CAPÍTULO II

No es que no siguiera amando a Albertina, pero ya no de la misma manera que en los últimos tiempos; no, de la manera de los tiempos más antiguos, en que todo lo relacionado con ella, lugares y personas, me hacía sentir una curiosidad en la que había más encanto que sufrimiento. Y, en realidad, ahora me daba muy bien cuenta de que antes de olvidarla por completo, antes de llegar a la indiferencia inicial, necesitaría, como un viajero que vuelve por el mismo camino al punto de donde salió, atravesar en sentido inverso todos los sentimientos por los que había pasado antes de llegar a mi gran amor. Pero estas etapas, esos momentos del pasado ya no son inmóviles, han conservado la fuerza terrible, la ignorancia feliz de la esperanza que entonces se lanzaba hacia un tiempo que hoy es ya el pasado, pero que una alucinación nos hace confundir por un instante, retrospectivamente, con el futuro. Leía una carta suya en la que anunciaba su visita para la noche, y sentía un segundo la alegría de la espera. En esos retornos por la misma línea de un país al que no volveremos nunca, donde reconocemos el nombre, el aspecto de todas las estaciones por las que ya pasamos a la ida, acontece que, mientras permanecemos parados en una de ellas, al arrancar sentimos por un instante la ilusión de que partimos, pero en la dirección del lugar de donde venimos, como la primera vez. La ilusión cesa en seguida, pero, por un segundo, nos hemos sentido de nuevo llevados hacia él: tal es la crueldad del recuerdo.

Y, sin embargo, aunque no podemos evitar, antes de volver a la indiferencia de la que partimos, cubrir en sentido inverso las distancias franqueadas para llegar al amor, el trayecto, la línea que seguimos, no son forzosamente los mismos. Tienen de común el no ser directos, porque el olvido, como el amor, no progresa regularmente. Pero no toman forzosamente las mismas vías. Y en la que yo seguí al retorno, hubo, ya muy cerca de la llegada, cuatro etapas que recuerdo especialmente, sin duda porque vi en ellas cosas que no formaban parte de mi amor a Albertina, o al menos que no se relacionaban con él sino en la medida en que ya en nuestra alma antes de un gran amor se asocia con él, bien sea alimentándolo, bien combatiéndolo, bien formando con él, para nuestra inteligencia que analiza, contraste e imagen.

La primera de estas etapas comenzó a principios de invierno, un hermoso domingo de Todos los Santos en que yo salí. Al acercarme al Bois, recordé con tristeza el retorno de Albertina yendo a buscarme desde el Trocadero, pues era el mismo día, pero sin Albertina. Con tristeza y, sin embargo, no sin placer, pues la repetición en tono menor, en un tono desolado, del mismo motivo que llenara mi jornada de antaño, la ausencia misma de aquel telefonazo de Francisca, de aquella llegada de Albertina, que no era cosa negativa, sino la supresión en la realidad de lo que yo recordaba, daba al día algo de doloroso y lo convertía en algo más bello que un día monótono y simple porque lo que ya no existía, lo que había sido arrancado, quedaba allí imprimido como en hueco. Yo tarareaba frases de la sonata de Vinteuil. Ya no me hacía sufrir mucho pensar que Albertina me la había tocado tantas veces pues casi todos mis recuerdos de ella habían entrado en ese segundo estado químico en el que ya no causan la ansiosa opresión del corazón, sino dulzura. En algunos momentos, en los pasajes que ella tocaba más a menudo, en los que solía hacer una reflexión que entonces me parecía encantadora, sugerir una reminiscencia, me decía: «Pobre pequeña», pero sin tristeza, sino añadiendo solamente al pasaje musical un valor más, un valor en cierto modo histórico y curioso, como ocurre con el cuadro de Carlos I pintado por Van Dyck que, ya tan bello en sí mismo, adquiere mayor valor aún por el hecho de haber entrado en las colecciones nacionales por el deseo de madame du Barry de impresionar al rey. Cuando la pequeña frase, antes de desaparecer por completo, se desintegró en sus diversos elementos donde flotó aún un instante dispersa, no fue para mí, como para Swann, una mensajera de Albertina que desaparecía. Las asociaciones de ideas despertadas por la pequeña frase no eran en mí exactamente las mismas que en Swann. Yo era sobre todo sensible a la elaboración, a los ensayos, a las repeticiones, al «devenir» de una frase que se formaba durante la sonata como este amor se formó durante mi vida. Y, ahora, sabiendo cómo se iba cada día un elemento más de mi amor, la parte celos, después otro, volviendo, en suma, poco a poco en un vago recuerdo al débil impulso del principio, era mi amor lo que, en la pequeña frase dispersa, me parecía ver disgregarse ante mí.

Cuando seguía las avenidas separadas de un parque, cubiertas de una hierba cada vez más enteca, cuando sentía el recuerdo de un paseo con Albertina a mi lado en el coche en el que volvía conmigo, donde sentía que ella envolvía mi vida, que flotaba en torno mío en la incierta bruma de las ramas ensombrecidas entre las cuales el sol poniente hacía brillar, como suspendida en el vacío, la horizontalidad espaciada de los dorados follajes[20], no me limitaba a ver aquello con los ojos de la memoria: me interesaba, me impresionaba como esas páginas puramente descriptivas en medio de las cuales un artista, para hacerlas más completas, introduce una ficción, toda una novela; y esa naturaleza adquiría así el único encanto de la melancolía que podía llegar a mi corazón. La razón de este encanto me pareció ser que yo seguía amando lo mismo a Albertina, cuando la razón verdadera era, por el contrario, que el olvido seguía progresando en mí, que el recuerdo de Albertina ya no era doloroso, es decir, que había cambiado; pero por más que veamos claro en nuestras impresiones, como entonces creí yo ver claro en la razón de mi melancolía, no sabemos remontarnos a su significado más lejano: así como esos malestares que el enfermo cuenta al médico y a través de los cuales el médico se remonta a una causa más profunda, ignorada por el paciente, así nuestras impresiones, nuestras ideas no tienen sino un valor de síntomas. Alejados mis celos por la impresión de encanto y de dulce tristeza que sentía, se despertaban mis sentidos. Una vez más, como cuando dejé de ver a Gilberta, se levantaba en mí el amor a la mujer, liberado de toda asociación exclusiva con una determinada mujer ya amada, y flotaba como esas esencias que se han librado de las destrucciones anteriores y, errantes en suspenso en el aire primaveral, no esperan sino incorporarse a una nueva criatura. En ninguna parte germinan tantas flores, aunque sean «no me olvides», como en un cementerio. Miraba a las muchachas de que estaba innumerablemente florecido aquel hermoso día como hubiera mirado en otro tiempo el coche de madame Villeparisis o aquel en el que, un domingo, vine yo con Albertina. En seguida, a la mirada que yo acababa de posar en una o en otra de ellas se emparejaba inmediatamente la mirada curiosa, furtiva, incitante, reflejo de inasequibles pensamientos, que les hubiera echado a hurtadillas Albertina, y que, haciendo germinar en la mía un ala misteriosa, rápida y azulada, hacía pasar por aquellas avenidas, tan naturales hasta entonces, el estremecimiento de un algo desconocido con el que mi propio deseo no hubiera bastado a renovarlas si estuviera solo, pues él no tenía para mí nada de extraño.

Y a veces la lectura de una novela un poco triste me hacía retroceder bruscamente, pues ciertas novelas son como grandes duelos momentáneos que acaban con la costumbre y nos vuelven al contacto con la realidad de la vida, pero sólo por unas horas, como una pesadilla, pues las fuerzas del hábito, el olvido que producen, la alegría que vuelven a traernos por la impotencia del cerebro para luchar contra ellas y para recrear lo verdadero, se imponen infinitamente sobre la sugestión casi hipnótica de un bello libro, la cual, como todas las sugestiones, produce efectos poco duraderos.

Por otra parte, en Balbec, cuando deseaba conocer a Albertina, ¿no fue la primera vez porque me pareció representativa de aquellas jóvenes que muchas veces, al verlas en las calles, en los caminos, me hicieron detenerme, y porque, para mí, podía ella resumir su vida? ¿Y no era natural que ahora la estrella declinante de mi amor en que aquellas muchachas se habían condensado se dispersara de nuevo en ese polvo diseminado de las nebulosas? Todas me parecían Albertina, la imagen que llevaba en mí me hacía encontrarla en todas partes, y hasta en el recodo de una avenida, una que subía a un automóvil me la recordó de tal modo, era tan exactamente de la misma corpulencia, que me pregunté por un momento si no era ella misma la que acababa de ver, si no me habrían engañado con la noticia de su muerte. Volvía a verla así en un ángulo de la avenida, acaso en Balbec, subiendo al coche de la misma manera, cuando Albertina tenía tanta confianza en la vida. Y el acto de aquella muchacha de subir al automóvil no lo veía solamente con mis ojos como la superficial apariencia que tan a menudo se suele encontrar en un paseo: transmutado en una especie de acto duradero, me parecía extenderse también en el pasado, por esa parte que acababa de serle incorporada y que tan voluptuosamente, tan tristemente se apoyaba contra mi corazón.

Pero la muchacha había desaparecido ya. Un poco más lejos vi un grupo de otras tres un poco mayores, quizá mujeres casadas jóvenes, cuyo porte elegante y enérgico tan bien correspondía a lo que me sedujo el primer día que vi a Albertina y a sus amigas, que me dirigí hacia aquellas tres nuevas muchachas y, en el momento en que subieron al coche, busqué desesperadamente otro en todos los sentidos, y lo encontré, pero demasiado tarde. No pude alcanzarlas. Pero pasados unos días, al volver a casa, vi que salían bajo la bóveda de la misma las tres muchachas a las que seguí en el Bois. Eran enteramente, sobre todo las dos morenas, y sólo un poco mayores, de esas muchachas del gran mundo que muchas veces, al verlas desde mi ventana o al cruzarme con ellas en la calle, me habían hecho concebir mil proyectos, amar la vida, y a las que no había podido conocer. La rubia tenía un aspecto un poco más delicado, casi enfermizo, que me gustaba menos. Y, sin embargo, por ella no me limité a mirarlas un momento, sino que mi mirada echó raíces, con esa fijeza que no admite distracción, como concentrada en un problema, como sabiendo que se trata de penetrar mucho más hondo de lo que está a la vista. Seguramente habría dejado que aquellas muchachas desaparecieran, como tantas otras, de no haber sido porque, al pasar ante mí, la rubia —quizá porque yo la contemplaba con aquella fijeza— me lanzó furtivamente una mirada y, después de pasar, volviendo la cabeza hacia mí me lanzó otra que acabó de enardecerme. Pero como en seguida se desentendió de mí y se puso a hablar con sus amigas, la llamarada aquella que sentí habría acabado por apagarse si el hecho siguiente no la hubiera centuplicado. Le pregunté al portero quiénes eran. «Preguntaron por la señora duquesa —me dijo—. Creo que sólo una de ellas la conoce y que las otras la acompañaron nada más que hasta la puerta. Aquí está el nombre, pero no sé si estará bien escrito». Y leí: mademoiselle d’Eporcheville, que yo interpreté fácilmente: d’Eporcheville, o sea, aproximadamente, por lo que yo podía recordar, aquella muchacha de excelente familia, pariente lejana de los Guermantes, de la que, tiempo atrás, me habló Roberto por haberla encontrado en una casa de citas y con la que él tuvo relaciones. Ahora comprendía yo el significado de su mirada, por qué había vuelto la cabeza y se había ocultado de sus compañeras. ¡Cuántas veces había pensado en ella, imaginándomela por el nombre que me dio Roberto! Y ahora la había visto, en nada diferente de sus amigas, salvo en aquella mirada furtiva que abría entre ella y yo una entrada en partes de su vida que, evidentemente, desconocían sus amigas y que me la presentaban como más asequible —casi medio mía—, más dulce de lo que habitualmente son las muchachas de la aristocracia. En el ánimo de esta, entre ella y yo había previamente de común las horas que habríamos podido pasar juntos de tener ella libertad para darme una cita. ¿No era esto lo que su mirada quiso expresarme con una elocuencia que sólo para mí fue clara? Me palpitaba el corazón con todas sus fuerzas; no habría podido decir exactamente cómo era mademoiselle d’Eporcheville, veía vagamente una cabeza rubia vislumbrada de lado, pero estaba locamente enamorado de ella. De pronto me di cuenta de que estaba razonando como si, entre las tres, fuera precisamente mademoiselle d’Eporcheville la rubia que, volviendo la cabeza hacia mí, me miró dos veces. El portero no me lo había dicho. Volví a la portería, le pregunté de nuevo y me dijo que no podía informarme sobre el caso, porque era la primera vez que habían ido a la casa aquellas señoritas y cuando él no estaba. Pero preguntaría a su mujer, que ya las había visto otra vez. Estaba limpiando la escalera de servicio. ¿Quién no tiene en el transcurso de su vida incertidumbres más o menos parecidas a esta, y deliciosas? Un amigo caritativo al que describimos una muchacha que hemos visto en el baile reconstituye que debe de ser una amiga suya y nos invita con ella. Pero entre tantas otras, y por un simple retrato oral, ¿no se cometerá un error? La muchacha que vamos a ver dentro de un momento, ¿no será otra muchacha distinta de la que deseamos? O bien, por el contrario, ¿no nos tenderá la mano sonriendo precisamente la que deseábamos que fuera? Esta última probabilidad es bastante frecuente, y aunque no siempre la justifique un razonamiento tan probatorio como el que se refería a mademoiselle d’Eporcheville, es el resultado de una especie de intuición y también de ese soplo de suerte que a veces nos favorece. Entonces, al verla, nos decimos: «Pues sí que era ella». Recordé que, en la pandilla de muchachas que paseaban a la orilla del mar, adiviné exactamente cuál era la que se llamaba Albertina Simonet. Este recuerdo me produjo un dolor agudo, pero breve, y mientras el portero buscaba a su mujer, yo —pensando en mademoiselle d’Eporcheville y como en esos minutos de espera en los que un nombre, un dato que, no sabemos por qué, hemos adscrito a un rostro, se desprende un momento y flota entre otros varios, dispuesto, si se adhiere a uno nuevo, a hacernos retrospectivamente desconocido, inocente, inasible, el primero sobre el cual nos informó— pensaba sobre todo que quizá la portera iba a decirme que mademoiselle d’Eporcheville no era la rubia, sino una de las dos morenas. En este caso se esfumaba el ser en cuya existencia creía yo, el ser al que ya amaba, sin pensar más que en poseerle, aquella rubia e hipócrita mademoiselle d’Eporcheville que la fatal respuesta disociaría entonces en dos elementos distintos arbitrariamente unidos por mí como un novelista funde diversos elementos tomados de la realidad para crear un personaje imaginario y que, por separado —al no corroborar el nombre la intención de la mirada—, perdían todo significado. En este caso mis argumentos quedaban destruidos, pero ¡cuán reforzados resultaron, por el contrario, cuando volvió el portero a decirme que mademoiselle d’Eporcheville era, en efecto, la rubia!

Y no podía creer en una homonimia. Hubiera sido demasiada casualidad que una de aquellas tres muchachas se llamara mademoiselle d’Eporcheville, que fuera precisamente (lo que representaba una primera comprobación tópica de mi suposición) la que me miró de aquella manera, casi sonriéndome, y que no fuera la que iba a las casas de citas.

