CAPÍTULO III

Mi madre me había llevado a Venecia a pasar unas semanas y —como puede haber belleza lo mismo en las cosas más humildes que en las más preciosas— gustaba allí impresiones análogas a las que en otro tiempo sintiera muchas veces en Combray, pero traspuestas de un modo muy diferente y más rico. Cuando a las diez de la mañana venían a abrir los postigos de mi cuarto, veía resplandecer, en lugar del mármol negro en que se transformaban con la luz las pizarras de San Hilario, el ángel de oro del campanil de San Marcos. Rutilante de un sol que hacía casi imposible mirarlo, me hacía con sus grandes brazos abiertos, para cuando, media hora después, estuviera yo en la Piazzetta, una promesa de goce más cierta que la que en otro tiempo tuviera la misión de anunciar a los hombres de buena voluntad. Mientras seguía acostado no podía ver otra cosa que él, pero como el mundo no es más que un gran cuadrante solar en el que un solo segmento iluminado nos permite ver la hora que es, ya la primera mañana pensé en las tiendas de Combray, las de la plaza de la Iglesia, que los domingos estaban a punto de cerrar cuando yo iba a misa, mientras la paja del mercado despedía un fuerte olor bajo el sol ya caliente. Pero el segundo día lo que vi al despertar, lo que me hizo levantarme (porque sustituía en mi memoria y en mi deseo a los recuerdos de Combray), fueron las impresiones de la primera salida en Venecia, en Venecia, donde la vida cotidiana no era menos real que en Combray: lo mismo que en Combray, el domingo por la mañana se gozaba del placer de bajar a una calle en fiesta, pero esta calle estaba toda en un agua de zafiro, refrescada de soplos tibios y de un color tan resistente que mis ojos cansados, para descansar y sin miedo a que la calle cediera, podían apoyar en ella la mirada. Como en Combray las buenas gentes de la Rue de l’Oiseau, en esta nueva ciudad también los habitantes salían de las casas alineadas una junto a otra al otro lado de la calle principal; pero en Venecia este papel de las casas proyectando un poco de sombra a sus pies estaba encomendado a unos palacios de pórfido y de jaspe, sobre cuya puerta cimbrada la cabeza de un dios barbudo (que rebasaba la alineación como la aldaba de una puerta en Combray) producía el efecto de hacer más oscuro con su reflejo, no el moreno del sol, sino el azul espléndido del agua. En la Piazza, la sombra que hubieran proyectado en Combray el toldo de la tienda de novedades y la enseña del peluquero eran las florecillas azules que siembra a sus pies en el desierto de losas soleado el relieve de una fachada Renacimiento, y no es que, cuando el sol pegaba fuerte, no hubiera que bajar los transparentes en Venecia como en Combray, aun a la orilla del canal. Pero estaban entre los cuatrilóbulos y los follajes de las ventanas góticas. Lo mismo diré de la de nuestro hotel, delante de cuyas balaustradas me esperaba mi madre mirando el canal con una paciencia que quizá no hubiera tenido en Combray, donde, poniendo en mí esperanzas que después no se realizaron, no quería hacerme ver cuánto me quería. Ahora se daba cuenta de que su frialdad aparente no hubiera conseguido nada, y el cariño que me prodigaba era como esos alimentos prohibidos que ya no se les niegan a los enfermos cuando es seguro que ya no pueden curarse. Cierto que las humildes particularidades que daban su individualidad a la ventana del cuarto de mi tía Leoncia, en la Rue de l’Oiseau, su asimetría producida por la desigual distancia entre las dos ventanas vecinas, la excesiva altura de su barandilla de madera y la falleba acodada que servía para abrir los postigos, las dos cortinas de raso azul que un alzapaño separaba y retenía apartadas, todo esto existía también en aquel hotel de Venecia, donde yo oía aquellas palabras tan particulares y tan elocuentes que nos hacen reconocer de lejos la morada a donde volvemos para almorzar y más tarde permanecen en nuestro recuerdo como un testimonio de que, durante cierto tiempo, aquella morada fue nuestra morada; mas el cuidado de decirlas había pasado ya en Venecia no como ocurre en Combray un poco en todas partes con las cosas más sencillas, hasta con las más feas, sino en la ojiva todavía medio árabe de una fachada que se encuentra en todos los museos de reproducciones y en todos los libros de arte ilustrados, como una de las obras maestras de la arquitectura doméstica de la Edad Media; desde muy lejos, y cuando había rebasado apenas San Jorge el Mayor, percibía aquella ojiva que me había visto y el vuelo de sus arcos mitrales daba a su sonrisa de bienvenida la distinción de una mirada más elevada y casi incomprendida. Y porque, detrás de sus balaustradas de mármol de diversos colores, mamá leía esperándome, envuelto el rostro en un velillo de tul de un blanco tan desgarrador para mí como el de su pelo, pues sentía que mi madre, ocultando sus lágrimas, lo había puesto en su sombrero de paja, más que para presentarse más «vestida» ante la gente del hotel para parecerme a mí menos de luto, menos triste, casi consolada; porque, sin reconocerme en seguida, en cuanto yo la llamaba desde la góndola me enviaba, desde el fondo de su corazón, su amor, que no se detenía sino allí donde ya no encontraba materia para sostenerlo, en la superficie de su mirada apasionada que acercaba a mí lo más posible, que procuraba elevar, adelantándola a sus labios, en una sonrisa que parecía besarme en el marco y bajo el dosel de la sonrisa más discreta de la ojiva iluminada por el sol del mediodía; por eso aquella ventana adquirió en mi memoria la dulzura de las cosas que tuvieron, al mismo tiempo que nosotros, junto a nosotros, su parte en cierta hora que sonaba, la misma para nosotros y para ellas; y, por llenos de formas admirables que estén esos ajimeces, aquella ilustre ventana conserva para mí el aspecto íntimo de un hombre de genio con el que hubiéramos pasado un mes en un mismo veraneo y hubiera contraído con nosotros cierta amistad, y si después, cada vez que veo la reproducción de esa ventana en un museo, tengo que contener las lágrimas, es simplemente porque me dice sólo lo que más puede emocionarme: «Me acuerdo muy bien de tu madre».

Y para ir a buscar a mamá, que se había apartado de la ventana, yo, al dejar el calor de la calle, tenía esa sensación de frescor que encontraba en Combray cuando subía a mi cuarto; pero en Venecia la mantenía una corriente de aire marino no ya en una escalerita de madera de peldaños estrechos, sino sobre las nobles superficies de gradas de mármol salpicadas en todo momento de un rayo de sol glauco, y que a la útil lección de Chardin, en otro tiempo recibida, unía la de Veronés. Y como en Venecia son obras de arte, cosas magníficas, las encargadas de darnos las impresiones familiares de la vida, es esquivar el carácter de esta ciudad, so pretexto de que la Venecia de ciertos pintores es fríamente estética en su parte más célebre (exceptuemos los soberbios estudios de Máximo Dethomas), no representar de ella, por el contrario, más que los aspectos míseros, aquellos en que desaparece lo que constituye su esplendor, y, para dar una Venecia más íntima y más verdadera, hacerla parecida a Aubervilliers. Este fue el error de muy grandes artistas, por una reacción muy natural contra la Venecia falsa de los malos pintores: fijarse únicamente en la Venecia que les parecía más realista de los humildes campi, de los pequeños abandonados.

Esta era la Venecia que yo solía explorar por las tardes si no salía con mi madre. Porque en ella encontraba más fácilmente a esas mujeres de la clase popular, las cerilleras, las enhebradoras de perlas, las obreras del vidrio o del encaje, las menestralas con grandes chales negros de franjas, a las que nada me impedía amar porque había olvidado en gran parte a Albertina y que me parecían más deseables que otras porque todavía la recordaba un poco. Por otra parte, ¿quién hubiera podido decirme exactamente, en aquella búsqueda apasionada de las venecianas, lo que en ella había de ellas mismas, de Albertina, de mi antiguo deseo del viaje a Venecia? Nuestro menor deseo, aunque único como un acorde, admite en sí las notas fundamentales sobre las que se levanta toda nuestra vida. Y a veces, si suprimiéramos una de ellas, que, sin embargo, no oímos, de la que no tenemos consciencia, que no tiene nada que ver con el objeto que perseguimos, veríamos, sin embargo, esfumarse todo nuestro deseo. Había muchas cosas que yo no intentaba dilucidar en la emoción que sentía corriendo en busca de las venecianas.

