Hace seis meses, tomé una firme determinación: ser santa. Pero se ve que en el santoral no hay sitio para una santa tan sexy.
A lo mejor cuesta trabajo entender que una mujer tan sexy como yo se entregue a la santidad, pero esa decisión no la tomé porque me diese el siroco, sino porque, en una noche oscura, y hallándome enfrascada en labores de mantenimiento con productos de doña Margaret Astor, tuve una iluminación.
A san Pablo, como era machito, la iluminación le llegó mientras galopaba camino de Damasco; yo la tuve mientras me desmaquillaba. A las tantas, en mi casa, después de la segunda función. Estaba quitándome a conciencia —y nunca mejor dicho— la crema limpiadora con un algodón, cuando vislumbré de repente en el espejo mi carne mortal, mi cutis de cuarenta y nosecuantos años, toda mi verdad facial sin el engaño de la cosmética, y de pronto me encontré mirándome con mis ojos venideros, con la mirada que tendré cuando tenga los cincuenta, los sesenta, los setenta, y supe que mi cutis no podría aguantar con entereza el paso de los años, y tuve tanta lástima de mí que, la verdad, creí que me moría por no morirme, menos mal que de repente una luz interior me iluminó y pude ver que no podía dar marcha atrás, que el ansia de perfección no es un capricho que se cure con la edad ni un músculo que se atrofie con el tiempo, y pude oír que una voz misteriosa me llamaba a cuidar en prados deliciosos la belleza de mi alma, y me sentí arrobada, arrebatada, ajenada, arrancada de mí, y volé tan alto, tan alto que, ya digo, no me lo pensé dos veces y decidí que sería santa. La que más.
Porque esa es otra: yo no iba a ser una santa corriente, yo iba a ser una santa de lujo. Una de esas santas que tienen deliquios, éxtasis, heridas en las manos como las llagas de Cristo, y que viven sin vivir en sí. Yo no iba a ser una santa cualquiera. Lo que ocurre es que yo no puedo, y tampoco quiero, ser una santa de mucho postín a cambio de dejar de ser la que soy.
Con el trabajito que me ha costado ser una mujer entera y verdadera. Con el coraje que me ha hecho falta. Sobre todo hasta que, hace diez años, tomé otra drástica decisión: operarme, dejar en el quirófano los últimos estorbos de una hombría equivocada, y convertirme por fin, de verdad y para siempre, en la mujer más sexy del mundo. Y es que mi vida ha sido eso, un rosario de determinaciones tajantes que sólo tenían la finalidad de ponerme cada vez más a mi gusto, cada vez mejor, más divina, que siempre me lo ha dicho todo el mundo, hija, Rebecca, tú siempre con tus manías de perfección. Así que, después de ese currículum, no iba yo a contentarme con un estatus de santa de segunda categoría. Eso sin contar con que, en cuanto tuve la iluminación, supe que lo mío era ser amada en el Amado transformada. Qué bonito.
Lo de la iluminación fue precioso. Me llevé una impresión grandísima, desde luego, pero no tardé nada en comprender que aquello era un privilegio, un premio gordo, como cuando el empresario del Copacabana de Biarritz se fijó en mi facha, en mi misterio, en mi sexapil y en mi irresistible ritmo corporal y me ofreció ipsofacto ser la estrella de su espectáculo Les Corsaires; pues esto de la iluminación fue igual, pero más profundo, más sobrenatural, más selecto. Ahora lo que se me ofrecía no era ser cabeza de cartel, sino subir a los altares.
Tengo que reconocer, de todos modos, que la iluminación me encontró, como suele decirse, predispuesta. Llega el momento en que una empieza a cansarse de tanto farandulear, le da vueltas a la idea de cambiar de vida, comprueba a diario los destrozos del almanaque en las de su quinta e incluso en las de quintas inverosímiles, aborrece los bares y los cabarés, le hastía el ambiente, está escarmentada de los hombres, desengañada de las amigas, agobiada por la competencia, debilitada por la edad, decepcionada por la moda de las últimas temporadas —que me sentaba fatal—, humillada por la tiranía de la carne y trastornada por la escabechina que causa entre allegadas y conocidas esa plaga innombrable que está diezmando el gremio. Llega el momento en que una se siente en un callejón sin salida y recibe como agua de mayo esa luz interior que te impulsa a alcanzar las más altas cumbres de la mística.
