El monasterio de Santa María de Bobia es gigantesco, pero muy sobrio, nada llamativo. Tiene forma de cruz, un color pardo casi idéntico al de los montes que lo rodean y, cuando lo ves desde la carretera comarcal y accidentadísima que pasa a menos de un kilómetro, te parece que aquello está abandonado desde hace un montón de tiempo. De la carretera sale un camino que, sin duda, está como está para que el cuerpo se te acostumbre enseguida a la penitencia y entres en ese lugar de recogimiento y oración perfectamente sacudida de molicie, modorra, melindres y medrosidades. De hecho, cuando aparcas frente a la hospedería, te bajas del coche, aspiras hondo para que se te ventilen los pulmones con el aire transparente de la sierra, te llevas las manos a las caderas y haces un poco de estiramiento de cintura, notas tanta ligereza interior que comprendes que todas las curvas y todos los baches del camino sirven para que te dejes en ellos todas las miserias de tu carne mortal.
—¿Habrá alguien aquí? —me preguntó Dany.
—¿Es que no notas —le pregunté yo, algo escandalizada— la presencia inconfundible del Amado?
Dany enseguida rectificó y dijo que sí, que la notaba estupendamente.
—De todas maneras —añadió—, no hay ni un solo coche. Me parece que vamos a ser los únicos huéspedes.
—Estupendo —dije yo—. Así tenemos al Amado para nosotros solos.
Junto a la puerta de la hospedería había una argolla de la que Dany tiró con tanta fuerza, tres veces seguidas, que yo temí que terminase armando un estropicio. Desde el interior del monasterio llegó el sonido escandalizadísimo de una campana que, por lo mucho que desafinó, no estaba nada acostumbrada a aquellos ímpetus. Y es que cuando Dany aplica su corpachón a tareas terrenales es que no calcula, así que puede causar estragos y, si andas cerca, te llevas unos sustos de muerte. Y si no que se lo pregunten al fraile que se asomó por la mirilla alarmadísimo y censurando, con una mirada entre atónita y descompuesta, tamañas brusquedades.
—Ave María Purísima —dije, con toda la dulzura de la que es capaz cualquiera que sepa que va camino de ser santa.
—Ave María Purísima —contestó el fraile, algo desencajado.
En realidad, el fraile no conseguía apartar la vista de Dany y la verdad es que no tuve nada claro si su invocación a María Santísima era una piadosa respuesta a la mía, o una incontrolada exclamación de asombro por lo que tenía delante y a lo cual no daba crédito. Y eso que Dany iba sencillo.
Llevaba Dany un pantalón de loneta tipo safari, con un montón de bolsillos no sólo en el delantero y en el trasero sino en los laterales y hasta media pierna, con lo que abultaban todavía más sus muchos abultamientos, porque, si bien todos aquellos bolsillos estaban reventones, no era porque los llevara llenos de cosas, sino por servir de desahogo a tantísima musculatura como Dany tenía por todas partes. Llevaba también un niqui blanco que, aunque le marcaba salvajemente los pezones, le daba a su torso una cierta serenidad, incluso cierto candor que convertía en piadosos sus suculentos pectorales, hasta el punto de resultar perfectamente compatibles con el arrobamiento. Una cazadora de color tabaco y tela de gabardina y hechuras generosas lograba dulcificarle mucho los hombros y los brazos. Pues bien: a pesar de todo, era evidente que el fraile estaba en ascuas.
—Este es un lugar de retiro y meditación —dijo, pero con la voz tan encogida que no me quedó nada claro si era una advertencia para nosotros o un recordatorio para sí mismo, sumido, como yo creo que estaba, en la debilidad y la vacilación.
—A eso venimos precisamente, padre —dije yo al momento, modesta pero decidida, y procurando que la ansiedad de mi corazón quedara patente.
Entonces él nos aclaró que no era padre, sino hermano lego, que su lugar estaba por designio del Altísimo en el ala del monasterio dedicada a hospedería, y que en el cuidado y vigilancia de las humildes pero escamondadas celdas en las que no cabían ambiciones ni pejigueras terrenales, sino sólo plegarias y otras selectas labores del espíritu y la inteligencia dirigidas al enriquecimiento exclusivamente interior, hallaba él consuelo para su poquedad humana y estímulo para su anhelo de perfección. Y que, si era cierto que buscábamos la paz de nuestras almas y el acercamiento a nuestro destino inmortal, habíamos estado acertadísimos al elegir aquella austera pero contrastada y prestigiosa posada del Señor, muy recomendable además por su relación calidad-precio.
—Son —dijo— tres mil pesetas por persona y noche en celda individual, cinco mil por dos personas en celda doble, y cuatro mil por persona en celda doble con uso individual. Pueden elegir cualquiera de las tres opciones, estamos en temporada baja.
—¿Comidas incluidas? —preguntó Dany, dejando por un momento de pensar en su alma para pensar en su corpachón.
—Por supuesto —dijo el hermano lego—. Aunque las refacciones estarán siempre caracterizadas por la sencillez y moderación que se les supone a la dieta monástica.
—Convencida estoy —me apresuré a decirle— de que las refacciones esas sobrarán para el mantenimiento de mi carne mortal. Alimento espiritual es lo que yo ansío, padre.
Dany me dio un codazo. Como no calcula, yo creí que me había roto una costilla. Y, después de todo, llamarle padre en lugar de hermano lego no era hacerle de menos, sino hacerle de más. Claro que también el que te hagan de más, cuando tú estás cultivando tu humildad como un huertecillo de modestas aunque delicadas verduras, no deja de ser una faena. De manera que, no sé si porque el hermano lego dejó que entrase en su alma un ramalazo de resentimiento y se puso farruco, o porque tampoco una puede dejar de ser una mujer de bandera de la noche a la mañana, aquellos ojos monásticos me dirigieron una mirada mitad compasiva, mitad incrédula. Claro que si con eso el hermano lego pensaba desanimarme y hacerme desfallecer, aviado estaba. Rebecca de Windsor no se desanima ni desfallece por tan poca cosa. Cierto que, como digo, yo no había tenido tiempo material para quedarme como una sílfide, pero desde luego había realizado un meritorio esfuerzo de sobriedad en el vestir que afectaba tanto al corte como al color de las prendas que había elegido para el viaje, y la prueba estaba en que, en aquel momento, a la puerta de la hospedería de Santa María de Bobia, llevaba puesto un camisero muy simple de color cobalto, de cuello cerrado por delante y tímidamente desbocado por detrás —y no sólo para no sofocar el airoso arranque de mi espalda, que es una de las cosas más bonitas y refinadas que tengo, sino para que el vestido no pareciese del todo un hábito y a mí me entrase la depresión—, las mangas en ranglán y hasta dos centímetros por debajo de los codos —lo que siempre queda discreto y favorecedor, sin caer indecentemente en la coquetería—, el talle alto y en suave desnivel de arriba abajo y de delante atrás, lo que permitía, a pesar de la inevitable salud de mi pechera durante tantos años bien apuntalada, difuminar bastante las redondeces que una dieta estricta, aunque equilibrada, aún no había logrado domesticar. No tengo que decir que el largo era estrictamente chanel, que es de una elegancia a la par prudente y combativa, y el calzado estrictamente cómodo, unos botines planos y con cordones, cerrados hasta el tobillo y que, sin ser estrictamente deportivos, tampoco eran estrictamente formales. Un prodigio de mesura, armonía y camuflaje era yo, vamos. Así que no había razones objetivas para que el hermano lego me mirase de aquella forma, como si la intuición le bastase para descalificarme como mística en ciernes, cuando cualquiera sin prejuicios de curilla interrupto podía apreciar en todo su valor la transformación que se había operado en mí, que, por las pintas, iba derecha a la quietud y el sosiego del alma, de donde después se parte para el éxtasis sin vuelta de hoja. Debo añadir, para más inri, que me había cortado el pelo en plan lesbiana con buen gusto, muy corto pero con volumen suficiente para conservar un aire de simpática feminidad, que tampoco era cosa de que el Amado confundiera a la Amada con un bombero. Pues bien: a pesar de todo, el hermano lego o me encontraba más falsa que un lacoste de Bangkok, o me consideraba todavía demasiado sexy.
