CAPÍTULO IV

—¡Oh, es inaudito! —me dijo mi madre—. Mira, a mi edad ya no se asombra uno de nada, pero te aseguro que nada más inesperado que la noticia que me trae esta carta.

—Pues verás —contesté—, no sé lo que será, pero por muy asombroso que sea, no puede serlo tanto como lo que me dicen en esta. Es una boda. Roberto de Saint-Loup se casa con Gilberta Swann.

—¡Ah! —me dijo mi madre—, pues debe de ser lo que me dicen en la otra carta, la que no he abierto todavía, pues he reconocido la letra de tu amigo.

Y mi madre sonrió con aquella ligera emoción que, desde que perdió a su madre, ponía ella en todo acontecimiento, por poco importante que fuese, que interesara a criaturas humanas capaces de dolor, de recuerdo y que tuvieran también sus muertos. Mi madre me sonrió y me habló con voz dulce, como si, tratando ligeramente aquella boda, temiera olvidar las impresiones melancólicas que podía despertar en la hija y en la viuda de Swann, en la madre de Roberto, que iba a separarse de su hijo y a las cuales mi madre, por bondad, por simpatía debida a su bondad para mí, prestaba su propia emotividad filial, conyugal y maternal.

—¿No tenía yo razón al decirte que no ibas a encontrar nada más sorprendente? —le dije.

—Pues sí —contestó con voz dulce—; la noticia más extraordinaria es la mía, no te diré que la más grande ni la más pequeña, pues esta cita de Sévigné, que hacen todos los que no saben de ella más que esto, desagradaba a tu abuela tanto como «esa cosa tan bonita que es henificar». Nosotros no nos dignamos recoger ese Sévigné de todo el mundo. Esta carta me anuncia la boda del pequeño Cambremer.

—¡Anda! —dije yo con indiferencia—: ¿Con quién? Bueno, de todos modos, la personalidad del novio quita a esa boda todo carácter sensacional.

—A menos que se lo dé la novia.

—¿Y quiénes esa novia?

—Si te lo digo en seguida, no tiene mérito. Vamos a ver, busca un poco —repuso mi madre, que, viendo que todavía no habíamos llegado a Turín, quería dejarme tela que cortar, entretenerme un poco más.

—Pero ¿cómo quieres que yo lo sepa? ¿Es alguien muy brillante? Si Legrandin y su hermana están contentos, podemos asegurar que es una boda brillante.

—Legrandin no lo sé, pero la persona que me anuncia la boda dice que madame de Cambremer está encantada. Yo no sé si tú llamarás a eso una boda brillante. A mí me hace el efecto de una boda de los tiempos en que los reyes se casaban con las pastoras, y para eso la pastora es menos que pastora, pero, eso sí, encantadora. Esto hubiera pasmado a tu abuela y no le hubiera desagradado.

—Pero bueno, ¿quién es esa novia?

Mademoiselle d’Oloron.

—Me parece algo inmenso y nada de pastora, pero no veo quién puede ser. Es un título que estaba en la familia de los Guermantes.

—Precisamente, y monsieur de Charlus se lo dio, al adoptarla, a la sobrina de Jupien. Con ella se casa el pequeño Cambremer.

—¡La sobrina de Jupien! ¡No es posible!

—Es la recompensa a la virtud. Es una boda de final de novela de madame Sand —dijo mi madre. «Es el precio al vicio, es una boda de final de novela de Balzac», pensé yo.

—Después de todo —le dije a mi madre—, bien pensado, es bastante natural. Ya tenemos a los Cambremer anclados en ese clan de los Guermantes, donde jamás esperaron que podrían armar su tienda; además, la pequeña, adoptada por monsieur de Charlus, tendrá mucho dinero, lo que era indispensable desde que los Cambremer perdieron el suyo; y después de todo es la hija adoptiva, y, según los Cambremer, probablemente la hija verdadera —la hija natural— de alguien que ellos consideran como un príncipe de la sangre. Un bastardo de casa casi real fue siempre considerado como una alianza honrosa por la nobleza francesa y extranjera. Sin remontarnos muy lejos de nosotros, a los Lucinge, no hace más de seis meses, recordarás la boda del amigo de Roberto con aquella muchacha cuya única importancia social era que la suponían, con razón o sin ella, hija natural de un príncipe soberano.

Mi madre, sin dejar de mantener la parte casta de Combray, por la que a mi abuela le habría escandalizado aquella boda, queriendo, ante todo, subrayar el valor del juicio de su madre, añadió:

—Por lo demás, la pequeña es perfecta, y tu querida abuela ni siquiera hubiera necesitado su inmensa bondad, su infinita indulgencia, para no juzgar con severidad la elección del joven Cambremer. ¿Recuerdas lo distinguida que le pareció esa pequeña, hace mucho tiempo, un día que entró a que le cosieran la falda? Entonces no era más que una niña. Y ahora, aunque ya muy crecida y mayorcita, es otra mujer, mil veces más perfecta. Pero tu abuela vio eso de una ojeada. La sobrinilla de un chalequero le pareció más «noble» que el duque de Guermantes —pero mi madre, más aún que alabar a mi abuela, necesitaba considerar preferible para ella que no existiera ya. Era la suprema finalidad de su cariño y como si le evitara un último disgusto—. Y, sin embargo —me dijo mi madre—, ¡quién le había de decir al abuelo Swann (al que no conociste) que iba a tener un bisnieto o una bisnieta por cuyas venas correrían juntas la sangre de la tía Moser, que decía: «Ponchour mezieurs» y del duque de Guisa!

—Pero observa, mamá, que es mucho más extraordinario de lo que dices. Pues los Swann eran gente muy distinguida y, con la posición que tenía su hijo, su hija, si él hubiera hecho una buena boda, habría podido hacerla muy buena. Pero todo se vino al suelo porque se casó con una cocotte.

—¡Oh!, una cocotte… Quizá eran las malas lenguas, yo no lo creí nunca del todo.

—Sí, una cocotte, otro día te haré incluso revelaciones familiares.

Mi madre, absorta en sus evocaciones, acabó por decir:

—¡La hija de una mujer a la que tu padre nunca me hubiera permitido saludar, casarse con el sobrino de madame de Villeparisis, a la que tu padre, al principio, no me permitía ir a visitar, porque le parecía de un mundo demasiado brillante para mí! —y después—: ¡El hijo de madame de Cambremer, para el que tanto se resistía Legrandin a darnos una recomendación, porque no nos encontraba demasiado elegantes, casándose con la sobrina de un hombre que jamás se hubiera atrevido a subir a nuestra casa más que por la escalera de servicio!… Al fin y al cabo tu pobre abuela tenía razón, recuerda cuando decía que la alta aristocracia hacía cosas que chocarían a unos pequeños burgueses y que la reina María Amelia había bajado para ella por sus amabilidades con la amante del príncipe de Condé para que le hiciera testar a favor del duque de Aumale. Ya te acordarás de que le chocaba que las descendientes de la casa de Gramont, que fueron verdaderas santas, llevaran desde siglos el nombre de Corisande en memoria de las relaciones de una abuela con Enrique IV. Son cosas que quizá se hacen también en la burguesía, pero se ocultan más. ¡Cuánto le hubiera divertido esto a tu pobre abuela! —exclamó mi madre con tristeza, pues las alegrías que tanto nos dolía que mi abuela no gozara eran las alegrías más simples de la vida, una noticia, una obra de teatro, menos aún: una «imitación», que la hubieran divertido—. Tanto como asombrarla, no, pero estoy segura de que esas bodas le habrían chocado, le habrían resultado penosas, así que creo preferible que no se haya enterado —añadió mi madre, pues, ante todo acontecimiento, le gustaba pensar que a mi abuela le habría producido una impresión muy especial, debido a la maravillosa singularidad de su naturaleza, y que tenía una importancia extraordinaria. Ante todo acontecimiento triste que no se hubiera podido prever en tiempo de mi abuela, la desgracia o la ruina de uno de nuestros antiguos amigos, una calamidad pública, una epidemia, una guerra, una revolución, mi madre se decía que quizá era mejor que mi abuela no hubiera visto nada de todo aquello, que le habría dado demasiada pena, que acaso no habría podido soportarlo. Y cuando se trataba de una cosa chocante como esta, mi madre, por un movimiento de corazón inverso al de los malos que se complacen en suponer que las personas a quienes ellos no quieren han sufrido más de lo que se cree, no quería admitir, en su cariño por mi abuela, que pudiera ocurrirle nada triste, nada decepcionante. Se figuraba siempre a mi abuela fuera del alcance de todo mal que no debía producirse, diciéndose que, después de todo, la muerte de mi abuela quizá fue un bien, por evitar el espectáculo demasiado feo del tiempo presente a aquella naturaleza tan noble, incapaz de resignarse a él. Pues el optimismo es la filosofía del pasado. Como los acontecimientos que han tenido lugar son, entre todos los posibles, los únicos que conocemos, el mal que han producido nos parece inevitable, y el poco bien que no han podido llevarse con ellos, a ellos se lo abonamos, imaginando que, sin ellos, no se habría producido. Al mismo tiempo, mi madre intentaba adivinar mejor lo que mi abuela hubiera sentido ante aquellas noticias, y creyendo al mismo tiempo que a nuestras mentes, menos elevadas que la suya, les era imposible adivinarlo—. De veras —reanudó mi madre—, ¡cuánto le hubiera asombrado a tu abuela!, y yo notaba que mi madre sufría por no poder decírselo, lamentando que mi abuela no pudiera saberlo y pareciéndole una especie de injusticia que en la vida surgieran hechos que mi abuela no habría podido creer, haciendo así, retrospectivamente, falso e incompleto el conocimiento que ella se había llevado de los seres y de la sociedad, pues la boda de la sobrina de Jupien con el sobrino de Legrandin era como para modificar las nociones generales de mi abuela, como lo era la noticia, —si mi madre hubiera podido hacérsela llegar— de que se había conseguido resolver el problema, que mi abuela creía insoluble, de la navegación aérea y de la telegrafía sin hilos. Pero luego veremos que este deseo de mi madre de hacer compartir a mi abuela los beneficios de nuestra ciencia llegó pronto a parecer aún demasiado egoísta[30].