De la ascética, que parece cosa de picapedreros y criadas, servidora no quería ni oír hablar.
Por eso, apenas logré recuperarme un poco del impacto de la iluminación, me dije: Rebecca, mimarás tu alma, emprenderás la subida al Monte Carmelo, surgirás radiante de la noche oscura, alcanzarás la séptima morada, flotarás en un no saber sabiendo y te fundirás como miel en los brazos del Amado. Como, además, estábamos en los tres últimos días de representación del espectáculo y no tenía ningún contrato a la vista —circunstancia que, sin duda, contribuyó muchísimo a que la luz interior me encontrase tan deprimida como propensa—, saqué fuerzas de flaqueza, acabé las representaciones, me despedí de la empresa y del elenco, que no era precisamente el de Les Corsaires del Copacabana de Biarritz, y me acosté prontísimo porque a la mañana siguiente quería ir a la Cuesta de Moyano a comprar, en las casetas repletas de libros de lance, bibliografía especializada.
Fui. Con no poco esfuerzo, algo de suerte y muy meritoria perseverancia encontré mucho de lo que buscaba: Las moradas, el Libro de su vida y el Camino de Perfección, de santa Teresa; las Poesías completas de san Juan de la Cruz; De los nombres de Cristo y La perfecta casada, de fray Luis de León; el Libro de la contemplación, de Ramón Llull, y una Biblia que debía de ser protestante, porque no tenía notas a pie de página y tuve que leer el «Cantar de los cantares» guiada sólo por mi devoto recogimiento en el retrete de mi corazón. Todo lo leí, casi sin tiempo para otros menesteres de la vida cotidiana y hasta de la vida excelsa. Un día tras otro, asimilé dosis masivas de literatura mística. Se me olvidaba comer, se me olvidaba dormir, no oía el teléfono, no llamaba a nadie, no existía para otra cosa que no fuera leer y leer, y desear encontrarme con fuerzas para ir en busca del Amado por los bosques y riberas, sin coger flores, sin echar cuenta de los bichos, sin temor a romperme las medias y sin arrugarme frente a ningún fuerte y ninguna frontera. Prácticamente, no hacía otra cosa que no fuera leer y, de paso, aprender el lenguaje de los místicos, porque soltando plumas a troche y moche no hay bendita que logre culminar con éxito la conquista del castillo interior ni celebrar inefables nupcias con el Amado. A ver.
De vez en cuando, me concedía un respiro y entonces pensaba, por ejemplo, en cambiar de nombre. Se me antojaba de pronto que mi nombre artístico, Rebecca de Windsor, no era muy propio de una santa. Y renunciar a él tampoco me iba a traumatizar. A fin de cuentas, una se ha pasado la vida rebautizándose, porque tuve un nombre para cada cosa que fui, y a veces fui dos cosas al mismo tiempo y tuve dos nombres a la vez: hasta los once años me llamé solamente Jesús López Soler; de los once a los quince, los amigos de la calle o de la escuela, cuando querían mortificarme, me llamaban Vinagreta, porque el apodo de mi padre era Vinagre y para ellos era una forma chistosa de llamarme maricón; a los quince, a escondidas, empecé a vestirme de mujer y algunas noches hasta salía y me iba a los bares de la Colonia, con dos chaveas de mi barriada que hacían lo mismo que yo, y quería que me llamasen Sandra, como Sandra Dee; a los dieciocho años me fui a vivir a Cádiz y durante ese tiempo me puse y me quité un montón de nombres, sin duda porque tenía una bulla interior que me hacía cambiar todo el tiempo de personalidad; a los veinticinco me decidí a ir por la vida, de día y de noche, vestida como me sentía, entré en el mundo del espectáculo y en los carteles me anunciaba como Rebeca Soler; cuando, doce años más tarde, me operé y conseguí reinscribirme en el Registro Civil y reempadronarme como Rebeca de Jesús López Soler, me sentí tan bien, tan completa, tan radiante, que decidí buscarme para el arte un nombre maravilloso, un nombre que quitara el sentido y que le sentara como anillo al dedo a la mujer despampanante e inaudita que ya era, y se me ocurrió esa preciosidad de Rebecca de Windsor, un nombre que me ayudaba a sentirme majestuosa y que hacía que mi público estuviese seguro de que yo era de verdad una estrella. Pero, en los respiros que me concedía en medio de aquellas miríficas canciones entre el alma y el Esposo, me preguntaba, inquieta: ¿Es Rebecca de Windsor un nombre adecuado para una santa? Para una santa mística, además.