—El alimento espiritual no está hecho para todas las bocas ni todos los estómagos —dijo el hermano, que ya empezaba a resultarme un poco sieso—, pero también es cierto que el hambre espiritual es una buena penitencia, y toda penitencia nos mejora.
A él, desde luego, parecía difícil mejorarle. Cuando abrió la puerta y lo vimos de la cabeza a los pies, resultó que era casi tan alto como Dany y nadie habría dicho que estuviese precisamente delgado, pero daba la impresión de tener las carnes sueltas, despegadas del esqueleto, como si el metabolismo lo tuviese tan descacharrado que ni poniéndose a pan y agua podía el pobre adelgazar, todo lo que conseguía era que las carnes se le fueran por un lado y los huesos por otro. En tiempos seguramente tuvo la cara redonda y los labios gordos y colorados, pero ahora lo llevaba todo descolgado y descolorido, casi tanto como el hábito entre beige y verdoso y que daba la impresión de estar demasiado planchado y muy poco lavado. Tenía los ojos grises y desconfiados y me miró como los peristas miran las alhajas que compran, como si estuviera calculándome los quilates o buscándome el contraste para confirmar que yo era de verdad lo que se temía: una mujer de rompe y rasga. En cambio, no conseguía sostenerle la mirada a Dany. Enseguida bajaba los ojos, como si entonces fueran los quilates los que le estuvieran escudriñando a él.
—La caridad —dijo, después de apartar por tercera vez consecutiva la vista del pectoral despampanante de Dany, y clavándome una mirada de experto en hostelería— se paga por adelantado.
Por nuestra parte, le aseguré, ni el menor inconveniente. Entonces se hizo a un lado con mucha ceremonia y dejó la puerta libre para que entrásemos en el recibidor de la hospedería. Era una habitación grande y casi desamueblada y allí se palpaba ya —me dije yo— la placidez y el recogimiento, para que las almas destempladas como las nuestras —al menos, como la mía— se fueran aclimatando, primero, a los inevitables escalofríos que acompañan al trance del desprendimiento y, más adelante, a las tórridas temperaturas del éxtasis. Y es que la mística, según yo había podido colegir, es como las Canarias: tierra de vivos contrastes. Por tanto, la tibieza que reinaba en el recibidor había que entenderla como aperitivo de sacudidas más extremas en el termómetro del alma una vez que el alma se aventurase al otro lado de aquellos muros.
—¿Celda doble, celdas individuales, o celdas dobles para uso individual? —preguntó el hermano lego, con mansedumbre, pero manejando con mucho desparpajo el teclado del ordenador.
El ordenador, como un arcángel punk, parecía fuera de lugar en aquella antesala de la experiencia mística. Allí el ordenador pegaba menos que un condón en un bautizo, las cosas como son. Estaba sobre el mostrador de madera oscura y línea severa, en uno de los extremos, y formaba con el mueble una especie de monstruo de cuerpo seco y formal y cabeza mecánica y estrafalaria, como si el guardián de aquella primera morada hubiera decidido de repente modernizarse de cabeza para arriba. Sacaba un poco de situación ver aquel chisme allí. Todo estaba en penumbra, aunque no sé decir si por falta de verdadera luz o por defecto de mis ojos, mayormente los interiores. Que bien pudiera ser que en la estancia hubiera luz más que suficiente, y el problema estaba en que yo llegaba con la firme determinación de ser santa por la vía del éxtasis, pero con los ojos todavía enturbiados por los achaques terrenales, entre los que sería tonto no reconocer una incorregible curiosidad, cierta tendencia a ponerme criticona y un poquito de miopía. Claro que, por otro lado, el ordenador lo veía estupendamente. Y no podía evitar que me pareciese un pegote y que se me notase mucho que me lo parecía.
Se me notaba tanto, que el hermano dijo, con una severidad muy poco caritativa:
—Dios también está entre los ordenadores.
Me ruboricé. Ya sé que puede parecer incongruente con mi temperamento y mi ánimo decidido y hecho a plantarle cara al lucero del alba, pero es que, aparte de lo antipático que era aquel señor, comprendí que mis humores aún se hallaban lejos de estar domesticados, que mi carácter extravertido seguía jugándome malas pasadas, y que me encontraba todavía lejísimos de alcanzar la divina dejadez que no se altera porque un monje lego te mire mal, los huéspedes de todas y cada una de las siete moradas figuren en un ordenador como los de cualquier hotel playero de tres estrellas, o haya que pagar la celda por adelantado. En eso, desde luego, también me llevaba Dany muchísima ventaja. Dany seguía impertérrito. Y eso fue precisamente —el que yo no interrumpiera su desarrollo místico con mis torpezas— lo que me llevó a decidirme por celdas separadas, aunque las preferí de capacidad doble, más que nada porque si nos llegaba el momento de levitar siempre agradeceríamos un poco de desahogo.
Las celdas estaban en el primer piso de aquella ala del monasterio y el hermano —o el ordenador— nos las asignó la una frente a la otra, separadas por el pasillo. La de Dany daba a una alameda alargada que bajaba hasta un río bastante raquítico que pasaba por allí, como un hormiguero verde y sombreado en medio de la solana. Desde la mía, por una ventana tan estrecha que daba hasta fatiga mirar por ella, apenas se veían un par de arcos del claustro y el patio interior de tierra en el que crecían algunos cipreses. Las celdas no tenían más de seis metros cuadrados, y eso que eran dobles, pero en cambio los techos eran altísimos, de manera que Dany no tendría problemas si, propulsado por el deseo de gozar cuanto antes de las gracias del Amado, se ponía a levitar como un helicóptero. El hermano, agobiado de pronto por una modestia tan estricta que le impedía levantar la mirada del suelo, nos dio a cada uno nuestra llave y dijo, en un susurro:
—Mi nombre es hermano Benedicto. Aquí no se necesita nada, salvo el gusto por la meditación y la oración. Son las seis y cuarto, a las siete es la cena, en el refectorio. A las siete menos cinco estaré en el recibidor. No se retrasen.