Aquellas bodas provocaron vivos comentarios en los mundos más diferentes.

Varias amigas de mi madre que habían visto a Saint-Loup en nuestra casa vinieron el día que mi madre recibía y preguntaron si el novio era efectivamente aquel amigo mío. Algunos llegaron a decir, en cuanto a la otra boda, que no se trataba de los Cambremer-Legrandin. Lo sabían de buena tinta, pues la marquesa Legrandin por su familia lo desmintió la víspera misma del día en que se hicieron públicos los esponsales. En cuanto a mí, me preguntaba por qué monsieur de Charlus, por una parte, y Saint-Loup, por otra, que habían tenido ocasión de escribirme poco antes, me hablaban de proyectos tan amistosos de viajes y cuya realización debería excluir la posibilidad de aquellas ceremonias, y no me decían nada de ellas. Sin pensar en el secreto que se guarda hasta el final en esta clase de cosas, saqué la conclusión de que eran menos amigos míos de lo que yo creyera, y esto, en cuanto a Saint-Loup, me entristecía. Pero sabiendo que la amabilidad, el trato llano, el «de igual a igual» de la aristocracia era una comedia, ¿por qué me extrañaba que me exceptuaran? En la casa de mujeres —donde se buscaban cada vez más hombres—, aquella en que monsieur de Charlus sorprendió a Morel y en la que la «subdirectora», gran lectora de Le Gaulois, comentaba las noticias mundanas, esta patrona, hablando con un señor que iba con unos jóvenes a beber champagne sin parar, porque, ya muy grueso, quería llegar a estar lo bastante obeso para tener la seguridad de que, si había guerra, no le «cogerían», declaró: «Parece ser que el niño Saint-Loup es “de esos” y el niño Cambremer también. ¡Pobres esposas! En todo caso, si conocéis a esos prometidos, tenéis que enviárnoslos, aquí encontrarán todo lo que quieran, y se puede ganar con ellos mucho dinero». A lo que el señor gordo, aunque él era «de esos», replicó, pues era un poco snob, que solía ver a Cambremer y a Saint-Loup en casa de sus primos los Ardonvillers, y que eran muy mujeriegos y todo lo contrario de «eso». «¡Ah!», concluyó la subdirectora en un tono escéptico, pero sin tener ninguna prueba y convencida de que, en nuestro siglo, la perversidad de costumbres rivalizaba con el absurdo calumniador de los chismes. Algunas personas a las que no vi me escribieron y me preguntaron «qué pensaba yo» de aquellas dos bodas, exactamente como quien abre una encuesta sobre la altura de los sombreros de las mujeres en los teatros o sobre la novela psicológica. No tuve valor para contestar a estas cartas. Yo no pensaba nada de aquellas dos bodas, pero sentía una inmensa tristeza, como cuando dos partes de nuestra existencia pasada, amarradas cerca de nosotros, y en las cuales, quizá perezosamente, al día, fundamos alguna esperanza inconfesada, se alejan definitivamente, con un alegre chisporroteo de llamas, para destinos extranjeros, como dos barcos. En cuanto a los interesados mismos, tuvieron sobre sus propias bodas una opinión muy natural, puesto que se trataba no de otros sino de ellos. Nunca se habían cansado de burlarse de esas «grandes bodas» fundadas en una tara secreta. Y hasta los Cambremer, de una casa tan antigua y de pretensiones tan modestas, hubieran sido los primeros en olvidar a Jupien y en recordar sólo las inauditas grandezas de la casa de Oloron de no haberse producido una excepción en la persona a quien más debiera halagar esa boda, la marquesa de Cambremer-Legrandin. Pero, perversa por naturaleza, anteponía el placer de humillar a los suyos al de glorificarse ella misma. Así, pues, como no quería a su hijo y en seguida la tomó con su futura nuera, declaró que era lamentable para un Cambremer casarse con una persona que no se sabe de dónde venía y tenía unos dientes tan mal dispuestos. En cuanto a la propensión del joven Cambremer a tratarse con literatos, como, por ejemplo, Bergotte y el mismo Bloch, es natural que una boda tan brillante no produjera el efecto de hacerle más snob, sino que, sintiéndose ahora sucesor de los duques de Oloron, «príncipes soberanos», como decían los periódicos, estaba lo bastante convencido de su grandeza para poder tratarse con quienquiera que fuese. Y dejó a la pequeña nobleza por la burguesía inteligente, los días en que no se dedicaba a las altezas. Aquellas notas de los periódicos, sobre todo en lo que se refería a Saint-Loup, dieron a mi amigo, de cuyos antepasados regios se daba relación, una grandeza nueva, pero que no hizo más que entristecerme, como si ahora fuera otra persona, el descendiente de Roberto el Fuerte más bien que el amigo que, muy poco tiempo antes, se había sentado en el traspuntín del coche para que yo fuese mejor en el fondo; no haber previsto su boda con Gilberta, que, de pronto, en mi carta, resultó tan diferente de lo que yo podía pensar de cada uno de ellos la víspera, inopinada como un precipitado químico, me hacía sufrir, cuando hubiera debido pensar que había tenido mucho que hacer y que además, en el gran mundo, las bodas se hacen así, de repente, para sustituir una combinación distinta que se ha frustrado. Y la tristeza, tétrica como un desahucio, amarga como los celos, que, por lo inesperadas, por el detalle del choque, me causaron aquellas dos bodas fue tan profunda, que más tarde me la recordaron, glorificándome absurdamente por ella, como si hubiera sido lo contrario de lo que fue en el momento mismo, un doble y hasta triple y cuádruple presentimiento.

La gente del gran mundo que no había hecho ningún caso de Gilberta me dijo en un tono gravemente interesado: «¡Ah!, es la que se casa con el marqués de Saint-Loup», y la miraban con esa atención de las personas no sólo ávidas de los acontecimientos de la vida parisiense sino que además quieren enterarse y creen en la profundidad de su mirada. Los que, por el contrario, conocían sólo a Gilberta, miraron a Saint-Loup con suma atención, y muchos (algunos de los cuales apenas me conocían) me pidieron que los presentara, y volvían de la presentación al novio vestidos de fiesta, diciéndome: «Es muy distinguido». Gilberta estaba convencida de que el nombre del marqués de Saint-Loup era mil veces más ilustre que el del duque de Orleáns, pero, como pertenecía, ante todo, a su generación espiritual, no quiso parecer menos inteligente que los demás y se complació en decir mater semita, añadiendo para parecer más inteligente aún: «En cambio, para mí, es mi pater».