Mi góndola seguía los pequeños canales; como la misteriosa mano de un genio que me condujera por los recovecos de aquella ciudad de Oriente, a medida que iba avanzando, parecían abrirme un camino en pleno corazón de un barrio que dividían apartando apenas, con un delgado surco arbitrariamente trazado, las altas casas de pequeñas ventanas moriscas; y como si el guía mágico llevara en la mano una bujía para alumbrarme el camino, hacían brillar ante ellos un rayo de sol al que abrían a su vez el camino. Se notaba que entre las pobres moradas que el canalillo acababa de separar, y que sin esto hubieran formado un todo compacto, no se había reservado ningún sitio. De suerte que el campanil de la iglesia o los emparrados de los jardines estaban suspendidos a pico sobre el río, como en una ciudad inundada. Mas, en virtud de la misma transposición que en el Gran Canal, el mar se prestaba tan bien a desempeñar la función de vía de comunicación, de calle, grande o pequeña, para las iglesias y para los jardines, que, a cada lado del canaletto, las iglesias surgían del agua, convertida en un viejo barrio populoso y pobre, como parroquias humildes y frecuentadas, llevando en sí el sello de su necesidad de la frecuentación de una multitud pobre; tan bien que los jardines atravesados por la penetración del canal dejaban llegar hasta el agua sus hojas o sus frutos asombrados, y que en el reborde de la casa cuyo gres groseramente resquebrajado estaba todavía rugoso como si acabaran de serrarlo bruscamente, unos chavales sorprendidos y en equilibrio dejaban colgar las piernas a pico y bien aplomadas, como marineros sentados en un puente móvil cuyas dos mitades acabaran de separarse permitiendo que el mar pasara entre ellas. A veces surgía un monumento más bello, que se encontraba allí como una sorpresa en una caja que acabáramos de abrir: un pequeño templo de marfil con sus órdenes corintios y su estatua alegórica en el frontispicio, un poco fuera de lugar entre las cosas usuales que le rodeaban, pues por más que quisiéramos hacerle un sitio, el peristilo que el canal le reservaba conservaba el aspecto de un muelle de desembarque de hortalizas. Yo tenía la impresión, acentuada por mi deseo, de no estar fuera, sino de entrar cada vez más al fondo de algo secreto, porque cada vez encontraba allí algo nuevo que venía a situarse a uno o a otro lado de mí, pequeño monumento o campo imprevisto, con el aire asombrado de las cosas bellas que contemplamos por primera vez y cuyo destino y utilidad no vemos bien aún. Volvía a pie por pequeñas calli, paraba a muchachas del pueblo, como quizá hiciera Albertina, y hubiera querido que ella estuviera conmigo.

Pero no podían ser las mismas; en la época en que Albertina estuvo en Venecia, serían todavía niñas. Mas después de haber sido en otro tiempo infiel, en un primer sentido y por cobardía, a cada uno de mis deseos concebido como único, porque yo había buscado un objeto análogo, y no el mismo, que no esperaba encontrar, ahora buscaba sistemáticamente unas mujeres que no eran las mismas que Albertina conociera, y ni siquiera buscaba ya las que en otro tiempo deseé. Verdad es que a veces recordaba, con una inusitada violencia de deseo, a una muchachuela de Méséglise o de París, la lechera que vi al pie de una colina, una mañana, en mi primer viaje a Balbec. Pero las recordaba, infeliz de mí, tales como eran entonces, es decir, tales como, ciertamente, no eran ya. De suerte que si, en otro tiempo, llegué a quebrar mi impresión de la unicidad de un deseo buscando en lugar de una colegiala perdida de vista una colegiala parecida, ahora, para encontrar las muchachas que turbaron mi adolescencia o la de Albertina, tenía que avenirme a renunciar una vez más al principio de la individualidad del deseo: lo que yo debía buscar no eran las que tenían entonces dieciséis años, sino las que los tenían ahora, pues ahora, a falta de lo que había de más particular en la persona y que se había perdido, lo que yo quería era la juventud. Sabía que la juventud de las que conocí no existía ya más que en mi ardiente recuerdo, y que no eran ellas, por mucho que yo desease encontrarlas cuando me las representaba mi memoria, las que debía cosechar, si de veras quería recoger la juventud y la flor del año.

Cuando iba a reunirme con mi madre en la Piazzetta, todavía el sol estaba alto en el cielo. Llamábamos a una góndola. «¡Cómo le hubiera gustado a tu pobre abuela esta grandeza tan sencilla! —me decía mamá, señalándome el palacio ducal que contemplaba el mar con el pensamiento que le había confiado su arquitecto y que guardaba fielmente en la muda espera de los dux desaparecidos—. Le hubiera gustado hasta la suavidad de estos tintes rosados, porque no tiene nada de amaneramiento. ¡Cómo le hubiera gustado Venecia a tu abuela, y qué familiaridad, que puede rivalizar con la de la naturaleza, habría encontrado en todas estas bellezas tan llenas de cosas que no necesitan ningún arreglo, que se presentan tales como son, el palacio ducal en su forma cúbica, las columnas que tú dices que son las del palacio de Herodes, en plena Piazzetta, y todavía menos colocados, dejados ahí como a falta de otro lugar, los pilares de San Juan de Acre, y esos caballos del balcón de San Marcos! Cuánto hubiera gozado tu abuela al ver ponerse el sol tras el palacio de los dux, tanto como viéndolo ponerse tras una montaña». Y había, en realidad, una parte de verdad en lo que decía mi madre, pues, mientras la góndola remontaba el Gran Canal, mirábamos la fila de palacios entre los que pasábamos reflejando la luz y la hora sobre sus flancos rosados y cambiando con ellas, más que como casas privadas y monumentos célebres, como una cadena de acantilados de mármol al pie de la cual se va a pasear en barca por un canal para ver la puesta de sol. De suerte que las casas dispuestas a ambos lados del canal hacían pensar en parajes de la naturaleza, pero de una naturaleza que hubiera creado sus obras con una imaginación humana. Pero al mismo tiempo (por el carácter de las impresiones siempre urbanas que Venecia produce en pleno mar, sobre aquellas aguas en las que el flujo y el reflujo se sienten dos veces al día, y que, alternativamente, cubren en la marea alta y descubren en la marea baja las magníficas escaleras exteriores de los palacios), como hubiéramos hecho en París por los bulevares, en los Champs-Elysées, en el Bois, en cualquier ancha avenida de moda, nos cruzábamos, en la luz pulverizada de la tarde, con las mujeres más elegantes, extranjeras casi todas, que, blandamente apoyadas en los cojines de su vehículo flotante, se ponían en la cola, se detenían ante un palacio donde tenían que ver a una amiga, mandaban preguntar si estaba, y mientras, esperando la respuesta, preparaban por si acaso su tarjeta para dejarla como lo hubieran hecho en la puerta del hotel de Guermantes, buscaban en la guía la época, el estilo del palacio, no sin que las sacudiera, como en la cresta de una ola azul, la agitación del agua resplandeciente y encabritada, que se asustaba de verse estrujada entre la góndola danzante y el mármol resonante. Y de este modo los paseos, aun los simples paseos para hacer visitas y doblar tarjetas, eran triples y únicos en Venecia, donde las simples idas y venidas mundanas toman al mismo tiempo la forma y el encanto de una visita a un museo y de una excursión por mar.

Varios de los palacios del Gran Canal habían sido transformados en hoteles, y, por el gusto de cambiar o por amabilidad con madame Sazerat, con la que nos habíamos encontrado —ese encuentro imprevisto e inoportuno de todo viaje—, y a la que mamá había invitado, quisimos una noche intentar comer en un hotel que no era el nuestro y en el que decían que la cocina era mejor. Mientras mi madre pagaba al gondolero y entraba con madame Sazerat en el salón que había reservado, quise echar una mirada al gran comedor del restaurante, con sus bellas columnas de mármol y en otro tiempo con todas las paredes pintadas al fresco, mal restauradas después. Dos camareros hablaban en un italiano que yo traduje así:

«¿Comen los viejos en su habitación? Nunca avisan. Es una lata, nunca sé si tengo que reservar su mesa (non so se bisogna conservar loro la tavola). ¡Bueno, y si bajan y la encuentran tomada, que se fastidien! No comprendo que reciban a forestieri como esos en un hotel tan elegante. No son clientes de aquí».

A pesar de su desdén, el camarero hubiera querido saber qué es lo que debía decidir en cuanto a la mesa, e iba a mandar al ascensorista a preguntar al piso, cuando, sin darle tiempo, recibió la respuesta: acababa de ver entrar a la anciana señora. A pesar del aire de tristeza y de fatiga que da el peso de los años y a pesar de una especie de eczema, de lepra roja que le cubría la cara, no me fue difícil reconocer bajo su gorro, con su traje negro hecho por W… pero, para los profanos, parecido al de una vieja portera, a la marquesa de Villeparisis. Quiso la casualidad que el lugar en que yo estaba, de pie, examinando los vestigios de un fresco, se encontrara, a lo largo de las bellas paredes de mármol, exactamente detrás de la mesa a la que acababa de sentarse madame de Villeparisis.

«Pues ahora no tardará en bajar monsieur de Villeparisis. En un mes que llevan aquí, no han comido ni una sola vez el uno sin el otro», dijo el camarero.

Yo me preguntaba quién sería el pariente con quien viajaba madame de Villeparisis y al que llamaban monsieur de Villeparisis, cuando, pasado un momento, vi dirigirse a la mesa y sentarse junto a la dama a su antiguo amante, monsieur de Norpois.

Su avanzada edad había debilitado la sonoridad de su voz, pero, en cambio, había dado a su lenguaje, tan reservado en otro tiempo, una verdadera intemperancia. Acaso había que buscar la causa en que se daba cuenta de que ya no le quedaba mucho tiempo para realizar sus ambiciones, más vehementes y exaltadas por eso, o quizá en el hecho de que, dejado al margen de una política en la que sentía el afán de entrar, creía, en la ingenuidad de su deseo, que con las sangrientas críticas dirigidas contra los que quería reemplazar iba a hacerlos pasar a la reserva. Así vemos a algunos políticos muy seguros de que el ministerio del que ellos no forman parte no va a durar ni tres días. Pero sería exagerado creer que monsieur de Norpois había perdido por completo las tradiciones del lenguaje diplomático. En cuanto se trataba de «grandes asuntos», volvía a ser, como veremos, el hombre que hemos conocido, pero el resto del tiempo se expansionaba contra uno o contra otro con esa violencia senil de ciertos octogenarios que los lanza sobre mujeres a las que ya no pueden hacer mucho mal.