El hermano Benedicto se dio media vuelta, sin mayores protocolos, pero se tomó su tiempo para llegar a las escaleras y dejarnos a solas en aquel lugar en el que yo esperaba que empezase mi subida al Monte Carmelo. Claro que el secreto estaba en saber por dónde empezar. Miré a Dany como supongo que mira un náufrago a quien puede sacarle del apuro. Pero me percaté al segundo de que a Dany lo consumía el ansia de estar tan embebido, tan absorto y de todo su sentido tan privado que no estaba dispuesto a perder el tiempo en auparme un poco a mí. Sublime egoísmo, supongo. De modo que enseguida se encerró en su celda y me dejó sola en la oscuridad, como la pobre Audrey Hepburn en aquella película en la que hacía de ciega, aunque es verdad que a ella la asediaba un asesino y a mí mi lamentable vida por mis pecados detenida, lo cual me hacía estar a punto de romper en coplas del alma que pena por ver a Dios y con un mal tan entero que muere porque no muere. Cierto que tenía cuarenta minutos por delante. Y que cuarenta minutos pueden ser una eternidad, sobre todo si una no tiene sus pinturas y sus potinguitos para ordenarlos en el tocador —en el caso, y esa es otra, que hubiera tocador—, ni un equipaje abundante y variado que haya que disponer en el ropero. Lo único que yo tenía allí era a mí misma, sexy y pecadora Rebecca de Windsor, y unas ganas locas de entrar en trance. Pero, claro, hay que ser ya muy santa para entrar en trance en cuarenta minutos.
Creo que el trance estuve a punto de tenerlo cuatro o cinco horas después, mientras dormía. A lo mejor no es muy reglamentario mezclar el sueño con el deliquio, pero hay que tener un poco de manga ancha con las principiantas, me parece, tampoco iba a pretender ni yo ni el Amado que pasara directamente de mi suciedad a su limpieza por arte de birlibirloque. Supongo que es mucho más natural, para una aprendiza, quedarse traspuesta y luego ir entrando con suavidad en el trance. Puede que a una mística ya veterana y con muchas horas de vuelo —y nunca mejor dicho— el trance la pille de sopetón y en cualquier parte, pero una pobre novicia supongo que tiene bula para ayudarse un poco con el estado onírico. Lo malo fue que, aunque creo que estuve a punto, ni siquiera con la ayuda del estado onírico conseguí que el trance cuajara.
Cuando, a la mañana siguiente, se lo conté a Dany, él me dijo:
—La cena no te sentó bien.
Qué brusco, por Dios. Yo pensaba que quien se halla en escalones más elevados y más próximos al tálamo del Esposo tenía una delicadeza, un tacto a la hora de orientarte, de señalarte las equivocaciones, de mostrarte el camino por el que ir tú también subiendo escalones y aproximándote al tálamo en cuestión. Pues, por lo visto, estaba equivocadísima. Es verdad que, nada más ponernos en camino en mi coche, después de pasar por la estación de Chamartín para recoger sus cosas en consigna, yo me había dado cuenta de que Dany era una criatura de poco hablar, que no era nada comunicativo ni nada adulador, pero comprendía que con la mística corres el riesgo de volverte un poco rancia, o al menos de parecerlo a ojos frívolos o simplemente profanos, porque hay mucho contraste entre la tremenda vida interior del místico y la horrorosa superficialidad de la vida del resto de los mortales. El contraste no se nota tanto si el místico o la mística es de natural jacarandoso y dicharachero como santa Teresa, y si logra hacerlo compatible con el misticismo. Tengo que reconocer que yo esperaba lograrlo. Incluso esperaba lograr el más difícil todavía: ser la más mística de todas sin dejar de ser expresiva y locuaz, sexy y vistosa. En lo último, Dany podía servirme de ejemplo, porque a sexy y a vistoso pocos le podían ganar. Lástima que el misticismo no le dejara ser un poco más simpático. Claro que yo no me lo guardé y se lo dije:
—Que el Amado me perdone, Dany, pero eres un cardo.
Él se limitó a encogerse de hombros y a poner una cara semiborde que, sin duda, quería decir: los místicos somos así, bonita, lo tomas o lo dejas.
Y decidí que lo tomaba, a pesar de todo. Nunca he soportado no ya que me desprecien —siempre he sabido ponerme en mi lugar y nunca he permitido que los demás me coman ni un centímetro de mi terreno—, sino ni siquiera que se den ínfulas conmigo, pero la mística, según los libros que leí, tiene una primera fase que incluye no sólo el desapego de los bienes y los halagos terrenales, sino el aguantarse los ramalazos del temperamento, así que me guardé el genio en el revoltillo de la perdición y me dispuse a analizar lo que pudo haber fallado en aquel amago de arrobo místico que tuve la noche anterior.
Pudo haber sido la digestión, de acuerdo. Dany no fue amable, pero a lo mejor dio en el clavo. La dichosa tercera refacción, como se le llamaba a la cena en aquel sitio, consistió, de primer plato, en una menestra de verduras a base fundamentalmente de calabacines y puerros bastante bravíos, no sé si por haber sido recogidos prematuramente o porque les faltaba más de un hervor, manchada aquí y allá por trocitos de zanahoria que, por el contrario, estaban demasiado cocidos, como si hubieran ido a parar a la menestra procedentes de algún guiso del día anterior; porque el viaje me había abierto el apetito, pero en circunstancias normales no me habría importado nada guardar aquella noche un ayuno parcial. Claro que, en circunstancias normales, el ayuno habría sido casi absoluto si se tiene en cuenta que, de segundo plato, nos sirvieron una tortilla de pan, que yo no me lo podía creer, aunque al principio pensé que era tortilla de patatas, porque tenía la misma forma circular y la misma pinta que la tortilla española de toda la vida, pero el sabor enseguida se lo encontré curioso, y no desde luego por el perejil y la cebolla, sino porque la miga de pan frita es muy poco consistente y da algo de grima. Con cosas así, o eres ya muy mística, o el estómago se resiente. Sobre todo si se tiene en cuenta que, a las siete de la tarde, en aquellas primeras semanas de marzo, los días se alargaban ya lo suficiente como para que lo que de verdad te apeteciera fuese entretener la inquietud estomacal —una mística nunca debe tener hambre, supongo— con un té con pastas, y no con aquel comistrajo excesivo para merienda y raquítico, además de bastante grimoso, para cena. La verdad, es posible que se me descompusiese la digestión. Y con la digestión descompuesta no es fácil que un trance espiritual llegue a buen fin, eso hay que admitirlo. Dany podía tener toda la razón. Porque incluso lo único realmente comestible de toda la cena, unos pastelitos de manteca rellenos de cidra —cien por cien caseros o, mejor dicho, monacales—, tenía la santa virtud de engolliparte, con lo cual no había forma de caer en el exceso, aunque del ardor de estómago no te librabas. Y entrar en trance con ardor de estómago no parece viable.
De todos modos, aquel primer chasco también podía deberse a que, en la primera morada —que así lo había leído yo y me acordaba divinamente—, mi alma estaba aún tan metida en cosas del mundo, y tan preocupada por la hacienda o la honra o los negocios, que por mucho que el alma lo deseara no podía gozar de la hermosura del Amado, ya que no conseguía escabullirse de tantísimos impedimentos. Por descontado, eso era peor que un simple problema digestivo, pero menos ordinario. Era un inconveniente más estructural, como se dice ahora, pero siempre queda más fino luchar contra eso que contra una ardentía. De todos modos, hay que reconocer que lo que cuenta es el resultado, y el resultado fue que yo creía estar viviendo a tope mi primer encuentro con el Amado y, en realidad, la muchacha fogosa y comprometida que yo fui me jugó una mala pasada.