«Dicen que ha sido la princesa de Parma la que ha hecho el casamiento del pequeño Cambremer», me dijo mamá. Era verdad. La princesa de Parma conocía desde hacía tiempo, por las obras de caridad, por una parte, a Legrandin, que le parecía un hombre distinguido; por otra, a madame de Cambremer, que cambiaba de conversación cuando la princesa le preguntaba si era verdad que era hermana de Legrandin. La princesa sabía cuánto le dolía a madame de Cambremer haber quedado a la puerta de la alta sociedad aristocrática, donde nadie la recibía. En cuanto a la princesa de Parma, que se había encargado de buscarle un partido a mademoiselle d’Oloron, preguntó a monsieur de Charlus si sabía quién era un hombre agradable y culto que se llamaba Legrandin de Méséglise (así se hacía llamar ahora Legrandin); el barón contestó primero que no, pero de pronto se acordó de un viajero al que había conocido una noche y que le dejó su tarjeta. Insinuó una sonrisa. «Quizá es el mismo», pensó. Cuando se enteró de que se trataba del hijo de la hermana de Legrandin, dijo:

—¡Anda, sería verdaderamente extraordinario! Si se parece a su tío, después de todo, no sería para asustarme, siempre he dicho que son los mejores maridos.

—¿Quiénes? —preguntó la princesa.

—¡Oh!, se lo explicaría con mucho gusto si nos viéramos más a menudo. Con su alteza se puede hablar. ¡Es tan inteligente! —dijo Charlus con un deseo de confidencias que, sin embargo, no pasó de aquí. El nombre de Cambremer le agradó, aunque no le gustaban los padres, pero sabía que era una de las cuatro baronías de Bretaña y lo mejor que podía esperar para su hija adoptiva; era un nombre antiguo, respetado, con sólidas alianzas en su provincia. Un príncipe hubiera sido imposible y además no deseable. Cambremer era lo que convenía. La princesa mandó a buscar en seguida a Legrandin. Desde hacía algún tiempo había cambiado físicamente, y bastante favorablemente. Como las mujeres que sacrifican resueltamente su cara a la esbeltez del tipo y no salen de Marienbad, Legrandin había tomado el aspecto desenvuelto de un oficial de caballería. Mientras que monsieur de Charlus se había vuelto torpe y lento, Legrandin era ahora más esbelto y ligero, efecto contrario de una misma causa. Esta velocidad obedecía además a causas psicológicas. Tenía la costumbre de ir a ciertos lugares poco recomendables procurando que no le vieran entrar ni salir. Cuando la princesa de Parma le habló de los Guermantes, de Saint-Loup, dijo que los había conocido siempre, haciendo una especie de mezcolanza entre el hecho de haber conocido siempre, de nombre, a los Guermantes y haber visto, en persona, en casa de mi tía, a Swann, el padre de la futura madame de Saint-Loup, y no haber querido tratar ni a la mujer ni a la hija de Swann. «Hasta he viajado últimamente con el hermano del duque de Guermantes, con monsieur de Charlus. Él mismo inició la conversación, lo que demuestra que no es un necio envarado ni un pretencioso. Sí, ya sé todo lo que dicen de él, pero yo no creo nunca esas cosas. Además a mí no me importa la vida privada de los demás. Me ha hecho el efecto de un hombre sensible, de un corazón bien cultivado». Entonces la princesa de Parma habló de mademoiselle d’Oloron. En el círculo de los Guermantes se enternecían con la nobleza de corazón de monsieur de Charlus, que, bueno como siempre había sido, hacía la felicidad de una muchacha pobre y encantadora. El duque de Guermantes, que sufría por la fama de su hermano, daba a entender que sí, que aquello era muy bonito, pero muy natural. «No sé si me entienden, en ese asunto todo es natural», decía torpemente a fuerza de habilidad. Quería indicar que la muchacha era una hija de su hermano, a la que reconocía. Al mismo tiempo explicaba lo de Jupien. La princesa de Parma insinuó esta versión para hacer ver a Legrandin que, después de todo, el joven Cambremer se iba a casar con algo así como mademoiselle de Nantes, una de aquellas bastardas de Luis XIV que no desdeñaron ni el duque de Orleáns ni el príncipe de Conti.

Aquellas dos bodas, de las que hablamos mi madre y yo en el tren que nos traía a París, produjeron unos efectos bastante notables en ciertos personajes que han figurado ya en este relato. En primer lugar, en Legrandin. Inútil decir que irrumpió como un huracán en el hotel de monsieur de Charlus, absolutamente como en una casa de mala nota, donde no debía ser visto, y, a la vez, por demostrar su valentía y disimular su edad —pues nuestros hábitos nos siguen incluso allí donde no nos sirven para nada—, y casi nadie notó que monsieur de Charlus le dirigió al saludarle una sonrisa difícil de captar, y más aún de interpretar; una sonrisa igual en apariencia —y en el fondo era exactamente inversa— a la que se dirigen dos hombres que tienen la costumbre de verse en la buena sociedad, si, por casualidad, se encuentran en un lugar de mala nota (por ejemplo, el Elysée, donde el general de Froberville, cuando encontraba a Swann, le miraba con la mirada irónica y la misteriosa complicidad de dos asiduos de la princesa de Laumes, que se comprometen en casa de monsieur Grévy). Pero lo notable fue el favorable cambio de su naturaleza. Desde hacía tiempo —y desde la época en que yo, de muy niño, iba a pasar las vacaciones a Combray—, Legrandin cultivaba relaciones aristocráticas que le valían a lo sumo una invitación aislada para unos días infecundos. De pronto, la boda de su sobrino venía a enlazar aquellos fragmentos lejanos, y Legrandin alcanzó una posición mundana, a la que dieron retroactivamente cierta solidez sus antiguas relaciones con personas que sólo le habían tratado particular pero íntimamente. Algunas damas a quienes se pretendía presentarle contaron que, desde hacía veinte años, pasaba quince días en su casa del campo y que era él quien les había regalado el precioso barómetro antiguo del salón pequeño. Entró por casualidad en algunos «grupos» donde figuraban duques que ahora emparentaban con él. Y el caso es que, en cuanto llegó a esta posición mundana, dejó de aprovecharla. No solamente porque, ahora que se sabía que le recibían, ya no le causaba ningún placer ser invitado, sino porque, de los dos vicios entre los que oscilara durante tanto tiempo, el menos natural, el snobismo, cedía el sitio a otro menos artificial, puesto que marcaba, al menos, una especie de retorno, aunque desviado, hacia la naturaleza. Desde luego, no son incompatibles y se puede explorar un barrio al salir de la fiesta de una duquesa. Pero el enfriamiento de la edad apartaba a Legrandin de acumular tantos placeres, de salir, como no fuera a tiro hecho, y también le hacía bastante platónicos los de la naturaleza, consistentes, sobre todo, en amistades, en charlas que llevaban tiempo y le llevaban a pasar casi todo el suyo en el pueblo, dejándole poco para la vida de sociedad. La misma madame de Cambremer se tornó bastante indiferente a la amabilidad de la duquesa de Guermantes. Obligada esta a tratar a la marquesa, se dio cuenta, como ocurre siempre que se vive más con seres humanos, es decir, con cualidades que se acaba por descubrir y defectos a los que se acaba por acostumbrarse, de que madame de Cambremer era una mujer dotada de una inteligencia y provista de una cultura que yo, por mi parte, apreciaba poco, pero que a la duquesa le parecieron notables. En consecuencia fue a menudo, al atardecer, a hacer largas visitas a madame de Cambremer. Pero en cuanto esta se vio solicitada por la duquesa de Guermantes, se evaporó el maravilloso encanto que se imaginaba en ella. Y la recibía por cortesía más bien que por gusto.