Entonces comenzó una jornada de loca agitación. Aun antes de ir a comprar todo lo que me parecía adecuado a mi atuendo para producir mejor impresión cuando, al día siguiente, fuera a ver a madame de Guermantes, donde encontraría una muchacha fácil y me citaría con ella (pues ya encontraría el medio de hablarle un momento en un extremo del salón), fui, para mayor seguridad, a telegrafiar a Roberto pidiéndole el nombre y la descripción de la muchacha, esperando recibir su respuesta antes de dos días, para cuando ella volviera, según me anunció el portero, a ver a madame de Guermantes; y (no pensaba ni un segundo en otra cosa, ni siquiera en Albertina) ocurriera lo que ocurriera de allí a entonces; así tuvieran que llevarme en una silla de manos si estaba enfermo, iría a la misma hora a visitar a la duquesa. Si telegrafié a Saint-Loup no fue porque me quedara duda alguna sobre la identidad de la persona, no fue porque la muchacha que yo había visto y aquella de la que él me había hablado fuesen aún distintas para mí. Estaba seguro de que eran una misma. Pero, en mi impaciencia por no tener que esperar dos días, era para mí dulce, era ya para mí un poder secreto sobre ella recibir un telegrama que la concernía, lleno de detalles. En el telégrafo, mientras redactaba el telegrama con la animación del hombre exaltado por la esperanza, observé que ahora estaba mucho menos desarmado que en mi infancia, mucho menos ante mademoiselle d’Eporcheville que ante Gilberta. Nada más tomarme el trabajo de escribir el telegrama, el empleado no tenía sino cogerlo, sólo transmitirlo las más rápidas redes de comunicación eléctrica, y toda la extensión de Francia y del Mediterráneo, todo el pasado mujeriego de Roberto, aplicado a identificar a la persona que yo acababa de encontrar, iban a estar al servicio de la novela que yo acababa de esbozar y en la que ni siquiera tenía necesidad de pensar, pues todo aquello se iba a encargar de terminarla en un sentido o en otro antes de transcurrir veinticuatro horas, mientras que en otro tiempo, llevado a casa por Francisca de los Champs-Elysées, alimentando sólo en la casa impotentes deseos, privado de los medios prácticos de la civilización, amaba como un salvaje, o hasta como una flor, pues no tenía la libertad de moverme. Desde este momento pasó el tiempo en espera febril; una ausencia de cuarenta y ocho horas que mi padre me pidió pasar con él y que me hubiera hecho perder la visita a casa de la duquesa me produjo tal rabia, tal desesperación, que mi madre intervino y logró de mi padre que me dejara en París. Pero la rabia me duró varias horas, a la vez que el obstáculo interpuesto entre nosotros centuplicó mi deseo de mademoiselle d’Eporcheville, por el temor que un instante sentí de que aquellas horas de mi visita a casa de madame de Guermantes, a las que sonreía de antemano sin tregua como a un seguro bien que nadie podría quitarme, no fueran a tener lugar. Dicen algunos filósofos que el mundo exterior no existe y que es en nosotros mismos donde transcurre nuestra vida. Comoquiera que sea, el amor, aun en sus más humildes comienzos, es un ejemplo decisivo de lo poco que la realidad es para nosotros. Si hubiera tenido que dibujar de memoria un retrato de mademoiselle d’Eporcheville describirla, dar sus señas, me habría sido imposible, y hasta reconocerla en la calle. La divisé de perfil, al pasar, y me pareció bonita, sencilla, alta y rubia: no podría decir más. Pero todas las reacciones del deseo, de la ansiedad, del golpe mortal asestado por el miedo de no verla si mi padre me llevaba consigo, todo esto, asociado a una imagen que después de todo no conocía y que me bastaba saberla agradable, constituía ya un amor. Por fin, a la mañana siguiente, después de una noche de insomnio feliz, recibí el telegrama de Saint-Loup: «De l’Orgeville, de partícula, orge, la gramínea, como centeno, ville como una ciudad, pequeña, morena, redondita, está en este momento en Suiza». No era ella. Un momento después entró mi madre en mi cuarto con el correo, lo dejó descuidadamente sobre la cama y, con aire de pensar en otra cosa, se retiró para dejarme solo. Y yo, conociendo los ardides de mi querida mamá, y sabiendo que podía leer siempre en su cara sin miedo a equivocarme, siempre que se tomara como clave el deseo de dar gusto a los demás, sonreí y pensé: «Hay algo interesante para mí en el correo y mamá ha simulado ese aire indiferente y distraído para que mi sorpresa sea completa y no hacer como esas personas que nos chafan la mitad del placer anunciándonoslo. Y no se ha quedado aquí por miedo de que yo, por amor propio, disimule mi gozo y así lo sienta menos». Entre tanto, mi madre, al salir, se encontró con Francisca, que entraba en mi cuarto. Y mi madre la obligó a retroceder y se la llevó, enfurruñada y sorprendida, porque consideraba que su cargo tenía el privilegio de entrar a cualquier hora en mi habitación y de quedarse en ella si le acomodaba. Pero en su rostro desapareció la rabia bajo la sonrisa negra y pegajosa de una piedad trascendental y de una ironía filosófica, viscoso licor que su amor propio ofendido segregaba para curar su herida. Para no sentirse despreciada, nos despreciaba. Sabía que éramos los amos, unos seres caprichosos que no brillan por la inteligencia y que se complacen en imponer por el miedo a personas inteligentes, a criados, para demostrar bien que son los amos, unos deberes absurdos, como el de hervir el agua en tiempo de epidemia, lavar una habitación con un paño mojado y salir de ella precisamente cuando tienen intención de entrar. Mi madre, en su precipitación, se llevó la vela; me di cuenta de que puso el correo muy cerca de mí, para que no dejara de verlo. Pero vi que no había más que periódicos. Seguramente habría en ellos algún artículo de un escritor que me gustara y que, por escribir de tarde en tarde, sería para mí una sorpresa. Me acerqué a la ventana y aparté los cortinones. Por encima del día lívido y brumoso, el cielo, rosado como están a esta hora en las cocinas los hornillos encendidos, me devolvió un poco la esperanza y el deseo de pasar la noche y de despertarme en la pequeña estación de montaña donde había visto a la lechera de rosadas mejillas.

Abrí Le Figaro. ¡Qué contrariedad! Precisamente el primer artículo tenía el mismo título que el que yo había enviado y que no se publicó. Pero no solamente el mismo título, había allí unas palabras absolutamente iguales. Aquello era demasiado fuerte. Mandaría una protesta[21]. Pero no eran sólo unas palabras, era todo, era mi firma… ¡Habían por fin publicado mi artículo! Pero mi pensamiento, que quizá ya en aquella época había empezado a envejecer y a fatigarse un poco, siguió por un momento razonando como si no comprendiera que era mi artículo, como esos viejos que tienen que terminar hasta el fin un movimiento comenzado, aunque resulte ya inútil, aunque lo haga peligroso un obstáculo imprevisto ante el que habría que retirarse rápidamente. Después pensé en el pan espiritual que es un periódico, todavía caliente y húmedo de la prensa reciente y de la neblina de la mañana en que se distribuye, desde el alba, a las criadas que se lo sirven al señor con el café con leche; un pan milagroso, multiplicable, que es a la vez uno y diez mil y sigue siendo el mismo para cada uno sin dejar de penetrar a la vez, innumerable, en todas las casas.

Lo que yo tenía en la mano no era un determinado ejemplar del periódico, era uno cualquiera de los diez mil; no era sólo lo que yo había escrito, era lo escrito por mí y leído por todos. Para apreciar exactamente el fenómeno que se produjo en aquel momento en las casas tenía que leer aquel artículo no como autor, sino como uno de los lectores del periódico; no era sólo lo que yo había escrito, era el símbolo de su encarnación en tantos espíritus. De modo que para leerlo tenía que dejar por un momento de ser el autor, tenía que ser uno cualquiera de los lectores del periódico. Mas, por lo pronto, una primera inquietud. ¿Vería este artículo el lector no advertido? Abro distraídamente el periódico como lo haría ese lector no advertido, incluso como si ignorara lo que hay esta mañana en mi periódico y tuviera prisa en mirar las noticias mundanas o la política. Pero mi artículo es tan largo que mis ojos, que lo evitan (para permanecer en la verdad y no poner la suerte de mi parte como el que espera cuenta adrede demasiado despacio), se enganchan al paso en un pasaje. Pero muchos de los que ven el primer artículo, y aun cuando lo lean, no miran la firma. Yo mismo sería incapaz de decir de quién era el primer artículo de la víspera. Y ahora me prometo leerlos siempre, los artículos y el nombre del autor; mas, como un amante celoso que no engaña a su amada por creer en su fidelidad, pienso tristemente que mi atención futura no obligará, no ha obligado, en compensación, a la de los demás. Y hay que contar también los que se han ido de caza, los que salieron muy temprano. En fin, de todos modos, algunos lo leerán. Yo hago lo que estos, empiezo a leerlo. Aunque sé que muchos de los que lean este artículo lo encontrarán detestable, en el momento de leer, lo que veo en cada palabra me parece estar sobre el papel; no puedo creer que cada persona, al abrir los ojos, no verá directamente esas imágenes que veo yo, creyendo que el lector percibe directamente el pensamiento del autor, cuando la verdad es que el pensamiento que se fabrica en su mente es otro pensamiento con la misma ingenuidad de los que creen que es la misma palabra pronunciada la que camina a lo largo de los hilos del teléfono. En el momento mismo en que quiero ser un lector cualquiera, mi mente rehace como autor el trabajo de los que leerán mi artículo. Si monsieur de Guermantes no entendía una frase que a Bloch le gustaría, en cambio podrá divertirle una reflexión que Bloch desdeñaría. Así, por cada parte que el lector anterior parecía pasar por alto, se presentaba otro nuevo que la apreciaba, y el artículo, en conjunto, se encontraba elevado hasta las nubes por una multitud y se imponía sobre mi propia desconfianza que ya no necesitaba sostenerlo. Y es que, en realidad, ocurre con el valor de un artículo, por notable que pueda ser, como con esas frases de las reseñas del Congreso, donde las palabras «ya veremos», pronunciadas por el ministro, no son más que una parte, y quizá la menos importante, de la frase que hay que leer así: EL PRESIDENTE DEL CONSEJO, MINISTRO DEL INTERIOR Y DE JUSTICIA: «Ya veremos» (vivas exclamaciones de la extrema izquierda. «¡Muy bien! ¡Muy bien!», en algunos bancos de la izquierda y del centro, final mucho más bello que la parte del medio, digno del principio): una parte de su belleza —y esta es la tara fundamental de ese género de literatura, del que no se exceptúan los célebres Lundis— está en la impresión que produce a los lectores. Es una Venus colectiva, de la que, reducida al pensamiento del autor, sólo queda un miembro mutilado, pues sólo se realiza completa en la mente de sus lectores. En ellos se termina. Y como una multitud, aun cuando sea selecta, no es artista, ese sello final que le da conserva siempre algo un poco común. Así, por ejemplo, Sainte-Beuve, el lunes, podía imaginarse a madame de Boigne en su cama de altas columnas leyendo su artículo de Le Constitutionnel, apreciando una bonita frase en la que se había recreado mucho tiempo y que quizá no habría escrito si no hubiera juzgado conveniente meterla en su artículo para que el disparo llegara más lejos. Seguramente el canciller, leyéndola por su parte, hablaría de él a su vieja amiga en la visita que más tarde le haría. Y el duque de Noailles, llevándole de pantalón gris aquella noche en su coche, le diría lo que de tal artículo habían opinado en la sociedad, suponiendo que no se lo hubiera dicho ya madame d’Arbouville. Y apuntalando mi propia desconfianza de mí mismo con aquellas diez mil aprobaciones que me sostenían, sacaba de mi lectura en aquel momento tanta sensación de mi fuerza y de esperanza de talento como desconfianza había sacado cuando lo que escribí se dirigía solamente a mí. Veía a aquella misma hora brillar mi pensamiento para tantas gentes —o incluso, a falta de mi pensamiento para los que no podían entenderlo, la repetición del nombre y como una evocación embellecida de mi persona—; lo veía brillar en ellos, iluminar su propio pensamiento en una aurora que me colmaba de más fuerza y de más gozo triunfal que la alborada innumerable que, al mismo tiempo, asomaba rosada por todas las ventanas[22]. Y apenas terminada aquella lectura reconfortante, yo, que no había tenido el valor de releer mi manuscrito, deseé volver a empezarlo inmediatamente, pues nada como un viejo artículo de uno mismo para decir que «cuando se ha leído se puede volver a leerlo». Hice el propósito de mandar a Francisca a comprar otros ejemplares para dárselos a los amigos; en realidad, ¿me atreveré a decirlo?, para tocar con el dedo el milagro de la multiplicación de mi pensamiento y leer las mismas frases en otro número como si fuera otro señor que acaba de abrir Le Figaro. Precisamente hacía muchísimo tiempo que no había visto a los Guermantes; iría a hacerles una visita y me daría cuenta por ellos de lo que se pensaba de mi artículo.

Me imaginaba a una lectora en cuya habitación tanto me hubiera gustado entrar y a la que el periódico llevaba, si no mi pensamiento, que ella no podía entender, al menos mi nombre, a modo de un elogio que le hicieran de mí. Pero los elogios dedicados a lo que no amamos no encadenan al corazón, como no atraen a la inteligencia los pensamientos de otra inteligencia que no podemos penetrar. Y, en cuanto a otros amigos, me decía que, si mi salud continuaba agravándose y ya no podía ir a verlos, sería agradable seguir escribiendo para poder así llegar hasta ellos, para hablarles entre lineas, para hacerles pensar a mi gusto, para agradarles, para ser recibido en su corazón. Me decía esto porque, como las relaciones mundanas habían ocupado hasta entonces un lugar en mi vida cotidiana, me asustaba un porvenir en el que ya no figurarían, y aquel recurso que me permitiría conservar la atención de mis amigos, tal vez suscitar su admiración hasta el día en que me repusiera lo suficiente para volver a verlos, me consolaba; me decía esto, pero me daba perfecta cuenta de que no era cierto, de que si me complacía en imaginar su atención como el objeto de mi placer, este placer era un placer interior, espiritual, voluntario, que ellos no podían darme y que yo podía encontrar no hablando con ellos, sino escribiendo lejos de ellos; y que si empezaba a escribir para verlos indirectamente, para que tuvieran mejor idea de mí, para prepararme una situación mejor en el mundo, acaso escribir me quitaría el deseo de verlos, y la posición que la literatura me valdría quizá en el mundo ya no me tentaría gozarla, pues mi placer ya no estaría en el mundo, sino en la literatura.

Y después del almuerzo, cuando fui a casa de madame de Guermantes, más que por mademoiselle d’Eporcheville, que después del telegrama de Saint-Loup había perdido lo mejor de su personalidad, lo hice por ver en la duquesa misma a una de las lectoras de mi artículo que podrían permitirme imaginar lo que pensaría el público, suscriptores y compradores de Le Figaro. De todos modos fui con gusto a casa de madame de Guermantes. Por más que me dijera que lo que diferenciaba para mí este salón de los demás era el mucho tiempo que había permanecido en mi imaginación, el conocimiento de las causas de esta diferencia no anulaba mi interés. Además había para mí varios nombres de Guermantes. Si el que mi memoria había escrito solamente como en un libro de direcciones no llevaba consigo ninguna poesía, otros más antiguos, los que se remontaban al tiempo en que yo no conocía a madame de Guermantes, podían resurgir en mí, sobre todo cuando hacía mucho tiempo que no había visto a la persona y la luz cruda de esta en el rostro humano no apagaba los rayos misteriosos del nombre. Entonces volvía a pensar de nuevo en la casa de madame de Guermantes como en algo que estuviera más allá de lo real, de la misma manera que volvía a pensar en el Balbec brumoso de mis primeros sueños y como si desde entonces no hubiera hecho aquel viaje en el tren de las dos menos diez, como si no le hubiera tomado. Olvidaba por un instante el conocimiento que tenía de la inexistencia de todo aquello, como a veces pensamos en un ser querido olvidando por un momento que ha muerto. Después, al entrar en la antecámara de la duquesa, volvió la idea de la realidad. Pero me consolé diciéndome que, a pesar de todo, era para mí el verdadero punto de intersección entre la realidad y el sueño.

Al entrar en el salón vi a la muchacha rubia que, durante veinticuatro horas, creí yo que era aquella de que me habló Saint-Loup. Ella misma pidió a la duquesa que me «volviera a presentar» a ella. Y, en efecto, nada más entrar tuve la impresión de conocerla muy bien pero la duquesa disipó esta impresión diciéndome: «¡Ah!, ¿es que ya conocía a mademoiselle de Forcheville?». Y no, estaba seguro de que no me habían presentado nunca a una muchacha con este nombre, que seguramente me hubiera llamado la atención, tan familiar era a mi memoria desde que me hicieron un relato retrospectivo de los amores de Odette y de los celos de Swann. Mi doble error de nombre, la confusión de «de l’Orgeville» con «d’Eporcheville» y la aplicación de «Eporcheville» a lo que era en realidad «Forcheville», no tenía nada de extraordinario. Nuestro error es presentar las cosas tales como son, los nombres tales como están escritos, las personas tales como las presenta la fotografía y la psicología dándonos de ellas una noción inmóvil. Pero, en realidad, no es esto lo que generalmente percibimos. Vemos, oímos, concebimos el mundo completamente al revés. Repetimos un nombre tal como lo hemos oído hasta que la experiencia nos saca del error, lo que no siempre ocurre. En Combray todo el mundo habló durante veinticinco años a Francisca de madame Sazerat y Francisca siguió diciendo madame Sazerin, no por aquella voluntaria y orgullosa perseverancia en sus errores que era habitual en ella, que se afianzaba con nuestra contradicción y que era lo único que ella había puesto en la Francia de Saint-André-des-Champs de los principios igualitarios de 1789 (Francisca no reclamaba más que un derecho del ciudadano, el de no pronunciar como nosotros y sostener que hotel, verano y aire eran del género femenino), sino porque, en realidad, siguió oyendo siempre Sazerin. Este perpetuo error, que es precisamente la «vida», no da sus mil formas solamente al mundo visible y al mundo audible, sino al mundo social, al mundo sentimental, al mundo histórico, etc. La princesa de Luxembourg no tiene más que una categoría de cocotte para la mujer del Primer Presidente, lo que, por lo demás, tiene poca importancia: tiene un poco más que Odette sea una mujer difícil para Swann, porque de aquí saca él toda una novela tanto más dolorosa cuando él comprende su error, y la tiene mayor para los alemanes que los franceses no piensen sino en el desquite. Sólo tenemos del mundo unas visiones informes, fragmentarias, que completamos con asociaciones de ideas arbitrarias, creadoras de peligrosas sugestiones. De suerte que no hubiera tenido yo por qué extrañarme mucho de oír el nombre de Forcheville (y ya me preguntaba si sería pariente del Forcheville del que tanto había oído hablar) si la muchacha rubia, deseosa sin duda de salir discretamente al paso de preguntas que le hubieran sido desagradables, no me hubiese dicho en seguida: «No se acuerda de que me conoció mucho en otro tiempo; venía usted a casa con su amiga Gilberta. Ya me di cuenta de que no me reconocía. Yo le reconocí en seguida». (Dijo esto como si me hubiera reconocido en seguida en el salón, pero la verdad es que me había reconocido en la calle y me había saludado, y después madame de Guermantes me dijo que le había contado como una cosa muy divertida y extraordinaria que yo la había seguido y la había rozado, tomándola por una cocotte). Hasta que se marchó no supe por qué se llamaba mademoiselle de Forcheville. Después de morir Swann, Odette, que sorprendió a todo el mundo con un dolor hondo, duradero y sincero, era una viuda muy rica. Forcheville se casó con ella, después de una larga gira de castillos y de asegurarse de que su familia recibiría a su mujer. (Esta familia opuso algunas dificultades, pero cedió ante el interés de no tener que subvenir a los gastos de un pariente menesteroso que iba a pasar de una casi miseria a la opulencia). Poco después murió un tío de Swann, sobre el que la desaparición sucesiva de numerosos parientes había acumulado una enorme herencia, y dejó toda esta enorme fortuna a Gilberta, que resultó ser así una de las más ricas herederas de Francia. Pero era el momento en que las repercusiones del asunto Dreyfus provocaron un movimiento antisemita paralelo a un mayor movimiento de penetración en el gran mundo por parte de los israelitas. No se habían equivocado los políticos al pensar que el descubrimiento del error judicial sería un gran golpe para el antisemitismo. Pero, al menos por el momento, aumentó y se exasperó, por el contrario, un antisemitismo mundano. Forcheville, que, el último noble, había sacado de las conversaciones de familia la certidumbre de que su nombre era más antiguo que el de La Rochefoucauld, consideraba que casándose con la viuda de un judío había hecho el mismo acto de caridad que un millonario que recoge a una prostituta en la calle y la saca de la miseria y del arroyo. Estaba dispuesto a extender su bondad hasta la persona de Gilberta, a la que tantos millones ayudarían, pero a cuyo casamiento perjudicaría aquel absurdo nombre de Swann. Y declaró que la adoptaba. He sabido que madame de Guermantes, ante el asombro de su sociedad —asombro que, por lo demás, le gustaba y solía provocar—, cuando Swann se casó se negó a recibir a la hija lo mismo que a la madre. Esta repulsa fue en apariencia tanto más cruel porque, durante mucho tiempo, lo que hizo a Swann considerar posible su casamiento con Odette era la presentación de su hija a madame de Guermantes. Y seguramente él, que tanto había vivido, hubiera debido saber que estos cuadros que nos imaginamos no se realizan nunca, por diferentes razones, pero por una de ellas poco tuvo que lamentar Swann no realizar aquella presentación. Y esta razón es que, cualquiera que sea la imagen que decide a un hombre sedentario a tomar el tren, desde comer una trucha hasta el deseo de poder asombrar una noche a una orgullosa cajera parándose ante ella en suntuoso carruaje, ya vaya más lejos en la prosecución de sus ideas o se quede acariciando el primer eslabón, el acto destinado a permitirnos llegar a la imagen, bien sea el viaje, la boda, el crimen, etc., ese acto nos modifica lo bastante profundamente para que ya no demos importancia, quizá para que ni siquiera nos venga una vez a la mente, a la imagen que se formaba el que todavía no era un viajero, o un marido, o un criminal, o un solitario (que se ha puesto al trabajo por la gloria e inmediatamente ha perdido el deseo de la gloria), etc. Por otra parte, aunque nos obstináramos en no querer obrar en vano, es probable que no encontráramos el efecto del sol; que, en aquel momento, el frío nos hiciera desear una sopa junto a la chimenea y no una trucha al aire libre; que nuestro suntuoso carruaje dejara indiferente a la cajera que quizá nos tenía, por otras razones muy distintas, en gran consideración, y que esta súbita riqueza la moviera a desconfiar. En fin, que vimos a Swann, casado, dar sobre todo importancia a las relaciones de su mujer y de su hija con madame Bontemps, etc.