Después de la cena, en el refectorio, hubo un rato de recogimiento y tengo que admitir que se me cerraban los ojos de puro cansancio. Toda mi vida me ha pasado igual: a eso de las siete o las ocho de la tarde —y sea invierno o verano, otoño o primavera—, como esté en un sitio cerrado y sin moverme, y no digamos ya si estoy sentada o recostada y todo está en silencio, me entra un sueño superpesado. En general, el único modo de espabilarme un poco es dar una vuelta, hacer algo de ejercicio, tomar el aire, zascandilear. Pero en el monasterio de Santa María de Bobia, después de la cena y de la media hora de meditación que le sigue, toda la comunidad se retira a sus celdas y Dany me dijo que, aunque a los clientes de la hospedería no se les exige seguir el reglamento al pie de la letra, él no pensaba ser una excepción. A mí también me pareció una buena idea para empezar la subida al Monte Carmelo con buen pie. De modo que pasé directamente del sopor sin duda placentero del refectorio al sopor más placentero aún de mi celda, y al cabo de un tiempo que no sé calcular, pero que desde luego no creo que fuese larguísimo, me encontré sumida en ese estado que a una misma no acaba de convencerle ni como sueño ni como vigilia, porque todo te parece a la vez muy real y muy ficticio. Entonces ocurrió.
Me vi en la puerta de un pajar, monísima, muy fresca, recién bañada en una cascada de agua pura de montaña, perfumada con lavanda simplemente, vestida con un modelito adlib que me había comprado en Ibiza hacía siglos y que ya no usaba para no ser llamada antigua, aunque seguía favoreciéndome una barbaridad, y estaba apoyada en el tronco de un magnolio. Respiraba yo de manera muy sensual cuando, de pronto, como un fulgor, moreno, sonriente, apareció él. La mañana, ya de por sí luminosa, se puso más luminosa todavía.
Venía solo por el camino que llevaba derecho al pajar. No se movía como un junco porque eso es una mariquitada: se movía como un hombre se tiene que mover. Una vaca soñadora le salió al encuentro y él la saludó como si la conociera de toda la vida. Qué porte, me dije. Qué aura desprende. Cómo me mira. Cómo le ríen los ojos y cómo sabe que yo lo noto desde la distancia. Qué magnetismo derrama. Y cómo me desea. Porque yo me sentía muy deseada. Yo empecé a temblar como un pez que sabe que el gusano que baila frente a él está clavado en un anzuelo que será su perdición, pero no sabe ni quiere resistirse y, en el pajar, a mis espaldas, la paja empezó a crujir reclamando nuestros cuerpos, o sea, la unión del Amado con la amada.
Cuando llegó a dos metros de mi piel, su piel ya me quemaba. Mi respiración se hizo el doble de sensual. Un hormigueo apasionado me fue creciendo por mis bien torneados muslos hasta el pórtico de la gloria. Empezaron a sonar campanas en el aljibe secreto, allá donde las aguas se desbordan y te inundan con su gozo. Él amplió su sonrisa. Cada paso que daba hacia mí era como si me desabrochara un corchete del vestido. Yo no quería moverme: sabía que aquella postura, apoyada en el magnolio, me favorecía. Tampoco quería desmayarme. Me llegaba, como un tigre de Bengala, el olor que desprendía. Su mirada era caliente y temeraria como el jefe de un comando palestino. Su aliento era tan dulce como el aroma de un melón de Murcia. Sus ojos tenían un brillo reconcentrado y espeso, como el oro de ley. Cuando alzó su mano, la acercó a mi cara y acarició con la parte de fuera de sus dedos mis mejillas, a mí me dio un calambre y traté de incorporarme ágil como una gacela, rápida como un lince, instantánea como un muelle, para que él pudiese ponerme la mano donde quisiera. Pero no conseguí despegarme ni un centímetro del tronco del magnolio. Inmediatamente pensé: el lumbago. Entonces él, cariñoso y socarrón, me susurró al oído:
—Tranquila. Déjame a mí.
Yo gemí:
—Por Dios, que me pierdes.
—Tú no sabes —me dijo— lo perdida que estás.
La paja del pajar ya no crujía: pegaba gritos. Yo llevaba en el pelo jazmines recién cortados; a mordisquitos, me los fue quitando uno por uno. Una cascada de agua pura de montaña empezó a caerme a mí en el monte del gozo. El modelito adlib era de escote bañera; con los dientes me lo fue despegando hasta dejar libres mis esculpidas bóvedas pectorales, que temblaban como tórtolas asustadas por los disparos de un cazador en una mañana de otoño. Por un esguince mental se me coló el sentido común que me dijo: «Niña, que estamos a principios de marzo, a ver si vas a resfriarte». De modo que, dulcemente, yo fui a protestar, pero él cortó de cuajo mis protestas con un beso de tornillo. Sus labios eran firmes como grilletes y suaves como brevas de Mazagón. Su mano derecha se hizo un hueco entre el magnolio y mi cintura y yo creí que se me quebraba el talle. Artritis, pensé. ¿Acaso estaba yo tan achacosa —me dije, horrorizada— que iba a echar a perder aquel momento tan sublime? Pero él ya me apretaba contra su cuerpo con mucha fuerza y entonces sentí toda su hermosura. Yo nunca había sentido tan cerca una hermosura tan grandísima. Me dislocó. Me volví pantera, todo el cuerpo se me hizo garra, sus ropas terminaron hechas jirones en un santiamén, el vestido adlib también acabó enseguida hecho trizas, porque los dos éramos de pronto de lo más felinos, aunque él más fuerte, así que me cogió en brazos, una ráfaga de viento terminó de desnudarnos, era imposible que la mañana se volviera más luminosa, la paja del pajar cantaba a voz en grito el Aleluya de Haendel, la mañana reventaba de tanta luminosidad, un coro de serafines vestidos de verde oliva salmodiaba melodías misteriosas aunque algo marciales y, en el momento en que él buscaba mi puerta de los suspiros, se produjo aquella revelación brutal y entonces, cuando yo esperaba ver por fin el rostro del Amado, le reconocí: no era el Amado, era ¡el Che Guevara!
Dany sin duda tenía razón. Una digestión difícil es capaz de, en lugar de ponerte mística, ponerte revolucionaria.
Pero no tengo ningún derecho a renegar de la muchacha fogosa y peleona que fui. Después de todo, lo que me había pasado tenía su lógica. Hubo un tiempo en que mi ídolo era el Che Guevara, aunque ahora estoy recicladísima, como todos. Comprendo que resulta llamativo el haber tenido unos gustos tan guerrilleros y acabar empeñada en alcanzar el misticismo, pero más vale eso, digo yo, que terminar como otros, haciéndose chalés cada vez más grandes a costa de pisarle el cuello a quien haga falta. Si el viejo Vinagre estuviera vivo, y si pusiera a un lado los pros y a otro lado los contras, a lo mejor el pobrecito mío no acababa de entenderlo, pero no se avergonzaría de mí.