¿Y por qué no? ¿Qué otro nombre podía yo adoptar que fuese digno de toda la categoría espiritual que iba a poseerme en cuanto holgase, cual doncella por su gozo desmayada, en el conocimiento del Altísimo? ¿No era, en realidad, la experiencia mística, el éxtasis, algo muy parecido a una noche de éxito apoteósico en el Moulin Rouge de los buenos tiempos de París? Cierto que podía llamarme Rebeca de Jesús, que a fin de cuentas es el nombre que ahora figura en mi carné de identidad, pero entonces, cuando nos encontrásemos junto al resplandor y la hermosura del Señor, santa Teresa me diría, con más razón que un santo, que no soy más que una copiona, un remedo y un refrito. Y, después de todo, también es hora de que el santoral se actualice un poco e incluya nombres modernos y con gancho. Santa Rebecca de Windsor es un nombre para ir poniendo al día la onomástica de la eternidad, que la encuentro francamente estancada.
Estos paréntesis de humana debilidad no me duraban mucho, las cosas como son, y enseguida volvía a leer como una obsesa, no sin antes decirme: Rebecca, olvídate de lo que has sido —una mujer de bandera, por cierto—, olvídate de lo que eres, concéntrate en lo que vas a ser, la más mística de todas. Olvida los potingues, los modelazos, el tacón alto, la melena ahuecada, las candilejas, el alterne y la nueva cocina. A partir de ahora, llevarás la cara lavada, falditas y rebecas catequistas, calzado plano, cola de caballo o moño bajo y sencillo, y te comprarás la lencería en la ciudad del Vaticano. Renunciarás a los hombres, a sus pompas y a sus obras. Te concentrarás en la meditación y la contemplación. Amarás la soledad. Y te harás vegetariana, con lo que, de camino, te quedará un tipazo de muerte y alcanzarás tu peso ideal, lo que será una ventaja para la cosa de la levitación, digo yo. Todo eso me dije y todo eso procuré cumplir, así que nadie podrá decirme que no he puesto todo de mi parte para ser una mística de campeonato, pero es verdad que no tuve en cuenta lo sexy que soy de nacimiento.
Y es que durante mi fase de lectora empedernida noté que me salía de mí, que nada de lo mío en verdad me pertenecía, ni el peso, ni la estatura, ni los llamativos centímetros de las medidas clásicas de la mujer, ni el falso color rubio ceniza de mi pelo, ni esos andares que le devuelven a un muerto la respiración a poco que una se lo proponga. Estaba yo a todas horas como sonámbula, y tan empapada de los versos a lo divino y de las prosas a lo sublime que empecé a dirigirme a las pocas personas con las que hablaba de un modo rarísimo. De modo que, si llegaba tarde a una cita con el asesor fiscal que me lleva el galimatías de las declaraciones trimestrales, le decía que perdón, pero quedéme transida en una estrofa donde la amada en el Amado demudaba, con el pasmo que produce una mudanza así, hijo. Y cuando el callista, la última vez que me dio servicio antes de que yo emprendiese el periplo que luego se contará, tuvo que zarandearme porque él ya había terminado y yo continuaba traspuesta, me costó un triunfo volver a mis humanos cabales y le expliqué al pedicuro que todo se debía a la impresión causada en mis sentidos por la lectura de un párrafo en el que se describen los efectos que producen en el alma los más altos grados de la oración, los cuales hacen, de pecina tan sucia como una, agua tan clara que sea para la mesa del Señor, cosa que se entiende regular pero que, fíjate, te pone en trance. El callista me dijo:
—Te veo bastante zumbada, Rebecca. Más zumbada que el Quijote.