En Gilberta se produjo un cambio más notable, a la vez simétrico y diferente del que se había producido en Swann casado. Claro que, los primeros meses, a Gilberta le encantó recibir a la sociedad más selecta. Sólo por la herencia invitaban a los amigos íntimos, a los que su madre tenía apego, pero sólo ciertos días en los que no había más que ellos, encerrados aparte, lejos de las personas elegantes, y como si el contacto de madame Bontemps o de madame Cottard con la princesa de Guermantes o con la princesa de Parma pudiera producir, como el contacto de dos pólvoras inestables, catástrofes irreparables. Sin embargo, los Bontemps, los Cottard y otros, aunque decepcionados por comer entre ellos, estaban orgullosos por poder decir: «Hemos comido en casa de la marquesa de Saint-Loup», más aún porque, a veces, llegaban a la audacia de invitar con ellos a madame de Marsantes, que se conducía como verdadera gran dama, con un abanico de concha y de pluma, por interés de la herencia. Sólo que, de vez en cuando, se cuidaba de alabar a las personas discretas que sólo se presentan cuando se las llama, advertencia con la cual dirigía su más gracioso y altivo saludo a los buenos entendedores de la clase Cottard, Bontemps, etc. Quizá por causa de mi «amiguita de Balbec», por cuya tía me gustaba ser visto en aquel círculo, yo hubiese preferido ser de estas series. Pero Gilberta, para quien ahora yo era sobre todo un amigo de su marido y de los Guermantes (y que —quizá desde Combray, donde mis padres no trataban a su madre—, a la edad en que no sólo no damos este o el otro valor a las cosas y las clasificamos por especies, me había dotado de este prestigio que ya no se pierde después), consideraba indignas de mí aquellas reuniones, y cuando me iba me decía: «Me ha gustado mucho verle, pero venga más bien pasado mañana; verá a mi tía Guermantes, a madame de Poix; hoy eran amigas de mamá, por dar gusto a mamá». Pero esto no duró más que unos meses y en seguida cambió todo de arriba abajo. ¿Sería porque la vida social de Gilberta debía de tener los mismos contrastes que la de Swann? En todo caso, hacía poco tiempo que Gilberta era marquesa de Saint-Loup (y poco después, como se verá, duquesa de Guermantes), y, llegada a lo más brillante y más difícil, pensando que el nombre de Guermantes se había incorporado a ella como un esmalte dorado y que, tratase a quien tratase, sería para todo el mundo la duquesa de Guermantes (lo que era un error, pues el valor de un título de nobleza, como la bolsa, sube cuando se solicita y baja cuando se ofrece)[31], compartiendo, en una palabra, la opinión de aquel personaje de opereta que dice: «Mi nombre me dispensa, a lo que creo, de decir más», dio en hacer ostentación de desprecio por lo que tanto había deseado, en declarar que todos los del Faubourg Saint-Germain eran idiotas, intratables, y, pasando de la palabra a la acción, dejó de tratarlos. Algunas personas que la conocieron después de esta época, y en su primer trato con ella, oyeron a esta duquesa de Guermantes burlarse graciosamente de la gente de pro a la que tan fácil le hubiera sido tratar, no recibir ni a una sola persona de esta sociedad, y si una de ellas, aunque fuera la más brillante, se aventuraba a ir a su casa, darle abiertamente con la puerta en las narices; se sonreían retrospectivamente de haber podido encontrar ellos algún prestigio en el gran mundo, y no se atreverían jamás a confiar este humillante secreto de sus debilidades pasadas a una mujer a la que, por una elevación esencial de su naturaleza, creen incapaz, en todo tiempo, de comprender tales debilidades. «La oyen burlarse de los duques con tanta gracia, y, lo que es más significativo, ven su conducta tan de acuerdo con sus burlas…». Desde luego, no piensan en buscar las causas accidentales por las cuales pasó mademoiselle Swann a mademoiselle de Forcheville, y mademoiselle de Forcheville a marquesa de Saint-Loup y después a duquesa de Guermantes. Quizá no pensaban tampoco que estas causas accidentales servirían, tanto por ellas como por sus efectos, para explicar la actitud posterior de Gilberta, pues el trato de los plebeyos no lo concibe exactamente de la misma manera mademoiselle Swann que una dama a quien todo el mundo llama «señora duquesa» y a quien esas duquesas que la aburren llaman «prima». Se suele desdeñar un fin que no se ha conseguido alcanzar o que se ha alcanzado definitivamente. Y este desdén nos parece formar parte de las personas que no conocemos todavía. Si pudiéramos remontar el curso de los años, quizá las encontráramos destrozadas, más frenéticamente que nadie, por esos mismos defectos que han logrado enmascarar o vencer hasta tal punto que las consideramos incapaces no sólo de haber caído jamás ellas mismas en tales defectos, sino hasta de disculparlos en los demás, porque no pueden concebirlos. El salón de la nueva marquesa de Saint-Loup tomó muy pronto su aspecto definitivo (al menos desde el punto de vista mundano, pues ya veremos los trastornos que en otro sentido había de sufrir). Pero este aspecto era sorprendente en esto. Todavía se recordaba que las recepciones más pomposas, más refinadas de París, tan brillantes como las de la princesa de Guermantes, eran las de madame de Marsantes, la madre de Saint-Loup. Por otra parte, en los últimos tiempos, el salón de Odette, de categoría mucho menor, era deslumbrador de lujo y de elegancia. Saint-Loup, satisfecho de gozar, gracias a la gran fortuna de su mujer, de todo el bienestar que podía desear, no pensaba más que en estar tranquilo después de una buena comida y con unos artistas que iban a tocar buena música. Y aquel joven que en otra época parecía tan orgulloso, tan ambicioso, invitaba a compartir su lujo a unos compañeros a los que su madre no habría recibido. Gilberta, por su parte, ponía en práctica el aforismo de Swann: «La calidad importa poco, lo que temo es la cantidad». Y Saint-Loup, de rodillas ante su mujer, porque la amaba y porque le debía precisamente aquel lujo, no pensaba en contrariar aquellos gustos, tan parecidos a los suyos. De suerte que las grandes recepciones de madame de Marsantes y de madame de Forcheville, dadas durante años con vistas, sobre todo, a colocar brillantemente a sus hijos, no dieron lugar a ninguna recepción de monsieur y de madame de Saint-Loup. Tenían los caballos más hermosos para montar juntos, tenían el yate más bonito para hacer viajes de recreo —pero sin llevar más que dos invitados—. En París tenían todas las noches tres o cuatro amigos a comer, nunca más; de modo que, por una regresión imprevista y, sin embargo, natural, cada una de las dos inmensas pajareras maternas fue sustituida por un nido silencioso.

La persona que menos aprovechó estas dos uniones fue la joven mademoiselle d’Oloron, quien, contraída ya la fiebre tifoidea el día del casamiento religioso, se arrastró penosamente a la iglesia y murió a las pocas semanas. En la esquela de defunción figuraban, junto a nombres como el de Jupien, casi todos los más grandes de Europa, como los de los vizcondes de Montmorency, de S. A. R., la condesa de Bourbon-Soissons, del príncipe de Modene-Este, de la vizcondesa de Edumea, de lady Essex, etc. Seguramente el nombre de todas estas grandes alianzas no podía sorprender, ni siquiera a quienes sabían que la difunta era la hija[32] de Jupien. Porque lo importante es tener una gran alianza. De este modo, interviniendo el casus foederis, la muerte de la pequeña plebeya pone de luto a todas las familias principescas de Europa. Pero muchas personas de las nuevas generaciones, y que no conocían las posiciones reales, aparte de que podían tomar a María Antonia de Oloron, marquesa de Cambremer, por una dama de la más alta estirpe, podrían cometer otros muchos errores leyendo aquella esquela de defunción. Así, pues, a poco que sus viajes a través de Francia les permitieran conocer el país de Combray, al ver que madame L. de Méséglise, que el conde de Méséglise figuraba en la esquela de defunción entre los primeros, muy cerca del duque de Guermantes, pudieran no sentir ningún asombro: Méséglise y Guermantes están muy próximos. «Antigua nobleza de la misma región, quizá emparentada desde generaciones —podrían decirse—. Quién sabe si no es una rama de los Guermantes quien lleva el nombre de los condes de Méséglise». Ahora bien, el conde de Méséglise no tenía nada que ver con los Guermantes y ni siquiera formaba parte del clan Guermantes, sino del clan Cambremer, puesto que el conde de Méséglise, que, por un rápido ascenso, sólo dos años fue Legrandin de Méséglise, era nuestro antiguo amigo Legrandin. Desde luego, falso título por falso título, pocos había que pudieran ser tan desagradables como este para los Guermantes. Habían emparentado antiguamente con los verdaderos condes de Méséglise, de los que no quedaba más que una mujer, hija de unos padres oscuros y degradados, casada ella misma con un colono enriquecido de mi tía, a la que compró Mirougrain, y que, llamado Ménager, se hacía llamar ahora Ménager de Mirougrain, de modo que cuando se decía que su mujer se llamaba de Méséglise, se pensaba que debía de ser más bien nacida en Méséglise y que era de Méséglise como su marido de Mirougrain.

Cualquier otro falso título habría molestado menos a los Guermantes. Pero la aristocracia sabe aceptar esos falsos títulos, y otros muchos, cuando entra en juego un casamiento que se considera útil desde cualquier punto de vista. Amparado por el duque de Guermantes, Legrandin fue para una parte de esta generación, y lo será para la totalidad de la siguiente, el verdadero conde de Méséglise.