Todavía era noche cerrada cuando volví a mis cabales de sopetón y comprendí que había dado el gatillazo místico. A las cinco, la comunidad se levantaba para rezar maitines, pero aún no eran ni las cuatro y a mí me dio por pensar que, en aquel instante, no había despierto ningún ser humano a quien poder contarle lo que me había pasado, lo desanimada que me sentía y la falta que me hacía un poco de consuelo y de orientación. Dany seguro que estaba a dos metros del suelo y en delicioso coloquio con el Altísimo. El hermano Benedicto quizá tuviera un sueño agitado, porque una pareja como la que formábamos Dany y yo era capaz de agitarle el sueño a cualquiera, pero seguro que ya tenía mucha práctica en la tarea de resistir las tentaciones, buscar en la tormenta y la oscuridad el rostro del Esposo y perseverar en el afán de perfección a pesar de los pesares. Yo, en cambio, estaba desvelada, sofocada, deprimida, desorientada y sola. Y sabía que no era bueno para el proyecto que tenía de salirme de mí ponerme a recordar, porque los recuerdos te amarran a lo que fuiste y no te dejan volar libre y sin peso ni pesares, pero la memoria no es tan fácil de sujetar, así que allí estaba yo, a oscuras, en la celda, tumbada boca arriba y con los ojos abiertos, recordando.
A mí siempre me había hecho tilín el Che Guevara. Nadie lo comprendía, claro. A las otras niñas —quiero decir a la Sarita y a la Marilín, con las que compartí casa durante algún tiempo en Cádiz, y a la Débora, que era uno de los chaveas de mi pueblo que se venía conmigo a la Colonia, los sábados por la noche, a cancanear en la Venta El Colorao— las volvía locas el Troy Donahue o el Alain Delon y otros artistas de ese estilo, y ponían sus fotos pegadas por todas partes, pero yo tenía un cartel grandísimo del Che en la cabecera de mi cama, un cartel que me había regalado Metralla, el mejor amigo de mi padre, cuando fue a París con otros hombres de la provincia, en autobús, para no sé qué cosa del Partido. A mí me gustaba aquella cara como de campo, pero con una cosa espiritual por dentro, y aquella barba medio a la virulé, como si le sobraran pelos por unas partes y le faltaran por otras, que a mí me parecía una señal clarísima de coraje y de personalidad. Y no es que yo le hubiera hecho ningún asco al Troy Donahue y al Alain Delon, pero con ellos habría sido una cosa de capricho, una relación sin profundidad, un pasar el rato y ponerme morada, desde luego, pero sin que por eso fuera a cambiar mi vida. En cambio, estoy convencida de que, de haberme tropezado bien y a gusto y largo y tendido con el Che, yo me habría convertido en otra mujer. Para empezar, seguro que me habría vestido de otra manera. Más sobria, con menos floripondios, incluso puede que con camisola y bombachos de guerrillera, porque naturalmente yo me habría echado con él al monte, pero como no se me presentó la oportunidad, como ninguno de los hombres que me caían cerca se parecía ni por el forro al Che Guevara, tuve que acomodarme a los gustos del común de los mortales y fui acumulando un vestuario selecto, lujosito y con muchas dosis de creatividad. Vestirme bien y cada vez mejor era, al fin y al cabo, una manera de irme perfeccionando, de no quedarme estancada, de no conformarme con cualquier cosa, de ir cada vez a más y llegar lo más lejos posible. Durante mucho tiempo, no tuve otra manera de conseguir eso. Los niños se convierten en hombres hechos y derechos y pueden ser médicos, científicos, escritores, alcaldes, actores o astronautas, y las niñas se convierten en mujeres hechas y derechas y pueden, aunque casi siempre con más fatiguita, ser médicas, científicas, escritoras, alcaldesas, actrices o astronautas; pero yo era un niño para todo el mundo y, sin embargo, quería ser una médica conocidísima, una científica famosísima, una escritora fenomenal, una alcaldesa queridísima por el pueblo, una actriz divina, una astronauta muy lista y muy valiente y, además, guapa de morir. También quería ser Miss España y casarme con un millonario americano. No era fácil precisamente conseguir todo eso, y ni siquiera una sola de esas cosas, cuando te llamas Jesús, acabas de hacer la primera comunión vestido de recluta de Marina y tu padre, en cuanto se ajumaba un poquito —y eso ocurría casi a diario— se liaba a decirle a todo el mundo que su hijo había sacado los cojones de Vinagre y acabaría sacándoles con sus propias manos las asaduras a los ricachones para que por fin tuvieran justicia los obreros y los campesinos. Mi padre era muy buena gente y trabajó desde chico en lo que pudo y cuando pudo, y en el trabajo era siempre muy formal y apagadito, pero con el vino toda la fuerza se le amontonaba en la boca y se le calentaban las fatigas de toda una vida y soltaba los disparates por arrobas, aunque nunca pasaba de ser un triquitraque. Eso sí, siempre tenía público y la gente lo jaleaba, seguramente porque todo el mundo sabía que era más inofensivo que un gorrión disecado y que si aquel hijo tan mirajazmín que tenía era el que iba a traer la revolución, aviada estaba la revolución. Y es que yo creo que mi padre, cuando hablaba de mí, en realidad no hablaba de mí, del hijo que tenía, sino del hijo que le habría gustado tener, y eso desde muy temprano, desde que yo era un renacuajo, porque yo era un renacuajo la primera vez que mi padre me pilló con el paso cambiado, vestido de una manera que el pobre se quedó sin respiración.
Me acuerdo de que era por Navidades y mi madre andaba en la cocina haciendo pestiños, le salían estupendamente y después se los compraban en una confitería de la calle Espartero que los vendía al triple de lo que le pagaba a mi madre. Supongo que mi padre no tenía trabajo en aquel momento, porque de lo contrario no se habría presentado en casa a la hora en que lo hizo, a eso de las cuatro de la tarde, contentito, sin haber almorzado y en compañía de Metralla. Metralla y mi padre eran uña y carne desde mocitos y no sé cómo se las arreglaban, pero, cuando uno tenía trabajo, el otro también, y si uno se quedaba en paro al otro le pasaba lo mismo inmediatamente. Mi madre decía que estaba segura de que lo hacían aposta, que no se apañaban el uno sin el otro y que ninguno de los dos quería que se le quemara la sangre sin que al otro se le quemara también. Cuando trabajaban, el primero que daba de mano esperaba al otro el tiempo que hiciera falta en el almacén de Macario, que tenía bodega en la parte de dentro y no cerraba nunca, a cualquier hora del día o de la noche había hombres bebiendo y jugando a las cartas y se podía comprar cualquier cosa, desde una bombilla a un papelón de manteca de lomo o algún remedio para la ardentía. Si alguna vez mi padre no podía ir, por algún motivo de muchísima consideración, me mandaba a mí a decírselo a Metralla, y si era Metralla el que no tenía más remedio que faltar a la cita, mandaba a Loli, su niña mayor, con el recado. Metralla era muy sangregorda y tenía que beber una exageración para que se le notase, pero era el primero en jalear a mi padre cuando se le disparaba la lengua y se ponía a despotricar contra los ricachones y a dar por hecho el triunfo del comunismo. Metralla decía que él era un comunista sin prisas, y mi padre, en cambio, un comunista con bulla, y que seguramente entre lo uno y lo otro estaba la virtud. Metralla siempre me revolvía el pelo, como consolándome, cada vez que mi padre, cargadito de vino, me hacía ponerme derecho delante de él, levantar el puño y prometer no dejar de los ricachones ni la raspa para que el pueblo tuviese por fin todo lo que los ricachones le habían robado. Y, como no hay mayor ciego que el que no quiere ver, mi padre no veía que yo, con el puño en alto, no parecía un miliciano dispuesto a dar su vida por la revolución, sino más bien una maripópins a la que, de pronto, el viento se le había llevado la sombrilla. Mi padre no quería enterarse.