Madame de Villeparisis guardó durante unos minutos el silencio de una señora anciana a quien, por el cansancio de la vejez, le es difícil ascender de la evocación del pasado al presente. Después, en esas preguntas exclusivamente prácticas características de la prolongación de un mutuo amor:

—¿Estuviste en casa de Salviati?

—Sí.

—¿Lo mandarán mañana?

—Yo misma traje la copa. Te la enseñaré después de comer. Vamos a ver el menú.

—¿Diste la orden de bolsa para mis Suez?

—No, toda la atención de la bolsa está ahora en los valores de petróleos. Pero como el mercado está muy bien, no hay por qué apresurarse. Aquí está el menú. De entrada hay salmonetes. ¿Quieres que los pidamos?

—Yo sí, pero a ti te los han prohibido. En vez de eso pide risotto. Pero no saben hacerlo.

—Lo mismo da. Mozo, tráigame primero salmonetes para la señora y un risotto para mí.

Un nuevo y largo silencio.

—Mira, te traigo periódicos, el Corriere della Sera, la Gazzetta del Popolo, etc. ¿Sabes que se habla mucho de un movimiento diplomático cuya primera víctima propiciatoria sería Paleólogo, notoriamente insuficiente en Serbia? Quizá lo sustituya Lozé y habrá que proveer el puesto de Constantinopla. Pero —se apresuró a añadir con aspereza monsieur de Norpois— para una embajada tan importante, y en la que es evidente que la Gran Bretaña tendrá que tener siempre, ocurra lo que ocurra, el primer puesto en la mesa de deliberaciones, sería prudente dirigirse a hombres de experiencia mejor pertrechados para resistir a las emboscadas de los enemigos de nuestro aliado británico que esos diplomáticos de la nueva escuela, que caerían en la trampa como unos inocentes. —La volubilidad irritada con que monsieur de Norpois pronunció estas palabras se debía, sobre todo, a que los periódicos, en vez de pronunciar su nombre como les había recomendado hacerlo, daban como «gran favorito» a un joven ministro plenipotenciario—. ¡Dios sabe si los hombres de edad están lejos de ponerse, cuando median no sé qué maniobras tortuosas, en el lugar de los reclutas más o menos incapaces! He conocido muchos de todos esos seudodiplomáticos del método empírico que ponían toda su esperanza en un globo sonda que yo no tardaba en desinflar. Si el gobierno comete la insensatez de poner las riendas del Estado en manos turbulentas, no cabe duda de que un recluta contestará siempre a la llamada del deber: presente. Pero quién sabe —y monsieur de Norpois parecía saber muy bien de quién hablaba— si no ocurriría lo mismo el día en que fueran a buscar a algún veterano muy sabio y muy hábil. A mi juicio, cada cual puede tener su manera de ver las cosas, el puesto de Constantinopla no se debe aceptar hasta que no se solventen nuestras dificultades pendientes con Alemania. No debemos nada a nadie, y es inadmisible que, por maniobras dolosas y contra nuestra voluntad, vengan todos los meses a reclamarnos no sé qué deuda, siempre sacada a colación por una prensa de esportularios. Eso tiene que terminar, y, naturalmente, un hombre de alto valor y de méritos acreditados, un hombre que sería escuchado por el emperador, gozaría de más autoridad que nadie para poner punto final al conflicto.

Un señor que acababa de comer saludó a monsieur de Norpois.

—¡Ah!, es el príncipe Foggi —dijo el marqués.

—No sé exactamente a quién te refieres —suspiró madame de Villeparisis.

Pues claro que sí. Es el príncipe Odón. El mismísimo cuñado de tu prima Doudeauville. ¿Recuerdas que cacé con él en Bonnétable?

—¡Ah!, Odón, ¿es el que pintaba?

—Nada de eso, es el que se casó con la hermana del gran duque N…

Monsieur de Norpois decía todo esto en el tono bastante desagradable de un profesor descontento de su alumno y miraba fijamente, con sus ojos azules, a madame de Villeparisis.

Cuando el príncipe acabó de tomar el café y se levantó de la mesa, monsieur de Norpois se levantó a su vez, se dirigió muy atentamente hacia él y, con gesto majestuoso, se apartó y, pasando él a segundo término, le presentó a madame de Villeparisis. Y durante los pocos minutos que el príncipe permaneció de pie junto a ellos, monsieur de Norpois no dejó ni un momento de vigilar a madame de Villeparisis con su pupila azul, por complacencia o por severidad de antiguo amante, y, sobre todo, por miedo a que la señora se entregara a uno de esos disparates de lenguaje que él había celebrado, pero que temía. En cuanto ella decía al príncipe algo inexacto, rectificaba él la palabra y clavaba los ojos en la marquesa, desolada y dócil, con la intensidad sostenida de un magnetizador.

Vino un camarero a decirme que mi madre me estaba esperando, acudí y pedí perdón a madame Sazerat, diciéndole que me había entretenido viendo a madame de Villeparisis. Al oír este nombre, madame Sazerat palideció y pareció a punto de desmayarse. Procurando dominarse, me dijo:

—¿Madame de Villeparisis, mademoiselle de Bouillon? —Sí.

—¿Podría yo verla un segundo? Es el sueño de mi vida.

—Pues no pierda tiempo, señora, porque va a terminar de comer en seguida. Pero ¿por qué le interesa tanto?

—Es que madame de Villeparisis era en primeras nupcias la duquesa de Havré, bella como un ángel, mala como un demonio, que volvió loco a mi padre, le arruinó y en seguida le abandonó. Bueno, pues, a pesar de haber obrado con él como la última ramera, de haber sido la causa de que yo y los míos tuviéramos que vivir estrechamente en Combray, ahora que mi padre ha muerto, mi consuelo es que amó a la mujer más bella de su tiempo, y como no la he visto nunca, a pesar de todo me gustará…

Llevé a madame Sazerat, trémula de emoción, al restaurante y le señalé a madame de Villeparisis.

Mas como los ciegos que dirigen los ojos adonde no corresponde, madame Sazerat no dirigió los suyos a la mesa donde estaba comiendo madame de Villeparisis, y, buscando otro punto del comedor:

—Debe de haberse marchado, no la veo donde usted dice.

Y seguía buscando, persiguiendo la visión detestada, adorada, que desde tanto tiempo hacía habitaba su imaginación.

—Sí, en la segunda mesa.

—Es que no contamos partiendo del mismo punto. Tal como yo cuento, la segunda mesa es una en que sólo hay, junto a un señor viejo, una mujer pequeña y jorobada, roja, horrible.

—¡Esa misma!

A todo esto, madame de Villeparisis había pedido a monsieur de Norpois que hiciera sentarse al príncipe Foggi, se entabló entre ellos una amable conversación, se habló de política, el príncipe declaró que le era indiferente la suerte del ministerio y que se quedaría aún una semana larga en Venecia. Esperaba que de allí a entonces se evitaría la crisis ministerial. Al principio, el principe Foggi creyó que aquellas cosas de política no le interesaban a monsieur de Norpois, pues este, que hasta entonces se había expresado con tanta vehemencia, guardó de pronto un silencio casi angélico que daba la sensación de que, si le volvía la voz, no podría expresarse sino en un inocente y melodioso canto de Mendelssohn o de César Franck. El príncipe pensaba también que aquel silencio se debía a la reserva de un francés que, delante de un italiano, no quiere hablar de los asuntos de Italia. Y el príncipe se equivocaba completamente. El silencio, el aire de indiferencia de monsieur de Norpois eran no la marca de la reserva, sino el preludio habitual de una intromisión en asuntos importantes. El marqués ambicionaba, como hemos visto, nada menos que Constantinopla, con un arreglo previo de los asuntos alemanes, para el cual esperaba forzar la mano al ministerio de Roma. El marqués consideraba, en efecto, que, para él, un acto de alcance internacional podía ser la digna coronación de su carrera, y hasta quizá el comienzo de nuevos honores, de funciones difíciles a las que no había renunciado. Pues la vejez nos hace al principio incapaces de emprender, pero no de desear. Sólo en un tercer período los que llegan a muy viejos han renunciado al deseo, como tuvieron que abandonar la acción. Ni siquiera se presentan ya a unas elecciones fútiles en las que tantas veces intentaron triunfar, como la de presidente de la República. Se contentan con salir, comer, leer los periódicos, se sobreviven a sí mismos.

El príncipe, para que el marqués no se sintiera cohibido y para demostrarle que le consideraba como a un compatriota, se puso a hablar de los posibles sucesores del actual presidente del Consejo. Sucesores cuya misión sería difícil. Cuando el príncipe Foggi hubo citado más de veinte nombres de hombres políticos que le parecían ministrables, nombres que el antiguo embajador escuchó con los párpados medio cerrados sobre sus ojos azules y sin hacer un movimiento, monsieur de Norpois rompió por fin el silencio para pronunciar esas palabras que, durante veinte años, debían alimentar la conversación de las cancillerías, y que después, una vez olvidadas, las había de exhumar alguna personalidad que firmaría «Un enterado», o «Testis», o «Maquiavelo», en un periódico donde el mismo olvido en que cayeran le vale el beneficio de causar nuevamente sensación. Bueno, pues el príncipe Foggi acababa de citar más de veinte nombres ante el diplomático, tan inmóvil y mudo como un hombre sordo, cuando monsieur de Norpois levantó ligeramente la cabeza y, en la forma en que antaño redactara sus intervenciones diplomáticas de más trascendentales consecuencias, aunque esta vez con mayor audacia y menor brevedad, preguntó finamente:

—¿No ha pronunciado nadie el nombre de monsieur Giolitti?