Sería de la empachera de literatura celestial, y de la mucha concentración que dicha literatura necesita: eso dijo el callista, antes de largarse, y eso me dije yo cuando me quedé a solas.
Me dije, francamente alarmada: todo lo que entra de golpe y en exceso puede quedarse encasquillado y producir delirios prematuros que conduzcan no al tabernáculo celeste sino al frenopático, así sean palabras deliciosas o privaciones incomparablemente placenteras de la conciencia y de la voluntad, de modo que procura tomártelo con calma, bonita, so pena de llegar a las cumbres del amor sobrenatural completamente tarumba. Cierto que era tal la impaciencia de mi corazón y tan brioso el apetito de mi alma que, sabiéndome tan dispuesta, la sola idea de tener que avanzar paso a paso, peldaño a peldaño, morada a morada, me daba escalofríos. No obstante, el callista tenía razón: no conviene abusar de la literatura arrebatadora, porque acaba una dando barzones por la Mancha, o por cualquier otro paisaje polvoriento, de confusión en confusión y de espejismo en espejismo, viendo gigantes donde sólo hay molinos y tomando por querubín al primer mocito rubio y reventón que te alborote las antípodas del entrecejo. Si quieres ser santa de verdad, me dije, y no una volatinera perturbada, más vale que controles un poco el subidón, espacies las lecturas, y dosifiques sin agobios —aunque, naturalmente, sin descuidos— los embriagadores encuentros con el Amado. Rebosar no es bueno para nada.
Claro que una propone y la predestinación dispone, y andaba yo una mañana de compras por el dauntaun, como dicen las yanquis, y con los pies en el suelo, que no es prudente salir a gastarse los cuartos en estado de prelevitación, cuando mis ojos descubrieron a pocos metros de donde me hallaba a una criatura con tantos y tan abundantes dones adornada, con un perfil tan clásico y un peinado tan moderno, con un cuello tan sólido, unos hombros tan compactos, unos brazos tan contundentes, unas manos tan cumplidas, una cintura tan irreprochable, una grupa tan prieta, unos muslos tan macizos y, a pesar de todo, aunque tal vez —me dije— gracias a la modestia y la discreción de su vestimenta, con un aura tan espiritual que, la verdad, deslumbróseme la vista, tambaleéme por un instante, y luego di yo en pensar que se trataba de un enviado del Amado para que le siguiese hasta donde el Amado estaba, o tal vez del Amado en persona, que había tenido a bien adquirir la apariencia de un culturista con sensibilidad, y que el camino que él llevase debía ser mi camino, aunque, según mi agenda, aún no me tocase quedárseme el sentido de todo sentir privado, pero ya he dicho que la que dispone es la predestinación. De manera que me puse a seguirle, qué remedio.
Si llego yo a saber que, aquella mañana, la predestinación me tenía reservada una caminata semejante, me habría puesto unos zapatos más cómodos, las cosas como son. Porque, tras el recadero o la imagen encarnada del Amado, la predestinación llevóme por calles y por plazas, a un ritmo no demasiado vivo pero sí constante, sin una tregua, sin compadecerse del sufrimiento de mis pies ni de la sequedad de mi garganta, hasta el punto de que me entró como un aturdimiento, yo creo que de debilidad, y apenas distinguí el lugar donde por fin se entraba, que entréme yo con él donde no supe y quedéme un buen rato no sabiendo, entre otras razones porque aquello estaba oscurísimo, y sólo al cabo de un esfuerzo comprendí que estábamos en una iglesia y descubrí, maravillada, que aquel compendio de músculos y espíritu estaba levitando. De verdad. Por lo visto —por la postura en la que se encontraba cuando le atacó la levitación, y en la que se había quedado a casi medio metro del suelo—, nada más entrar en la casa del Amado se había postrado de rodillas en un reclinatorio, había llegado en un santiamén al máximo grado de recogimiento dentro de sí, notó al instante que su alma tiraba de su cuerpo hacia lo alto, se abandonó a la llamada del Altísimo, y perdió al unísono, por completo y de repente todo peso y toda pesadumbre. Según él, lo normal en tales condiciones es levitar. Así me lo explicó más tarde, en mi casa, donde estuvimos hablando de algo de lo humano y de todo lo divino, desde que serví el café hasta las tantas de la madrugada.