A todas las razones, sacadas del estilo Guermantes de entender la vida mundana, que decidieron a la duquesa a no permitir jamás que le presentaran a madame y a mademoiselle Swann, se puede añadir también esa feliz facilidad con la que las personas que no están enamoradas se apartan de lo que ellas censuran en los enamorados y que el amor de estos explica. «¡Oh, a mí que no me metan en eso!; si al pobre Swann se le antoja hacer barbaridades y malograr su vida, allá él, pero a mí no me pescan con esas cosas, todo eso puede acabar muy mal y yo les dejo que se las arreglen». Es el suave mari magno que el propio Swann me aconsejaba con relación a los Verdurin, cuando hacía ya mucho tiempo que no estaba enamorado de Odette y ya no le interesaba el pequeño clan. Por eso son tan prudentes los juicios de terceros sobre las pasiones que ellos no sienten y las complicaciones que de ellas se derivan.

Madame de Guermantes había llegado a poner en la exclusión de madame y de mademoiselle Swann una perseverancia que llamó mucho la atención. Cuando madame Molé, madame de Marsantes comenzaron a relacionarse con madame Swann y a llevar a casa de esta a muchas mujeres del gran mundo, madame de Guermantes no sólo se mantuvo intratable, sino que se las arregló para cortar los puentes y para que su prima la princesa de Guermantes la imitara. Uno de los días más graves de la crisis, cuando, durante el ministerio Rouvier, se creyó que iba a estallar la guerra entre Francia y Alemania, estando yo invitado a comer en casa de madame de Guermantes con monsieur Bréauté, encontré a la duquesa con aire preocupado. Como le gustaba intervenir en política creí que quería demostrar así su temor de la guerra, como un día en que se sentó muy callada a la mesa, contestando apenas con monosílabos a alguien que le preguntó tímidamente por qué estaba preocupada, le respondió con gesto grave: «Me preocupa la China». Pero, pasado un momento, madame de Guermantes, explicando ella misma el gesto preocupado que yo había atribuido al temor de una declaración de guerra, le dijo a monsieur de Bréauté: «Dicen que María-Aynard quiere hacerles una posición a los Swann. Tengo que ir mañana sin falta a ver a María-Gilberto para que me ayude a impedirlo. De otro modo ya no hay sociedad. Muy bonito el asunto Dreyfus. Pero de ese modo la tendera de la esquina no tiene más que proclamarse nacionalista y pretender, en cambio, que la recibamos nosotros». Y estas palabras, tan frívolas en comparación con las que esperaba, me causaron la sorpresa del lector que, buscando en Le Figaro, en el lugar habitual, las últimas noticias de la guerra ruso-japonesa, encuentra en vez de esto la lista de las personas que han hecho regalos de boda a mademoiselle de Mortemart, es decir, que la importancia de una boda aristocrática ha relegado al final del periódico las batallas en tierra y en el mar. La duquesa, por otra parte, acababa por experimentar en su perseverancia desmedida una satisfacción de orgullo que no perdonaba ocasión de manifestarse. «Babal —decía— asegura que somos las dos personas más elegantes de París, porque sólo él y yo no nos dejamos saludar por madame y mademoiselle Swann. Ahora bien, asegura que la elegancia es no conocer a madame Swann». Y la duquesa reía con toda su alma.

Sin embargo, ya muerto Swann, ocurrió que la decisión de no recibir a su hija acabó por dar a madame de Guermantes todas las satisfacciones de orgullo, de independencia, de self-government, de persecución que podía sacar de aquello, hasta que la desaparición de la persona que le ofrecía la deliciosa sensación de oponerle resistencia, de que no lograba hacerle revocar sus decretos, dio fin a tales satisfacciones. Entonces la duquesa pasó a promulgar otros decretos que, aplicados a personas vivientes, pudieran hacerle sentir que era dueña de hacer lo que le diera la gana. No pensaba en la pequeña Swann, pero, cuando le hablaban de ella, la duquesa sentía una curiosidad como de un lugar nuevo que ya no venía a enmascararle a ella misma el deseo de resistir a la pretensión de Swann. Por lo demás, tantos sentimientos diferentes pueden contribuir a formar uno solo que no se podría decir si no habría en este interés algo de afectuoso para Swann. Seguramente —pues en todas las clases de la sociedad una vida mundana y frívola paraliza la sensibilidad y quita el poder de resucitar a los muertos— la duquesa era de las personas que necesitan la presencia (esa presencia que, como verdadera Guermantes, sobresalía en prolongar) para amar verdaderamente, pero también, cosa más rara, para odiar un poco. De suerte que muchas veces sus buenos sentimientos para las gentes, suspendidos en vida por la irritación que le causaban algunos de sus actos, renacían después de su muerte. Entonces sentía casi un deseo de reparación, porque ya apenas los veía, muy vagamente por lo demás, sino con sus cualidades y desprovistos de las pequeñas satisfacciones, de las pequeñas pretensiones que en ellos la molestaban cuando vivían. Esto daba a veces a su conducta, a pesar de su frivolidad, un cierto matiz bastante noble —mezclado con mucha bajeza—. Pues mientras que las tres cuartas partes de los humanos halagaban a los vivos y no se ocupan para nada de los muertos, madame de Guermantes solía hacer después de muertos lo que habrían deseado aquellos a quienes, vivos, trató mal.

En cuanto a Gilberta, las personas que la amaban y tenían por ella un poco de amor propio sólo hubieran podido alegrarse del cambio de actitud de la duquesa con Gilberta pensando que esta pudiera vengarse rechazando desdeñosamente las amabilidades que sucedían a veinticinco años de ultrajes. Desgraciadamente los reflejos morales no siempre son idénticos a lo que el buen juicio imagina. Hay quien, por una ofensa inoportuna, puede malograr para siempre el cumplimiento de sus ambiciones respecto a una persona que le interesa y, por el contrario, las salva precisamente por eso. Gilberta, bastante indiferente con las personas que estaban amables con ella, no dejaba de pensar con admiración en la insolente madame de Guermantes; no dejaba de preguntarse los motivos de esta insolencia, y hasta pensó una vez escribir a la duquesa —lo que habría hecho morir de vergüenza por ella a todos los que la querían un poco— preguntándole qué tenía contra una muchacha que no le había hecho nada. Los Guermantes habían tomado para ella unas proporciones que su nobleza no bastara a darles. Los ponía por encima no sólo de toda la nobleza, sino de todas las familias reales.

Algunos antiguos amigos de Swann se ocupaban mucho de Gilberta. En la aristocracia se supo la última herencia que acababa de recibir, y empezaron a observar que estaba muy bien educada y que sería una esposa encantadora. Se decía que una prima de madame de Guermantes, la princesa de Nievre, pensaba en ella para su hijo. Madame de Guermantes detestaba a madame de Nievre. Dijo a todo el mundo que semejante boda sería un escándalo. Madame de Nievre, asustada, aseguró que jamás había pensado en tal cosa. Un día, después de almorzar, como hacía bueno y monsieur de Guermantes tenía que salir con su mujer, madame de Guermantes se puso a colocarse el sombrero al espejo; sus ojos azules se miraban a sí mismos y miraban al cabello, rubio todavía; la doncella tenía en las manos varias sombrillas para que su señora eligiese. El sol entraba a raudales por la ventana y los Guermantes habían decidido aprovechar tan buen tiempo para ir a hacer una visita a Saint-Cloud. Monsieur de Guermantes, ya dispuesto, con guantes gris-perla y la chistera puesta, se decía: «Oriana está todavía verdaderamente estupenda. La encuentro deliciosa». Y viendo a su mujer bien dispuesta, dijo:

—A propósito, tenía que darte un recado de madame de Virelef. Quería pedirte que fueras el lunes a la ópera. Pero como va con ella la pequeña Swann no se atrevía, y me ha pedido que tantee el terreno. Yo no opino, me limito a transmitirte el recado. Bueno, creo que podríamos… —añadió evasivamente, pues, como su disposición hacia una persona era una disposición colectiva y nacía idéntica en cada uno de ellos, sabía por sí mismo que la hostilidad de su mujer hacia mademoiselle Swann había amainado y que tenía curiosidad por conocerla. Madame de Guermantes acabó de arreglarse el velo y eligió una sombrilla.

—Pero ¿qué quieres que me importe eso? No veo ningún inconveniente en que conozcamos a esa pequeña. Bien sabes que nunca tuve nada contra ella. Simplemente no quería que se dijera que recibíamos a los matrimonios desiguales de nuestros amigos. Nada más.

—Y tenías mucha razón —repuso el duque—. Es usted la prudencia en persona, señora, y además está usted encantadora con ese sombrero.

—Muy amable —dijo madame de Guermantes sonriendo a su marido y dirigiéndose hacia la puerta. Pero antes de subir al coche quiso darle algunas explicaciones más—: Ahora hay muchas personas que tratan a la madre; por lo demás tiene la buena idea de estar enferma las tres cuartas partes del año. Parece ser que la pequeña es muy simpática. Todo el mundo sabe que queríamos mucho a Swann. Les parecerá esto muy natural.

Y se dirigieron juntos a Saint-Cloud.

Pasado un mes, la hija de Swann, que no se llamaba todavía Forcheville, almorzaba en casa de los Guermantes. Se habló de mil cosas; al final del almuerzo, Gilberta dijo tímidamente:

—Creo que ustedes conocieron mucho a mi padre.

—Mucho —repuso madame de Guermantes en un tono melancólico que demostraba que comprendía la pena de la hija y con un exceso de intensidad deliberado que le daba el aspecto de disimular que no estaba segura de acordarse muy exactamente del padre—. Le conocimos mucho, le recuerdo muy bien. —Y claro que podía recordarle: había ido a verla casi todos los días durante veinticinco años—. Sé muy bien quién era, voy a decirle —añadió como si quisiera explicar a la hija a quién había confundido con su padre y dar a esta muchacha datos sobre él—: Era un gran amigo de mi suegra y también de mi cuñado Palamede.

—Venía también aquí, hasta almorzaba aquí —añadió monsieur de Guermantes por ostentación de modestia y escrúpulo de exactitud—. Recuerda, Oriana. ¡Qué excelente hombre era su padre de usted! ¡Cómo se notaba que debía de ser de una familia honrada! Además otra vez vi a sus padres, ¡buena gente, ellos y él!

Se notaba que si vivieran todavía, los padres y el hijo, el duque de Guermantes no habría dudado en recomendarlos para un puesto de jardineros.

Y así habla el Faubourg Saint-Germain a todo burgués de otros burgueses, bien sea por halagarle con la excepción, con el tiempo que pasan hablándole, en favor del interlocutor o de la interlocutora, o más bien, o al mismo tiempo, por humillarle. Así es como un antisemita, en el momento mismo en que abruman de afabilidades a un judío, le habla mal de los judíos, de una manera general que permite ofender sin ser grosero.

Pero madame de Guermantes, reina del momento, en el que sabía verdaderamente colmar de gentileza al invitado, en el que no podía decidirse a dejarle marcharse, era también esclava del momento. Swann había podido aveces, en la embriaguez de la conversación, dar a la duquesa la ilusión de que la quería; ahora ya no podía.

—Era encantador —dijo la duquesa con una sonrisa triste posando en Gilberta una mirada muy dulce que, a todo evento, en el caso de que aquella muchacha fuera sensible, le demostraría que la comprendía y que a madame de Guermantes, si estuviera sola con ella y si las circunstancias lo permitieran, le gustaría desvelar toda la profundidad de su sensibilidad. Pero monsieur de Guermantes, bien porque pensaba que precisamente las circunstancias se oponían a tales efusiones, bien porque considerase que toda exageración de sentimiento era cosa de mujeres y que en ella no tenían los hombres más que ver que en sus otras atribuciones, salvo en la cocina y en los vinos, que él se había reservado, con más luces que la duquesa, creyó oportuno no alimentar, mezclándose en ella, aquella conversación que escuchaba con visible impaciencia. Por lo demás, madame de Guermantes, pasado aquel acceso de sensibilidad, añadió con una frivolidad mundana, dirigiéndose a Gilberta:

—Verá, ahora recuerdo, era un gran amigo de mi cuñado Charlus, y también muy amigo de Voisenon (el castillo del príncipe de Guermantes) —y lo dijo no sólo como si el hecho de conocer a monsieur de Charlus y al príncipe hubiera sido para Swann una casualidad, como si el cuñado y el primo de la duquesa hubieran sido dos hombres con los que Swann trabó relaciones en una circunstancia cualquiera, cuando la verdad es que Swann se trataba con todas las personas de aquella misma sociedad, sino incluso como si madame de Guermantes quisiera explicarle a Gilberta quién era aproximadamente su padre, hacer que le «situara» por uno de esos detalles característicos con los cuales, cuando alguien quiere explicar el porqué de sus relaciones con una persona que no debía conocer, o por singularizar su relato, invoca el padrinazgo particular de cierta persona. En cuanto a Gilberta, le encantó que cayera la conversación, una conversación que precisamente estaba procurando cambiar, pues había heredado de Swann ese tacto exquisito con una finura de infinura de inteligencia que el duque y la duquesa reconocieron y apreciaron, pidiéndole que volviera pronto. Por otra parte, con esa minucia de las personas cuya vida carece de objeto iban percibiendo sucesivamente en sus nuevos conocidos las cualidades más sencillas, exclamando delante de ellas con el ingenuo asombro de un hombre de ciudad que descubre en el campo una brizna de hierba o, al contrario, exagerando las proporciones como con un microscopio, comentando sin fin, tomándola con los menores defectos y a veces alternativamente en una misma persona. En el caso de Gilberta, la perspicacia ociosa de monsieur y de madame de Guermantes empezó por fijarse en sus atractivos:

—¿Has visto su manera de decir ciertas palabras? —observó la duquesa cuando se marchó Gilberta—. Era completamente Swann, me parecía estar viéndole. —Eso mismo te iba a decir yo, Oriana.

—Es inteligente, el mismísimo estilo de su padre.

—A mí me parece hasta muy superior a él. Recuerda lo bien que contó esa historia de los baños de mar. Tiene una animación que Swann no tenía.

—¡Oh!, de todos modos era muy inteligente.

—Yo no digo que no fuera inteligente, lo que digo es que no era animado —replicó monsieur de Guermantes en un tono gimiente, pues la gota le ponía nervioso, y cuando no tenía otra persona a quien demostrar su mal humor, se lo manifestaba a la duquesa. Mas, incapaz de comprender bien las causas de su nerviosismo, prefería hacerse el in— comprendido.