A estas palabras cayeron las escamas del príncipe Foggi; oyó un murmullo celestial. Inmediatamente, monsieur de Norpois se puso a hablar de diversas cosas, sin miedo a hacer algún ruido, como cuando, terminada la última nota de una sublime aria de Bach, el público no se recata ya de hablar en voz alta yendo a buscar sus prendas al guardarropas. Y hasta hizo más neto el contraste rogando al príncipe que pusiera sus homenajes a los pies de Sus Majestades los reyes cuando tuviera ocasión de verlos, frase de partida que correspondía a estas palabras que se gritan al final de un concierto: «¡El cochero Augusto de la Rue de Belloy!». Ignoramos cuáles fueron exactamente las impresiones del príncipe Foggi. Seguramente estaba encantado de haber oído aquella obra maestra: «¿No ha pronunciado nadie el nombre de monsieur Giolitti?». Pues monsieur de Norpois, que con la edad había perdido sus más bellas cualidades, en cambio había perfeccionado, al envejecer, las «arias de bravura», como ciertos músicos viejos, en decadencia para todo lo demás, adquieren para la música de cámara, hasta el último día, un virtuosismo perfecto que hasta entonces no poseían.

El caso es que el príncipe Foggi, que esperaba pasar quince días en Venecia, volvió a Roma aquel mismo día y unos días después fue recibido en audiencia por el rey para tratar de unas propiedades que, creemos haberlo dicho ya, el príncipe poseía en Sicilia. El ministerio vegetó más tiempo de lo que se hubiera creído. Cuando cayó, el rey consultó a varios hombres de Estado sobre el jefe que debía nombrar para el nuevo ministerio. Después mandó llamar a Giolitti, que aceptó. A los tres meses un periódico contó la entrevista del príncipe Foggi con monsieur de Norpois. La conversación se reproducía como hemos dicho, con la diferencia de que, en lugar de decir: «Monsieur de Norpois preguntó finamente», se leía: «Dijo con esa fina y encantadora sonrisa suya». Monsieur de Norpois consideró que «finamente» tenía ya bastante fuerza explosiva para un diplomático y que aquel añadido era por lo menos intempestivo. Pidió que el Quai d’Orsay desmintiera aquello oficialmente, pero el Quai d’Orsay no sabía cómo salir del apuro. En efecto, desde que se publicó la entrevista, monsieur Barrere telegrafiaba varias veces por hora con París para quejarse de que hubiera un embajador oficioso en el Quirinal y para comunicar el descontento que este hecho había producido en toda Europa. No existía tal descontento, pero los diversos embajadores eran demasiado finos para desmentir a monsieur Barrere afirmando que seguramente todo el mundo estaba soliviantado. Para monsieur Barrere, sin escuchar más que a su pensamiento, este silencio cortés era una adhesión. Inmediatamente telegrafió a París: «He hablado durante una hora con el marqués Visconti-Venosta, etc.». Sus secretarios no tenían momento de reposo.

Monsieur de Norpois contaba con un antiguo periódico francés que, incluso en 1870, cuando él era ministro de Francia en un país alemán, le favoreció mucho. Este periódico estaba admirablemente escrito (sobre todo el primer artículo, no firmado). Pero interesaba mil veces más cuando este primer artículo (que en aquellos lejanos tiempos se llamaba «premier París» y que hoy, no se sabe por qué, se llama «editorial») estaba, por el contrario, mal escrito, plagado de repeticiones de palabras. Entonces todo el mundo se daba cuenta, con emoción, de que el artículo había sido «inspirado». Quizá por monsieur de Norpois, acaso por algún otro gran maestre del momento. Para dar una idea anticipada de los acontecimientos de Italia, diremos cómo utilizaba monsieur de Norpois este periódico en 1870; inútilmente, se dirá, puesto que la guerra estalló de todos modos; muy eficazmente, pensaba monsieur de Norpois, que profesaba el axioma de que lo primero es preparar la opinión. Sus artículos, en los que pesaba cada palabra, parecían esas notas optimistas a las que sigue inmediatamente la muerte del enfermo. Por ejemplo, la víspera de la declaración de guerra, en 1870, ya casi acabada la movilización, monsieur de Norpois (quedándose en la sombra, naturalmente) se creyó en el deber de enviar a ese periódico famoso el siguiente editorial:

«En los círculos autorizados parece prevalecer la opinión de que, desde ayer tarde, la situación, desde luego sin que tenga un carácter alarmante, se puede considerar grave y hasta, en ciertos aspectos, crítica. Parece ser que el señor marqués de Norpois ha celebrado varias entrevistas con el ministro de Prusia para estudiar, en un espíritu de firmeza y de conciliación, y de manera muy concreta, los diferentes motivos de fricción, si así puede decirse. Desgraciadamente, a la hora de cerrar nuestra edición no hemos recibido noticia de que Sus Excelencias se hayan puesto de acuerdo sobre una fórmula que pudiera servir de base a un instrumento diplomático».

Última hora: «En los círculos bien informados se ha sabido con satisfacción que parecen haberse suavizado ligeramente las relaciones franco-prusianas. Se da especialísima importancia al hecho de que monsieur de Norpois se encontrara, al parecer, “unter den Linden” con el ministro de Inglaterra, conferenciando con él unos veinte minutos. Esta noticia se considera satisfactoria». (Se añadía entre paréntesis, después de “satisfactoria”, la palabra alemana equivalente: befriedigend). Al día siguiente se leía en el editorial: «Parece ser que, a pesar de la gran habilidad de monsieur de Norpois, a quien todo el mundo se complace en rendir homenaje por la sutil energía con que ha sabido defender los derechos imprescriptibles de Francia, apenas queda ninguna probabilidad de evitar la ruptura».

El periódico no podía menos de añadir a semejante editorial algunos comentarios, enviados, por supuesto, por monsieur de Norpois. Quizá se ha observado que el «parece ser» era uno de los modismos preferidos por el embajador en la literatura diplomática. («Se daría especialísima importancia» en lugar de «parece ser que se da especialísima importancia»). Pero monsieur de Norpois empleaba también el presente de indicativo, tomado no en su sentido habitual, sino en el del antiguo optativo. Los comentarios que seguían al editorial eran estos:

«Nunca se comportó el público con tan admirable calma. (Monsieur de Norpois hubiera querido que esto fuese verdad, pero temía todo lo contrario). Está cansado de agitaciones estériles y ha sabido con satisfacción que el gobierno de Su Majestad asumiría sus responsabilidades según las eventualidades que pudieran producirse. El público no pide otra cosa. A su magnífica serenidad que es ya un indicio de triunfo, añadiremos otra noticia muy propia para tranquilizar ala opinión pública, si tranquilizarla fuera necesario. Se asegura que monsieur de Norpois, que, por razones de salud, hace tiempo que tenía que venir a París para una pequeña cura, habría abandonado Berlin, donde ya no consideraba útil su presencia».

Última hora: «Su Majestad el emperador salió esta mañana de Compiegne para París, con el fin de conferenciar con el marqués de Norpois, el ministro de la Guerra y el mariscal Bazaine, en quien la opinión pública tiene gran confianza. S. M. el emperador ha suspendido la comida que iba a ofrecer a su cuñada la duquesa de Alba. Esta medida ha producido una impresión muy favorable en todos los círculos adonde ha llegado. El Emperador ha pasado revista a las tropas, cuyo entusiasmo es indescriptible. En virtud de una orden de movilización dada al llegar los soberanos a París, algunos cuerpos se encuentran ya dispuestos, a todo evento, a partir en dirección al Rin».

A veces, al anochecer, sentía, al volver al hotel, que la Albertina de otro tiempo, invisible para mí mismo, estaba, sin embargo, en el fondo de mí como en los «plomos» de una Venecia interior, y que un incidente corría de pronto la endurecida tapa de los mismos abriéndome una rendija al pasado.