Otro error en que puede caer cualquier joven lector poco enterado sería el de creer que el barón y la baronesa de Forcheville, en su calidad de padres y suegros del marqués de Saint-Loup, formaban parte del clan Guermantes. Y no, no figuraban en este clan, porque el pariente de los Guermantes era Roberto y no Gilberta. El barón y la baronesa de Forcheville, a pesar de esta falsa apariencia, figuraban en la parte de la esposa, y no por la parte Cambremer, no por los Guermantes, sino por Jupien, del que nuestro lector más enterado sabe que Odette era prima hermana.

Después de la boda de su hija adoptiva, toda la protección de monsieur de Charlus recayó en el joven marqués de Cambremer; los gustos del aspirante, parecidos a los del barón, desde el momento que no impidieron a este elegirle para marido de mademoiselle d’Oloron, no hicieron sino ascenderle, cuando enviudó, en el aprecio de monsieur de Charlus. No es que le faltaran otras cualidades para ser un compañero encantador para el barón. Pero hasta en un hombre de alto valor es esa una cualidad que no desdeña el que le incorpora a su intimidad y que le hace especialmente cómodo si además sabe jugar al whist. El joven marqués tenía una inteligencia notable y, como decían ya en Féterne cuando era todavía un niño, salía completamente a la rama de su abuela, era tan entusiasta, tan músico como ella. Reproducía además ciertas particularidades de esta, pero más por imitación, como toda la familia, que por atavismo. Así, cuando, al poco tiempo de morir su mujer, recibí una carta con la firma de Leonor, nombre que yo no recordaba que fuera el suyo, no caí en quién me escribía hasta que leí la fórmula final: «Crea en mi verdadera simpatía». Esta palabra, verdadera, «puesta en su lugar», añadía al nombre Leonor el apellido de Cambremer.

Ya estaba entrando el tren en la estación de París y mi madre y yo seguíamos hablando de aquellas dos noticias que, para que el camino no me pareciera demasiado largo, quiso ella reservar para la segunda parte del viaje y no me las dijo hasta después de pasar Milán. Mi madre había vuelto en seguida al punto de vista que, para ella, era verdaderamente el único, el de mi abuela. Empezó por pensar que a mi abuela le hubiera sorprendido aquello, después se dijo que la hubiera entristecido, lo que era simplemente una manera de decir que a mi abuela la hubiera alegrado un acontecimiento tan sorprendente, y que mi madre, no pudiendo admitir que la suya se viera privada de una alegría, prefería pensar que todo aquello estaba muy bien, cuando aquella noticia no habría podido menos de disgustarla. Pero apenas habíamos entrado en casa, cuando ya a mi madre le parecía aún demasiado egoísta aquel pesar de no poder hacer participar a mi abuela de todas las sorpresas que la vida nos trae. Y prefirió suponer que no hubieran sido para ella tales sorpresas, que todo aquello no hacía sino confirmar sus previsiones. Quiso ver en estas la prueba de la visión adivinatoria de mi abuela, la demostración de que había sido una inteligencia aún más profunda, más clarividente, más certera de lo que creíamos. De suerte que mi madre, para llegar a este punto de vista de admiración pura, no tardó en añadir: «Y, sin embargo, quizá tu abuela lo hubiera aprobado. ¡Era tan indulgente! Y además ya sabes que, para ella, la condición social no era nada, era la distinción natural. Y es curioso, recuerda que las dos le gustaban. ¿Te acuerdas de aquella primera visita a madame de Villeparisis, cuando volvió y nos dijo que había encontrado vulgar a monsieur de Guermantes, y los elogios que hizo, en cambio, de esos Jupien? Pobre madre, ¿te acuerdas?», decía del padre: «Si yo tuviera otra hija se la daría, y su hija es todavía mejor que él». Y de la pequeña Swann decía: «Os digo que es encantadora, ya veréis cómo hace una buena boda». ¡Pobre madre, si pudiera ver lo bien que adivinó! Hasta el final, hasta cuando ya no existe, nos dará lecciones de clarividencia, de bondad, de justa apreciación de las cosas. Y como los goces de que nos dolía ver privada a mi abuela eran todos los pequeños goces de la vida —una entonación de actor que la habría divertido, un plato que le gustaba, una nueva novela de un autor preferido—, mamá decía: «¡Cómo la habría sorprendido esto, cómo le habría gustado! ¡Qué carta tan bonita habría contestado!». Y mi madre continuaba: «¡Figúrate lo feliz que habría sido el pobre Swann, que tanto deseaba que los Guermantes recibieran a Gilberta, si pudiera ver a su hija convertida en una Guermantes!».

—¿Con otro nombre que no es el suyo, llevada al altar como mademoiselle de Forcheville? ¿Crees que esto le haría feliz?

—¡Ah!, es verdad, no había pensado en eso.

—Por eso no puedo alegrarme por esa mala personilla. ¡Pensar que ha tenido el valor de renunciar al nombre de su padre, que era tan bueno para ella!

—Sí, tienes razón, bien pensado, quizá es mejor que no haya llegado a saberlo.

¡Tan difícil es determinar, trátese de muertos o de vivos, si una cosa les alegrará o les apenará!

—Parece ser que los Saint-Loup van a vivir en Tansonville. ¡Quién le iba a decir al abuelo Swann, que tanto deseaba enseñar su estanque a tu pobre abuelo, que el duque de Guermantes lo iba a ver a menudo, sobre todo si hubiera sabido la boda infamante de su hijo! En fin, a ti, que tanto has hablado a Saint-Loup de los espinos rosa, de las lilas y de los lirios de Tansonville, te comprenderá mejor. Van a ser suyos.

Así transcurría en nuestro comedor, bajo la luz de la lámpara de la que tan amigas son, una de esas charlas en que la sabiduría, no de las naciones, sino de las familias, apoderándose de un hecho cualquiera, muerte, boda, herencia, ruina, y poniéndolo bajo el cristal de aumento de la memoria, le da todo su relieve, disocia, aleja y sitúa en perspectiva, en diferentes puntos del espacio y del tiempo, lo que para los que no lo han vivido parece amalgamado en una misma superficie, los nombres de los fallecidos, las direcciones sucesivas, los orígenes de la fortuna y sus cambios, las mutaciones de propiedad. Esta sabiduría no la inspira la musa, que conviene ignorar el mayor tiempo posible si se quiere conservar frescas las impresiones y alguna virtud creadora, pero que los mismos que la han ignorado la encuentran en el ocaso de su vida en la nave de la vieja iglesia provinciana, a una hora en que de pronto se sienten menos sensibles a la belleza eterna expresada por las esculturas del altar que al conocimiento de las fortunas diversas que sufrieron, pasando de una ilustre colección particular a una capilla, a un museo después, volviendo luego a la iglesia; o que a sentir que pisan un pavimiento casi pensante, constituido por el último polvo de Arnauld o de Pascal, o simplemente a descifrar, imaginando acaso el rostro de una fresca provinciana en la placa de cobre del reclinatorio de madera, los nombres de las hijas del hidalgo o del notable, el museo que ha recogido todo lo que las más altas musas de la filosofía o del arte han rechazado, todo lo que no se funda en verdad, todo lo que es sólo contingente, pero revela también otras leyes: la Historia[33].

Antiguas amigas de mi madre, más o menos de Combray, vinieron a verla para hablarle de la boda de Gilberta, que no las deslumbraba en absoluto.

—Ya sabe usted quién es mademoiselle de Forcheville, es simplemente mademoiselle Swann. Y el testigo de su boda, el «barón» de Charlus, como él se hace llamar, es aquel viejo que sostenía ya a la madre antiguamente a sabiendas de Swann, que encontraba en esto su conveniencia.

—Pero ¿qué está diciendo usted? —protestaba mi madre—. En primer lugar, Swann era riquísimo.

—Pues no lo sería tanto cuando tenía necesidad del dinero de los demás. Pero ¿qué tiene esa mujer para conservar así a su servicio a sus antiguos amantes? Se las ha arreglado para casarse con el primero, después con el tercero y ahora saca casi de la tumba al segundo para que sirva de testigo a la hija que tuvo del primero o de sabe Dios quién, pues cualquiera cuenta cuántos han sido; ni ella misma lo sabe. He dicho el tercero y habría que decir el número trescientos. Además ya sabe usted que es tan Forcheville como usted y como yo, eso va muy bien con el marido, que no es noble de verdad. A cualquiera se le ocurre que sólo un aventurero puede casarse con esa chica. Parece ser que es un monsieur Dupont o Durand cualquiera. Si no tuviéramos ahora en Combray un alcalde radical, que ni siquiera saluda al cura, ya me enteraría yo bien. Pues ya comprenderá usted que cuando publicaron las amonestaciones habrán tenido que decir el verdadero nombre. Es muy bonito, para los periódicos y para el papelero que manda las invitaciones, poner en ellas el marqués de Saint-Loup. Eso no perjudica a nadie, y si puede dar gusto a esas buenas gentes, no seré yo quien lo critique, ¿a mí qué me importa? Como yo no voy a tratar nunca a la hija de una mujer que ha dado que hablar, ya puede ser para sus criados un pedazo de marquesa del largo de un brazo. Pero en las actas del registro civil no es lo mismo. ¡Ah!, si mi primo Sazerat fuera todavía primer teniente de alcalde, le escribiría y me diría con qué nombre había hecho las amonestaciones.