Por estas buenas disposiciones del duque y de la duquesa, ahora, llegado el caso, le habrían dicho a veces un «su pobre padre» que no podía servir, pues, precisamente por aquella época, Forcheville había adoptado a la muchacha. Le llamaba «padre» a Forcheville, encantaba a las abuelas por su cortesía y su distinción y reconocían que, si Forcheville se había portado con ella admirablemente, la pequeña, por su parte, tenía mucho corazón y sabía recompensarle. Seguramente porque a veces quería y deseaba demostrar mucha naturalidad, procuró que yo la reconociera y habló delante de mí de su verdadero padre. Pero esto era una excepción y ya nadie se atrevía a pronunciar delante de ella el nombre de Swann.

Precisamente acababa yo de observar al entrar en el salón dos dibujos de Elstir que antes estaban relegados a un gabinete del piso alto, donde yo los había visto por casualidad. Elstir estaba ahora de moda. Madame de Guermantes no se consolaba de haber regalado tantos cuadros suyos a su prima, no porque estaban de moda, sino porque ahora le gustaban. Y es que la moda la hace el capricho de un conjunto de personas de las que los Guermantes son representativos. Pero la duquesa no podía pensar en comprar otros cuadros de Elstir, pues desde hacía algún tiempo habían llegado a unos precios desatinadamente altos. Como quería por lo menos tener algo de él en su salón, mandó bajar aquellos dos dibujos, diciendo que los prefería a su pintura. Gilberta reconoció aquella factura.

—Parecen de Elstir —dijo.

—Pues sí —contestó atolondradamente la duquesa—, precisamente fue su…, fueron unos amigos nuestros quienes nos los hicieron comprar. Son admirables. Para mi gusto, superiores a su pintura.

Yo, que no había oído este diálogo, me acerqué a mirar el dibujo.

—¡Ah!, es el Elstir que… —vi las señales desesperadas de madame de Guermantes—. ¡Ah!, sí, es el Elstir que yo admiraba en el piso de arriba. Está aquí mucho mejor que en aquel pasillo. A propósito de Elstir, ayer le nombré en un artículo del Le Figaro. ¿Lo ha leído?

—¿Ha escrito usted un artículo en Le Fígaro? —exclamó monsieur de Guermantes con la misma violencia que hubiera podido exclamar: «Pero es mi prima».

—Sí, ayer.

—¿En Le Figaro, está usted seguro? Me extrañaría mucho. Pues nosotros tenemos cada uno nuestro Figaro, y si se nos hubiera escapado a uno de nosotros, el otro lo habría visto. No había nada, ¿verdad, Oriana?

El duque mandó a buscar Le Figaro y sólo se rindió ante la evidencia, como si, hasta entonces, hubiera tenido más bien la probabilidad de que yo estuviera equivocado en cuanto al periódico en que había escrito.

—Pues no comprendo, ¿de modo que ha escrito usted un artículo en Le Figaro? —me dijo la duquesa, esforzándose por hablar de una cosa que no le interesaba—. ¡Pero vamos, Basin, ya leerás eso después!

—No, no, el duque está muy bien así con su gran barba sobre el periódico —dijo Gilberta—. Lo voy a leer en seguida que vuelva a casa.

—Sí, ahora que todo el mundo va afeitado, él lleva barba —dijo la duquesa—; nunca hace nada como los demás. Cuando nos casamos se afeitaba no sólo la barba, sino hasta el bigote. Los campesinos que no le conocían no creían que era francés. Entonces se llamaba príncipe de Laumes.

—¿Hay todavía un príncipe de Laumes? —preguntó Gilberta, interesada por todo lo que se refería a personas que durante tanto tiempo no habían querido saludarla.

—Pues no —contestó la duquesa con una mirada melancólica y tierna.

—¡Un título tan bonito! ¡Uno de los más bellos títulos de Francia! —comentó Gilberta, pues a la boca de algunas personas inteligentes asoma inevitablemente, cuando llega el momento, cierto tipo de trivialidades.

—Pues sí, yo también lo siento. Basin quisiera que el hijo de su hermana lo renovara, pero ya no es lo mismo. En el fondo podría ser, porque ya no es forzosamente el primogénito, puede pasar del primogénito al segundo. Le estaba diciendo que Basin se afeitaba entonces completamente; un día, en una excursión, ¿recuerdas, hijito —dijo a su marido—, en aquella excursión a Paray-le-Monial?, mi cuñado Charlus, que le gusta bastante hablar con los campesinos, les iba diciendo: «¿De dónde eres tú?», y como es muy generoso les daba algo, los convidaba a beber. Pues no hay nadie a la vez tan altivo y tan sencillo como Mémé. Lo mismo se niega a saludar a una duquesa a la que él no encuentra bastante duquesa que colma de atenciones al perrero. Entonces le dijo a Basin: «Anda, Basin, háblales tú también un poco». Mi marido, que no siempre es muy inventivo…

—Gracias Oriana —dijo el duque sin interrumpir la lectura de mi artículo, en la que estaba absorto.

—… Se fijó en un campesino y le repitió textualmente la pregunta de su hermano: «¿Y tú de dónde eres?». «Soy de Laumes». «¿Eres de Laumes? Pues entonces yo soy tu príncipe». El campesino miró la cara toda rasurada de Basin y le contestó: «No es verdad. Usted es un English».

En estos pequeños relatos de la duquesa se veían así surgir aquellos títulos eminentes, como el de príncipe de Laumes, en su verdadero lugar, en su estado antiguo y en su color local, como en ciertos libros de horas se ve la torre de Bourges en medio de la multitud de la época.

Trajeron unas tarjetas.

—No sé qué es lo que le pasa, no la conozco. Esto te lo debo a ti, Basin. Y no te han resultado tan bien esa clase de relaciones, mi pobre amigo —y dirigiéndose a Gilberta—: Ni siquiera podría explicarle quién es, seguro que ni siquiera la conozco, se llama lady Rufus Israel.

Gilberta enrojeció vivamente.

—No la conozco —dijo (lo que era falso, pues lady Israel, dos años antes de morir Swann, se había reconciliado con él y llamaba a Gilberta por su nombre de pila)—, pero sé muy bien, por otras personas, quién es la que usted quiere decir.

Me enteré de que una muchacha, por mala intención o por torpeza, le preguntó una vez el nombre de su padre, no el adoptivo, sino el verdadero, y ella, en su turbación y por cambiar un poco lo que tenía que decir, pronunció Svann en vez de Suann, dándose cuenta un poco más tarde de que este cambio era peyorativo, porque transformaba aquel nombre de origen inglés en un nombre alemán. E incluso añadió, rebajándose por elevarse: «Se han contado muchas cosas diferentes sobre mi nacimiento, yo no debo hacer caso de nada de eso». Por mucho que Gilberta hubiera debido avergonzarse en ciertos momentos, pensando en sus padres (pues la misma madame Swann representaba y era para ella una buena madre), de aquella manera de ver la vida, tenemos que pensar, desgraciadamente, que los elementos le venían sin duda de sus padres, pues no nos formamos nosotros mismos en todos nuestros componentes. Y a cierta cantidad de egoísmo que existe en la madre se añade un egoísmo diferente propio de la familia del padre, y añadir no siempre quiere decir sumar, ni siquiera sólo servir de múltiplo, sino crear un egoísmo nuevo, mucho más poderoso y temible. Y desde que el mundo existe, cuántas familias en las que hay un defecto bajo una forma emparentan con otras familias que tienen el mismo defecto en otra forma, lo que crea en el hijo una variedad particularmente completa y detestable, tomando tal poder los egoísmos acumulados (por no hablar aquí sino del egoísmo) que la humanidad entera quedaría destruida si del mismo mal no nacieran unas restricciones naturales capaces de reducirlo ajustas proporciones, análogas a las que impiden que la proliferación infinita de los infusorios destruya nuestro planeta, que la fecundación unasexuada de las plantas extinga el reino vegetal, etc. De vez en cuando viene a contrarrestar este egoísmo un poder nuevo y desinteresado. Las combinaciones en virtud de las cuales la química moral fija de este modo y hace inofensivos los elementos que iban siendo demasiado temibles son infinitas y darían a la historia de las familias una variedad apasionante. Por otra parte, con estos egoísmos acumulados, como los que debía haber en Gilberta, coexiste una u otra virtud encantadora de los padres que, en un momento dado, constituye ella sola un intermedio, desempeña su papel emocionante con una sinceridad perfecta. Desde luego, Gilberta no siempre llegaba tan lejos como cuando insinuaba que quizá era hija natural de algún gran personaje; pero generalmente disimulaba sus orígenes. Quizá le resultaba simplemente demasiado desagradable confesarlos y prefería que los supieran por otros. Acaso creía verdaderamente ocultarlos, con esa creencia incierta que, sin embargo, no es la duda, que reserva una posibilidad a lo que se desea y de la que Musset da un ejemplo cuando habla de la Esperanza en Dios.

—No la conozco personalmente —repitió Gilberta. Pero, haciéndose llamar mademoiselle de Forcheville, ¿tenía la esperanza de que ignorasen que era hija de Swann? La tenía quizá en cuanto a ciertas personas que, con el tiempo, esperaba que llegarían a ser casi todo el mundo. No debía de hacerse grandes ilusiones sobre su apellido actual, y seguramente sabía que muchas personas debían de murmurar: «Es la hija de Swann». Pero lo sabía sólo por esa misma ciencia que nos habla de gentes que se matan por miseria mientras nosotros vamos al baile. Es decir, una ciencia lejana y vaga, que no tenemos empeño en sustituir por un conocimiento más preciso debido a una impresión directa. Como la lejanía nos hace las cosas más pequeñas, más inciertas, menos peligrosas, Gilberta prefería no estar cerca de las personas en el momento en que estas descubrían que su nombre de nacimiento era Swann[23]. Y como estamos cerca de personas que nos imaginamos, como podemos imaginarnos a las gentes leyendo un periódico, Gilberta prefería que los periódicos la llamasen mademoiselle de Forcheville. Verdad es que, en los escritos de su personal y única responsabilidad, en sus cartas, cuidó por algún tiempo de la transición firmando G. S. Forcheville. En esta firma la verdadera hipocresía se manifestaba, más que por la supresión del resto de las letras del nombre de Swann, por la de las del nombre de Gilberta. En efecto, reduciendo el inocente nombre de pila a una simple G, mademoiselle de Forcheville parecía insinuar a sus amigos que la amputación aplicada al apellido de Swann se debía a motivos de abreviación. Y hasta daba especial importancia a la S, haciendo en ella una especie de larga cola que venía a cruzar la G, pero se la notaba transitoria y destinada a desaparecer, como la que, todavía larga en el mono, no existe ya en el hombre.

A pesar de esto, había en su snobismo algo de la inteligente curiosidad de Swann. Recuerdo que aquella tarde preguntó a madame de Guermantes si no podría ella conocer a monsieur du Lau, y como la duquesa contestara que estaba enfermo y no salía, Gilberta preguntó cómo seguía, pues —añadió sonrojándose ligeramente— había oído hablar mucho de él. (El marqués de Lau fue, en efecto, uno de los amigos más íntimos de Swann antes del casamiento de este, y aun es posible que Gilberta lo divisara alguna vez, pero cuando ella no se interesaba por aquella sociedad).

—¿Podrían decirme algo de esto monsieur de Bréauté o el príncipe de Agrigente? —preguntó.

—¡En absoluto! —exclamó madame de Guermantes que tenía un sentimiento muy agudo de esas diferencias provincianas y hacía retratos sobrios, pero animados por su voz dorada y ronca, bajo la dulce floración de sus ojos de violeta—. No, en absoluto. Du Lau era el noble del Périgord, encantador, con todas las bellas maneras y toda la soltura de su provincia. En Guermantes, cuando estaba el rey de Inglaterra, del que Du Lau era muy amigo, había una merienda después de la cacería; era la hora en que Du Lau tenía la costumbre de ir a quitarse las botas y ponerse unas gruesas zapatillas de lana. Pues bien, la presencia del rey Eduardo y de todos los grandes duques no le cortaba en absoluto, y bajaba al gran salón de Guermantes con sus zapatillas de lana. Pensaba que él era el marqués de Lau d’Allemans, que no tenía que contenerse en nada por el rey de Inglaterra. Él y aquel encantador Cuasimodo de Breteuil eran los dos que yo más quería. Y eran muy amigos de… —iba a decir de su padre y se paró en seco—. No, eso no tiene ninguna relación ni con Gri-Gri ni con Bréauté. Es el verdadero gran señor del Périgord. Mémé cita una página de Saint-Simon sobre un marqués de Allemans; es exacto.

Yo cité las primeras palabras del retrato: «Monsieur d’Allemans, que era un hombre muy distinguido entre la nobleza del Périgord, por la suya y por su mérito, y donde todo el que vivía allí le consideraba un árbitro general a quien todo el mundo recurría por su probidad, su capacidad y la dulzura de sus maneras, y un gallo de provincias…».

—Sí, algo así es —dijo madame de Guermantes—, y además Du Lau fue siempre rojo como un gallo.

—Sí, recuerdo haber oído citar ese retrato —dijo Gilberta sin añadir que se lo había oído a su padre, el cual era, en efecto, gran admirador de Saint-Simon.

Le gustaba también por otra razón oír hablar del príncipe de Agrigente y de monsieur de Bréauté. El príncipe de Agrigente lo era por herencia de la casa de Aragón, pero su señorío es del Poitou. En cuanto a su castillo, al menos el castillo en que vivía, no era de su familia, sino de la familia de un primer marido de su madre, y estaba situado aproximadamente a igual distancia de Martinville y de Guermantes. Por eso Gilberta hablaba de él y de monsieur de Bréauté como de los vecinos de campo que le recordaban su vieja provincia. Materialmente había en estas palabras una parte de mentira, pues a monsieur de Bréauté lo conoció en París, por la condesa de Molé, aunque era antiguo amigo de su padre. En cuanto al placer de hablar de los alrededores de Tansonville, podía ser sincera. En ciertas personas, el snobismo es como ciertos brebajes agradables que llevan mezcladas sustancias útiles. A Gilberta le interesaba esta o la otra mujer elegante porque tenía unos libros soberbios y unos Nattiers que mi antigua amiga seguramente no hubiera ido a ver a la Biblioteca Nacional y al Louvre, y me figuro que, a pesar de la proximidad aún mayor, la influencia atrayente de Tansonville habría actuado en Gilberta más con relación a madame Sazerat o madame Goupil que con relación a monsieur d’Agrigente.

—¡Oh, pobre Babal y pobre Gri-Gri! —dijo madame de Guermantes—, están más enfermos que Du Lau, mucho me temo que no duren mucho ni el uno ni el otro.

Cuando monsieur de Guermantes terminó de leer mi artículo, me dirigió unas felicitaciones, por lo demás bastante mitigadas. No le gustaba la forma poco original de aquel estilo en el que había «ampulosidad, metáforas como en la prosa pasada de moda de Chateaubriand»; en cambio me felicitó sin reservas por «ocuparme en algo»:

—Me gusta que se haga algo con los diez dedos. No me gustan los inútiles que están siempre haciéndose los importantes o los atareados. ¡Estúpida ralea!

Gilberta, que iba adquiriendo con gran rapidez las maneras del gran mundo, dijo que iba a estar muy orgullosa de decir que era amiga de un escritor.

—Figúrese cómo voy a decir que tengo el gusto, el honor de conocerle.

—¿No quiere venir con nosotros mañana a la ópera Cómica? —me dijo la duquesa, y pensé que seguramente sería a aquel mismo palco donde la vi la primera vez y que entonces me pareció inaccesible como el reino submarino de las nereidas. Pero contesté con voz triste:

—No, no voy al teatro, he perdido a una amiga a la que quería mucho.

Casi tenía lágrimas en los ojos, pero, sin embargo, por primera vez me daba cierto placer hablar de ella. Fue a partir de aquel momento cuando empecé a escribir a todo el mundo que acababa de sufrir un gran dolor, y cuando comencé a dejar de sentirlo.

Cuando Gilberta se marchó, madame de Guermantes me dijo:

—No comprendió usted las señales que le hice, era para que no hablara de Swann —y como yo me disculpara—: No, si le comprendo muy bien; yo misma estuve a punto de nombrarle, me contuve por un pelo, es espantoso, menos mal que me detuve a tiempo. Es muy fastidioso, Basin —le dijo a su marido para atenuar un poco mi falta aparentando creer que yo había obedecido a una propensión común a todos y a la que era muy difícil resistir.

—¿Qué quieres que le haga yo? —replicó el duque—. No tienes más que decir que vuelvan esos dibujos arriba, puesto que hacen pensar en Swann. Si no se piensa en Swann, no se habla de él.

Al día siguiente recibí dos cartas de felicitación que me sorprendieron mucho, una de madame Goupil, una señora de Combray a la que no había visto desde hacía muchos años y a la que, en el mismo Combray, no le había dirigido la palabra ni tres veces. Un salón de lectura le había enviado Le Figaro. De modo que, cuando nos ocurre en la vida algo que tiene alguna resonancia, nos llegan noticias de personas situadas tan lejos de nuestras relaciones y cuyo recuerdo es ya tan antiguo que esas personas parecen situadas a gran distancia, sobre todo en el sentido de la profundidad. Una amistad de colegio olvidada, y que ha tenido veinte ocasiones de acordarse de nosotros, nos da señales de vida, por lo demás no sin compensación. Así, por ejemplo, Bloch, cuya opinión sobre mi artículo tanto me hubiera interesado, no me escribió. Verdad es que había leído mi artículo y me lo llegó a confesar más tarde, pero por carambola. Pasados unos años, escribió él mismo un artículo en Le Figaro y quiso hacerme saber inmediatamente el acontecimiento. Como le llegara a su vez lo que consideraba un privilegio, cesó la envidia que le había hecho fingir ignorar mi artículo, y, como un compresor que se levanta, me habló de él, y de manera muy diferente a como él deseaba que yo le hablara del suyo: «Supe que también tú —me dijo— publicaste un artículo. Pero me pareció que no debía hablarte de él por no serte desagradable, pues no se debe hablar a los amigos de las cosas humillantes que les ocurren. Y no hay duda de que lo es escribir en el periódico del sable y del hisopo, de los five o’clock, sin olvidar la pila de agua bendita». Su carácter seguía siendo el mismo, pero su estilo era menos preciosista, como les ocurre a ciertos escritores que abandonan el manierismo cuando, no haciendo ya poemas simbolistas, escriben novelas folletinescas.