Así, por ejemplo, una noche recibí una carta de mi corredor que volvió a abrirme un momento para mí las puertas de la prisión donde Albertina estaba viva en mí, pero tan lejos, tan hondo, que me era inaccesible. Desde su muerte no había vuelto a ocuparme de las especulaciones que había emprendido con el fin de tener más dinero para ella. Había pasado el tiempo; grandes prudencias de la época anterior quedaban desmentidas por la presente, como antes le ocurriera a Thiers cuando dijo que los ferrocarriles no podrían nunca dar resultado, y los títulos de los que monsieur de Norpois nos había dicho: «No rentan mucho, desde luego, pero por lo menos el capital no sufrirá nunca una depreciación», solían ser los que más bajaban. Nada más que por los consolidados ingleses y las Refinerías Say, tenía que pagar a los corredores unas diferencias tan considerables, al mismo tiempo que unos intereses y unos informes, que en un arranque me decidí a venderlo todo, y de pronto me encontré con que sólo poseía la quinta parte apenas de lo que heredé de mi abuela y tenía aún en vida de Albertina. Por cierto, que se supo en Combray en lo que quedaba de nuestra familia y de nuestras relaciones, y como sabían que trataba al marqués de Saint-Loup y a los Guermantes, dijeron: «A eso se va a parar con las manías de grandeza». Poco se figuraban que me había metido en especulaciones por una muchacha de tan modesta condición como era Albertina, casi una protegida de un antiguo profesor de piano de mi abuela, Vinteuil. Por otra parte, en aquella vida de Combray, donde cada cual queda clasificado para siempre en las rentas que se le conocen como en una casta india, no hubieran podido imaginarse la gran libertad que reinaba en el mundo de los Guermantes, donde no se daba ninguna importancia a la fortuna, donde la pobreza podía considerarse tan desagradable como una enfermedad del estómago, pero en modo alguno más humillante, más influyente en la situación social. En Combray debían de creer, por el contrario, que Saint-Loup y monsieur de Guermantes serían unos nobles arruinados, con los castillos cargados de hipotecas y que yo les prestaba dinero, cuando la verdad es que, si yo me hubiera arruinado, habrían sido ellos los primeros en ofrecerme, en vano, acudir en mi ayuda. En cuanto a mi relativa ruina, me contrariaba más porque mis curiosidades venecianas se habían concentrado desde hacía poco en una joven vendedora de objetos de cristal, con un cutis de flor que ofrecía a los ojos fascinados toda una gama de tonos naranja y me inspiraba tal deseo de volver a verla cada día que, ya a punto de marcharnos de Venecia mi madre y yo, había resuelto intentar que se trasladara a París para no separarme de ella. La belleza de sus diecisiete años era tan noble y tan radiante como un verdadero Tiziano que hubiera que adquirir antes de marcharse. ¿Y bastaría la poca fortuna que me quedaba para tentarla hasta el punto de que dejara su país y viniera a vivir en París para mí solo?

Pero, al terminar la carta del agente, una frase en la que me decía: «Me ocuparé de sus prórrogas» me recordó una expresión casi tan hipócritamente profesional que empleó la mujer de las duchas de Balbec, refiriéndose a Albertina. «Era yo quien la atendía», había dicho. Y estas palabras de las que no me había vuelto a acordar hicieron funcionar como un sésamo las puertas del calabozo. Pero al cabo de un instante se volvieron a cerrar tras la emparedada —yo no tenía la culpa de no querer reunirme con ella, puesto que no llegaba a verla, a recordarla, y los seres sólo existen para nosotros por la idea que tenemos de ellos—, no sin que esta me hiciera por un momento más conmovedor el abandono en que la había dejado y que ella no sabía: lo que dura un relámpago, añoré el tiempo, ya muy lejano, en que sufría noche y día el acompañamiento de su recuerdo. Otra vez, en San Giorgio dei Schiavoni, un águila, junto a uno de los apóstoles y estilizada de la misma manera, me despertó el recuerdo y casi el sufrimiento que me causaran aquellas dos sortijas cuya similitud me descubrió Francisca y que yo no supe nunca quién se las dio a Albertina.

Pero una noche se produjo una circunstancia tan singular que pareció que iba a renacer mi amor. Cuando se detuvo nuestra góndola junto a las escalinatas del hotel, el conserje me entregó un telegrama por el que el telegrafista había ido tres veces al hotel, pues debido a la inexactitud del nombre del destinatario (en el que yo descubrí el mío a través de las deformaciones de los empleados italianos) se exigía un acuse de recibo certificando que el telegrama era realmente para mí. Nada más entrar en mi habitación lo abrí y, dirigiendo una mirada a un escrito lleno de palabras mal transmitidas, pude leer, sin embargo: «Querido amigo: me crees muerta, perdóname, estoy bien viva; quisiera verte, hablarte de casamiento, ¿cuándo volverás? Cariñosamente, Albertina». Entonces ocurrió, a la inversa, lo mismo que cuando mi abuela: en el momento en que me enteré de que de verdad mi abuela había muerto, no sentí al principio ninguna pena. Y no sufrí realmente por su muerte hasta que unos recuerdos involuntarios la revivieron para mí. Ahora que Albertina, en mi pensamiento, no vivía ya para mí, la noticia de que vivía no me causó la alegría que hubiera creído. Albertina no había sido para mí más que un haz de pensamientos, había sobrevivido a su muerte material mientras estos pensamientos vivieron en mí; en cambio, ahora que estos pensamientos habían muerto, Albertina no resucitaba en modo alguno para mí con su cuerpo. Y al darme cuenta de que no me alegraba de que estuviera viva, de que ya no la amaba, hubiera debido sentir el mismo choque de quien, mirándose al espejo después de varios meses de viaje o de enfermedad, se ve con el pelo blanco y una cara nueva, de hombre maduro o de viejo. Esto produce una gran impresión porque quiere decir: el hombre que yo era, el hombre rubio ya no existe, soy otro. Y ¿no es un cambio igualmente profundo, una muerte tan total del yo que éramos, la sustitución tan completa de este nuevo yo, ver un rostro todo arrugado y sobre él una peluca blanca, que ha sustituido al antiguo? Mas, pasados los años y en el orden de la sucesión de los tiempos, transformarse en otro no aflige más que ser sucesivamente, en una misma época, los seres contradictorios, el malo, el sensible, el delicado, el grosero, el desinteresado, el ambicioso que se es sucesivamente cada día. Y la razón de no afligirse es la misma, es que el yo eclipsado —momentáneamente en el último caso y cuando se trata del carácter, para siempre en el primer caso y cuando se trata de las pasiones— no está presente para deplorar al otro, al que allí está en este momento, o después, todo nosotros; el grosero se ríe de su grosería porque se es el grosero, y el olvidadizo no se entristece por su falta de memoria precisamente porque se ha olvidado.

Yo era incapaz de resucitar a Albertina porque lo era de resucitarme a mí mismo, de resucitar mi yo de entonces. La vida, por su hábito, que es cambiar la faz del mundo mediante trabajos incesantes infinitamente pequeños, no me dijo al día siguiente de la muerte de Albertina: «Sé otro», pero, en virtud de unos cambios demasiado imperceptibles para permitirme darme cuenta del hecho mismo del cambio, lo renovó casi todo en mí, de suerte que mi pensamiento estaba ya habituado a su nuevo dueño —mi nuevo yo— cuando se dio cuenta de que había cambiado y mi pensamiento estaba apegado a este nuevo yo. Mi cariño por Albertina, mis celos, estaban adscritos, como hemos visto, a la irradiación, por asociación de ideas, de ciertos núcleos de impresiones dulces o dolorosas, al recuerdo de mademoiselle Vinteuil en Montjouvain, a los dulces besos de la noche que Albertina me daba en el cuello. Pero a medida que estas impresiones se habían ido debilitando, el inmenso campo que coloreaban con un tinte angustioso o dulce fue tomando tonos neutros. Una vez que el olvido se fue apoderando de algunos puntos dominantes de sufrimiento y de placer, la resistencia de mi amor quedó vencida, ya no amaba a Albertina. Intenté recordarla. Había tenido un justo presentimiento cuando, dos días después de marcharse Albertina, me aterró haber podido vivir cuarenta y ocho horas sin ella. Era como cuando escribía antes a Gilberta y me decía: si esto sigue dos años, ya no la amaré. Y si, cuando Swann me pidió que fuera a ver a Gilberta, me pareció el absurdo de recibir a una muerta, en Albertina la muerte —o lo que pensaba de la muerte— hizo lo mismo que en Gilberta la ruptura prolongada. La muerte actúa sólo como la ausencia. El monstruo ante cuya aparición se estremeció mi amor, el olvido, había acabado en efecto, como yo creí, por devorarlo. Esta noticia de que Albertina vivía no sólo no despertó mi amor, no sólo me permitió comprobar hasta qué punto había avanzado mi retorno hacia la indiferencia, sino que le hizo sufrir instantáneamente una aceleración tan brusca que me pregunté, retrospectivamente, si antes la noticia contraria, la de la muerte de Albertina, no había exaltado, a la inversa, mi amor, rematando la obra de su partida y retardado su declinación. Sí, ahora que saberla viva y poder reunirme con ella me la hacía de pronto tan poco valiosa, me preguntaba si las insinuaciones de Francisca, la ruptura misma y hasta la muerte (imaginaria, pero cruel) no habían prolongado mi amor: hasta tal punto los esfuerzos de personas ajenas, y hasta del destino por separarnos de una mujer, no hacen sino unirnos más a ella. Ahora ocurría lo contrario. Por otra parte, intentaba recordarla, y quizá porque no tenía más que hacer una señal para que fuera mía, el recuerdo que me vino fue el de una muchacha ya muy gorda, hombruna, ajado el rostro, del que salía ya, como una simiente, el perfil de madame Bontemps. Ya no me interesaba lo que había podido hacer con Andrea o con otras. Ya no sufría el mal que durante tanto tiempo me pareció incurable y en el fondo hubiera podido preverlo. En realidad, la añoranza de una amante, los celos supervivientes son enfermedades físicas como la tuberculosis o la leucemia. Sin embargo, entre los males físicos se pueden distinguir los causados por un agente puramente físico y los que sólo actúan sobre el cuerpo a través de la inteligencia. Sobre todo si la parte de la inteligencia que sirve de hilo de transmisión es la memoria —es decir, si la causa ha muerto o se ha alejado—, por cruel que sea el sufrimiento, por profundo que parezca el trastorno producido en el organismo, es muy raro, pues el pensamiento tiene un poder de renovación o más bien una incapacidad de conservación que no tienen los tejidos, que el pronóstico no sea favorable. En el mismo tiempo que tarda en morir un enfermo de cáncer es muy raro que un viudo, que un padre inconsolable, no se curen; yo estaba curado. ¿Y por esa muchacha que en este momento veía tan gorda y que seguramente había envejecido como habían envejecido las muchachas que ella amara, por esa muchacha tenía yo que renunciar a la esplendorosa niña que era mi recuerdo de ayer, mi esperanza de mañana, a la que ya no podría dar un céntimo, como a ninguna otra, si me casaba con Albertina; renunciar a esta «nueva Albertina» «no como la hemos visto en los infiernos», «sino fiel, sino altiva y hasta un poco hosca»? Era esta ahora lo que Albertina fue en otro tiempo: mi amor por Albertina no había sido más que una forma pasajera de mi devoción a la juventud. Creemos amar a una muchacha y no amamos, ¡ay!, en ella más que esa aurora cuyo rojo resplandor refleja momentáneamente su rostro. Pasó la noche. A la mañana siguiente devolví el telegrama al conserje del hotel diciéndole que me lo habían entregado por error y que no era para mí. Me dijo que, una vez abierto, tendría dificultades, que era mejor que me quedase con él; me lo metí en el bolsillo, pero prometí hacer como si no lo hubiera recibido. Había dejado definitivamente de amar a Albertina. De modo que este amor, después de haberse apartado tanto de lo que yo había previsto por mi amor a Gilberta, después de haberme hecho dar un rodeo tan largo y tan doloroso, acababa también por entrar, aunque había sido una excepción, lo mismo que mi amor a Gilberta, en la ley general del olvido.