Por aquella época vi bastante a menudo a Gilberta, con la que había vuelto a relacionarme, pues nuestra vida, en su transcurso, no se calcula por la vida de nuestras amistades. Al cabo de cierto período de tiempo (como ocurre en política con los antiguos ministros, en el teatro con las obras olvidadas que se vuelven a poner) vemos reanudarse relaciones de amistad entre las mismas personas de otro tiempo, después de largos años de interrupción, y reanudarse con satisfacción. Pasados diez años ya no existen las razones que tenía uno para amar demasiado, el otro para no poder soportar un despotismo demasiado exigente. Sólo subsiste la conveniencia, y todo lo que Gilberta me hubiera negado en otro tiempo me lo concedía ahora fácilmente, sin duda porque ya no lo deseaba. Y lo que le había parecido intolerable, imposible: estaba siempre dispuesta a venir a mí, nunca con prisa de dejarme, sin que nos dijéramos nunca la razón del cambio; es que había desaparecido el obstáculo: mi amor.

Además, un poco después fui a pasar unos días a Tansonville[34], porque me enteré de que Gilberta era desgraciada, de que Roberto la engañaba, pero no de la manera que todo el mundo creía, que quizá creía ella misma, que en todo caso decía ella. Pero el amor propio, el deseo de engañar a los demás, de engañarse a sí mismo, el conocimiento de las traiciones, imperfecto por lo demás, de todas las personas engañadas, más en este caso porque Roberto, como verdadero sobrino de monsieur de Charlus, se exhibía con mujeres alas que comprometía, de las que la gente creía y también creía Gilberta que eran sus amantes[35]… Y la gente pensaba que Saint-Loup no se recataba bastante, pues en las fiestas no se apartaba un palmo de una u otra mujer y luego la acompañaba, dejando a madame Saint-Loup volver como pudiera. Quien dijera que la otra mujer a la que comprometía así no era en realidad su querida habría pasado por cándido, ciego ante la evidencia. Pero unas palabras que se le escaparon a Jupien me orientaron, desgraciadamente, hacia la verdad, una verdad que me dio mucha pena. Cuál no sería mi estupefacción cuando, unos meses antes de salir para Tansonville, al ir un día a preguntar por monsieur de Charlus, al que se le habían presentado ciertos trastornos cardíacos que causaban grandes inquietudes, y al hablar a Jupien, al que encontré solo, de una correspondencia amorosa dirigida a Roberto y firmada con el nombre de Bobette que madame de Saint-Loup había sorprendido, me enteré por el antiguo factotum del barón de que la persona que firmaba Bobette no era otra que el violinista-cronista de que hemos hablado y que tan gran papel representó en la vida de monsieur de Charlus. Jupien comentó con indignación: «Ese mozo podía hacer lo que le diera la gana. Pero si había alguien adonde no debía mirar era el sobrino del barón. Sobre todo que el barón quería a su sobrino como a un hijo; ha querido desunir al matrimonio, es una vergüenza. Y ha tenido que poner en juego unas trampas diabólicas, pues nadie más opuesto que el marqués de Saint-Loup a esa clase de cosas. ¡La de locuras que ha hecho por sus queridas! Que ese miserable músico dejara al barón tan feamente como le dejó, allá él, ¡pero dirigirse al sobrino! Hay cosas que no se hacen». Jupien era sincero en su indignación; en las personas que llaman inmorales, las indignaciones morales son tan fuertes como en las demás, y lo único que hacen es cambiar un poco de objeto. Por otra parte, las personas que no ponen directamente el corazón en el asunto, como siempre creen que se pueden evitar las relaciones, los malos casamientos, como si uno fuera libre de elegir lo que ama, no tienen en cuenta ese delicioso espejismo que el amor proyecta y que envuelve a la persona amada tan por entero y tan únicamente que la «tontería» que hace un hombre casándose con la cocinera o con la querida de su mejor amigo es en general la única acción poética que realiza en toda su existencia.

Comprendí que había estado a punto de producirse una separación entre Roberto y su mujer (sin que Gilberta se diera bien cuenta todavía de qué se trataba) y fue madame de Marsantes, madre amantísima, ambiciosa y filósofa, quien arregló, quien impuso la reconciliación. Formaba parte de esos medios donde la mezcla de sangres que van creciendo continuamente y el empobrecimiento de los patrimonios hacen reflorecer a cada momento en el dominio de las pasiones y en el de los intereses, los vicios y los compromisos hereditarios. Lo hizo con la misma energía que en otro tiempo protegiera a madame Swann, y la boda de la hija de Jupien y con que arregló la boda de su propio hijo con Gilberta, aplicando así para ella misma, con una dolorosa resignación, aquella misma habilidad atávica que ponía al servicio de todo el Faubourg. Y quizá dispuso a toda prisa él casamiento de Roberto con Gilberta, lo que le costó ciertamente menos trabajo y menos lágrimas que hacerle romper con Raquel, por miedo de que iniciara con otra cocotte —o quizá con la misma, pues Roberto tardó mucho en olvidar a Raquel— un nuevo enredo que quizá hubiera sido su salvación. Ahora comprendía yo lo que Roberto quiso decirme en casa de la princesa de Guermantes: «Es una lástima que tu amiguita de Balbec no tenga la fortuna que mi madre exige; creo que nos habríamos entendido bien los dos». Quiso decir que ella era de Gomorra como él de Sodoma, o quizá, si no lo era todavía, no le gustaban más que las mujeres a las que podía amar de cierta manera y con otras mujeres. También Gilberta hubiera podido informarme sobre Albertina. De modo que, si yo no hubiera perdido, salvo en raros retrocesos, la curiosidad de saber nada sobre mi amiga, habría podido interrogar sobre ella no sólo a Gilberta, sino a su marido. Y en resumidas cuentas, era el mismo hecho el que nos inspiró a Roberto y a mí el deseo de casarnos con Albertina (es decir, que le gustaban las mujeres). Pero las causas de nuestro deseo, como sus finalidades, eran opuestas. En mí era por la desesperación que sentí al enterarme; en Roberto, por la satisfacción; en mí, por impedirle, mediante una vigilancia continua, entregarse a su afición; en Roberto, por cultivarla y por la libertad que le dejaría para que ella le trajera amigas.

Si para Jupien se remontaba a muy poco tiempo la nueva orientación, tan divergente de la primitiva, que habían tomado las inclinaciones carnales de Roberto, por una conversación que tuve con Amado, y que me apenó mucho, me enteré de que el antiguo mayordomo del hotel de Balbec llevaba aquella divergencia, aquella inversión, mucho más atrás.

El motivo de esta conversación fue unos días que fui a pasar a Balbec, donde el propio Saint-Loup, que tenía un largo permiso, fue a su vez con su mujer, de la que, en aquella primera fase, no se apartaba ni un paso. Yo había admirado cómo se notaba todavía en Roberto la influencia de Raquel. Sólo un recién casado que ha tenido mucho tiempo una amante sabe quitarle el abrigo a su mujer antes de entrar en un restaurante, tener con ella las atenciones que conviene. En aquellas relaciones ha recibido la instrucción que debe tener un buen marido. No lejos de él, en una mesa cercana a la mía, Bloch, rodeado de pretenciosos jóvenes universitarios, aparentaba estar a sus anchas y le gritaba muy fuerte a uno de sus amigos, pasándole con ostentación la carta con un ademán que derribó dos botellas de agua: «No, no, querido, pida usted. Yo no he sabido en mi vida hacer un menú, nunca he sabido pedir», repitió con un orgullo poco sincero, y, mezclando la literatura con la gula, opinó en seguida a favor de una botella de champagne con que le gustaba ver adornar, «de una manera exclusivamente simbólica», una conversación. Saint-Loup sí sabía pedir. Estaba sentado junto a Gilberta, ya embarazada (ya no iba a cesar de hacerle niños), como dormía junto a ella en el lecho común en el hotel. No hablaba más que a su mujer, el resto del hotel no parecía existir para él; pero cuando un camarero anotaba un pedido de muy cerca, Saint-Loup levantaba rápidamente sus ojos claros y le echaba una mirada que no duraba más de dos segundos, pero que, en su límpida clarividencia, parecía demostrar un orden de curiosidades y de investigaciones muy diferentes del que hubiera podido animar a cualquier cliente que mirara, aunque fuera mucho tiempo, a un botones o a un dependiente para hacer sobre él observaciones humorísticas o de otro género con la intención de comunicárselas a sus amigos. Aquella miradita rápida, desinteresada, demostrativa de que el mozo le interesaba por sí mismo, revelaba a los que la observaran que aquel excelente marido, aquel amante en otro tiempo apasionado por Raquel, tenía ya en su vida otro plano que le parecía mucho más interesante que aquel en que se movía por deber. Pero no se le veía más que en este. Sus ojos habían vuelto ya a Gilberta, que no había visto nada; le presentaba un amigo al paso y se iba de paseo con ella. Pero Amado me habló en aquel momento de un tiempo mucho más antiguo, el tiempo en que yo conocí a Saint-Loup por madame de Villeparisis en aquel mismo Balbec.