Aquella tarde, sin embargo, se enteró. Vaya que si se enteró. Luego se olvidó o hizo como que se le olvidaba, pero Metralla estaba delante cuando mi padre me vio a mí vestido de aquella manera y me parece que, después de aquel día, mi padre no se atrevía a mirarle a la cara cuando decía aquello de que yo había sacado sus cojones, los cojones de todos los hombres de su familia, y que iba a darles a los ricachones su merecido. Y la verdad es que mi padre, cuando me vio, se quedó sin saber qué decir. Yo me di cuenta perfectamente y lo recuerdo todo la mar de bien, y eso que no tenía ni seis años. Habíamos almorzado solos mi madre y yo, y mi madre luego se había liado con los pestiños y yo me fui a la habitación que teníamos en la casa para que sirviera de todo: de cuarto de estar, de comedor, de cuarto de costura de mi madre y de dormitorio mío, porque allí teníamos una cama turca que se abría de noche para que yo me acostase, y en esa cama estuve durmiendo hasta que me fui a Cádiz, incluso cuando empecé a irme con la Débora y la Gina a la Colonia vestidas como Las chicas de la Cruz Roja, que era una película que por entonces tuvo muchísimo éxito, y nos vestíamos y nos desvestíamos y nos pintábamos y despintábamos en casa de la Gina o, mejor dicho, en la casa grande de la finca donde los abuelos de la Gina vivían como guardeses, y la Gina vivía con ellos, y la casa grande estaba casi siempre cerrada, así que nosotras nos metíamos en la alcoba principal, con un armario de luna grandísimo, y de allí no salíamos hasta que nos encontrábamos idénticas a las artistas de la película, y cuando volvíamos, a las tantas, había que quitarse todo aquello, que muchas veces me daban ganas de quedarme allí a dormir, que la Gina y la Débora muchas veces se quedaban y me decían que no fuese tonta, que me quedase yo también, pero yo todas las noches, por tarde que fuese, volvía a casa, y más de una vez no era ya ni de noche, porque clareaba, pero no sé por qué, a lo mejor porque me daba miedo que algún día no me dejasen entrar, yo quería siempre dormir en mi cuarto, en mi cama turca, bien arropado, y no sólo por las sábanas y los cobertores, sino por mi madre, también por mi padre —aunque la verdad es que no recuerdo que mi padre me arropase alguna vez de verdad—, por todo lo que había dentro de aquella casa. Al cabo de muchos años, el día que volví a ver a mi madre, cuando entré en aquel cuarto y lo encontré igualito que lo dejé cuando me fui a Cádiz sin saber que no iba a volver hasta al cabo de muchísimo tiempo, me puse a recordar todo eso, las noches que volvía a las tantas después de los alternes en la Colonia con la Débora y la Gina, las noches que me pasé en vela y sin saber por dónde tirar, todas las pesadillas que tuve en aquella cama turca, las ganas de contarle a mi madre todo lo que no hacía ninguna falta que le contase porque seguro que mi madre lo sabía, las ganas de ponerme de nuevo delante de mi padre como aquella vez, cuando yo tenía cinco o seis años, cuando mi padre volvió con Metralla a las cuatro de la tarde, sin avisar, y los dos entraron en el cuarto y me encontraron con una tela negra liada al cuerpo, una tela negra como un vestido que me llegaba casi hasta los pies, una tela negra con la que mi madre se quería hacer una falda de vestir, y un pañuelo también negro en la cabeza, que ahora me da la risa cuando pienso en la pinta que un niño de cinco o seis años tendría con aquel trapajerío, pero también me da mucha lástima cuando me acuerdo de la cara que se le puso a mi padre. «Coño», fue lo único que acertó a decir. Era como si se hubiera dado un golpe en la boca del estómago y se hubiese quedado sin respiración. Yo creo que a lo mejor pensó que era cosa del vino.
Entonces Metralla quiso ayudar un poco, se puso en cuclillas a mi lado, me dio dos o tres puñetazos muy flojitos en la barbilla, como diciéndome machote, después vamos a echar una peleíta de entrenamiento, y me preguntó:
—¿De qué te has vestido, picha? ¿De capuchino?
A mí me hizo mucha gracia la tontería que había dicho Metralla.
—¿No te has vestido de capuchino?
Ahora comprendo que Metralla hizo todo lo posible para que yo dijese que sí, que de eso era de lo que me había vestido. Pero yo, con una sonrisa que sé que era nerviosa, dije que no con la cabeza.
—Entonces —insistió, y a mí me parece que sabía que estaba metiendo la pata—, ¿de qué vas vestido?
Yo dije:
—De Pasionaria.
Miré a mi padre, muy contento, y recuerdo que pensé que le había pasado algo, que le había dado un ataque a la cabeza y no se podía mover, ni hablar, ni siquiera cerrar la boca. Ahora comprendo que al pobre le daría un jamacuco, aunque a lo mejor lo que tuvo fue un grandísimo conflicto interior, a lo mejor se encontró en una tesitura muy dramática, sin saber si enfurecerse al descubrir que su hijo era maricón o si emocionarse porque su hijo quería ser como Pasionaria. Aquello sí que era un dilema. Mi padre era un fanático de Pasionaria, en cuanto se le calentaba la boca le echaba unos piropos exageradísimos, decía todo el tiempo aquello de que más vale morir de pie que vivir de rodillas y al pobre se le saltaban las lágrimas cuando llegaban noticias de Dolores, unas noticias que se cuchicheaban los hombres y las mujeres del Partido y que mi padre, en casa, nos contaba a voz en grito a mi madre y a mí, después de sacar del fondo de un cajón del ropero de su dormitorio una vieja foto en la que se veía a Pasionaria echando un discurso con mucho coraje, una foto recortada de un periódico, y mi padre entonces decía un montón de veces que era la mujer más guapa del mundo. Yo quería parecerme a ella.
