajar —dijo ella—. Conocer hombres. Jugar con sus sentimientos. Y cuando alguno se me ponga a lloriquear, diciéndome que por mi culpa se fue a la guerra y que ha cambiado horrores desde que le dejé, le contestaré, como le contestaba la loca de la Marlene a Clive Brook, que yo también he cambiado: «De peinado, querido».

Le miré el peinado. Lo tenía cuidadísimo. Desde luego, para ser el alma de un caballero de Castilla había salido muy creativa y muy suelta.

El coro de la abadía entonó un Réquiem polifónico de mucha sonoridad y mucho virtuosismo. El abad dio la venia para que se cerrara el ataúd. Luego, seis seglares jóvenes y fornidos lo alzaron en hombros. La comitiva emprendió una marcha lenta y llena de recogimiento por el pasillo central de la iglesia, camino del patio. Muchas personas se santiguaban con devoción al paso del féretro, y algunas cabeceaban con pesadumbre en señal de despedida. Yo noté que el alma del difunto estaba emocionada, aunque trataba de disimularlo con aquel aire de artista de cine con fama de comehombres. Cuando el féretro pasó por delante de nosotras, ella tragó saliva, se humedeció los labios, tensó y destensó los músculos faciales para que el rostro le quedase limpio de tensiones emotivas, se volvió hacia mí y me preguntó:

—¿Vienes al cementerio? El panteón es una obra de arte.

A mi espalda, Dany, como si hubiera escuchado la pregunta, me dijo:

—Vámonos enseguida a la hospedería, no sea que nos quedemos de nuevo sin habitaciones.

No hizo falta que yo dijese nada. El alma del muerto sonrió, muy comprensiva.

—Ha sido un placer —dijo, y me dio dos besos muy estilosos.

—Mucha suerte —dije yo. Y no sé por qué me acordé en aquel momento de mí misma el día que dejé mi casa, el día que dejé a mi gente, para irme a Cádiz, a empezar a vivir como lo había soñado desde que tuve uso de razón.

En vela, pero con los pies en el suelo, me pasé las tres noches siguientes. Y es que la abadía de San Esteban de los Patios, de noche, era como yo me he imaginado siempre que tiene que ser el Purgatorio. De día no es que aquello fuese Disneylandia, pero había un cierto ajetreo de frailes y huéspedes que iban de un lado para otro, entregados a algún trabajo manual o a la lectura o a pasear tranquilamente sumidos en la meditación, y hasta eso, dar barzones por los patios con la mente ocupada en desentrañar los misterios espirituales, levanta su rumorcillo y distrae el oído de quien, como una servidora, todavía lo tiene muy sensible a los bullicios de este mundo. Sin embargo, en cuanto se ponía el sol —y en aquella época del año el sol se ponía allí a las seis de la tarde— sobrevenía una calma tan absoluta, pero tan melindrosa, que a un oído tan cogelotodo como el mío no había sonido que se le escapase. Y mientras los sonidos eran relajados y armoniosos, como en los rezos y las salmodias de vísperas y completas, una se podía ir poniendo en situación, pero cuando empezaban a salir de todas las celdas y todas las habitaciones aquellos ruidos de latigazos, y los ayes lastimeros —cuando no los gritos desgarradores de todos los que se flagelaban o se dejaban flagelar, yo me ponía mala y ya no podía ni pegar ojo ni sumergirme en la fuente que mana y corre. Bueno, la verdad es que ni siquiera daba con la susodicha fuente. Entonces me liaba a pensar en lo bien que se lo estaría pasando el alma decidida y liberada de don Rodrigo González de Aguirre.