—Claro que sí, señor —me dijo—, es archiconocido, hace mucho tiempo que lo sé. El primer año que el señor estuvo en Balbec, el señor marqués se encerró con mi liftier, con el pretexto de revelar unas fotos de la señora abuela del señor. El pequeño quería quejarse, y nos costó Dios y ayuda echar tierra sobre el asunto. Y verá el señor, seguramente recuerda el señor aquel día que vino a almorzar al restaurante con el señor marqués de Saint-Loup y su querida, que el señor marqués la tenía de tapadera. Seguramente recuerda el señor que el señor marqués se marchó aparentando un arrebato de rabia. Claro que yo no quiero decir que la señora tuviera razón. Se las hacía pasar negras. Pero lo que es aquel día nadie me sacará de la idea de que la rabia del señor marqués era fingida y que lo que quería era alejar al señor y a la señora.

Por lo menos, en cuanto a aquel día, sé muy bien que, si Amado no mentía a sabiendas, se equivocaba de punta a cabo. Recuerdo perfectamente el estado en que se hallaba Roberto, la bofetada que le dio al periodista. Y en cuanto a lo de Balbec, lo mismo: o mintió el ascensorista o mentía Amado. Al menos así lo creí, aunque no podía asegurarlo: nunca vemos más que un lado de las cosas, y si aquello no me diera tanta pena, habría encontrado cierta belleza en el hecho de que, mientras que para mí el contacto del liftier con Saint-Loup fue un medio cómodo para mandar una carta y recibir la respuesta, para Amado fue la manera de entrar en relación con un chico que le había gustado. Y es que, en realidad, las cosas son por lo menos dobles. Al acto más insignificante que realizamos, otro hombre le injerta una serie de actos completamente diferentes. Lo cierto es que la aventura de Saint-Loup y del ascensorista, si es que tuvo lugar, me parecía tan poco congruente con el trivial envío de una carta como que alguien que sólo conociera de Wagner el dúo de Lohengrin pudiera prever el preludio de Tristán. Para los hombres las cosas no ofrecen más que un limitado número de sus innumerables atributos, debido a la pobreza de sus sentidos. Ofrecen colores porque tenemos ojos; ¿cuántos otros aspectos ofrecerían si tuviéramos centenares de sentidos? Pero este aspecto diferente que pudieran tener nos es más fácil comprenderlo con lo que es en la vida un acontecimiento, aunque sea mínimo, del que conocemos una parte que creemos ser el todo, acontecimiento que otro mira como por una ventana del otro lado de la casa y que ofrece otra vista. En el caso de que Amado estuviera en lo cierto, el sonrojo de Saint-Loup, cuando Bloch le habló del lift, no se debía solamente a que Bloch pronunciara laift. Pero yo estaba convencido de que la evolución fisiológica de Saint-Loup no empezó en aquella época y de que entonces le gustaban únicamente las mujeres. Más que de ninguna otra señal lo pude deducir retrospectivamente de la amistad que Saint-Loup me había demostrado en Balbec. Sólo mientras le gustaron las mujeres fue verdaderamente capaz de amistad. Después, al menos durante cierto tiempo, a los hombres que no le interesaban directamente les manifestaba una indiferencia, sincera, creo, en parte, pues se había vuelto muy seco, exagerándola también para hacer creer que sólo prestaba atención a las mujeres. Pero, sin embargo, recuerdo que un día, en Doncières, estando los dos en casa de los Verdurin, miró con cierta detención a Charlie y me dijo: «Es curioso, ese mocito tiene cosas de Raquel. ¿No lo notas? Yo les veo cosas idénticas. De todos modos, eso no me puede interesar». Y, sin embargo, pasó bastante tiempo con los ojos perdidos en el horizonte, como cuando, antes de sentarse a jugar una partida de cartas o de salir a comer fuera, pensamos en uno de esos lejanos viajes que no creemos realizar jamás, pero que, por un momento, nos hacen sentir cierta nostalgia. Pero si Roberto encontraba algo de Raquel en Charlie, Gilberta, por su parte, procuraba tener algo de Raquel, para gustarle a su marido, poniéndose como ella en el pelo unos lazos de seda gris, o rosa, o amarillo, peinándose como ella, pues creía que su marido la amaba todavía y tenía celos. Era posible que el amor de Roberto se hallara a veces en los confines que separan el amor de un hombre por una mujer y el amor de un hombre por un hombre. En todo caso, el recuerdo de Raquel ya sólo representaba en esto un papel estético. Ni siquiera era probable que pudiera representar otros. Un día Roberto fue a pedirle que se vistiera de hombre, que se dejara cortar un largo mechón de su cabello y, sin embargo, se limitó a mirarla, insatisfecho. A pesar de todo le guardó siempre apego y le pasaba escrupulosamente, pero sin gusto, la renta enorme que le había prometido, lo que no impidió que Raquel se comportara con él de la manera más fea. Esta generosidad de Roberto con Raquel no le habría importado a Gilberta si hubiera sabido que no era más que el cumplimiento resignado de una promesa a la que ya no correspondía ningún amor. Pero precisamente era amor lo que Roberto fingía sentir por Raquel. Los homosexuales serían los mejores maridos del mundo si no hicieran la comedia de que les gustan las mujeres. De todos modos, Gilberta no se quejaba. Haber creído que Raquel había amado tanto tiempo a Roberto fue lo que le hizo desear, lo que le hizo renunciar por él a otros partidos más brillantes. Parecía como si Saint-Loup le hiciera una especie de concesión casándose con ella. Y, en realidad, los primeros tiempos, las comparaciones entre ambas mujeres (aunque tan desiguales en encanto y en belleza), no se inclinaron a favor de la deliciosa Gilberta. Pero esta ascendió en seguida en la estimación de su marido, mientras que Raquel iba disminuyendo a ojos vistas.

Otra persona sufrió una decepción: madame Swann. Si para Gilberta Roberto estaba ya, antes del matrimonio, rodeado de la doble aureola que le creaban, por una parte, su vida con Raquel, constantemente denunciada por las lamentaciones de madame de Marsantes, por otra parte el prestigio que los Guermantes tuvieron siempre para su padre, y que ella heredó de él, madame de Forcheville hubiera preferido una boda más brillante, quizá principesca (había familias reales pobres y que hubieran aceptado el dinero —que, por otra parte, era muy inferior a los ochenta millones prometidos— abrillantado por el nombre de Forcheville), y un yerno menos desmonetizado por una vida pasada lejos del gran mundo. No había podido vencer la voluntad de Gilberta y se había quejado amargamente a todo el mundo, desacreditando a su yerno. Un buen día cambió todo: el yerno se convirtió en un ángel y ya no se burlaban de él más que a hurtadillas. Y es que la edad le dejó a madame Swann (ahora madame de Forcheville) la afición que siempre tuvo a un amante que la pagara, pero, por la deserción de los admiradores, le quitó los medios. Deseaba cada día un nuevo collar, un nuevo vestido bordado de brillantes, un automóvil más lujoso, pero su fortuna era escasa; Forcheville lo había gastado casi todo y Odette tenía una hija adorable, pero terriblemente avara —¿qué antepasado israelita gobernaba en esto a Gilberta?—, que le escatimaba el dinero al marido y, naturalmente, mucho más a la madre. Y, de pronto, el protector lo olió primero y lo encontró después en Roberto. Que no fuera ya muy joven tenía poca importancia para un yerno al que no le gustaban las mujeres. Lo único que le pedía a su suegra era que allanara tal o cual dificultad entre él y Gilberta, que le arrancara el consentimiento para hacer un viaje con Morel. En cuanto Odette ponía manos a la obra, recibía la recompensa de un magnífico rubí. Para esto era preciso que Gilberta fuera más generosa con su marido. Odette se lo predicaba con tanto más calor cuanto que era ella quien iba a beneficiarse de la generosidad. De este modo, gracias a Roberto, podía Odette, ya en la cincuentena (algunos decían en la sesentena), deslumbrar en todas las mesas adonde iba a comer, en cada fiesta donde se presentaba, con un lujo inusitado y sin necesidad de tener como antes un «amigo» que ahora ya no hubiera apoquinado. De suerte que había entrado, al parecer para siempre, en el período de la castidad final y nunca estuvo tan elegante.