Me dijo que se llamaba Dany. Le pregunté si era de Inglaterra o de Estados Unidos, y me dijo que ni de un sitio ni del otro, que era de Onteniente, provincia de Valencia. Pero a mí me había parecido distinguirle un acento extranjero en su manera de hablar en cuanto le abordé en el interior mismo de la iglesia, una vez concluido su estado de suspensión, consumado el descendimiento, apoyadas de nuevo las rodillas en la base del reclinatorio, y después de ver cómo regresaba a su condición musculosa y terrenal, cómo todo él salía asombrado de su ausencia, le daba como una tiritona, miraba desconcertado a su alrededor, se incorporaba, se daba la vuelta lentamente y emprendía el camino de la calle. Yo me interpuse en su andadura, le pedí por caridad que me escuchase, me indicó con un gesto muy airoso, casi episcopal, que podríamos hablar tranquilamente en el exterior del templo, y cuando, en medio de la acera, yo le dije cómo me llamo y él me dijo que se llamaba Dany le noté un deje de otro idioma. Pero él me aclaró, en el salón de mi casa, que a veces la experiencia mística produce en el habla esos efectos, que después de conversar en íntimo y jubiloso diálogo con el Amado es lógico que las palabras corrientes y molientes salgan trémulas y un poco desencajadas. No era, pues, un acento: era el rastro del lenguaje de la Amada y el Amado.
—Pero ¿de veras que me has visto levitar?
—No te quepa la menor duda.
—Entonces es que tienes madera de santa.
Habíamos comido en un coqueto y asequible restaurante italiano que descubrimos por casualidad, y yo le supliqué que me dejara tener el privilegio de invitarle, y a lo mejor por eso él luego me diría que percibir la ajena levitación es un privilegio reservado a las almas afines, de modo que me sentí doblemente privilegiada, y muy reconfortada por el hecho de que un cuerpazo como aquel pudiera desprenderse de su humana consistencia y elevarse como si fuera de algodón en rama, porque lo mismo sería yo capaz de conseguir con un cuerpazo como el mío. Ser tan sexy, me dije, no será un obstáculo. Ni siquiera para seguir a Dany en aquel viaje espiritual que él estaba a punto de emprender, por tercer año consecutivo, según me confesó, por monasterios y abadías de todo el país, alojándose en las hospederías que algunas órdenes religiosas ofrecían a peregrinos o buscadores de silencio y serenidad y a otras almas piadosas y empeñadas en el recogimiento, la oración, la contemplación y, en casos muy escogidos, la conquista del castillo interior. En cuanto me lo contó, le dije, sin titubear:
—Iré contigo.
Dany dio un respingo, que era evidente que no se esperaba tamaña decisión por mi parte —y eso que yo le había informado de que mi determinación de ser una santa de primera categoría era firme y me había embargado de bienaventurada impaciencia—, y después le mudó en pesadumbre la expresión un poco bobalicona que se le había quedado con el éxtasis y murmuró:
—Habría problemas.
—Cielo, estamos en temporada baja —le advertí—, seguro que no hace falta hacer reservas con muchísima antelación.
Entonces Dany me explicó lo que ocurría: en muchas de esas hospederías monásticas sólo admitían a hombres, no era posible que fuéramos juntos porque a mí no me dejarían entrar. Y entonces yo le abrí mi corazón y el jardín secreto de mi memoria, le relaté mi historial, puse en su conocimiento mi pasado masculino, le aseguré que la operación, a pesar de lo carísima que fue y del mucho empeño que yo he puesto en decirme a mí misma lo contrario, no ha logrado borrar del todo la resaca de mi antigua y misteriosa virilidad —porque, a fin de cuentas, si en todo hombre hay algo de mujer, y en toda mujer hay algo de varón, ya me contarán a mí qué tiene de extraño que perviva un fondito de hombría en un transexual—, y que era verdad que yo no podría comportarme como un camionero, pero de solterón sensible con un sobrino sano y espiritual, aunque deportista, sí que podía dar el pego estupendamente. Sólo tenía que echar mano, para cuando se presentara la ocasión, de un viejo carné de identidad que yo conservaba entre las reliquias de lo que fui, y de algún vestuario masculino lo suficientemente desahogado para disimular los pertinaces excesos de mi feminidad. De acuerdo: corría el riesgo de entrar en el santoral hecha un fantoche, pero todo podría arreglarse después mediante un par de apariciones a alguna pastorcita, con un vestuario ideal.