Para consolarme de su silencio, volví a leer la carta de madame Goupil; pero era una carta sin calor, pues, aunque la aristocracia tiene ciertas fórmulas que levantan una empalizada, entre ellas, entre el «Monsieur» del principio y el «suyo afectísimo» del final, pueden brotar, como flores, exclamaciones de alegría, de admiración, puede colgar de la empalizada el perfume embriagador de las enredaderas. Pero el convencionalismo burgués apresa el interior mismo de las cartas en una red de «su merecido éxito», a lo sumo «su gran éxito». Las cuñadas, fieles a la educación recibida y envaradas en su jubón como Dios manda, creen caer en la desgracia o en el entusiasmo si escriben: «Mis cariñosos recuerdos». «Mamá se une a mí», es un superlativo con el que rara vez se dignan favorecernos. Recibí otra carta además de la de madame Goupil, pero el nombre Sanilon me era desconocido. Era un estilo popular, un lenguaje encantador, sentí muchísimo no poder descubrir quién me había escrito.

Dos días después tuve la satisfacción de saber que Bergotte era un gran admirador de mi artículo, que no había podido leerlo sin envidia. Pero al cabo de un momento se disipó mi alegría. En efecto, Bergotte no me escribió absolutamente nada. Me pregunté si siquiera le había gustado el artículo, temiendo que no. A esta pregunta que me hacía a mí mismo me contestó madame de Forcheville que Bergotte lo admiraba mucho, que le parecía de un gran escritor. Pero esto me lo dijo madame Forcheville estando yo dormido: era un sueño. A las preguntas que nos hacemos contestan casi todos con afirmaciones completas, puestas en escena con varios personajes, pero sin consecuencias.

En cuanto a mademoiselle de Forcheville, no podía menos de pensar en ella con desolación. Cómo era posible, una hija de Swann, a la que tanto deseara este ver en casa de los Guermantes, que habían negado a su gran amigo aquella alegría de recibirla y luego la buscaron espontáneamente, pasando el tiempo que renueva para nosotros, que insufla otra personalidad, según lo que se dice de ellos, a los seres que no hemos visto desde hace mucho tiempo, desde que nosotros mismos hemos cambiado de piel y adquirido otros gustos. Mas cuando Swann decía a veces a aquella hija, abrazándola y besándola: «Es bueno, querida mía, tener una hija como tú; un día, cuando yo ya no esté, si se habla aún de tu pobre papá, será sólo contigo y por causa tuya», Swann, poniendo así en su hija para después de su propia muerte una temerosa y ansiosa esperanza de supervivencia, se equivocaba como se equivoca el viejo banquero que, al hacer testamento a favor de una bailarina que es su querida y que tiene un continente muy digno se dice que no es para ella más que un gran amigo, pero que ella permanecerá fiel a su recuerdo. Un continente muy digno, pero tocando con el pie debajo de la mesa a los amigos del viejo banquero que le gustaban, mas todo esto muy disimulado, con excelentes apariencias. Se pondrá luto por el excelente hombre, se sentirá liberada de él, gozará no sólo del dinero líquido, sino de las propiedades, de los automóviles que le ha dejado, dejará que se vaya borrando el nombre del antiguo propietario que le causaba un poco de vergüenza, y nunca asociará al goce de la donación la añoranza del donante. Quizá las ilusiones del amor paterno no son menores que las del otro; para muchas muchachas, su padre no es más que el viejo que les deja su fortuna. La presencia de Gilberta en un salón, en vez de ser un motivo para que todavía se hablara de su padre alguna vez, era un obstáculo para que se aprovecharan los, cada vez más raros, que pudieran presentarse para hacerlo. Incluso a propósito de las frases que él había dicho, de los objetos que él había regalado, se tomó la costumbre de no aludir a ellas o a ellos, y resultó que la que hubiera debido rejuvenecer, ya que no perpetuar su memoria, apresuró y consumó la obra de la muerte y del olvido.

Y esta obra del olvido no la consumaba Gilberta solamente con respecto a Swann: había acelerado en mí esa obra del olvido con respecto a Albertina. Bajo la acción del deseo, a consecuencia del deseo de felicidad que Gilberta provocó en mí durante las horas en que creí que era otra y no ella, se esfumaron en mí cierto número de sufrimientos, de preocupaciones dolorosas que todavía poco antes me embargaban el pensamiento, llevándose con ellos todo un bloque de recuerdos, probablemente desmoronados desde hacía mucho tiempo y precarios. Pues si bien muchos recuerdos unidos a ella contribuyeron al principio a mantener en mí el pesar de su muerte, recíprocamente el pesar mismo había fijado los recuerdos. De suerte que la modificación de mi estado sentimental, preparada sin duda oscuramente día tras día por las continuas disgregaciones del olvido, pero realizada bruscamente en su conjunto, me dio aquella impresión, que recuerdo haber sentido aquel día por primera vez, de vacío, de supresión en mí de toda una parte de mis asociaciones de ideas, que experimenta un hombre al que se le ha roto una arteria cerebral gastada ya desde hacía tiempo y en el que queda inhibida y paralizada una parte de la memoria[24].

La desaparición de mi sufrimiento, y de todo lo que llevaba consigo, me dejaba disminuido como suele dejarnos una enfermedad que ocupaba en nuestra vida un lugar importante. Si el amor no es eterno, seguramente es porque los recuerdos no siguen siendo siempre verdaderos y porque la vida está hecha de la perpetua renovación de las células. Pero, en cuanto a los recuerdos, esta renovación la retarda, sin embargo, la atención que detiene, que fija por un momento lo que tiene que cambiar. Y como con la pena ocurre como con el deseo de mujeres, que crece al pensar en él, tener mucho que hacer haría más fácil, lo mismo que la castidad, el olvido.

En virtud de otra reacción, si, de todos modos, es el tiempo el que trae progresivamente el olvido (aunque la distracción —el deseo de mademoiselle de Forcheville— me hiciera de pronto efectivo y sensible el olvido), no deja, por otra parte, el olvido de alterar profundamente la noción del tiempo. En el tiempo hay errores ópticos como los hay en el espacio. La persistencia en mí de una antigua veleidad de trabajar, de recuperar el tiempo perdido, de cambiar de vida, o más bien de empezar a vivir, me daba la ilusión de que seguía siendo joven; sin embargo, en el recuerdo, todos los acontecimientos que se habían sucedido en mi vida —y también los que se habían sucedido en mi corazón, pues, cuando se ha cambiado mucho, nos inclinamos a suponer que hemos vivido más tiempo— en el transcurso de los últimos meses de la existencia de Albertina, hicieron que a mí me parecieran más largos de un año, y ahora aquel olvido de tantas cosas, separándome de acontecimientos muy recientes por espacios vacíos que los hacían parecer antiguos, porque había tenido lo que se llama «tiempo» de olvidarlos, era su interpolación, fragmentada, irregular, en medio de mi memoria —como una bruma espesa sobre el océano y que suprime los puntos de referencia de las cosas— la que trastornaba, la que dislocaba mi sentido de las distancias en el tiempo, contraídas aquí, distendidas allá, y me hacía creerme mucho más lejos o mucho más cerca de las cosas de lo que estaba en realidad. Y como en los nuevos espacios, aún no recorridos, que se extendían ante mí, ya no quedarían trazas de mi amor a Albertina, como ya no quedaban, en el tiempo perdido que acababa de atravesar, de mi amor por mi abuela —ofreciendo una sucesión de períodos, bajo los cuales, después de cierto intervalo, no subsistía nada de lo que sostenía el anterior ni tampoco en el siguiente—, mi vida me pareció algo tan desprovisto del soporte de un yo individual idéntico y permanente, algo tan inútil en el futuro como largo en el pasado, algo que la muerte podría cortar aquí o allá, sin concluirlo en modo alguno, como esos cursos de historia de Francia que en retórica se cortan indiferentemente, según el capricho de los programas o de los profesores, en la revolución de 1830, en la de 1848 o al final del Segundo Imperio.

Acaso la fatiga y la tristeza que sentí procedían, más que de haber amado inútilmente lo que ya estaba olvidando, de empezar a complacerme en nuevos seres vivos, simplemente en personas del gran mundo, en amigos de los Guermantes, tan poco interesantes en sí mismos. Quizá me consolaba más fácilmente comprobar que la que yo había amado no era ya, pasado cierto tiempo, más que un pálido recuerdo que volver a encontrar en mí esa vana actividad que nos hace perder el tiempo en tapizar nuestra vida con una vegetación humana vivaz pero parásita, que también pasará a no ser nada cuando muera, que ya es ajena a todo lo que hemos conocido y a la que, sin embargo, intenta agradar nuestra senilidad charlatana, melancólica y coqueta. Había hecho su aparición en mí el nuevo ser que soportaba fácilmente vivir sin Albertina, puesto que había podido hablar de ella en casa de los Guermantes con palabras afligidas, sin sufrimiento profundo. La posible llegada de estos nuevos yos que deberían llevar otro nombre distinto del anterior me había asustado siempre, por su indiferencia a lo que yo amaba: en otro tiempo, cuando, a propósito de Gilberta, su padre me decía que si yo iba a vivir a Oceanía ya no querría volver, muy recientemente, cuando tanto me dolió leer las memorias de un escritor mediocre que, separado de por vida de una mujer a la que había adorado de joven, de viejo la volvía a encontrar sin emoción, sin deseo de volver a verla. Y, en cambio, ese ser tan temido, tan benéfico y que no era otro que uno de esos yos de recambio que el destino tiene en reserva para nosotros, y, que sin escuchar ya nuestros ruegos más que los escuchara un médico clarividente y, como tal, autoritario, me traía con el olvido una supresión casi completa del sufrimiento, una posibilidad de bienestar, que, como el médico, sustituye, a pesar nuestro, con una intervención oportuna, al yo verdaderamente demasiado maltrecho. Por lo demás, ese recambio lo realiza de vez en cuando, como el uso y la reparación de los tejidos, pero sólo nos damos cuenta cuando en el antiguo había un gran dolor, un cuerpo extraño e hiriente, que no echamos de menos en nuestro asombrado gozo de ser otro, un otro para el que el sufrimiento de su antecesor ya no es más que el sufrimiento ajeno, del que se puede hablar con pasión porque no se siente. Y hasta nos es indiferente haber pasado por tantos sufrimientos, pues sólo confusamente recordamos haberlos padecido. Análogamente, es posible que nuestras pesadillas nocturnas sean terribles, pero al despertar somos otra persona a la que le importa muy poco que aquella a la que sucede tuviera que huir, durmiendo, de los asesinos.

Desde luego, este yo conservaba todavía algún contacto con el antiguo, como un amigo, indiferente a un duelo, habla, sin embargo, a las personas presentes con la tristeza debida, y vuelve de vez en cuando a la habitación en que el viudo que le ha encargado de recibir por él sigue sollozando.

Yo sollozaba todavía cuando, por un momento, volvía a ser el antiguo amigo de Albertina. Pero tendía a pasar entero a un nuevo personaje. Si nuestro afecto a los muertos se va debilitando, no es porque ellos se hayan muerto, sino porque morimos nosotros mismos. Albertina no tenía nada que reprochar a su amigo. El que usurpaba el nombre de este no era más que su heredero. No podemos ser fieles sino a aquello de que nos acordamos, y no nos acordamos más que de lo que hemos conocido. Mi nuevo yo, mientras iba creciendo a la sombra del antiguo, le había oído a menudo hablar de Albertina; a través de él, a través de los relatos que de él recogía, creía conocerla, le era simpática, la amaba; pero no era más que un cariño de segunda mano.

Otra persona en quien el olvido de Albertina se produjo probablemente con mayor rapidez en aquella época y que, de rechazo, me permitió darme cuenta un poco más tarde de un nuevo progreso que esta obra hiciera en mí (y este es mi recuerdo de una segunda etapa antes del olvido definitivo) fue Andrea. En efecto, no puedo menos de considerar el olvido de Albertina como causa, si no única, ni siquiera principal, al menos como causa condicionante y necesaria de una conversación que Andrea tuvo conmigo unos seis meses después de la que ya conté, y en la que sus palabras fueron tan diferentes de las que me dijo la primera vez. Recuerdo que fue en mi cuarto, porque en aquel momento me complacía en unas semirrelaciones carnales con ella, debido al lado colectivo que hubo en los comienzos y que ahora reanudaba mi amor por las muchachas de la pandilla, tanto tiempo indiviso entre ellas, asociado únicamente a la persona de Albertina sólo un momento, durante los últimos meses que precedieron y siguieron a su muerte. Estábamos en mi cuarto también por otra razón que me permite situar muy exactamente aquella conversación. Y es que me habían expulsado del resto de la casa porque era el cumpleaños de mamá. Había estado en dudas de ir o no a casa de madame Sazerat. Pero como, incluso en Combray, madame Sazerat se las arreglaba siempre para invitarle a uno con personas aburridas, mamá, segura de que no iba a divertirse, contó que podría volver pronto sin perder ningún gusto. Y, en efecto, volvió pronto y sin pesar, pues en casa de madame Sazerat no había más que personas aburridísimas, ya congeladas por la voz especial que madame Sazerat adoptaba cuando tenía gente, lo que mamá llamaba su voz del miércoles. A pesar de todo, mi madre la quería, la compadecía por su infortunio —resultado de las andanzas de su padre, arruinado por la duquesa de X infortunio que la obligaba a vivir casi todo el año en Combray, con unas semanas en casa de su prima en París y un gran «viaje de recreo» cada diez años.

Recuerdo que la víspera, a mi ruego repetido desde hacía meses, y porque la princesa la reclamaba siempre, había ido a ver a la princesa de Parma, que no hacía visitas, y ni siquiera se las hacían, pues se contentaban con la costumbre de dejarle tarjeta, pero que había insistido para que mi madre fuera a verla, porque el protocolo impedía que ella viniera a nuestra casa. Mi madre volvió muy descontenta: «Me has hecho hacer una tontería —me dijo—, la princesa de Parma apenas me ha saludado, se volvió hacia las damas con las que estaba hablando sin ocuparse de mí, y a los diez minutos, como no me había dirigido la palabra, me marché sin que siquiera me tendiera la mano. Yo estaba muy fastidiada. En cambio, cuando me iba, me encontré en la puerta con la duquesa de Guermantes, que estuvo muy atenta conmigo y me habló mucho de ti. ¡Qué idea más extraña la tuya hablar de Albertina! Me contó que le hablas dicho que su muerte era un gran dolor para ti. —(Sí que se lo había dicho a la duquesa, pero ni siquiera me acordaba, y apenas había insistido en ello. Pero las personas más distraídas suelen prestar una rara atención a unas palabras que dejamos caer, que nos parecen muy naturales y que suscitan profundamente su curiosidad.)— Pero nunca jamás volveré a casa de la princesa de Parma. Me has hecho hacer una tontería».

Al día siguiente, cumpleaños de mi madre, fue a verme Andrea. No disponía de mucho tiempo, pues tenía que ir a buscar a Gisela, con la que le interesaba mucho ir a comer. «Conozco sus defectos, pero, a pesar de todo, es mi mejor amiga y la persona que más quiero», me dijo. Y hasta pareció asustarse ante la idea de que yo pudiera proponerle ir a comer con ellas. Tenía avidez por los seres, y un tercero que la conociera demasiado bien, como yo, la impedía entregarse y, en consecuencia, gustar con ellos un placer completo.

Verdad es que cuando llegó yo no estaba en casa; me esperó y, cuando me disponía a pasar por mi pequeño salón para ir a verla, me di cuenta, al oír una voz, de que había otra visita para mí. Con la prisa de ver a Andrea, que estaba en mi cuarto, y sin saber quién era la otra persona, y a la que, al parecer, no conocía, puesto que la habían pasado a otra habitación, escuché un momento a la puerta del saloncito; pues mi visitante hablaba, no estaba solo; hablaba a una mujer: «¡Oh, querida, está en mi corazón!», le canturreaba, citando los versos de Armand Silvestre. «Sí, serás siempre querida, a pesar de todo lo que hayas podido hacer»:

Les morts dorment en paix dans le sein de la terre.

Ainsi doivent dormir nos sentiments éteints.

Ces reliques du coeur ont aussi leur poussiére;

Sur leurs restes sacrés ne portons pas les mains.[25]

Es un poco anticuado, pero ¡qué bonito! Y también lo que hubiera podido decirte desde el primer día:

Tu les feras pleurer, enfant belle et chérie…[26]

Pero ¿no conoces esto?

… Tous ces bambins, hommes futurs,

Qui plus tard suspendront leur jeune rêverie

Aux cils câlins de tes yeux purs.[27]

¡Ah!, por un momento creí poder decirme:

Le premier soir qu’il vint ici.

De fierté je n’eus plus souci.

Je lui disais: «Tu m’aimeras,

Aussi longtemps que tu pourras».