No era sólo la maldad, el rencor del antiguo pobre contra el amo que le ha enriquecido y que, por otra parte (esto entraba en el carácter y más aún en el vocabulario de monsieur de Charlus), le había hecho notar la diferencia de condición que los separaba, lo que llevó a Charlie hacia Saint-Loup para hacer sufrir más al barón. Quizá fue también el interés. Tuve la impresión de que Roberto debía de darle mucho dinero. En una fiesta donde encontré a Roberto antes de ir yo a Combray, y donde, por su manera de exhibirse junto a una mujer elegante que pasaba por ser su querida, pegándose a ella, fundiéndose con ella, envuelto en público en su falda, me hizo pensar en una serie de repetición involuntaria —con un algo más nervioso, más sobresaltado— de un gesto ancestral que yo había podido observar en monsieur de Charlus, como envuelto en las galas de madame de Molé, bandera de una causa gynophile[36] que no era la suya, pero que le gustaba ostentar, aunque sin derecho, bien porque la encontrara protectora o estética, me impresionó, a la vuelta, lo económico que se había vuelto aquel muchacho, tan generoso cuando era mucho menos rico. Que sólo se tenga apego a lo que se posee, y que el que antes derrochara el oro que tan pocas veces tenía atesore el que ahora tiene es sin duda un fenómeno bastante general, pero en este caso me pareció que presentaba una forma más particular. Saint-Loup renunció a tomar un coche de punto, y vi que había guardado un billete de enlace de tranvía. Seguramente desplegaba en esto, para fines diferentes, unos talentos que había adquirido durante su enredo con Raquel. Un joven que ha vivido mucho tiempo con una mujer no es tan inexperto como el que no ha tenido más mujer que aquella con la que se casa. Bastaba ver la destreza y el respeto con que, las pocas veces en que llevaba a su mujer a comer al restaurante, le quitaba el abrigo, su arte de pedir la comida y de hacerse servir, la atención con que plegaba las mangas de Gilberta antes de que se pusiera la chaqueta, para comprender que había sido durante mucho tiempo el amante de una mujer antes de ser el marido de esta otra. Y análogamente, como tuvo que ocuparse mucho tiempo de los más minuciosos detalles de la casa de Raquel, por una parte porque Raquel no entendía nada de esto y además porque los celos le hacían intervenir en todo lo de la domesticidad, pudo continuar, en la administración de los bienes de su mujer y en las cosas de la casa, aquel papel hábilmente entendido que quizá Gilberta no habría sabido desempeñar y que le cedía con gusto. Pero seguramente lo hacía sobre todo para que Charlie se aprovechara de las menores economías, sosteniéndole en suma espléndidamente sin que Gilberta se diera cuenta ni sufriera por ello. Quizá también creía gastador al violinista «como todos los artistas». (Charlie se daba a sí mismo este título sin convicción y sin orgullo para disculparse de no contestar a las cartas de una serie de defectos que él creía que formaban parte de la psicología indiscutible de los artistas). A mí, personalmente, me daba igual, desde el punto de vista de la moral, que se buscara el placer con un hombre o con una mujer, y me parecía muy natural y muy humano que se buscara donde se podía encontrar. Así, pues, si Roberto no estuviera casado, su enredo con Charlie no tendría por qué apenarme. Y, sin embargo, me daba perfecta cuenta de que la contrariedad que sentía habría sido igualmente viva si Roberto hubiera permanecido soltero. Tratándose de cualquier otro me habría sido indiferente lo que hiciera. Pero lloraba pensando en el gran afecto que, en otro tiempo, sentí por un Saint-Loup diferente, un afecto tan grande, y viendo, por sus nuevas maneras frías y evasivas, que él ya no correspondía a aquel afecto, pues desde el momento en que los hombres podían inspirarle deseo ya no podían inspirarle amistad. ¿Cómo pudo nacer esto en un muchacho al que tanto le gustaban las mujeres, al que vi desesperado hasta temer que se matara porque Raquel quiso dejarle? ¿Fue el parecido entre Charlie y Raquel —invisible para mí— el puente que permitió a Roberto pasar de los gustos de su padre a los de su tío para cumplir la evolución fisiológica que —también en este— se produjo bastante tarde? Sin embargo, a veces volvían a inquietarme las palabras de Amado; recordaba a Roberto aquel año en Balbec; al hablar al liftier tenía una manera de no prestarle atención que recordaba mucho la de monsieur de Charlus cuando dirigía la palabra a ciertos hombres. Pero Roberto podía muy bien haber heredado esto de monsieur de Charlus, de cierta altivez y actitud física de los Guermantes, y no haberlo tomado en modo alguno de los gustos especiales del barón. Así, el duque de Guermantes, que estaba muy lejos de tales gustos, tenía la misma manera nerviosa que tenía monsieur de Charlus de poner la muñeca, como si se la crispara un puño de encaje, y también en la voz, de entonaciones agudas y afectadas, maneras todas que, en monsieur de Charlus, nos inclinaríamos a darles otro significado, a las que él mismo les había dado otro, pues el individuo manifiesta sus particularidades mediante rasgos impersonales y atávicos que, por otra parte, quizá no son sino particularidades antiguas fijadas en el gesto y en la voz. En esta última hipótesis, que confina con la historia natural, no sería a monsieur de Charlus a quien pudiéramos llamar un Guermantes adolecido de una tara y que la manifiesta en parte con rasgos de la raza de los Guermantes, sino el duque de Guermantes quien, en una familia pervertida, se destacaría como el ser excepcional al que el mal hereditario ha perdonado tan completamente que los estigmas exteriores que en él ha dejado pierden todo sentido. Recordé que el primer día en que vi a Saint-Loup en Balbec, tan rubio, de una materia tan preciosa y rara, haciendo volar su monóculo ante él, le encontré un aire afeminado, que no era ciertamente efecto de lo que ahora averiguaba de él, sino de la gracia particular de los Guermantes, de la finura de aquella porcelana de Sajonia en la que estaba modelada también la duquesa. Recordaba también su cariño por mí, su manera de expresarlo, tierna, sentimental, y me decía que tampoco aquello, que hubiera podido engañar a algún otro, significaba entonces otra cosa, que significaba incluso todo lo contrario de lo que ahora sabía. Pero ¿de cuándo databa esto? Si del año en que yo volvía a Balbec, ¿cómo no fue ni una sola vez a ver al lift, cómo no me habló nunca de él? Y en cuanto al primer año, ¿cómo iba a fijarse en él, si entonces estaba tan apasionadamente enamorado de Raquel? Aquel primer año, Saint-Loup me pareció especial, como lo eran los verdaderos Guermantes. Y resulta que era más especial de lo que yo creí. Pero las cosas que no hemos intuido directamente, lo que hemos sabido sólo por otros, no tenemos ya ningún medio, ha pasado el momento de hacérselo saber a nuestra alma; se han cerrado las comunicaciones con la realidad; en consecuencia, no podemos gozar del descubrimiento, es demasiado tarde. Y, de todos modos, aquello me daba demasiada pena para que yo pudiese gozar de ello espiritualmente. Desde luego, desde lo que me dijo monsieur de Charlus en casa de madame Verdurin en París, ya no dudaba de que el caso de Roberto fuera el mismo de muchísimos hombres honrados, y hasta tomados entre los más inteligentes, entre los mejores. Saberlo de cualquier otro me habría sido indiferente, de cualquier otro que no fuera Roberto. La duda que me dejaban las palabras de Amado empañaba toda nuestra amistad de Balbec y de Doncières, y aunque yo no creyese en la amistad, ni la había sentido verdaderamente por Roberto, al pensar ahora en aquellas historias del lift y del restaurante donde almorcé con Saint-Loup y con Raquel, tenía que hacer un esfuerzo para no llorar[37].