[1] Porter le diable en terre: tener un aspecto siniestro’, sombrío’. (N. de la T.) <<
[2] Frase sin terminar en el manuscrito. (N. de la ed. de La Pléiade) <<
[3] Ante la puerta de Albertina encontré una niña pobre que me miraba con unos grandes ojos y que tenía una expresión tan buena que le pregunté si quería venir a mi casa, como hubiera hecho con un perro de mirada fiel. Pareció contenta. En la casa la mecí un rato sobre mis rodillas, pero enseguida su presencia, que me hacía sentir demasiado la ausencia de Albertina, me fue insoportable, y le rogué que se marchara, después de darle un billete de quinientos francos. Pero muy pronto la idea de tener alguna niña junto a mí, de no estar nunca solo sin el auxilio de una presencia inocente, fue el único pensamiento que me permitió soportar la idea de que quizá Albertina pasara algún tiempo sin volver. (La edición de La Pléiade desglosa a pie de página este fragmento, advirtiendo que en el manuscrito se encuentra en un papel marginal inserto por Proust después de captado, pero que rompe la ilación con lo que sigue). (N. de la T.) <<
[4] Reconozco que en todo esto fui el más apático, aunque el más dolorido de los policías. Pero la huida de Albertina no me había devuelto las cualidades que me había quitado la costumbre de hacer que otros la vigilaran. Sólo pensaba en una cosa: delegar la búsqueda en otro. Este otro fue Saint-Loup, que se prestó a ello. Una vez transmitida a otro la ansiedad, me quedé satisfecho, y, seguro del éxito, me froté las manos, que se quedaron nuevamente secas como antes sin aquel sudor con que me las mojó Francisca, diciéndome: «Mademoiselle Albertina se ha marchado».
Se recordará que cuando decidí vivir con Albertina y hasta casarme con ella fue por conservarla, por saber lo que hacía, por impedirle reanudar sus costumbres con mademoiselle Vinteuil. Ocurrió, en el terrible golpe de su revelación en Balbec, cuando me dijo, como cosa muy natural, y que yo, aunque fue el disgusto más grande que había recibido en toda mi vida, conseguí aparentar que me parecía muy natural, la cosa que ni en mis peores suposiciones me habría atrevido a imaginar. (Es sorprendente que los celos, que se pasan el tiempo tramando pequeñas suposiciones en falso, tengan tan poca imaginación cuando se trata de descubrir lo verdadero). Ahora bien, aquel amor, nacido, sobre todo, de una necesidad de impedir que Albertina obrara mal, aquel amor conservó después la huella de su origen. Estar con ella me importaba poco, a poco que pudiese impedir al «ser de fuga» ir aquí o allá. Para impedírmelo, me había encomendado a los ojos, a la compañía de los que iban con ella y, a poco que me diesen por la noche un buen informito bien tranquilizante, mis inquietudes se esfumaban en buen humor. (La edición de La Pléiade inserta este pasaje a pie de página con referencia al lugar indicado). (N. de la T.) <<
[5] «Ni una sola mirada nuestro mal le merece». <<
[6] En la edición de La Pléiade se advierte que la frase es muy difícil de descifrar en el manuscrito. Lo de «piedra» resulta, en efecto, un poco incongruente. (N. de la T.) <<
[7] «La virgen, el vivaz y el bello hoy». <<
[8] «Rayo y rubí en los cubos de las ruedas / Cómo no estar gozoso / De ver la lumbre herir el aire. // Como dispersos los reinos resplandecen / Y muere púrpura la rueda / Del solo véspero de mis carros». <<
[9] «Dicen que partes pronto, que nos dejas». <<
[10] «¿Habrá dejado acaso de importarme mi gloria?». <<
[10a] «¿Quizá olvidas, señora /que Teseo es mi padre y que es tu esposo?». <<
[11] «¡Oh cruel!, bien me has oído». <<
[12] «Tú me odiabas más, yo note amaba menos./ Si mayor tu infortunio, mayores tus encantos». <<