Ahora quiero parecerme a santa Teresa y, bien mirado, viene a ser lo mismo. La una y la otra, cada cual en lo suyo, fueron las más importantes y las más ejemplares. El tiempo ha pasado y una no ha tenido más remedio que cambiar con la edad, una se ha ido ajustando lo mejor que ha podido a la revolera de este mundo, una, con dieciséis o diecisiete años, no iba a irse a la Colonia, a tontear con los camperitos, vestida de negro riguroso como Pasionaria, y eso que el negro riguroso es elegantísimo y Pasionaria lo llevaba como nadie, que veías una foto suya y al ver aquella sobriedad y aquel empaque de mujer del pueblo te entraban escalofríos, pero hay que reconocer que para ir a sacarles las bullas a los muchachitos de la parte de La Algaida y de Bonanza no era lo más adecuado, así que nunca hasta ahora, desde aquel día en que me descubrió mi padre cuando yo tenía cinco o seis años, me había vestido tan austera y tan estricta. Sin embargo, mis ganas de mejorar no han cambiado. El tiempo y la vida me han dado revolcones, como a todos, pero yo no me voy a conformar con ser una persona del montón, ni mucho menos un fantoche con pintura hasta en la vesícula. Me fui de casa, puse un cartel del Che Guevara en la cabecera de mi cama y al mismo tiempo empecé a vestirme con mucha gracia y mucha imaginación, me hice artista y me esmeré en mi arte, me operé porque me hacía falta para no morirme pegada a unas hechuras que no eran mías, llegué lo más arriba que podía llegar y ahora lo que quería era seguir subiendo, y nadie podía decirme que no tenía derecho a intentarlo. ¿Que iba a costarme trabajo? Más de lo que me había figurado, por lo visto. Pero nadie ni nada me iba a quitar las ganas y el merecimiento de encajarme en la séptima morada.
Decidí que no me iba a afectar el que Dany se pusiera antipático y, encima, sobrado de sí. Naturalmente, después de escuchar de mala gana los pormenores de mi batacazo espiritual, me dio a entender que su éxtasis, por el contrario, había sido verdadero y delicioso. No descendió al detalle, y eso que yo me puse a darle la murga en cuanto salimos del refectorio después de la primera refacción, o sea, el desayuno. Teníamos toda la mañana por delante y los dos estuvimos de acuerdo en que un paseo por los alrededores del monasterio, además de ventilarnos, nos ayudaría a matar el tiempo con sana deportividad hasta que el hermano Benedicto estuviera disponible. Dany le había dicho que quería hablar con él sobre los cilicios y otros instrumentos de penitencia que se hiciesen en el monasterio. El hermano Benedicto le dijo que a las diez en punto estaría en el recibidor de la hospedería, aunque le advertía ya que no tenían mucho surtido.
—¿Pero te has sentido verdaderamente transportado? —insistí yo, procurando combinar con acierto la ansiedad y la admiración, después de que él se refiriera a su éxtasis con la tranquilidad con la que una ricachona con solera se refiere a sus mansiones, sin darle mayor importancia.
—Ya te he dicho que sí, mujer —me contestó él, y la verdad es que lo hizo con bastante mansedumbre—. Pero no me pidas que te lo explique, porque no tiene explicación.
Y es que Dany había cambiado de táctica. Seguía distante, supongo que porque no es fácil salvar el abismo que media entre alguien que tiene fáciles y deliciosas levitaciones y alguien capaz de confundir en sueños al Esposo con el Che Guevara, pero tuvo que comprender que no iba a ganar nada poniéndose desabrido con una neófita, sobre todo si tenía en cuenta que, por ejemplo, el coche en el que viajábamos era precisamente de la neófita, y que a la neófita se le podía subir al moño el temperamento si recibía dos veces seguidas una mala contestación. Así que su nueva táctica consistía en seguir sin darme explicaciones de lo suyo y en encontrarle explicaciones crudamente terrenales a lo mío, pero haciéndolo con mucha suavidad y con la excusa de que el sublime descarrilamiento interior escapa a toda explicación posible. Ni que una fuese tonta.
Habíamos llegado en nuestro paseo hasta el borde del río. Allí, la tierra monda y lironda de los alrededores se aliviaba con manchas de yerba silvestre y algunos juncos un poco pálidos, pero duros y tirantes. El cielo estaba despejado, pero no era intensamente azul, tenía más bien una tonalidad grisácea que yo encontré en perfecta consonancia con el estado algo confuso de mi ánimo. A fin de cuentas, ilusa de mí, había previsto para mi alma una entrada fulgurante en el castillo interior, y todo se había reducido a tener un sueño calenturiento, con un mito muy pasado de moda haciéndome de galán. De ahí tanta avidez y tan santa envidia por conocer los pormenores de los deliquios que había tenido Dany la noche anterior, pero la mayor preocupación de Dany era que no se nos hiciese tarde para la entrevista que tenía concertada con el hermano Benedicto.
—¿Y tú te diste cuenta de cuándo empezaba ese transporte y de cuándo terminaba, y de lo que había durado, y recuerdas lo que sentiste mientras duró?
Yo estaba decidida a aprovechar todo lo que pudiera el pequeño detalle de que el coche en el que viajábamos era mío y la repentina paciencia de Dany.
—Mujer, algo siempre notas —dijo él—, pero luego no te acuerdas de mucho, y lo que recuerdas no lo puedes explicar.
Y de ahí no había manera de sacarlo.
Yo le dije que podía intentarlo por lo menos, que podía hacer un esfuerzo para consolarme de mi fracaso con el conocimiento de su experiencia gozosa, pero él me dijo que para eso estaban ya los libros de santa Teresa y los versos de san Juan de la Cruz y que si no me los hubiera dejado en Madrid ahora no estaría pidiéndole a él hazañas imposibles. Pero yo no había querido cargar con toda mi bibliografía mística por dos razones: primera, porque ya era hora de pasar de la teoría a la práctica y de emprender el vuelo por mi propia cuenta, y, segunda, porque había confiado en él, en Dany, porque había esperado que él fuese mi guía, mi consejero, mi ejemplo y, en las primeras y más difíciles moradas, mi estímulo y mi paño de lágrimas. Entonces dijo Dany:
—El recogimiento, de todos modos, siempre es recomendable.
Se sentó sobre la yerba, se recogió en sí mismo, dándome a entender que se entregaba a un ejercicio ligero pero muy útil de meditación —como quien hace un poco de gimnasia de mantenimiento—, y me dejó de paso la responsabilidad de avisarle cuando estuvieran a punto de ser las diez para ir al encuentro del hermano Benedicto.
Entonces ocurrió algo que, de haber estado yo menos atarugada por el empeño de pillar un éxtasis y por percatarme de que la cosa no era tan sencilla, me habría servido de pista segura de lo que al final del viaje acabaría por descubrir. Y es que empecé a escuchar voces y risas que bajaban por el camino que bordeaba el monasterio y terminaba en una rotonda allanada junto al río, a poco más de doscientos metros de donde estábamos Dany y yo. Como tampoco estaba tan confundida como para tomar cualquier sonido por música celestial, comprendí enseguida que era gente del pueblo que habíamos visto al otro lado de la carretera el día de nuestra llegada. Y, en efecto, por el camino bajaba alrededor de una decena de individuos, todos varones y que, en su mayor parte, parecían jóvenes y vigorosos, que sólo había que ver cómo se movían y alborotaban y con cuánta energía y buen humor se daban empellones y se gastaban bromas los unos a los otros.
—Tenemos compañía —dije yo en voz alta, pero sólo por escucharme a mí misma, por costumbre incluso, porque es algo que siempre se dice cuando dos personas están solas en algún lugar y traman algo, aunque sea decentísimo, y aparecen otros. Desde luego, no lo dije para que me oyese Dany, entre otras razones porque estaba convencida de que Dany se hallaba tan dentro de sí que no podía escuchar más que la conversación que él mismo tuviera con su alma.
Sin embargo, Dany me oyó estupendamente, abrió los ojos, volvió la cabeza en dirección al camino, puso cara de mucho contento —pero sin perder el control y la compostura— y de mucha satisfacción, como si viera recompensada su concentración y atendidas sus plegarias, y dijo:
—Son ángeles.