Je ne dormais bien qu’en ses bras.[28]

Curioso por saber, aunque tuviese que retrasar un momento mi urgente visita a Andrea, a qué mujer se dirigía aquel diluvio de poemas, abrí la puerta. Se los recitaba monsieur de Charlus a un militar, en el que reconocí en seguida a Morel y que se marchaba para hacer sus trece días. Ya no estaba bien con monsieur de Charlus, pero le veía de vez en cuando para pedirle un favor. Monsieur de Charlus, que habitualmente daba al amor una forma más viril, tenía también sus languideces. Además, en su infancia, para poder comprender y sentir los versos de los poetas, había tenido que suponerlos dirigidos no a una bella infiel, sino a un muchacho. Les dejé lo más pronto que pude, aunque me daba cuenta de que hacer visitas con Morel era una inmensa satisfacción para monsieur de Charlus, al que esto le daba por un momento la ilusión de haberse vuelto a casar. Y además aunaba en sí el snobismo de las reinas con el de los criados.

El recuerdo de Albertina se había tornado en mí tan fragmentario que ya no me producía tristeza y no era más que una transición a nuevos deseos, como un acorde que prepara cambios de armonía. Y apartaba toda idea de capricho sensual y pasajero, en tanto seguía todavía fiel al recuerdo de Albertina, hasta era más dichoso teniendo junto a mí a Andrea de lo que lo hubiera sido encontrando de nuevo, milagrosamente, a Albertina. Pues Andrea podía decirme sobre Albertina más cosas de las que me había dicho la misma Albertina. Ahora bien, los problemas relativos a Albertina seguían en mi espíritu, mientras que mi cariño por ella, tanto físico como moral, había desaparecido ya. Y mi deseo de conocer su vida, como había disminuido menos, era ahora comparativamente más grande que la necesidad de su presencia. Por otra parte, la idea de que una mujer había tenido quizá relaciones con Albertina ya no me inspiraba el deseo de tenerlas yo con esa mujer. Se lo dije a Andrea a la vez que la acariciaba. Entonces, sin cuidarse lo más mínimo de poner sus palabras de acuerdo con las de hacía unos meses, Andrea me dijo medio sonriendo: «¡Ah!, sí, pero tú eres un hombre, de modo que no podemos hacer juntos exactamente lo mismo que yo hacía con Albertina». Y, bien porque ella pensara que esto incitaba mi deseo (con la esperanza de confidencias le dije en otro tiempo que me gustaría tener relaciones con una mujer que las hubiera tenido con Albertina), o mi contrariedad, o acaso destruyera un sentimiento de superioridad sobre ella que Andrea pudiera creer que yo tenía por haber sido el único que sostuvo relaciones con Albertina: «Hemos pasado las dos juntas muy buenos ratos; era tan cariñosa, tan apasionada. Pero no lo pasaba bien sólo conmigo. Conoció en casa de madame Verdurin a un muchacho muy guapo que se llamaba Morel. Se entendieron en seguida. Morel se encargaba —con el permiso de Albertina, para divertirse también él, pues le gustaban las pequeñas novicias, y, después de ponerlas en el mal camino, dejarlas—, se encargaba de conquistar a pescaderas jóvenes de una playa lejana, o a pequeñas lavanderas, que se enamoriscaban de un muchacho, pero no hubiesen respondido a las insinuaciones de una muchacha. Cuando tenía a la jovencita bajo su dominio, la llevaba a un lugar bien seguro y la dejaba en manos de Albertina. Por miedo de perder a aquel Morel, que además intervenía en la cosa, la pequeña obedecía siempre, y de todos modos le perdía, pues Morel, por miedo a las consecuencias y también porque le bastaba una vez o dos, desaparecía dejando una dirección falsa. Una vez llegó a llevar a una, al mismo tiempo que a Albertina, a una casa de mujeres de Couliville, donde la tomaron cuatro o cinco a la vez o sucesivamente. Era su pasión y también la de Albertina. Pero Albertina tenía después unos remordimientos horribles. Yo creo que en tu casa dominó su pasión e iba aplazando de día en día el entregarse a ella. Además te quería tanto que tenía escrúpulos. Pero era seguro que si algún día te dejaba volvería a empezar. Sólo que, después de dejarte, si volvía a entregarse a aquel furioso deseo, creo que los remordimientos eran luego mucho más grandes. Albertina esperaba que tú la salvarías, que te casarías con ella. En el fondo, sentía que aquello era una especie de locura criminal, y muchas veces pensé que quizá, después de provocar un suicidio en una familia, se dio muerte ella misma. Tengo que confesar que, muy al principio de su estancia en tu casa, no renunció del todo a sus juegos conmigo. Había días en que parecía necesitarlos, tanto que una vez, con lo fácil que hubiera sido fuera, no se resignó a decirme adiós sin tenderme a su lado, en tu casa. No tuvimos suerte, por poco nos cogen. Albertina aprovechó una salida de Francisca a un recado y que tú no habías vuelto. Entonces apagó todas las luces para que, cuando tú abrieras con tu llave, perdieras un poco de tiempo antes de encontrar el conmutador, y no cerró la puerta de su cuarto. Te oímos subir y sólo me dio tiempo para arreglarme y bajar. Precipitación inútil, pues, por una casualidad increíble, habías olvidado la llave y tuviste que llamar. Pero no perdimos la cabeza; para disimular nuestro azoramiento, a las dos, sin haber podido consultarnos, se nos ocurrió la misma idea: hacer como que nos molestaba el olor de las celindas, cuando la verdad es que nos encantaba. Tú traías una larga rama de este arbusto, y eso me permitió volver la cabeza y ocultar mi turbación. Y, con una torpeza absurda, te dije que quizá había subido ya Francisca y podría abrir, cuando un segundo antes te había dicho que acabábamos de llegar de paseo y que, cuando llegamos, Francisca no había bajado todavía (lo que era verdad). Pero lo malo fue haber apagado la luz —creyendo que tenías la llave—, porque tuvimos miedo de que, cuando subieras de nuevo, la vieras otra vez encendida; o por lo menos vacilamos demasiado. Y Albertina no pudo cerrar un ojo en tres noches, porque tenía miedo de que tú desconfiaras y le preguntaras a Francisca por qué no había encendido antes de salir. Pues Albertina te temía mucho, y a veces decía que eras pérfido, malo, que en el fondo la odiabas. Pasados tres días comprendió, por tu tranquilidad, que no se te había ocurrido la idea de preguntar a Francisca, y así pudo recuperar el sueño. Pero nunca más reanudó sus relaciones conmigo, no sé si por miedo o por remordimiento, pues decía que te quería mucho, o quizá amara a algún otro. En todo caso, nunca más se pudo hablar de celindas delante de ella sin que se pusiera roja como la púrpura y se pasara la mano por la cara pensando disimular así el sonrojo».

Hay desgracias, como hay venturas, que llegan demasiado tarde y no alcanzan en nosotros toda la importancia que habrían tenido algún tiempo antes. Tal ocurrió con la desgracia que era para mí la terrible revelación de Andrea. Ocurre que, incluso cuando malas noticias deben entristecernos, en la distracción, en el juego equilibrado de la conversación, pasan ante nosotros sin detenerse, y nosotros, preocupados por mil cosas que hemos de contestar, transformados en otro por el deseo de agradar a las personas presentes, protegidos durante unos momentos en ese nuevo ciclo contra los afectos, los sufrimientos que hemos dejado para entrar aquí y que volvemos a encontrar una vez roto el breve encanto, no tenemos tiempo de acogerlos. Sin embargo, si esos afectos, si esos sufrimientos son demasiado predominantes, entramos siempre distraídos en la zona de un mundo nuevo momentáneo, donde, demasiado fieles al sufrimiento, no podemos ser otro; entonces las palabras se ponen inmediatamente en relación con nuestro corazón, que no ha quedado al margen. Pero, desde hacía algún tiempo, las palabras sobre Albertina, como un veneno evaporado, habían perdido su poder tóxico. La distancia era ya demasiado grande; como un paseante que al ver en la tarde un cuarto creciente brumoso se dice que aquello es la inmensa luna, me decía yo: «¡Pero aquella verdad que tanto busqué, que tanto temí, es solamente estas pocas palabras dichas en una conversación, en las que ni siquiera se puede pensar completamente, porque no se está solo!». Además me cogía verdaderamente desprevenido, me había cansado mucho con Andrea. Verdaderamente, hubiera querido tener más fuerzas que dedicar a una verdad como aquella; me resultaba ajena, pero es que no le había encontrado aún un sitio en mi corazón. Quisiéramos que la verdad nos fuera revelada con signos nuevos, no con una frase, con una frase parecida a las que nos hemos dicho tantas veces. La costumbre de pensar impide a veces sentir la realidad, inmuniza contra ella, hace que parezca todavía pensamiento. No hay una idea que no lleve en sí misma su posible refutación, no hay palabra que no lleve en sí la palabra contraria.

En todo caso, ahora se trataba, si era cierto, de toda esa inútil verdad sobre la vida de una amante que ya no existe y que asciende de las profundidades, que aparece una vez que ya no podemos hacer nada con ella. Entonces (pensando seguramente en alguna otra a la que ahora amamos y con la que podría ocurrir lo mismo, pues de la ya olvidada no nos preocupamos), quedamos desolados. Pensamos: «¡Si la que vive pudiera comprender todo esto y cuando muera supiera yo todo lo que me oculta!». Pero es un círculo vicioso. Si hubiera estado en mi mano que Albertina viviera, yo habría hecho que Andrea no me revelara nada. Es un poco como el eterno «verás cuando ya no te quiera», tan verdadero y tan absurdo, porque, en efecto, no amando ya, obtendremos mucho más, pero no nos preocuparíamos de obtenerlo. Hasta es enteramente lo mismo. Pues la mujer que volvemos a ver cuando ya no la amamos, si nos lo dice todo, es que, en realidad, ya no es ella, o que ya no somos nosotros: el ser que amaba ya no existe. También aquí está la muerte que ha pasado, que lo ha hecho todo fácil y todo inútil. Yo hacía estas reflexiones poniéndome en la hipótesis de que Andrea decía la verdad —lo que era posible—, movida a la sinceridad hacia mí precisamente porque ahora tenía relaciones conmigo, por aquel lado Saint-André-des-Champs que al principio tuvo conmigo Albertina. La ayudaba en este caso el hecho de que ya no temía a Albertina, pues la realidad de los seres sólo sobrevive para nosotros poco tiempo después de su muerte, y al cabo de unos años son como esos dioses de las religiones abolidas a las que se ofende sin temor porque se ha dejado de creer en su existencia. Mas el hecho de que Andrea no creyera ya en la realidad de Albertina podía traducirse en el efecto de que ya no temiera inventar una mentira que calumniara retrospectivamente a su supuesta cómplice (como no temería revelar una verdad que había prometido no decir). ¿Acaso esta ausencia de temor le permitía revelar, por fin, diciéndome aquello, la verdad, o bien inventar una mentira, si, por alguna razón, me creía lleno de felicidad y de orgullo y quería entristecerme? Quizá estuviera irritada contra mí (irritación suspendida mientras me vio desgraciado, inconsolable) porque había tenido relaciones con Albertina y acaso me envidiaba —creyendo que yo me consideraba por eso más favorecido que ella— una ventaja que tal vez ella no había obtenido, ni siquiera deseado. Así la había oído decir a veces que parecían muy enfermos a personas cuyo buen aspecto, y sobre todo la consciencia que tenían de su buen aspecto, la exasperaba, y añadir, con la esperanza de fastidiarlos, que ella estaba muy bien, y lo decía cuando estaba muy mala, hasta el día en que, en la indiferencia de la muerte, ya no le importaba que los afortunados estuviesen bien y supiesen que ella se moría, pero ese día estaba lejos aún. Quizá Andrea estaba irritada contra mí, sin saber yo por qué razón, como una vez lo estuvo contra aquel joven muy ducho en cosas de deporte y muy ignorante de lo demás que conocimos en Balbec y que después vivió con Raquel, sobre el cual Andrea se despachaba a su gusto en difamaciones, deseando que se querellaran contra ella por calumnia sólo para poder decir de su padre cosas deshonrosas, cuya falsedad no pudiera probar el calumniado. O quizá aquella rabia contra mí no era nueva, sino reaparición, suspendiéndola solamente cuando me veía tan triste. En efecto, aun cuando se tratara de personas a las que, echándole los ojos chispas de rabia, quiso deshonrar, matar, conseguir su condena, incluso a costa de falsos testimonios, bastaba que los viera tristes, humillados, para no desearles ya ningún mal y estar dispuesta a hacer cualquier cosa por ellos. Pues en el fondo no era mala y, si bien su naturaleza no aparente, un poco profunda, no era la simpatía en la que nos hacían creer sus delicadas atenciones, sino más bien la envidia y el orgullo, su tercera naturaleza, aún más profunda, la verdadera, pero no realizada por completo, tendía hacia la bondad y el amor al prójimo. Sólo que, como todos los seres que, en cierta situación, desean una mejor, pero, no conociéndola más que por el deseo, no comprenden que la primera condición es romper con la anterior situación —como los neurasténicos o los morfinómanos, que bien quisieran curarse, pero sin prescindir de sus manías o de su morfina, como los corazones religiosos o los espíritus artistas atados al mundo que desean la soledad, pero imaginándola, sin embargo, sin la necesidad de renunciar absolutamente a su vida anterior—, Andrea estaba dispuesta a amar a todas las criaturas, pero con la condición de haber conseguido previamente no verlas como triunfadoras, y para ello humillarlas de antemano. No comprendía que había que amar incluso a los orgullosos y vencer su orgullo con el amor y no con un orgullo más fuerte. Pero es que Andrea era como esos enfermos que quieren curarse con los mismos medios que mantienen la enfermedad, esos medios que aman y que, de renunciar a ellos, dejarían inmediatamente de amar. Pero se quiere nadar y guardar la ropa.

En cuanto a aquel joven deportivo, sobrino de los Verdurin, al que encontré en mis dos estancias en Balbec, hay que decir accesoriamente, y por anticipado, que, poco tiempo después de la visita de Andrea, visita cuyo relato vamos a continuar dentro de un momento, ocurrieron hechos que causaron una gran impresión. En primer lugar, aquel muchacho (quizá por recuerdo de Albertina, a la que yo no sabía entonces que había amado) se hizo novio de Andrea y se casó con ella, sin hacer ningún caso de la desesperación de Raquel. Entonces (es decir, a los pocos meses de la visita de que hablo). Andrea no dijo que aquel muchacho era un miserable, y sólo más tarde me di cuenta de que lo había dicho, porque estaba loca por él y creía que él no la quería. Pero hubo otro hecho más llamativo. Aquel muchacho hizo representar unos pequeños sketches con decorados y figurines suyos y que han producido en el arte contemporáneo una revolución tan importante por lo menos como la de los bailes rusos. Los jueces más autorizados consideraron sus obras como algo capital, casi geniales, y yo pienso, por cierto, como ellos, ratificando así, con asombro de mí mismo, la antigua opinión de Raquel. Las personas que lo conocieron en Balbec, ocupándose sólo de si el corte de los trajes de las personas que tenía que tratar era elegante o no, pasando todo el tiempo en el bacarrá, en las carreras, en el golf o en el polo, que sabían que en sus clases había sido siempre un ceporro y hasta le habían expulsado del Liceo (para fastidiar a sus padres se había ido a vivir dos veces a la lujosa casa de mujeres donde monsieur de Charlus creyó sorprender a Morel), pensaron que quizá sus obras eran de Andrea, quien, por amor, quería cederle la gloria de las mismas, o que probablemente pagaba por hacerlas, con su gran fortuna personal, sólo desportillada por sus locuras, a algún profesional genial y menesteroso (esta clase de sociedad rica no afinada por el trato de la aristocracia y sin ninguna idea de lo que es un artista, que para ellos es, bien un actor al que hacen recitar monólogos para los esponsales de su hija, entregándole en seguida la paga discretamente en un salón vecino, bien un pintor al que le encargan un retrato de la misma una vez casada, antes de los hijos y cuando está todavía del mejor ver cree fácilmente que todas las personas del gran mundo que escriben, componen o pintan encargan a otros sus obras y pagan por tener una fama de autor como otros por salir diputados). Pero todo esto era falso, y aquel muchacho era ciertamente el autor de tan admirables obras. Cuando lo supe, hube de vacilar entre diversas suposiciones: o bien había sido, en realidad, durante muchos años el bruto que parecía y un cataclismo fisiológico había despertado en él el genio dormido, como en la Bella durmiente del bosque; o bien en aquella época de su retórica tempestuosa, de sus suspensos en bachillerato, de sus grandes pérdidas de juego en Balbec, de su miedo a subir al tranvía con los fieles de su tía Verdurin por lo mal vestidos que estaban, era ya un hombre de talento, quizá apartado de su talento, habiéndole dejado la llave debajo de la puerta en la efervescencia de pasiones juveniles; o incluso, hombre de talento ya consciente, y, si último en clase, era porque, mientras el profesor decía vulgaridades sobre Cicerón, él leía a Rimbaud o a Goethe. Claro que nada permitía sospechar esta hipótesis cuando le encontré en Balbec, donde sus preocupaciones me parecieron únicamente producidas por la corrección de los atalajes y las preparaciones de los coctels. Pero esto no es una objeción irrefutable. Podía ser muy vanidoso, lo que no está reñido con el talento, y querer brillar de la manera que él sabía adecuada para deslumbrar en el mundo donde vivía y que no era ni mucho menos demostrar un conocimiento profundo de las Afinidades electivas, sino más bien conducir un tiro de cuatro caballos. De todas maneras no estoy seguro de que ni siquiera cuando llegó a ser autor de aquellas obras tan originales, le gustara mucho saludar, fuera de los teatros donde era conocido, a cualquiera que no llevara smoking, como los fieles en su primera etapa, lo que demostraría en él no estupidez, sino vanidad, y hasta cierto sentido práctico, cierta clarividencia para adaptar su vanidad a la mentalidad de los imbéciles, cuya estimación le importaba y para los cuales el smoking brillaba quizá con mayor resplandor que la mirada de un pensador. Quién sabe si, visto desde fuera, un hombre de talento, o incluso un hombre sin talento pero amante de las cosas del espíritu, yo por ejemplo, no hubiera hecho a quien le encontrara en Rivebelle, en el hotel de Balbec, en el malecón de Balbec, el efecto del más perfecto y pretencioso imbécil. Sin contar que, para Octavio, las cosas del arte debían de ser algo tan íntimo, tan escondido en los más secretos repliegues de sí mismo, que seguramente no se le habría ocurrido la idea de hablar de ellas, como lo hubiera hecho, por ejemplo, Saint-Loup, para quien el arte tenía el mismo prestigio que los atalajes para Octavio. Podía tener también la pasión del juego y dicen que la ha conservado. Pero si la piedad que hizo revivir la obra desconocida de Vinteuil salió de un medio tan turbio como el de Montjouvain, no me impresionó menos pensar que las obras maestras quizá más extraordinarias de nuestra época han salido no del Concurso general, de una educación modelo, académica, a lo Broglie, sino de la frecuentación de los «pesajes» y de los grandes bares. En todo caso en aquella época, en Balbec, las razones que me hacían desear conocerle, y a Albertina y a sus amigas que no le conociese, eran igualmente ajenas a su valor, y hubieran podido aclarar el eterno equívoco de un «intelectual» (representado en este caso por mí) y de la gente del gran mundo (representada por la camarilla) respecto a una persona mundana (el joven jugador de golf). Yo no presentía en absoluto su talento y, para mí, su prestigio, —del mismo género que en otro tiempo el de madame Blantin— consistía en ser, dijeran ellas lo que quisieran, amigo de mis amigas, y más de su pandilla que yo. Por otra parte, Albertina y Andrea, simbolizando en esto la incapacidad de la gente del gran mundo para emitir un juicio valedero sobre las cosas del espíritu y su propensión a fijarse, en este orden, en las apariencias, no sólo no estaban lejos de considerarme tonto porque me inspiraba curiosidad semejante imbécil, sino que les extrañaba sobre todo que, jugador de golf por jugador de golf, eligiera precisamente el más insignificante. Si siquiera hubiera querido entrar en relación con Gilberto de Belloeuvre, que aparte del golf era un muchacho que tenía conversación, que había ganado un accésit en el Concurso general y hacía versos agradables (lo que no impedía que fuera, en realidad, más tonto que ninguno). O si me proponía «hacer un estudio para un libro», Guy Saumoy, que era completamente loco, que había raptado a dos muchachas, era por lo menos un tipo curioso que podía «interesarme». Estos dos me los hubieran «permitido», pero ¿qué podía encontrarle al otro? Era el tipo del gran tonto.