[12a] No digo yo que el olvido no comenzara a hacer su obra. Pero uno de los efectos del olvido era presisamente que muchos de los aspectos desagradables de Albertina, de las horas aburridas que pasaba con ella, no surgieran ya en mi memoria, que dejaran, por tanto, de ser motivos para desear que no estuviera allí, como lo deseaba cuando todavía estaba, y ofrecerme de día una imagen sumaria, embellecida con todo lo que yo había sentido en mi amor por otras. En esta forma especial, el olvido, que, sin embargo, trabajaba en acostumbrarme a la separación, mostrándome a Albertina más dulce, más bella, me hacía desear más su regreso. (La edición de La Pléiade inserta a pie de página, con referencia al lugar señalado, este fragmento, con la advertencia de que, en el manuscrito, se encuentra en un papel suplementario). (N. de la T.) <<
[13] Yo iba a comprar con los más bellos automóviles el yate que había entonces. Estaba en venta, pero tan caro que no se encontraba comprador. Además, una vez comprado, aun suponiendo que sólo hiciéramos cruceros de cuatro meses, costaría sostenerlo más de doscientos mil francos al año. Íbamos a vivir en un pie de más de medio millón anual. ¿Podría yo sostenerlo más de siete u ocho meses? Pero qué importa, cuando no me quedaran más que cincuenta mil francos de renta, podría dejárselos a Albertina y suicidarme. Esta fue la decisión que tomé. Me hizo pensar en mí. Y como el yo vive constantemente pensando una cantidad de cosas, como no es más que el pensamiento de esas cosas, cuando, por casualidad, en vez de tener ante sí esas cosas, piensa de pronto en sí mismo, no encuentra más que un aparato vacío, algo que no conoce, a lo que, por darle alguna realidad, añade el recuerdo de una figura vista en el espejo. Esa sonrisa rara, esos bigotes desiguales, eso desaparecerá de la superficie de la tierra. Cuando me mate, dentro de cinco años, se acabará para mí poder pensar todas esas cosas que desfilaban sin cesar por mi mente. Ya no estaré en la superficie de la tierra y nunca más volveré a ella; mi pensamiento se parará para siempre. Y mi yo me pareció más nulo todavía al verle ya como una cosa que no existe. ¿Cómo iba a ser difícil sacrificar a aquella hacia la cual se dirige constantemente nuestro pensamiento (a la mujer amada), cómo iba a ser difícil sacrificarle ese otro ser en el que no pensamos jamás: nosotros mismos? Y, por eso, ese pensamiento de mi muerte me pareció, como la noción de mi yo, singular; no me fue desagradable en absoluto. De pronto la encontré horriblemente triste; porque, pensando que ya no podía disponer de dinero, pues mis padres vivían, pensé súbitamente en mi madre. Y no pude soportar la idea de lo que mi madre sufriría después de mi muerte. (En la edición de La Pléiade se incluye a pie de página este fragmento para interpolar en el lugar señalado). (N. de la T.) <<
[14] Amado, que tenía ciertos asomos de cultura, quería poner «mademoiselle A.» en itálica o entre comillas. Pero cuando quería poner comillas ponía un paréntesis, y cuando quería poner una cosa entre paréntesis la ponía entre comillas. De la misma manera, Francisca decía que una persona restait en mi calle por decir que demeurait en ella, y que se podía demeurer dos minutos por rester, pues las faltas de la gente del pueblo suelen consistir solamente en intercambiar —como, por lo demás, lo hace la lengua francesa— términos que en el transcurso de los siglos han tomado recíprocamente el lugar uno de otro. (La edición de La Pléiade sitúa en el lugar indicado esta nota). (N. de la T.)
Demeurait puede significar «quedaba, permanecía, además de habitaba»; restait sólo significa «permanecía, quedaba».