Y pensaba con mucha aplicación en el alma de don Rodrigo para ver si de esa forma dejaba de pensar en lo otro. Porque ya no se trataba sólo de que oyese, como los oía, los lamentos y gritos de dolor, es que no podía quitármelos de la cabeza. Quiero decir que, el primer día, tardé mucho en reaccionar, pasó por lo menos una hora antes de que me pusiera en los oídos unos tapones de cera que siempre llevo conmigo porque desde renacuajo he sido de sueño ligero —aunque estaba convencida de que, en la placidez de los monasterios en los que planeábamos hospedarnos, no los iba a necesitar—, y quedó clarísimo que llegué tarde, porque era como si los ayes se me hubieran clavado en la memoria, y allí estaban, impertérritos, aunque los tapones de cera me dejasen, como me dejaban, sorda como una tapia. Y al día siguiente, y al otro, no sirvió de nada que me encajase los tapones a las cinco de la tarde, porque es cierto que dejé de escuchar todos los sonidos corrientes, los agradables y los desagradables, pero desde el momento en que todo el mundo, después de completas, se retiraba —a sus celdas, los monjes; a sus habitaciones, los huéspedes— empezaba yo a oír aquel concierto de gemidos, con algún alarido intercalado, que era exactamente el mismo que el que yo siempre me he imaginado como típico del Purgatorio.

Qué angustia. Me imaginaba yo los cuerpos retorciéndose, pero sin parar de castigarse, porque tenían que purgar sus culpas. Me imaginaba a aquella pareja que tenía una pinta tan fenomenal —el cincuentón canoso y la cuarentona bajita, pero bien formada— turnándose con el látigo, y la veía a ella desnuda y amarrada al sobrio cabecero de madera de la cama, con su media melena pringosa como una aljofifa después de fregar un quirófano, con todo el cuerpo en carne viva, con la voz ronca por el sufrimiento, pero sin dejar de pedir más latigazos porque estaba a punto, lo que se dice a punto de levitar; y lo veía a él, al principio él no iba completamente desnudo, llevaba un taparrabos de cuero que le sentaba como un guante, y desde luego se conservaba divinamente para la edad que tenía, se le marcaban bastante los músculos cada vez que pegaba el latigazo, y estaba empapado en sudor, a veces la sangre de ella le salpicaba y era como si a él se le acabara de reventar un grano, pero la verdad es que él no perdía el estilo en ningún momento, ni siquiera cuando perdía la cabeza y se ponía a chillar y a decirle a ella que ya estaba bien, que también él quería sufrir, que también él quería purgar sus culpas, que también quería estar completamente desnudo, amarrado a la cama, cosido a latigazos, y entonces él la desataba a ella y ella se resistía y pedía más y él la sacaba de la cama a empujones y se tumbaba y empezaba a pegarse latigazos —lo que, en aquella postura, resultaba complicadísimo— hasta que ella iba entrando en razón y comprendía que ni siquiera en la penitencia hay que ser agonías y cogía el látigo y él empezaba ya a pegar unos gritos que rompían el corazón. Claro que, para gritos, los que pegaba la muchacha pequeña y pálida mientras el hombretón rubio le daba latigazos. Yo los oía. Los oía como si ellos estuvieran dentro de mi habitación. El hombretón rubio, completamente en cueros, desde luego era un adonis. Pero daba miedo ver cómo pegaba a la chiquilla, y eso que la chiquilla estaba tan de acuerdo con que le pegase que, cuando el latigazo le acertaba en el estómago, ella se lo abrazaba para que el látigo —y, de paso, los trozos de las piedras que lapidaron a san Esteban— se le quedase clavado el mayor tiempo posible. Entonces el hombretón protestaba, como es lógico, porque él también quería ser flagelado, como quería ser flagelada la mujer alta cuando el hombre bajito ya era lo que se dice un guiñapo, y eso que el hombre bajito no gritaba como un réprobo, el hombre bajito gemía como un perrillo con calentura, y como el hombre bajito no estaba para nada y la muchacha pequeña tampoco, y sobre todo no estaban para liarse a latigazos con la mujer alta y el hombretón rubio, respectivamente, el hombretón rubio y la mujer alta cogían los látigos y salían al pasillo y se buscaban con verdadero frenesí, y allí mismo, en el pasillo, cuando se encontraban, se ponían a flagelarse como fieras el uno al otro, y toda la hospedería se llenaba de sus ayes desgarradores, y aquellos ayes se enredaban con los ayes de la pareja con una pinta fenomenal, y con los de Dany, que también salía de su habitación, a ver si alguien le daba con el látigo más fuerte de lo que se daba él, y yo me lo imaginaba todo con una claridad que se me ponía un cuerpo malísimo, y no servía de nada que me empujase como una fanática los tapones de cera que me había puesto en los oídos, al contrario, cuanto más me empujaba más ayes oía, y no sólo los de Dany y los del hombre cincuentón y la mujer cuarentona y el hombretón rubio y la muchacha pequeña y la mujer alta y el hombre bajito, no sólo esos, sino muchos más, todos los que llenaban la abadía como llenan el Purgatorio, en cuanto se ponía el sol. Así durante tres días. Y el cuarto día me planté y me dije: Rebecca, esto no es lo tuyo.