Volviendo a la visita de Andrea, después de la revelación que acababa de hacerme sobre sus relaciones con Albertina, añadió que la principal razón de que Albertina me dejara era por lo que podían pensar sus amigas de la camarilla, y otras más, al verla vivir con un joven con el que no estaba casada: «Ya sé que era la casa de tu madre. Pero eso no importa. No sabes lo que es ese mundo de muchachas, lo que se ocultan unas a otras, cómo temen la opinión de las demás. Las he visto de una severidad terrible con muchachos simplemente porque conocían a sus amigas y temían que se repitieran ciertas cosas, y hasta a esas las he visto, por casualidad, muy distintas, bien a su pesar». Unos meses antes, este saber que parecía tener Andrea de los móviles a que obedecen las muchachas de la pandilla me habría parecido el más preciado del mundo. Quizá lo que decía bastaba para explicar que Albertina, que luego se entregó a mí en París, se me negara en Balbec, donde yo veía constantemente a sus amigas, lo que yo cometía el absurdo de creer una ventaja para estar muy bien con ella. Y hasta es posible que ver algunos movimientos de confianza míos con Andrea, o que yo le dijese imprudentemente que Albertina iba a dormir al Gran Hotel, indujera a esta, que quizá una hora antes estaba dispuesta a concederme ciertos goces como la cosa más natural, a revelarse y amenazar con llamar. Pero entonces debía de haber sido fácil con otros muchos. Esta idea me despertó los celos y le dije a Andrea que quería preguntarle una cosa.

—¿Hacíais eso en aquel piso deshabitado de tu abuela?

—¡Oh, no, nunca!, nos hubieran molestado.

—Pues mira, yo creía, me parecía…

—Además, a Albertina le gustaba hacer eso sobre todo en el campo.

—¿Dónde?

—Antes, cuando tenía tiempo de ir muy lejos, íbamos a las Buttes-Chaumont, conocía allí una casa, o debajo de los árboles, no hay nadie; también en la gruta del pequeño Trianon.

—Ya ves, ¿cómo quieres que te crea? No hace ni un año me juraste que no habíais hecho nada en las Buttes-Chaumont.

—Temía hacerte sufrir.

Como ya he dicho, yo pensé, pero mucho más tarde, que, por el contrario, fue esta segunda vez, el día de las confesiones, cuando Andrea quiso hacerme sufrir. Y mientras ella hablaba, se me habría ocurrido en seguida la idea, porque lo necesitaría, si todavía hubiera yo amado tanto a Albertina. Pero las palabras de Andrea no me hacían bastante daño para que me fuera indispensable considerarlas falsas. En fin, si lo que Andrea decía era verdad, y al principio no lo dudé, la Albertina que yo descubría, después de haber conocido tantas apariencias diversas de ella, difería muy poco de la chica orgiástica surgida y adivinada el primer día en el malecón de Balbec y que tantos aspectos me fue ofreciendo sucesivamente, como sucesivamente se va modificando, cuando nos acercamos a una ciudad, la disposición de los edificios hasta aplastar, hasta borrar el monumento capital, único que se veía desde lejos, pero finalmente, cuando conocemos bien esa ciudad y la juzgamos exactamente, sus verdaderas proporciones resultan ser las que la perspectiva de la primera ojeada había indicado, mientras que el resto, las sucesivas vistas por las que hemos pasado, no eran sino esa serie sucesiva de líneas de defensa que todo ser levanta contra nuestra visión y que tenemos que pasar una tras otra, a costa de cuántos sufrimientos, antes de llegar al corazón. Por otra parte, si bien no tuve necesidad de creer absolutamente en la inocencia de Albertina, porque mi sufrimiento disminuyó, puedo decir que, recíprocamente, si aquella revelación no me hizo sufrir demasiado es porque, desde hacía tiempo, la creencia que me había forjado de la inocencia de Albertina había sido sustituida poco a poco y sin que yo me diese cuenta, por la otra creencia, siempre presente en mí, la creencia en la culpabilidad de Albertina. Ahora bien, si ya no creía en la inocencia de Albertina, es que ya no tenía la necesidad, el deseo apasionado de creer en ella. Es el deseo lo que engendra la creencia, y si habitualmente no nos damos cuenta, es porque la mayor parte de los deseos creadores de creencias —contrariamente al que me había convencido de que Albertina era inocente— sólo terminan con nosotros mismos. A tantas pruebas que corroboraban mi primera versión, había preferido estúpidamente simples afirmaciones de Albertina. ¿Por qué creerla? La mentira es esencial a la humanidad. Quizá desempeña en ella un papel tan grande como la búsqueda de la felicidad, y además es esta búsqueda quien la dirige. Mentimos por proteger nuestro placer, o nuestro honor cuando la divulgación del placer es contraria al honor. Mentimos toda la vida, incluso, sobre todo, quizá solamente, a los que nos aman. Pues sólo estos nos hacen temer por nuestro placer y desear su estimación. Al principio creí a Albertina culpable, y sólo mi deseo, aplicando a una obra de duda las fuerzas de mi inteligencia, me hizo equivocar el camino. Quizá vivimos rodeados de indicaciones eléctricas, sísmicas, que tenemos que interpretar de buena fe para conocer la verdad de los caracteres. Si hay que decirlo, por triste que estuviera por las palabras de Andrea, a pesar de todo, me parecía mejor que la realidad concordara por fin con lo que mi instinto presintió al principio, más bien que con el miserable optimismo al que después cedí cobardemente. Prefería que la vida estuviese a la altura de mis intuiciones. Además, las que tuve el primer día en la playa, cuando creí que aquellas muchachas encarnaban el frenesí del placer, el vicio, y también la noche en que vi a la institutriz de Albertina hacer entrar a esta muchacha apasionada en la casita, como quien mete en su jaula a una fiera que, pese a las apariencias, nadie podrá después domesticar, ¿no se acomodaban a lo que me dijo Bloch cuando me hizo tan bella la tierra enseñándome en ella, haciéndome estremecerme en todos mis paseos, en cada encuentro, la universalidad del deseo? Quizá, a pesar de todo, más valía que aquellas intuiciones primeras no las hubiera encontrado de nuevo, comprobadas, hasta ahora. Mientras duraba todo mi amor por Albertina, me habrían hecho sufrir demasiado, y era mejor que no subsistiera de ellas más que una huella, mi perpetua sospecha de cosas que yo no veía y que, sin embargo, ocurrieron continuamente tan cerca de mí, y quizá otra huella también, anterior, más dilatada: mi amor mismo. Pues conocer en toda su fealdad a Albertina ¿no era en realidad, a pesar de todas las denegaciones de mi razón, elegirla, amarla? Y aun en los momentos en que la desconfianza se adormece, ¿no es el amor la persistencia y una transformación de esa desconfianza? ¿No es una prueba de clarividencia (prueba ininteligible para el amante mismo), puesto que el deseo, que va siempre hacia lo que nos es más opuesto, nos obliga a amar lo que nos hará sufrir? En el encanto de un ser, en sus ojos, en su boca, en su tipo, entran ciertamente los elementos desconocidos por nosotros que pueden hacernos más desgraciados, tanto que sentirnos atraídos por ese ser, comenzar a amarle es, por inocente que le creamos, leer ya, en una versión diferente, todas sus traiciones y todas sus faltas.

Y esos encantos que, para atraernos, materializaban así las partes nocivas, peligrosas, mortales, de un ser, ¿no estarían, con sus secretos venenos, en una relación de causa a efecto más directa de la que hay entre la curiosa seductora y el zumo de ciertas flores venenosas? Quizá, pensaba, el vicio mismo de Albertina, causa de mis sufrimientos futuros, produjo en ella aquellas maneras buenas y francas, dando la ilusión de tener con ella la misma camaradería leal y sin restricciones que con un hombre, de la misma manera que un vicio paralelo produjo en monsieur de Charlus una finura femenina de sensibilidad y de espíritu. En medio de la más completa ceguera, subsiste la perspicacia en la forma misma de la predilección y de la ternura, de suerte que hacemos mal en hablar de mala elección en amor, puesto que, desde el momento que hay elección, no puede ser sino mala.

—Aquellos paseos a las Buttes-Chaumont, ¿los hacíais cuando venías a buscarla a casa? —le pregunté a Andrea.

—¡Oh, no!, desde que Albertina volvió de Balbec contigo, aparte lo que te he contado, nunca hizo nada más conmigo. Ni siquiera me permitía hablar de esas cosas.

—Pero, Andreíta, ¿por qué mentir? Por una casualidad muy grande, pues yo no intento nunca averiguar nada, me he enterado hasta con los detalles más precisos de las cosas de ese género que Albertina hacía, y puedo precisar, a la orilla del agua, con una lavandera apenas unos días antes de su muerte.

—¡Ah!, quizá después de dejarte, eso yo no lo sé. Ella creía que no había podido, que nunca más podría reconquistar tu confianza.

Estas últimas palabras me desolaban. Después pensé en la noche de la rama de celindas, recordaba que unos quince días después, como mis celos cambiaban sucesivamente de aspecto, pregunté a Albertina si no había tenido nunca relaciones con Andrea, y me contestó: «¡Oh, jamás! Claro que adoro a Andrea, le tengo muchísimo cariño, pero como a una hermana, y aunque yo tuviera esas aficiones que tú pareces creer, sería la última persona en quien yo pensara para eso. Te lo puedo jurar por todo lo que quieras, por mi tía, por la tumba de mi pobre madre». Yo la creí. Y, sin embargo, aun cuando no me hubiera entrado la desconfianza por la contradicción entre sus semiconfesiones anteriores sobre cosas que luego negó al ver que no eran indiferentes, hubiera debido acordarme de Swann convencido del platonismo de las amistades de monsieur de Charlus y afirmándomelo la noche misma del día en que vi al chalequero y al barón en el patio; debí pensar que hay, uno frente a otro, dos mundos, uno constituido por las cosas que dicen los seres mejores, los más sinceros, y detrás de él el mundo compuesto por la sucesión de lo que esos mismos seres hacen; de modo que cuando una mujer casada nos dice de un joven: «¡Oh!, desde luego tengo por él una amistad inmensa, pero muy inocente, muy pura, podría jurarlo por la memoria de mis padres», deberíamos nosotros mismos, en lugar de dudar, jurarnos que, probablemente, esa mujer sale del cuarto de baño, adonde, después de una cita con ese joven, se precipita para no tener niños. La rama de celindas me ponía tristísimo, y también que Albertina me hubiera creído y llamado perverso y creyera que la odiaba; quizá más que nada, sus mentiras, tan inesperadas que me era difícil asimilarlas a mi pensamiento. Un día me contó que había estado en un campo de aviación, que era amiga del aviador (seguramente para desviar mis sospechas de las mujeres, pensando que tenía menos celos de los hombres); que era divertido ver lo maravillada que estaba Andrea de aquel aviador, ante los homenajes que este rendía a Albertina, hasta el punto de que Andrea quiso dar un paseo con él en avión. Esto era mentira desde el principio al fin, pues Andrea no estuvo nunca en aquel campo de aviación, etc.

Cuando Andrea se fue ya era hora de comer.

—¿A que no adivinas quién me ha hecho una visita de lo menos tres horas? —me dijo mi madre—. Digo tres horas, pero quizá fue más; llegó casi al mismo tiempo que la primera persona, que fue madame Cottard, vio entrar y salir sucesivamente, sin moverse, a mis diferentes visitas —y he tenido más de treinta— y no me ha dejado hasta hace un cuarto de hora. Si no hubieras estado con tu amiga Andrea te habría mandado a buscar.

—Pero bueno, ¿quién era?

—Una persona que nunca hace visitas.

—¿La princesa de Parma?

—Decididamente tengo un hijo más inteligente de lo que yo creía. No es divertido hacerte buscar un nombre, pues lo encuentras en seguida.

—¿No se disculpó por su frialdad de ayer?

—No, hubiera sido estúpido, su visita era precisamente esa disculpa; a tu pobre abuela le hubiera parecido muy bien. Parece ser que, dos horas antes, mandó a un criado a preguntar si yo recibía un día de la semana. Le contestaron que era precisamente hoy, y subió.

Mi primera idea, que no me atreví a decir a mamá, fue que la princesa de Parma, rodeada la víspera de personas brillantes con las que ella estaba muy relacionada y con las que le gustaba hablar, sintió al ver entrar a mi madre una contrariedad que no trató de disimular. Y era muy propio de las grandes damas alemanas aquel gesto de contrariedad, que creían luego reparar con una amabilidad escrupulosa, en lo que las imitaban mucho los Guermantes. Pero mi madre creyó, y yo lo creí después como ella, que, simplemente, la princesa de Parma no la había reconocido, no había creído que tenía que ocuparse de ella, y que, después de marcharse mi madre, se enteró de quién era, bien por la duquesa de Guermantes, con la que mi madre se encontró en la puerta, bien por la lista de visitantes, a quienes los criados preguntaban los nombres para apuntarlos en un resgistro. Le parecía poco fino mandar a decir o decir ella misma a mi madre: «No la reconocí», y pensó, lo que no era menos propio de las cortes alemanas y del estilo Guermantes, que mi primera versión, que una visita, cosa excepcional en una alteza, y sobre todo una visita de varias horas, daría a mi madre aquella explicación en una forma indirecta y no menos persuasiva, como en efecto ocurrió.

Pero no me detuve en pedir a mi madre un relato de la visita de la princesa, pues acababa de recordar varios hechos relativos a Albertina sobre los que quería y había olvidado interrogar a Andrea. De todos modos, ¡qué poco sabía yo, qué poco sabría nunca de aquella historia de Albertina, la única historia que me habría interesado de verdad, al menos que empezaba de nuevo a interesarme en ciertos momentos! Pues el hombre es ese ser sin edad fija, ese ser que tiene la facultad de tornarse en unos segundos muchos años más joven, y que, rodeado por las paredes del tiempo en que ha vivido, flota en él, pero como en un estanque cuyo nivel cambiara constantemente y le pusiera al alcance ya de una época, ya de otra. Le escribí a Andrea que viniera. No pudo hacerlo hasta una semana después. Casi desde el principio de su visita, le dije:

—En fin, puesto que aseguras que Albertina ya no hacía esas cosas cuando vivía aquí, según tú, me dejó para hacerlas más libremente, pero ¿por qué amiga?

—Seguramente no, seguramente no fue por eso.

—¿Entonces porque yo era demasiado desagradable?

—No, no creo. Creo que se vio obligada a dejarte por su tía, que tenía planes sobre ella con ese canalla, ya sabes, ese joven al que tú llamabas «je suis dans les choux»[29], ese muchacho que quería a Albertina y la había pedido. Viendo que tú no te casabas con ella, tuvieron miedo de que la prolongación chocante de su estancia en tu casa impidiera que el muchacho se casara con ella. Madame Bontemps, presionada por él, llamó a Albertina. Albertina, en el fondo, tenía necesidad de sus tíos y cuando supo que le ponían el retrato en las manos te dejó.