Dany quedó muy impresionado por mi confesión y por la foto del carné de identidad que aporté como garantía de que no tropezaríamos con dificultades para hospedarnos juntos en los monasterios o abadías que más convenientes fueran para que nuestras almas se aquietasen, se agrandasen, se incendiasen y se empleasen a conciencia en el amor con el Amado. Y, además, tuvo que admitir que él mismo había reconocido que yo tenía madera de santa, pues no en vano mis ojos interiores habían sido capaces de apreciar su admirable levitación, y que soportaría durante el resto de su vida, incluida seguramente la eternidad, un fuerte cargo de conciencia si, por su culpa, yo perdiera o demorase mis nupcias con el Amado. Porque el Amado tampoco iba a esperarme ad calendas grecas, le dije.
Así que Dany, aunque a regañadientes, acabó por aceptar que nada se perdía por intentarlo, pero que yo debía estar dispuesta a emprender el camino al día siguiente, muy de mañana. Ya era tardísimo cuando llegamos a tan prometedora conclusión, y lo lógico era que Dany, que había dejado su ligero equipaje en la consigna de la estación de Chamartín, durmiese en mi casa las pocas horas que su riguroso itinerario espiritual le permitiera. Dany preguntó:
—¿Dónde puedo descansar un rato?
Fue inútil que le ofreciera mi cama, dijo que incluso se le antojaba demasiado lujoso mi sofá; el tapizado, desde luego, es una monería, y yo lo encuentro comodísimo. Pero finalmente aceptó el sofá como última concesión a la molicie. Lo malo fue que, antes de acostarse, y sin esperar a que yo me retirase a mis aposentos, se desnudó.
Sobrecogíme. Quiero decir que me quedé muerta. Dany, sin duda, vivía ya muy distanciado de las tentadoras protuberancias de su figura, pero yo aún era casi completamente de carne y hueso. Yo acababa de iniciar la búsqueda de mis amores con el Esposo, todavía estaba en mantillas, no se me podía someter a una prueba semejante. De ahí que me sobrecogiera de tal modo, y de ahí que respirase hondo hasta tres veces, y que sacara fuerzas de flaqueza y le dijese, tartajeando, a Dany:
—Dany, por Dios, no vuelvas a desnudarte delante de mí de esa manera. Me siento erecta.
Dio un respingo:
—¿Que te sientes qué?
—Erecta.
Dany no daba crédito.
—¿Pero tú no estabas operada? —me preguntó, desconcertadísimo.
—Hijo, sí —admití yo, aturdida—. Será una erección psicosomática.
Dany hizo un gesto muy dramático, como el de las santas de las estampas cuando, con el demonio encima, rechazan una horrorosa tentación. Pero yo le dije que me diese una oportunidad, que mi madera de santa sería capaz de superarlo todo, que seguramente la culpa la tenía aquel carné de identidad de cuando yo era otro, que ese otro se había desbocado incomprensiblemente dentro de mí, que no volvería a ocurrir nada parecido, que cuando quisiera darse cuenta ya estaría yo pendiente en exclusiva de los ojos deseados que llevaba en mis entrañas dibujados. Y, antes de que tuviera tiempo de ponerme pegas, corrí a encerrarme en mi dormitorio.
Me arrodillé. Traté de recuperar toda la emoción que sentí el día en que tuve la iluminación. Tentada estuve de maldecirme por ser tan sexy, pero comprendí a tiempo que, bien encauzado, todo debe ponerse al gozoso servicio del Amado y que, a poco que el Amado pusiera algo de su parte, no habría en los calendarios una santa más santa que yo.