<<[15] A partir de aquí se lee en el original francés mademoiselle Stermaria, y no, como antes, madame Stermaria. (N. de la T.) <<
[16] A pesar de todo ahora la amaba más, estaba lejos; la presencia, al apartar de nosotros la única realidad, la que se piensa, amortigua el sufrimiento, y la ausencia lo reanima a la vez que el amor. (En la edición de La Pléiade se añade a pie de página, situándolo en el lugar señalado, este párrafo, hallado en un papel). <<
[17] Cuando monsieur de Charlus estaba triste también, decíamos muchas frases parecidas. Pero, aunque en el mismo estado de ánimo, no podíamos consolarnos. Pues la pena es egoísta, y no puede recibir remedio de lo que no le afecta; aun cuando la pena de monsieur de Charlus hubiera sido causada por una mujer, habría sido igualmente lejana de la mía, desde el momento que no era Albertina quien la causaba. (La edición de La Pléiade inserta a pie de página este pasaje, que en el manuscrito se encuentra en un papel marginal sin indicación del lugar a que debía corresponder). (N. de la T.) <<
[18] (Y hasta una sílaba común a dos nombres diferentes bastaba a mi memoria —como a un electricista le basta cualquier buen conductor— para restablecer el contacto entre Albertina y mi corazón). (La edición de La Pléiade añade este fragmento con referencia al lugar señalado). (N. de la T.) <<
[19] En la edición de La Pléiade se advierte que, en el manuscrito, sigue: «También la lectura…», quedando el párrafo sin terminar. (N. de la T.) <<
[20] Por otra parte, me estremecía a cada momento, como todo hombre que, por una idea fija, encuentra en toda mujer detenida en el recodo de una avenida la semejanza, la identidad posible con aquella en la que está pensando. «¡Acaso es ella!». Se vuelve, el coche sigue avanzando y el hombre no retrocede. (En la edición de La Pléiade figura a pie de página este fragmento con referencia al lugar señalado). (N. de la T.) <<
[21] Y oía a Francisca, que, indignada de que la echaran de mi cuarto, al que consideraba que tenía los privilegios reales de las grandes entradas, gruñía: «Ya es triste, un niño al que he visto nacer. Claro que no le vi cuando su madre le estaba haciendo. Pero cuando le conocí, por no mentir, no tenía ni cinco años». (En la edición de La Pléiade figura este fragmento en nota a pie de página con referencia al lugar indicado). (N. de la T.) <<
[22] Veía a Bloch, a los Guermantes, a Legrandin, a Andrea, al señor X… sacar de cada frase las imágenes en ella contenidas mientras yo intento ser un lector cualquiera, y leo como autor. Mas para que el ser imposible que yo intento ser reuniera todos los contrarios que pueden serme más favorables, cuando leo como autor me juzgo como lector, sin ninguna de las exigencias que puede tener para un escrito el que lo compara con el ideal que en él quiso expresar. Aquellas páginas que, cuando las escribí, eran tan pálidas comparadas con mi pensamiento, tan complicadas y opacas comparadas con mi visión armoniosa y transparente, tan llenas de lagunas que no logré llenar, que su lectura era para mí un sufrimiento, no habían conseguido más que acrecer en mí el sentimiento de mi impotencia y de mi incurable falta de talento. Mas ahora, esforzándome por ser lector, me descargo en los demás del doloroso deber de juzgarme, al menos logro hacer tabla rasa de lo que quise hacer al leer lo que hice. Leía el artículo intentando convencerme de que era de otro. Entonces todas mis imágenes, todas mis reflexiones, todos mis epítetos tomados en sí mismos y sin el recuerdo que representaban para mis propósitos, me encantaban por su brillantez, su originalidad, su profundidad. Y cuando la desanimación era demasiado grande, refugiándome en el alma de cualquier lector maravillado, me decía: «¡Bah!, ¿cómo va a notar esto un lector? Es posible que aquí falte algo. Pero ¡caramba, sino están contentos! Tal como está tiene bastantes cosas bonitas, más de las que se suelen leer». (La edición de La Pléiade incluye este fragmento en nota a pie de página, con referencia al lugar indicado). (N. de la T.) <<