También se lo dije a Dany, sin la menor contemplación:

—Hoy mismo nos vamos. A mí esto me bloquea la experiencia mística como no te puedes ni imaginar.

Dany intentó hacerse el remolón y se puso a explicarme los buenísimos resultados que da la vía punitiva durante las primeras moradas. Pero yo le dije que a mí la vía punitiva sólo me daba escalofríos y que yo me imaginaba la santidad, y especialmente la santidad mística, de una forma mucho más poética, sin aquella carnicería horrorosa, con mucha luz y un aire muy limpio, con una piel muy tersa, con unas posturas sencillas pero elegantes, con una música suave y con suspiros producto del embeleso, no con aquellos alaridos más propios de un aldea en tiempo de matanza que de un vergel frondoso donde la amada —enajenada, desde luego, pero dulcemente— retoza con el Amado.

—Rebecca —me dijo él—, el éxtasis no es una verbena. Tiene una primera fase muy dura, puesto que el alma debe liberarse de las miserias del cuerpo y para eso hace falta que el cuerpo sufra.

Pero yo no quería que mi cuerpo sufriera. Ya me privaba yo lo suficiente de las cosas que me pedía el cuerpo como para, además, darle una paliza. Mi cuerpo podía ponérseme farruco y decirme, con razón: ¿para esto querías el cuerpo que tienes, desgraciada? Bien estaba no darle emociones mundanas ni caprichos, pero de ahí a dejarlo para el arrastre había un trecho. Y mi alma seguro que tampoco era demasiado tiquismiquis. Como además mi alma ya tenía corrido todo lo que en esta vida se puede correr —y no como el alma de don Rodrigo González de Aguirre, que, en cuanto pudo volar por su cuenta, salió escopeteada a alternar y a conocer mundo—, tenía mucho ganado, o debería tenerlo si en aquello de la mística había justicia, para gozarse mutuamente con el Amado, adentrándose con él en la espesura sin necesidad de dejarse antes el cuerpo hecho una llaga.

—Tiene que haber un sitio —le dije a Dany— donde se pueda combinar el descanso honesto y sano, e incluso un poco de ejercicio de puro mantenimiento, con el cultivo intensivo de la espiritualidad.

Dany intentó protestarme, pero yo rebusqué en mi bolso las llaves del coche, comprobé ostensiblemente que las tarjetas de crédito estaban en su sitio, hice un comentario candoroso sobre lo urgente que era encontrar en alguna parte un cajero automático porque estábamos sin cash, y a Dany debió de iluminarle en aquel momento el Espíritu Santo sobre el camino a seguir, porque, con cristiana resignación y docilidad de chico de compañía, fue y dijo:

—Está bien. Yo conozco el sitio que buscas.

Claro que por lo visto había un inconveniente: los padres benedictinos del santuario de San Juan de La Jara, cuyas instalaciones contaban incluso con certificado de calidad de la Unión Europea, sólo admitían a hombres.