Pero entonces pensé: me interesaba Albertina más que yo mismo; ahora ya no me interesa porque he pasado cierto tiempo sin verla. Mi deseo de que la muerte no me separara de mí mismo, de resucitar después de la muerte, no era como el deseo de no separarme jamás de Albertina, era un deseo que seguía durando. Pero ¿sería porque me creía más importante que ella, porque cuando la amaba me amaba más a mí mismo? No; era porque, al dejar de verla, dejé de amarla, y no dejé de amarme a mí porque mis lazos cotidianos conmigo mismo no se habían roto como se rompieron los que me unían con Albertina. Pero ¿y si también se rompían los lazos que me unían con mi cuerpo, conmigo mismo…? Desde luego ocurriría lo mismo. Nuestro amor a la vida no es más que un viejo vínculo del que no sabemos desprendernos. Su fuerza está en su permanencia. Pero la muerte que la rompe nos curará del deseo de la inmortalidad.

Después del almuerzo, cuando no iba a deambular solo por Venecia, me preparaba para salir con mi madre, y subía a mi cuarto para coger unos cuadernos donde tomaba notas para un trabajo que estaba haciendo sobre Ruskin. En el golpe brusco de los recodos del muro que formaban ángulos entrantes notaba las restricciones impuestas por el mar, la parsimonia del suelo. Y al bajar para reunirme con mi madre, que me estaba esperando, a aquella hora donde tan grato era en Combray gustar el sol muy próximo en la oscuridad conservada por los postigos cerrados, aquí, de arriba abajo de la escalera de mármol que no se sabía más de lo que se sabría en una pintura del Renacimiento si pertenecía a un palacio o a una galera, se percibía el mismo fresco y la misma sensación del esplendor de fuera gracias a una cortina que se movía delante de las ventanas constantemente abiertas y por las que, en una incesante corriente de aire, se deslizaban la sombra tibia y el sol verdoso como por una superficie flotante y evocaban la vecindad móvil, la iluminación, la reverberante inestabilidad del agua. Generalmente me dirigía a San Marcos y con más gusto porque, como había que tomar una góndola para ir, la iglesia no era para mí como un simple monumento, sino como el término de un trayecto por el agua marina y primaveral con la que San Marcos constituía para mí un todo indivisible y vivo. Mi madre y yo entrábamos en el bautisterio, pisando los mosaicos de mármol y de vidrio del pavimento, teniendo ante nosotros los anchos arcos en los que el tiempo ha curvado ligeramente las superficies ensanchadas y rosas, lo que da a la iglesia, allí donde el tiempo ha respetado la frescura de su colorido, el aspecto de ser de una materia dulce y maleable como un panal de alvéolos gigantescos; en cambio, allí donde el tiempo ha endurecido la materia y donde los artistas la han calado y ornamentado de oro, parece una preciosa encuadernación, en algún cuero de Córdoba, del colosal Evangelio de Venecia. Mi madre, viendo que me iba a quedar mucho tiempo ante los mosaicos que representan el bautismo de Cristo, notando el fresco helado del bautisterio, me echaba un chal sobre los hombros. Cuando yo estaba con Albertina en Balbec creía que, cuando me hablaba del placer que sentiría viendo conmigo una pintura —placer que, a mi juicio, no tenía fundamento—, creía que se trataba de una de esas ilusiones inconsistentes que llenan el espíritu de tantas personas que no piensan con claridad. He llegado a un momento en que, cuando recuerdo el bautisterio, ante las aguas del Jordán donde San Juan sumerge a Cristo, mientras la góndola nos esperaba ante la Piazzetta, no me es indiferente que en la fresca penumbra estuviera junto a mí una mujer vestida de luto con el fervor respetuoso y entusiasta de la mujer de edad que vemos en Venecia en la Santa Ursula de Carpaccio, y que aquella mujer de rojas mejillas, de ojos tristes, con sus velos negros, y a la que, para mí, nadie podrá jamás hacer salir de ese santuario suavemente alumbrado de San Marcos donde estoy seguro de volverla a encontrar porque tiene allí su sitio reservado e inmutable como un mosaico, que esa mujer sea mi madre.

Carpaccio, al que acabo de nombrar y que era el pintor al que, cuando yo no trabajaba en San Marcos, más nos gustaba visitar, estuvo un día a punto de reanimar mi amor por Albertina. Veía por primera vez El Patriarca de Grado exorcizando a un poseso. Miraba el admirable cielo encarnado y violeta sobre el que se destacaban esas altas chimeneas incrustadas cuya forma ensanchada, con la roja expansión de los tulipanes, hace pensar en tantas Venecias de Whistler. Después mis ojos iban del viejo Rialto de madera, aquel Ponte Vecchio del siglo XV, a los palacios de mármol adornados de dorados capiteles, volvían al Canal donde las barcas son conducidas por adolescentes con casacas color rosa, con sombreros adornados de plumas, que se podían confundir con un personaje que evocaba verdaderamente a Carpaccio en esa deslumbradora Leyenda de José, de Sert, Straussy Kessler. Finalmente, antes de apartarse del cuadro, mis ojos volvieron a la orilla donde pululan las escenas de la vida veneciana de la época. Miraba al barbero secando su navaja, al negro cargando su tonel, las conversaciones de los musulmanes, de los nobles señores venecianos en sus amplios brocados y damascos, con sus tocados de terciopelo color cereza, cuando de pronto sentí en el corazón como una ligera mordedura. En los hombros de uno de los Compañeros de la Calza, que se distinguía por los bordados de oro y de perlas que dibujan en la manga o en el cuello el emblema de la gozosa hermandad a la que estaban afiliados, había reconocido la capa que Albertina tomó para ir conmigo en coche descubierto a Versalles la tarde en la que yo estaba lejos de pensar que apenas me separaban quince horas del momento en que iba a marcharse de mi casa. Siempre dispuesta a todo, cuando le pedí que se fuera, aquel día que ella iba a calificar en su última carta como «dos veces crepuscular, porque llegaba la noche y porque íbamos a separarnos», se echó sobre los hombros una capa de Fortuny que se llevó con ella al día siguiente y que no volví a ver jamás en mis recuerdos. Y de este cuadro de Carpaccio lo había tomado el genial hijo de Venecia, de los hombros de este compañero de la Calza lo quitó para echarlo sobre los hombros de tantas parisienses, que ciertamente ignoraban, como hasta entonces lo ignoraba yo, que el modelo existía en un grupo de señores, en el primer plano del Patriarca de Grado, en una sala de la Academia de Venecia. Lo reconocí todo y, como la capa olvidada me devolvió para mirarla los ojos y el corazón del que aquella tarde iba a salir para Versalles con Albertina, me invadió unos momentos un sentimiento oscuro, y pronto disipado, de deseo y de melancolía.

Había días en que mi madre y yo no nos contentábamos con los museos y las iglesias de Venecia, y una vez en que el tiempo era especialmente bueno nos fuimos hasta Padua para volver a ver aquellos «Vicios» y aquellas «Virtudes» cuyas reproducciones me había dado Swann, y que probablemente siguen aún colgadas en la sala de estudio de la casa de Combray. Después de atravesar a pleno sol el jardín de la Arena, entré en la capilla de los Giotto, donde la bóveda entera y el fondo de los frescos son tan azules que parece como si el día radiante hubiera traspasado el umbral con el visitante para poner por un momento a la sombra y al fresco su cielo puro, su cielo puro apenas un poco más oscuro sin los dorados de la luz, como en esos breves intervalos en que descansan los días luminosos, cuando, sin que se vea nube alguna, el sol desvía su mirada por un momento y el azul, aún más suave, se oscurece. En aquel cielo transportado a la piedra azulada volaban unos ángeles que yo veía por primera vez, pues Swann sólo me había dado reproducciones de las «Virtudes» y de los «Vicios» y no de los frescos que reproducen la historia de la Virgen y de Cristo. Y en el vuelo de los ángeles volvía a sentir la misma impresión de acción efectiva, literalmente real, que me dieran los gestos de la «Caridad» o de la «Envidia». Con tal fervor celestial, o al menos con tanta sabiduría y aplicación infantiles, juntando sus manitas, están representados los ángeles en la arena, pero como volátiles de una especie particular que hubieran existido realmente y debieran figurar en la historia natural de los tiempos bíblicos y evangélicos. Son unos pequeños seres que no dejan de revolotear ante los santos cuando estos se pasean; siempre hay algunos sueltos sobre ellos, y como son criaturas reales y efectivamente volantes, los vemos elevarse, describir curvas, ejecutando loopings con la mayor facilidad, picando hacia el suelo de cabeza con gran refuerzo de alas que les permiten mantenerse en posiciones contrarias a las leyes de la gravedad y hacen pensar en una variedad de pájaros desaparecida o en unos jóvenes discípulos de Garros ejercitándose en vuelo planeado mucho más que en los ángeles del arte del Renacimiento y de las épocas siguientes, cuyas alas no son sino emblemas y cuya actitud es habitualmente la misma que la de personajes celestiales no alados.