[23] Gilberta pertenecía, o al menos perteneció durante aquellos años, a la variedad más abundante de los avestruces humanos, los que esconden la cabeza bajo el ala con la esperanza no de que no los vean, lo que les parece poco verosímil, sino de no ver que los ven, lo que les parece ya mucho y les permite encomendarse a la suerte en cuanto al resto. (La edición de La Pléiade añade este fragmento en nota a pie de página, advirtiendo que, aunque figuraba en la primera edición en el lugar señalado en el texto, rompe la ilación y no se encuentra en el manuscrito, del que falta la página en que quizá se hallaba). (N. de la T) <<
[24] Ya no amaba a Albertina. A lo sumo algunos días, cuando hacía un tiempo de esos que, modificando, despertando nuestra sensibilidad, nos vuelven a poner en relación con la realidad, me sentía tristísimo pensando en ella. Sufría de un amor que ya no existía, como a los amputados, en ciertos cambios de tiempo, les duele la pierna que han perdido. (La edición de La Pléiade incluye a pie de página, como inédito, este fragmento, hallado en un papel suplementario, y con referencia al lugar indicado). (N. de la T.) <<
[25] «En paz duermen los muertos en la tierra./ Así deben dormir los sentimientos muertos, / que también polvo son las reliquias del alma; / apartemos las manos de esos sagrados restos». <<
[26] «Les vas a hacer llorar, niña bella y querida…». <<
[27] «Todos esos zagales, esos futuros hombres / que ponen ya su deliquio púber / en las suaves pestañas de tus ojos puros». <<
[28] «La primera noche que vino aquí, / todo mi orgullo le rendí. / Me amarás sólo, le pedí, / mientras amor sientas por mí. / Sólo en sus brazos bien dormí…». <<
[29] No es posible una traducción segura de este alias. Según el último diccionario francés-español publicado por Larousse, etre dans les choux significa dos cosas tan distintas como «estar a la cola, estar desmayado o haber sufrido un patatús». (N. de la T.) <<
[30] Me enteré, pues no había podido asistir en Venecia a todo aquello de que a mademoiselle de Forcheville la habían pedido el duque de Châtellerault y el príncipe de Silistrie, mientras que Saint-Loup intentaba casarse con mademoiselle d’Entragues, hija del duque de Luxembourg. He aquí lo que había ocurrido. Como mademoiselle de Forcheville tenía cien millones, madame de Marsantes pensó que era una excelente boda para su hijo. Cometió el error de decir que aquella muchacha era encantadora, que ella ignoraba en absoluto si era rica o pobre, que no quería saberlo, pero que, incluso sin dote, sería una suerte para el muchacho más difícil tener una mujer como aquella. Era demasiado audacia para una mujer a la que sólo le tentaban los cien millones que le cerraban los ojos sobre lo demás. En seguida se comprendió que pensaba en ella para su hijo. La princesa de Silistrie se puso a vociferar en todas partes, a ponderar las grandezas de Saint-Loup, a clamar que si Saint-Loup se casaba con la hija de Odette y de un judío, se acabó el Faubourg Saint-Germain. Madame de Marsantes, por segura que ella misma estuviera, no se atrevió a seguir adelante y se retiró ante los gritos de la princesa de Silistrie, que inmediatamente preparó la petición para su propio hijo. Los gritos no habían tenido otra finalidad que reservarse a Gilberta. A todo esto, madame de Marsantes, por no tragarse el fracaso, volvió en seguida los ojos hacia mademoiselle d’Entragues, hija del duque de Luxembourg. Como esta no tenía más que veinte millones, le convenía menos, pero dijo a todo el mundo que un Saint-Loup no podía casarse con una mademoiselle Swann (ya ni siquiera se hablaba de Forcheville). Al poco tiempo, como alguien dijera atolondradamente que el duque de Châtellerault pensaba casarse con mademoiselle d’Entragues, madame de Marsantes, que era más puntillosa que nadie, levantó el gallo, volvió a Gilberta, la pidió para Saint-Loup y se celebraron inmediatamente los esponsales. (La edición de La Pléiade separa a pie de página este pasaje, con la advertencia de que se halla incompleto en el manuscrito). (N. de la T.) <<