Tuve tal sobresalto que me dio un calambre en el cuello y no lo podía mover. Dany se había quedado mirándome con una cara de felicidad tan convincente que una de dos: o se estaba pitorreando de mí y exageraba la expresión de santa Bernardette en plena aparición que se le había puesto, o de verdad desvariaba hasta el punto de ver ángeles bajando por el camino y le embargaba la dicha de ser visitado por aquellas celestiales criaturas. Yo tuve que mover todo el cuerpo para mirar de nuevo al grupo de pueblerinos que sin duda habían decidido echar la mañana en el campo, junto al río, y me pareció que no podían ser más terrenales. La mayoría iba en calzón corto y vi unas piernas estupendas.
—Son zagales —dije.
Otra vez me oyó Dany sin ninguna dificultad. Se marcó una caída de ojos que ni Charles Boyer en una de la Metro y luego me sonrió con condescendencia. Yo estaba decidida a que la paz y la dulzura de corazón se me fueran asentando, y además tenía montado un tendón en el cuello que me limitaba mucho los movimientos, pero de buena gana le habría planchado de un manotazo aquella sonrisita tan perdonalilas. Claro que para ser una mística hay que empezar controlando el temperamento, pero eso no significa que haya que ver orquídeas donde hay yerbajos ni escuchar ruiseñores donde suenan grillos. Las piernas de aquellos muchachos eran divinas, desde luego, pero no precisamente porque fueran seráficas.
—Son ángeles —repitió Dany, y la verdad es que me entró la duda de si estaba sonámbulo o estaba embelesado.
—Son zagales —dije yo, terca y creo que hasta un poquito encorajinada.
Es verdad que no todos eran zagales propiamente dichos, porque había cuatro o cinco bastante camastrones, pero la mayoría rondaba los veinte años, rebosaba salud, tenía a ojos vista unas ganas locas de desbocarse, y puede que escondiera un alma exquisita, que no sería yo la que dijese que no, pero allí lo que destacaba era la carne mortal y, además, de primera categoría. Había, en concreto, uno medio pelirrojo, y con unas patorras tan rurales y tan airosas al mismo tiempo, que de lo que daban ganas era de echársele encima y liarse con él a bocados.
Me alarmé, como es natural. ¿Dónde se ha visto a una mística en semejante descompostura? Bueno, me dije, la mística es descompostura por definición. El secreto a lo mejor estaba en descubrir por qué Dany se descomponía por arriba y yo me descomponía por abajo. ¿De quién era el error? ¿En qué cuerpo, en qué mirada, en qué cabeza estaba el fallo? Allí donde Dany veía ángeles, arcángeles, querubines, serafines, tronos y potestades yo veía chavalotes de pueblo; aquellos que para Dany eran espíritus alados, para mí eran cuerpazos mortales y en calzonas y, para colmo, en la edad del reventón y con unos muslos como para repicar a destajo y floreando.
—Son ángeles.
—Son zagales.
Dany no pudo evitar tambalearse un poco cuando se levantó. Era como si estuviese aturdido por aquella visión de bienaventurados que revoloteaban por la rotonda como en una pintura de Murillo. En realidad, o al menos en la realidad que yo tenía al alcance de mis ojos, la patulea de muchachos se había puesto a jugar a la pelota con unos bríos que ponían la carne de gallina. Entonces caí en la cuenta de que era domingo y que habíamos quedado en asistir a la misa solemne que el prior del monasterio oficiaba a mediodía, si es que Dany no se empeñaba en que los ángeles lo raptasen y lo transportasen en cuerpo y alma junto al trono del Señor. El pelirrojo de las piernas como campanarios cogió la pelota, regateó a un contrario, avanzó flechado hacia la portería del enemigo y pegó un zambombazo que el portero ni olió el cuero, como dicen los locutores deportivos. Todos los del equipo del pelirrojo celebraron con él con mucho abrazo, mucho estrujón y mucho griterío apache el gol que acababa de marcar. Y Dany decidió, en su delirio, que él también quería celebrarlo.
—¡Aleluya! —dijo, y corrió a engancharse a la melé.
A mí me dio un vuelco el corazón cuando vi la cara que pusieron los del equipo del pelirrojo al percatarse de la montaña de músculos que de repente les había caído encima. A un morenito bastante pinturero al que yo había visto manejar el balón con mucha finura, la pierna derecha se le quedó aplastada debajo de los pectorales compactos de Dany. El morenito se puso a armar un escándalo endemoniado. Todos los demás, tanto los de un equipo como los del otro, empezaron a tirar de los brazos y de las piernas de Dany, para quitárselo de encima al morenito. Pero Dany no se movía. Dany estaba en la gloria. Sonreía como si vislumbrara el resplandor incomparable del Amado en medio de un coro de ángeles. Un ángel cuarentón, taponcete, cejijunto y con una calvicie galopante le dio el primer puntapié. Dany no se defendió. Al contrario, se diría, por el apacible contento de su expresión, que ya sólo era beatitud lo que le quedaba por delante. Las patadas empezaron a lloverle como chuzos de punta. Se agarraba con mucho fervor a las piernas furiosas de los ángeles: seguro que quería que le raptasen y le transportasen junto al trono del Señor. Empezó a sangrar. Yo hice lo poquito que pude.
—Dejadlo —supliqué—. Está en un trance.
—Qué trance ni qué trance —dijo el ángel cejijunto—. Tiene una cogorza del copón, el hijoputa. Temprano empieza.
Me puse a pedir socorro. Vi que el hermano Benedicto bajaba corriendo, campo a través. Los ángeles, entonces, decidieron abandonar a Dany entre las miserias de este mundo. Dany intentó incorporarse y seguirles, pero sólo consiguió levantar un poco el corpachón martirizado y, antes de desplomarse de nuevo, el morenito aprovechó para abandonarle también, a la pata coja. Cuando el hermano Benedicto llegó a donde estábamos y vio el aspecto de Dany, no fue capaz de abrir la boca ni para preguntar por lo que había pasado, pero Dany, con grande arrobo, dijo:
—Eran ángeles.
Yo no tenía ninguna gana de mirarle al hermano Benedicto a los ojos, pero tampoco quise pasar por lo que no era ni presumir de un trance que no había vivido, así que confesé:
—Eran zagales.
A lo mejor había sido una cuestión de veteranía. De veteranía en la mística, quiero decir. El Amado, me dije, puede servirse de apariencias asombrosas y acercarnos a él por caminos inesperados, pero para eso seguro que había que adentrarse un poco más de lo que yo me había adentrado hasta el momento en el castillo interior. Como mística, Rebecca, estás en pañales, me espeté. Pero el hermano Benedicto, después de hablar con Dany mientras le curaba en la modesta enfermería del monasterio y explicarle que la comunidad no fabricaba mayores instrumentos de penitencia que aquellos cilicios elementales que ya conocía —y que yo vi por vez primera cuando a Dany lo desnudamos, para curarle, entre el hermano Benedicto y yo—, pronosticó que ambos avanzaríamos en la escalada hacia el novamás en materia mística, cual era nuestro propósito, si lográbamos alojamiento en la abadía de San Esteban de Los Patios, a poco más de treinta kilómetros de Santa María de Bobia.