Al volver al hotel encontraba a unas señoras jóvenes que venían a Venecia, sobre todo de Austria, a pasar los primeros días buenos de aquella primavera sin flores. Había una cuyos rasgos no se parecían a los de Albertina, pero que me gustaba por la misma tez fresca, el mismo mirar alegre y ligero. Pronto me di cuenta de que empezaba a decirle las mismas cosas que al principio le decía a Albertina, de que le disimulaba el mismo dolor cuando me decía que no me iba a ver al día siguiente, que iba a Verona, y en seguida me entraba el deseo de ir a Verona yo también. Esto duró poco, porque la dama tenía que volverse a Austria y nunca más la vería; pero ya, vagamente celoso como se está cuando se empieza a enamorarse, mirando su preciosa y enigmática cara, pensaba yo si también a ella le gustarían las mujeres; si lo que tenía de común con Albertina, aquella claridad de la tez y de las miradas, aquel aire de flaqueza amable que seducía a todo el mundo y que se debía más a que no intentaba en modo alguno conocer las acciones de los demás, que no le interesaban nada, que a confesar las suyas, disimuladas al contrario bajo las más pueriles mentiras, si todo esto, en fin, constituía unos caracteres morfológicos de la mujer a quien le gustan las mujeres. ¿Era esto lo que en ella, sin que yo pudiese penetrar racionalmente el porqué, ejercía sobre mí su atracción, lo que causaba mis inquietudes (causa quizá más profunda de mi atracción por lo que lleva hacia lo que hará sufrir), lo que tanto placer y tanta tristeza me daba cuando la veía, como esos elementos magnéticos que no vemos y que, en el aire de ciertas acciones, nos hacen sentir tanto malestar? Desgraciadamente no lo sabré jamás. Cuando intentaba leer en su rostro hubiera querido pedirle: «Debiera usted decírmelo, me interesaría por conocer una ley de historia natural humana», pero nunca me lo diría; sentía un horror especial por lo que se pareciese a ese vicio y adoptaba una gran frialdad con sus amigas mujeres. Quizá esto mismo era una prueba de que tenía algo que ocultar, acaso le habían dirigido alguna broma o algún insulto por causa de esto y la actitud que tomaba para evitar que le atribuyeran aquello fuera ese alejamiento revelador que tienen los animales ante las personas que les han pegado. En cuanto a informarse de su vida, era imposible, aun con Albertina, ¡cuánto tiempo tardé en saber algo! Hizo falta la muerte para soltar las lenguas, tan prudente circunspección guardaba Albertina en su conducta, lo mismo que esta mujer. Y aun sobre la misma Albertina, ¿estaba yo seguro de saber algo? Y además, así como las condiciones de vida que más deseamos se nos tornan indiferentes cuando dejamos de amar a la persona que, sin quererlo nosotros, nos las hacía desear porque nos permitían vivir cerca de ella, agradarle en lo posible, lo mismo ocurre con ciertas curiosidades intelectuales. La importancia científica que yo veía en saber el tipo de deseo que se escondía bajo los pétalos ligeramente rosados de aquellas mejillas, en la claridad, clara sin sol como la alborada, de aquellos ojos pálidos, en aquellas jornadas nunca referidas, desaparecería seguramente cuando ya no amara en absoluto a Albertina o cuando ya no amara en absoluto a esta mujer.

Por la noche salía solo, al centro de la ciudad encantada donde me encontraba solo en medio de unos barrios nuevos como un personaje de Las mil y una noches. Era raro que no descubriese al azar de mis paseos alguna plaza desconocida y espaciosa de la que no me había hablado ningún guía, ningún viajero. Me internaba en una red de pequeñas calles, de calli. Por la noche, con sus altas chimeneas atulipanadas, que el sol tiñe de los rosas más vivos, de los rojos más claros, florece por encima de las casas todo un jardín con matices tan variados que se dijera el jardín de un cultivador de tulipanes de Delft o de Haarlem. Y, por otra parte, la extremada proximidad de las casas hacía de cada ventana un cuadro en el que soñaba una cocinera que miraba por ella, de una muchacha sentada a la que estaba peinando una vieja con cara —adivinada en la sombra— de bruja; de cada pobre casa silenciosa y muy próxima por la suma estrechez de aquellas calli, como una exposición de cien cuadros holandeses yuxtapuestos. Aquellas calli, apretujadas unas contra otras, dividían en todos los sentidos con sus ranuras el trozo de Venecia cortado entre un canal y la laguna, como si hubiera cristalizado en aquellas formas innumerables, compuestas y minuciosas. De pronto parece como si, al final de una de esas callecitas, se produjera una distensión. Ante mí se extendía, sin que, en aquella red de callejuelas, hubiera podido adivinar su importancia, ni siquiera encontrarles sitio, un suntuoso campo rodeado de preciosos palacios, pálido de luna. Era uno de esos conjuntos arquitectónicos hacia los cuales se dirigen las calles en otra ciudad, conduciéndonos a él y señalándonoslo. Aquí parecía escondido a propósito en un entrecruzamiento de callejuelas, como esos palacios de los cuentos orientales a los que llevan por la noche a un personaje que, conducido a su casa antes de amanecer, no debe volver a encontrar la mágica morada y acaba por creer que sólo en sueños fue a ella.

Al día siguiente salía en busca de mi bella plaza nocturna, seguía unas calli que se parecían todas y se negaban a darme el menor dato, a no ser para extraviarme más. A veces un vago indicio, que creía reconocer, me hacía pensar que iba a surgir, en su enclaustramiento, en su soledad y en su silencio, la bella plaza desterrada. En este momento, algún genio malo que había tomado la apariencia de una nueva calle me hacía retroceder, a pesar mío, y me encontraba de nuevo en el Gran Canal. Y como entre el recuerdo de un sueño y el recuerdo de una realidad no hay grandes diferencias, acababa por preguntarme si aquella extraña fluctuación que una gran plaza rodeada de palacios románticos ofrecía a la meditación detenida del claro de luna no se habría producido durante mi sueño, en un oscuro trozo de cristalización veneciana.

Pero el deseo de no perder para siempre a ciertas mujeres, mucho más que el de no perder ciertas plazas, mantenía en mí en Venecia una agitación que se tornó febril el día en que mi madre decidió que nos marcháramos, cuando al final del día, ya el equipaje en la góndola camino de la estación, leí en un registro de los extranjeros hospedados en el hotel: «Baronesa Putbus y compañía». Inmediatamente, el sentimiento de todas las horas de placer carnal de que nuestra partida iba a privarme elevó aquel deseo, que existía en mí en estado crónico, a la altura de un sentimiento y le ahogó en la melancolía y en la vaguedad; le pedí a mi madre que aplazara por unos días nuestra marcha, y al ver que ni por un momento parecía tomar mi ruego en consideración ni siquiera en serio, se despertó en mis nervios excitados por la primavera veneciana el viejo deseo de resistencia a un complot imaginario tramado contra mí por mis padres, que se imaginaban que no tenía más remedio que obedecer, aquella decisión de lucha que antaño me impulsara a imponer brutalmente mi voluntad a los que más quería, sin perjuicio de conformarme con la suya cuando había conseguido hacerles ceder. Le dije a mi madre que no me iría, pero ella, creyendo más hábil hacer como que pensaba que no lo decía en serio, ni siquiera me contestó. Insistí en que ya vería ella si lo decía en serio o no. Vino el conserje a traernos tres cartas, dos para ella y una para mí, que metí en mi cartera con todas las demás sin mirar siquiera el sobre. Y cuando llegó la hora en que mi madre, seguida de todas mis cosas, salía para la estación, pedí una consumición en la terraza, frente al canal, y me senté mirando la puesta del sol, mientras, en una barca detenida frente al hotel, un músico cantaba Sole mio.