[31] Todo lo que nos parece imperecedero tiende a la destrucción; una situación mundana, como cualquier otra cosa, no se crea de una vez para siempre, sino que, de la misma manera que el poder de un imperio se reconstruye a cada momento por una especie de creación perpetuamente continua, lo que explica las anomalías aparentes de la historia mundana o politica a lo largo de medio siglo. La creación del mundo no tuvo lugar en un principio, tiene lugar todos los días. La marquesa de Saint-Loup se decía: «Soy la marquesa de Saint-Loup»; sabía que había rechazado la víspera tres comidas en casa de duquesas. Pero si su nombre elevaba, en cierta medida, a la gente tan poco aristocrática a la que ella recibía, por un efecto inverso la gente que recibía la marquesa despreciaba el nombre que esta llevaba. No hay nada que resista a tales reacciones: hasta los nombres más grandes acaban por sucumbir. ¿No había conocido Swann a una princesa de la casa de Francia cuyo salón cayó al último rango porque en él recibían a cualquiera? Un día en que la princesa de Laumes fue por deber a pasar un momento a casa de esta alteza, donde no encontró más que a gente de poco más o menos, al entrar después en casa de madame Leroi, dijo a Swann y al marqués de Modeme: «Por fin me encuentro en país amigo. Vengo de casa de la señora condesa de X…, y no había allí tres caras conocidas». (La edición de La Pléiade añade esta «adición marginal», con la advertencia de que, situada en el lugar indicado por Proust, rompe la continuidad de la frase). (N. de la T.) <<
[32] Hasta aquí la aludida ha figurado siempre como sobrina y no como hija de Jupien. (N. de la T.) <<
[33] En la edición de La Pléiade se advierte en nota que toda esta frase es casi ilegible en el manuscrito, y, por consiguiente, es insegura su transcripción. (N. de la T.) <<
[34] Este viaje me importunaba bastante, pues tenía en París una muchacha que dormía en el piso bajo que yo había alquilado. Como otros el aroma de los bosques o el murmullo de un lago, yo necesitaba su sueño al lado mío y, por el día, tenerla siempre junto a mí, en mi coche. Pues por más que olvidemos un amor, puede determinar la forma del amor siguiente. Ya en el amor anterior existían hábitos cotidianos, cuyo origen no recordábamos nosotros mismos; es una angustia de un primer día que nos hizo desear apasionadamente, adoptar después de una manera fija, como las costumbres cuyo sentido hemos olvidado, esos retornos en coche hasta la casa misma de la amada, o a su residencia en nuestra morada, o nuestra presencia o la de alguien en quien tenemos confianza en todas sus salidas: todas esas costumbres, especie de grandes días uniformes por donde pasa cada día nuestro amor, y que se cimentaron antaño en el fuego volcánico de una emoción ardiente. Pero esas costumbres sobreviven a la mujer, incluso al recuerdo de la mujer. Llegan a ser la forma, si no de todos nuestros amores, al menos de algunos de nuestros amores que alternan entre ellos. Y así mi casa había exigido, en recuerdo de Albertina, olvidada, la presencia de mi amante actual, que yo escondía a los visitantes y que llenaba mi vida, como antes Albertina. Y para ir a Tansonville tuve que conseguir de ella que se dejara guardar durante unos días por un amigo mío al que no le gustaban las mujeres. (La edición de La Pléiade intercala este pasaje a pie de página y con referencia al lugar señalado, sin ninguna aclaración). (N. de la T.) <<
[35] Estos puntos suspensivos indican, en la edición de La Pléiade, que la frase no termina. (N. de la T.) <<
[36] Términos que se utilizan en la ciencia del comportamiento para describir la orientación sexual. Androphilia describe la atracción sexual de los hombres o la masculinidad y gynephilia describe la atracción sexual hacia las mujeres o la feminidad. (N. del Editor) <<
[37] La edición de La Pléiade, rompiendo la tradición de otras anteriores, termina aquí el volumen de La fugitive (que en aquellas ediciones se ha venido titulando Albertine disparue), con la advertencia de que en el manuscrito no se encuentra ninguna indicación sobre el lugar en que Proust pensaba establecer el corte entre La fugitive y Le temps retrouvé. <<