El sol seguía declinando. Mi madre no debía de estar ahora muy lejos de la estación. Dentro de un momento partiría, yo me quedaría solo en Venecia, solo con la tristeza de saberla apenada por mí, y sin su presencia para consolarme. Se acercaba la hora del tren, estaba tan próxima mi soledad irrevocable que me parecía ya comenzada y total. Pues me sentía solo, las cosas me resultaban extrañas, ya no tenía bastante tranquilidad para salir de mi corazón palpitante y poner en ellas alguna estabilidad. La ciudad que tenía ante mí había dejado de ser Venecia. Su personalidad, su nombre me parecían como ficciones mentirosas que ya no tenía el valor de infundir a las piedras. Veía los palacios reducidos a sus simples partes y cantidades de mármol parecidas a cualesquiera otras, y el agua como una combinación de hidrógeno y de nitrógeno [sic], eterna, ciega, anterior y exterior a Venecia, ignorante de los dux y de Turner. Y, sin embargo, aquel lugar cualquiera era extraño como el lugar al que llegamos y que no nos conoce todavía, como un lugar que hemos dejado y que ya nos ha olvidado. Ya no podía decirle nada de mí, ya no podía poner en él nada de mí, me constreñía a mí mismo, yo no era ya más que un corazón que latía y una atención que seguía ansiosamente el desarrollo de Sole mio. Por más que aferrara desesperadamente mi pensamiento a la bella curva característica del Rialto, lo veía con la mediocridad de la evidencia como un puente no sólo inferior, sino tan extraño a la idea que yo tenía de él como un actor del que, a pesar de su peluca rubia y de su traje negro, sabemos bien que, en su esencia, no es Hamlet. Así eran los palacios, el canal, el Rialto, despojados de la idea que constituía su individualidad y disueltos en sus vulgares elementos materiales. Pero al mismo tiempo aquel lugar mediocre me parecía menos lejano. En el estanque del arsenal, debido también a un elemento científico, la latitud, había esa singularidad de las cosas que, aunque semejantes en apariencia a las de nuestro país, resultan extranjeras, en destierro bajo otros cielos; sentía que aquel horizonte tan cercano, al que llegaría en una hora de barco, era una curvatura de la tierra muy distinta a la de Francia, una curvatura lejana que, por el artificio del viaje, se encontraba amarrada cerca de mí y no hacía sino hacerme notar mejor que yo estaba lejos; tanto que aquel estanque del arsenal, a la vez insignificante y lejano, me producía esa mezcla de desagrado y de susto que sentí la primera vez que, de muy niño, acompañé a mi madre a los baños de Deligny, y donde, en aquel sitio fantástico de un agua oscura que no cubrían el cielo ni el sol y que, sin embargo, rodeada de cabinas, se la sentía comunicar con invisibles profundidades cubiertas de cuerpos humanos, me pregunté si aquellas profundidades, ocultas a los mortales por unas barracas que impedían sospecharlas desde la calle, no serían la entrada de los mares glaciales que comenzaban allí, en los que estaban comprendidos los polos, y si aquel estrecho espacio no sería el mar libre del polo; y en aquel sitio solitario, irreal, glacial, sin simpatía para mí, donde iba a quedarme solo, el canto de Sole mio se elevaba como deplorando la Venecia que yo había conocido y parecía tomar por testigo mi dolor. Seguramente habría sido preciso dejar de escucharlo si yo hubiera querido poder alcanzar todavía a mi madre y tomar el tren con ella; habría sido preciso decidir sin perder un segundo mi partida. Pero esto era precisamente lo que no podía hacer; permanecí inmóvil, sin poder no sólo levantarme, sino ni siquiera decidir levantarme. Mi pensamiento, por no enfrentarse con la resolución que debía tomar, se concentraba por entero en seguir el desarrollo de las frases sucesivas de Sole mio, en cantar mentalmente con el cantor, en prever el vuelo que iba a tomar la frase, en seguirlo con ella, en volver a caer luego con ella. Claro es que aquel canto insignificante, oído cien veces, no me interesaba nada. No podía complacer a nadie, ni a mí mismo, escuchando religiosamente hasta el fin como cumpliendo un deber. Y, por último, ninguna de aquellas frases de la romanza, conocidas de antemano por mí, podía moverme a la resolución que yo necesitaba; más aún, cada una de aquellas frases, cuando pasaba a su turno, era un obstáculo para tomar eficazmente esta resolución, o más bien me obligaba a la resolución contraria de no marcharme, pues hacía que pasara la hora. De modo que aquella ocupación, sin placer en sí misma, de escuchar Sole mio se cargaba de una tristeza profunda, casi desesperada. Me daba perfecta cuenta de que, en realidad, tomaba la resolución de no marcharme por el hecho de permanecer allí sin moverme; pero decirme: «No me voy», que no me era posible en esta forma directa, me lo era en esta otra: «Voy a escuchar una frase más de Sole mio»; posible pero infinitamente doloroso, pues el significado práctico de este lenguaje figurado no me pasaba inadvertido, y a la vez que me decía: «Después de todo no hago más que escuchar otra frase», sabía que esto significaba: «Me quedo solo en Venecia». Y quizá esta tristeza, como una especie de frío entumecimiento, constituía el encanto mismo, el encanto desesperado pero fascinante de aquel canto. Cada nota que lanzaba la voz del cantor con una fuerza y una ostentación casi musculares venía a herirme en pleno corazón. Cuando la frase se consumaba en bajo y el trozo parecía terminado, el cantor no se conformaba y reanudaba en alto como si necesitara proclamar una vez más mi soledad y mi desespero. Y por una cortesía estúpida de mi atención a su música, me decía: «No puedo decidirme aún; sigamos mentalmente esta frase en alto». Y la frase aumentaba mi soledad, en la que caía haciéndomela cada minuto más completa, en seguida irrevocable.

Mi madre no debía de estar lejos de la estación. Pronto saldría el tren. Y se extendía ya ante mí la Venecia donde iba a permanecer sin ella. No solamente no contenía ya a mi madre, sino que, como yo no tenía ya suficiente calma para dejar que mi pensamiento se posara en las cosas que estaban ante mí, aquellas cosas dejaron de contener ya nada de mí; más aún, dejaron de ser Venecia, como si sólo yo hubiera insinuado un alma en las piedras de los palacios y en el agua del canal.

Y me quedé inmóvil, disuelta la voluntad, sin decisión aparente; seguramente en esos momentos está ya tomada: nuestros mismos amigos pueden a veces preverla. Pero nosotros no podemos, y cuántos sufrimientos se nos evitarían si pudiéramos preverla.

Pero de antros más oscuros que aquellos de los que se lanza el cometa que se puede predecir —en virtud del insospechable poder defensivo del hábito inveterado, en virtud de las ocultas reservas que este, con un impulso súbito, lanza a la liza en el último momento— surgió, por fin, mi acción: eché a todo correr y llegué, con las portezuelas ya cerradas, pero a tiempo para alcanzar a mi madre, roja de emoción, conteniéndose para no llorar, pues creía que yo ya no iba a ir. «Ya lo decía tu pobre abuela: es curioso, nadie tan insoportable o tan gentil como este pequeño». En el trayecto vimos Padua y después Verona venir hacia el tren, decirnos adiós casi hasta la estación, y cuando nos alejamos, las vimos volver, porque ellas no partían e iban a reanudar su vida, una a sus campos y otra a su colina.

Pasaban las horas. Mi madre no se apresuró a leer dos cartas que no había hecho más que abrir y procuró que tampoco yo sacara en seguida mi cartera para coger la carta que me había dado el conserje del hotel. Temía, como siempre, que me resultaran los viajes demasiado largos, demasiado fatigosos, y retrasaba lo más posible, para ocuparme en las últimas horas, el momento de desenvolver los huevos duros, pasarme los periódicos, deshacer el paquete de libros que había comprado sin decírmelo. Miré a mi madre, que leía su carta con sorpresa, después levantaba la cabeza, y sus ojos parecían posarse sucesivamente en recuerdos distintos, incompatibles y que ella no lograba conciliar. Mientras tanto, reconocí la letra de Gilberta en mi sobre. Lo abrí. Gilberta me anunciaba su boda con Roberto de Saint-Loup. Me decía que me había telegrafiado sobre esto a Venecia y que no recibió respuesta. Recordé que me habían hablado de lo mal que estaba el servicio de telégrafos. No había recibido su telegrama. Quizá ella no lo creyera. De pronto percibí que un hecho, un hecho antes instalado en mi cerebro en estado de recuerdo, dejaba el sitio y se lo cedía a otro. El telegrama que había recibido últimamente y que creí de Albertina era de Gilberta. Como la originalidad, bastante artificiosa, de la letra de Gilberta consistía principalmente, cuando escribía una línea, en poner en la línea superior las barras de la «t», que producían así el efecto de subrayar las palabras, o los puntos sobre las «íes», que parecían interrumpir las frases de la línea de encima, y en intercalar, en cambio, en la línea de abajo los rabos y los arabescos que añadía a las palabras, era muy natural que el empleado del telégrafo leyera los bucles de «s» o de «y» de la línea superior como «ine» (terminación de Albertine), terminando la palabra Gilberta. El punto sobre la «i» de Gilberta subió a formar puntos suspensivos. En cuanto a la G, parecía una A gótica. Si, además de esto, el telegrafista leyó mal dos o tres palabras (algunas, desde luego, me parecieron incomprensibles), se explicaban los detalles de mi error, y ni siquiera era necesario. Cuántas letras lee en una palabra una persona distraída y, sobre todo, predispuesta, es decir, que parte de la idea de que la carta es de una determinada persona; cuántas palabras en la frase. Al leer, adivinamos, creamos; todo parte de un error inicial, y los que siguen (y no sólo en la lectura de las cartas y de los telegramas, no sólo en cualquier lectura), por extraordinarios que puedan parecer al que no tiene el mismo punto de partida, son muy naturales. Una buena parte de lo que creemos, y hasta en las últimas conclusiones es así, con igual obstinación y buena fe, se deriva de un primer error en las premisas.