En mis celos, no había pensado nunca en esta explicación, sino sólo en la inclinación de Albertina a las mujeres y en mi vigilancia; olvidaba que existía también madame Bontemps, quien podía encontrar extraño un poco más tarde lo que desde el principio chocó a mi madre. Al menos madame Bontemps temía que aquello chocara al posible marido que ella le reservaba como un refresco para la sed si yo no me casaba con Albertina. Pues Albertina, contra lo que creyera en otro tiempo la madre de Andrea, había encontrado en suma un buen partido burgués. Y cuando quiso ver a madame Verdurin, cuando le habló en secreto, cuando tanto la contrarió que yo fuese a la fiesta sin decirle nada, la intriga que había entre ella y madame Verdurin tenía por objeto no prepararle un encuentro con mademoiselle Vinteuil, sino con el sobrino, a quien quería Albertina y para el cual madame Verdurin, con esa satisfacción de ciertas bodas que nos sorprenden en ciertas familias en cuya mentalidad no entramos por completo, no buscaba una novia rica. Y yo no había vuelto nunca a pensar en aquel sobrino que quizá había sido el iniciador gracias al cual me besó la primera vez Albertina. Y todo el tinglado de las inquietudes de Albertina que yo había armado había que sustituirlo por otro, o superponerle otro, pues acaso no se excluían, ya que la afición a las mujeres no impide a una mujer casarse. ¿Sería verdaderamente aquella boda la razón de la marcha de Albertina y, por amor propio, porque no se viera que dependía de su tía o porque yo no creyera que querían obligarme a casarme con ella, no quiso decírmelo? Empecé a darme cuenta de que el sistema de las causas numerosas de una sola acción, del que Albertina era una adepta en sus relaciones con sus amigas cuando hacía creer a cada una que era por ella por quien había ido, no era una especie de símbolo artificial, deliberado, de los diferentes aspectos que toma una acción según el punto de vista en que nos colocamos. La extrañeza y la especie de vergüenza que yo sentía por no haberme dicho una sola vez que Albertina estaba en mi casa en una posición falsa que podía disgustar a su tía, aquella extrañeza no era la primera vez, ni fue la última, que la sentí. ¡Cuántas veces, después de intentar comprender las relaciones de dos seres y las crisis que determinan, me ocurrió oír de pronto el punto de vista de un tercero, pues este tercero tiene relaciones más grandes aún con uno de los dos, punto de vista que quizá fue la causa de la crisis! Y si los actos siguen siendo tan inseguros, ¿cómo no van a serlo las personas mismas? Al oír a las personas que decían que Albertina era una pícara que había intentado pescar a este o al otro marido, no es difícil suponer cómo definirían su vida en mi casa. Y, sin embargo, a mi parecer había sido una víctima, una víctima quizá no completamente pura, pero, en este caso, culpable por otras razones, por los vicios de los que no se habla.

Mas hay que decirse sobre todo esto: por una parte, la mentira suele ser un rasgo de carácter; por otra parte, en las mujeres que, sin esto, no serían mentirosas, es una defensa natural, improvisada, después mejor organizada cada vez, contra ese peligro súbito y que sería capaz de destruir cualquier vida: el amor. Por otra parte, no es resultado de la casualidad que los hombres intelectuales y sensibles se entreguen siempre a mujeres insensibles e inferiores y les tengan, sin embargo, apego, si la prueba de que no son amados no los cura en absoluto de sacrificarlo todo por conservar junto a ellos a una mujer así. Si yo digo que esos hombres tienen necesidad de sufrir, digo una cosa exacta, suprimiendo las verdades previas en virtud de las cuales esa necesidad de sufrir —involuntaria en cierto modo— es una consecuencia perfectamente comprensible de esas verdades. Sin contar que, como las naturalezas completas son raras, una persona muy intelectual y sensible tendrá generalmente poca voluntad, será juguete del hábito y de ese miedo a sufrir en el minuto siguiente, que nos lleva a sufrimientos perpetuos y que en esas condiciones no quiera nunca repudiar a la mujer que no le ama. Resultará extraño que se contente con tan poco amor, pero más bien habrá que imaginarse el dolor que puede causarle el amor que siente. Dolor que no hay que compadecer demasiado, pues con esas conmociones terribles producidas por un amor desgraciado, por la ausencia, por la muerte de una amante, ocurre como con esos ataques de parálisis que nos fulminan de pronto, pero después de los cuales los músculos tienden poco a poco a recuperar su elasticidad, su energía vital. Además, ese dolor no deja de tener compensación. Esas personas intelectuales y sensibles son generalmente poco inclinadas a la mentira. La mentira los coge tanto más desprevenidos cuanto que, aun siendo muy inteligentes, viven en el mundo de los posibles, reaccionan poco, viven en el dolor que acaba de infligirles una mujer más bien que en la clara percepción de lo que esa mujer quería, de lo que hacía, de lo que amaba, percepción dada sobre todo a las naturalezas de voluntad y que la necesitan para hacer frente al porvenir en lugar de llorar el pasado. Es decir, que estas personas se sienten engañadas sin saber bien cómo. Así, la mujer mediocre, a la que tanto nos extrañaba que amaran, les enriquece el universo mucho más que pudiera hacerlo una mujer inteligente. Detrás de cada una de sus palabras sienten una mentira, detrás de cada casa a la que dice haber ido, otra casa; detrás de cada acción, de cada persona, otra acción, otra persona. Seguramente no saben cuáles, no tienen la energía, no tendrían quizá la posibilidad de llegar a saberlo. Una mujer mentirosa, con un truco sumamente sencillo, puede engañar, sin tomarse el trabajo de cambiarlo, a muchas personas, y, lo que es más, a la misma persona que debería descubrirlo. Todo esto crea, frente al intelectual sensible, un universo todo en profundidades que sus celos quisieran sondear y que no dejan de interesar a su inteligencia. Yo, sin ser precisamente de esos, ahora que Albertina había muerto, acaso iba a saber el secreto de su vida. Pero esto, esas indiscreciones que sólo se producen cuando la vida terrestre de una persona ha terminado, ¿acaso no demuestran que, en el fondo, nadie cree en una vida futura? Si esas indiscreciones son ciertas deberíamos temer el resentimiento de aquella cuyos actos descubrimos y temerlo tanto para el día en que la encontraremos en el cielo como lo temíamos cuando vivía, cuando nos creíamos obligados a ocultar su secreto. Y si esas indiscreciones son falsas, inventadas, porque ella ya no está aquí para desmentir, deberíamos temer más aún la ira de la muerta si la creyéramos en el cielo. Pero nadie lo cree.

De suerte que era posible que en el corazón de Albertina se hubiera representado un largo drama entre quedarse y dejarme, y que dejarme fuera por causa de su tía, o de aquel muchacho, y no por causa de las mujeres, en las que quizá no había pensado nunca. Lo más grave para mí fue que Andrea, aunque no tenía nada que ocultarme sobre las costumbres de Albertina, me jurara que no hubo nada de ese género entre Albertina, por una parte, y mademoiselle Vinteuil y su amiga por otra. (Albertina ignoraba ella misma sus propias aficiones cuando las conoció, y ellas, por ese miedo de engañarse en el sentido que se desea, miedo que engendra tantos errores como el deseo mismo, la consideraban muy hostil a estas cosas. Y es muy posible que después se enteraran de que tenía los mismos gustos que ellas, pero entonces conocían demasiado a Albertina y Albertina las conocía demasiado a ellas para poder ni siquiera pensar en hacer aquello juntas).

En fin, que yo seguía sin comprender por qué me había dejado Albertina. Si la figura de una mujer es difícilmente visible para los ojos que no pueden abarcar toda esa superficie movediza para los labios, más aún para la memoria; si unas nubes la modifican según su posición social, según la altura en que estamos situados, ¡cuánto más espesa es la cortina interpuesta entre las acciones que vemos de esa persona y sus móviles! Los móviles están en un plano más profundo, que no vemos, y además engendran otros actos distintos de los que conocemos, y muchas veces en absoluta contradicción con ellos. ¿En qué época no hubo un hombre público a quien sus amigos creían un santo y que después se descubrió que había falsificado documentos, robado al Estado, traicionado a su patria? ¡Cuántas veces a un gran señor le roba cada año un administrador al que él crio, del que hubiera jurado que era un hombre excelente, y que acaso lo era! Y esa cortina que cubre los móviles de otro, ¡cuánto más impenetrable es si tenemos amor a esa persona! Porque nos nubla el juicio y también los actos de la persona que, sintiéndose amada, deja de pronto de dar valor a lo que, a no ser por eso, lo tendría para ella, como la fortuna, por ejemplo. Quizá también le hace fingir en parte ese desdén por la fortuna con la esperanza de obtener más haciendo sufrir. Es decir, que a lo demás se puede unir el regateo, e incluso hechos positivos de su vida, una intriga que ella no ha contado a nadie por miedo a que nos la revelen, que, a pesar de esto, habrían podido conocerla muchos si hubieran tenido el mismo apasionado deseo de conocerla que tenemos nosotros, pero con más libertad de espíritu, despertando en la interesada menos sospechas, una intriga que quizá algunos no han ignorado —pero algunos que nosotros no conocemos y que no sabríamos dónde encontrar—. Y entre todas las razones de tener con nosotros una actitud inexplicable hay que incluir esas singularidades de carácter que llevan a una persona, bien por negligencia de su interés, bien por odio, bien por amor a la libertad, bien por bruscos arrebatos de ira o por temor de lo que pensarán ciertas personas, a hacer lo contrario de lo que pensábamos. Y además hay diferencias de medio, de educación, en las que no queremos creer porque, cuando hablamos los dos, se borran en las palabras, pero que reaparecen cuando está uno solo, para dirigir los actos de cada uno desde un punto de vista tan opuesto que no hay verdadera coincidencia posible.

—Pero, mi pequeña Andrea, sigues mintiendo. Recuerda (tú misma me lo confesaste, yo te telefoneé la víspera, ¿te acuerdas?), que Albertina deseaba tanto, y ocultándomelo como algo que yo no debía saber, ir a la fiesta Verdurin, donde debía estar mademoiselle Vinteuil.

—Sí, pero Albertina no sabía en absoluto que mademoiselle Vinteuil iba a ir allí.

—¿Qué? Tú misma me dijiste que, unos días antes, encontró a madame Verdurin. De todos modos, Andrea, para qué nos vamos a engañar el uno al otro. Una mañana encontré en el cuarto de Albertina un papel, unas letras de madame Verdurin animándola a ir a la fiesta. —Y le enseñé aquella carta que Francisca se las arregló para que yo la viera poniéndola encima de las cosas de Albertina pocos días antes de su marcha, y temo que lo dejó así para hacer creer a Albertina que yo había registrado sus cosas, en todo caso para que se diera cuenta de que yo había visto aquel papel. Y muchas veces me pregunté si este ardid de Francisca no influiría bastante en la marcha de Albertina, que, al ver que no podía ocultarme nada, se sentiría desanimada, vencida. Le enseñé el papel: «No tengo ningún remordimiento, todo se explica por ese sentimiento tan familiar…»—. Ya sabes, Andrea, que Albertina dijo siempre que la amiga de mademoiselle Vinteuil era, en efecto, para ella una madre, una hermana.

—Pero entendiste mal esa carta. La persona que madame Verdurin quería reunir en su casa con Albertina no era en absoluto la amiga de mademoiselle Vinteuil, era el novio, era je suis dans les choux, y el sentimiento familiar es el que tenía madame Verdurin por ese sinvergüenza, que es sobrino suyo. Sin embargo, creo que Albertina supo luego que iba a ir mademoiselle Vinteuil, quizá madame Verdurin se lo dijo incidentalmente. Desde luego le alegró la idea de que iba a ver a su amiga, que le recordaba un pasado agradable, pero de la misma manera que a ti te alegraría ir a un sitio donde ibas a encontrar a Elstir, pero nada más, y ni siquiera tanto. No, si Albertina no quería decirte por qué quería ir a casa de madame Verdurin, es porque se trataba de un ensayo al que habían invitado a muy pocas personas y entre ellas estaba ese sobrino que tú conociste en Balbec, con el que madame Bontemps quería casar a Albertina y con el que Albertina quería hablar. Menudo granuja era… Bueno, después de todo no hay necesidad de buscar tantas explicaciones —añadió Andrea—. Bien sabe Dios lo que yo quería a Albertina y lo buena que era, pero, sobre todo, desde que tuvo la fiebre tifoidea (un año antes de conocernos tú a todas), era una verdadera cabeza loca. De pronto se aburría de lo que estaba haciendo, tenía que cambiar, y en el mismo momento ni siquiera sabía ella misma por qué. ¿Recuerdas el primer año que fuiste a Balbec, el año que nos conociste? Un buen día discurrió que le mandaran un telegrama llamándola a París, y apenas hubo tiempo para hacer el equipaje. Bueno, pues no tenía ningún motivo para marcharse. Todos los pretextos que dio eran falsos. En aquel momento París era aburridísimo para ella, estábamos todas todavía en Balbec. No se había cerrado el golf, y ni siquiera habían terminado las pruebas para la gran copa que tanto deseaba ella. Seguramente la hubiera ganado. No tenía que esperar más que ocho días. Bueno, pues se marchó al galope. Después le hablé muchas veces de aquello. Decía que ni ella misma sabía por qué se había marchado, que era la nostalgia del país (el país era París, figúrate si esto es probable), que no le gustaba Balbec, que creía que había allí personas que se burlaban de ella.

Y en lo que decía Andrea había de cierto que, así como las diferencias mentales explican las impresiones distintas producidas en una o en otra persona por una misma obra, y las diferencias de sentimiento, la imposibilidad de convencer a una persona que no nos ama, hay también las diferencias de caracteres, las particularidades de un carácter, que son también una causa de acción. Después dejé de pensar en esta explicación y me dije lo difícil que es saber la verdad en la vida.

Yo había observado desde luego el deseo y el disimulo de Albertina para ir a casa de madame Verdurin, y no me había engañado. Pero ocurre que cuando tenemos así un hecho, los demás, de los que nunca tenemos sino las apariencias, se escapan y sólo vemos pasar unas siluetas vagas que nos hacen decirnos: es esto, es aquello; es por ella, o por tal otra. La revelación de que iba a ir mademoiselle Vinteuil a casa de madame Verdurin me pareció la explicación adecuada, con más razón porque Albertina se adelantó a hablarme de ella. Y además, ¿no se negó a jurarme que la presencia de mademoiselle Vinteuil no le causaba ninguna alegría? Y ahora, a propósito de aquel joven, recordé esto, que había olvidado. Poco tiempo antes, cuando Albertina vivía en mi casa, le encontré y, contra su costumbre de Balbec, estuvo muy amable conmigo, hasta afectuoso; me rogó que le permitiera ir a verme, a lo que me negué por muchas razones. Y ahora me daba cuenta de que, simplemente, sabiendo que Albertina vivía en mi casa, quiso estar a bien conmigo para tener todas las facilidades para verla y quitármela, y saqué la conclusión de que era un miserable. Pero cuando, al poco tiempo, me pusieron las primeras obras de aquel joven seguí pensando, desde luego, que si había tenido tanto empeño en venir a mi casa era por Albertina, y sin dejar de considerar esto culpable recordaba que, cuando yo fui a Doncières a ver a Saint-Loup, era en realidad porque amaba a madame de Guermantes. Claro que no era el mismo caso: como Saint-Loup no quería a madame de Guermantes, había quizá en mi cariño un poco de duplicidad, pero nada de traición. Mas luego pensé que ese cariño que sentimos por el que detenta el bien que nosotros deseamos lo sentimos igualmente si lo detenta queriéndolo para él mismo. Entonces tenemos que luchar contra una amistad que nos llevará derechos a la traición. Y creo que esto es lo que yo he hecho siempre. Pero en cuanto a los que no tienen la fuerza de hacerlo así, no puede decirse que, en ellos, la amistad que muestran al detentador sea una pura mentira; la sienten sinceramente y por eso la manifiestan con un ardor que, una vez consumada la traición, mueve al marido o al amante engañado a decir con una indignación estupefacta: «¡Si hubieras oído las protestas de cariño que me prodigaba ese miserable! Que vengan a robarle a un hombre su tesoro todavía lo comprendo. Pero que sientan la necesidad diabólica de asegurarle previamente su amistad, es un grado de ignominia y de perversidad inimaginables». Pero no, no hay en esto placer de perversidad, ni siquiera mentira completamente lúcida.

El afecto de esta clase que me manifestó aquel día el seudoprometido de Albertina tenía además otra disculpa, pues era más complejo que un simple derivado del amor a Albertina. Sólo desde hacía poco se sabía, se proclamaba, quería que le proclamaran intelectual. Por primera vez existían para él otros valores que no fueran los deportivos o juerguísticos. El hecho de que yo gozara de la estimación de Elstir, de Bergotte, de que Albertina le hubiera hablado quizá de la manera como yo juzgaba a los escritores y de la que ella se figuraba que podía escribir yo mismo, explicaba que yo me hubiera convertido de pronto para él (para el hombre nuevo que él se disponía por fin a ser) en una persona interesante con quien le gustaría relacionarse, a quien le gustaría confiar sus proyectos, quizá pedirle que le presentara a Bergotte. De modo que era sincero pidiéndome venir a mi casa, expresándome una simpatía en la que ponían sinceridad ciertas razones intelectuales al mismo tiempo que un reflejo de Albertina. Seguramente no era por esto por lo que tanto le interesaba ir a mi casa y por lo que hubiera dejado todo. Pero esta última razón, que apenas intervenía sino para llevar las dos primeras a una especie de paroxismo apasionado, quizá la ignoraba él mismo, y las otras dos existían realmente, como realmente pudo existir en Albertina cuando, la tarde del ensayo, quiso ir a casa de madame Verdurin, el placer perfectamente lícito que hubiera tenido en volver a ver a unas amigas de la infancia —que para ella no eran ya más viciosas que ella lo fuera para ellas—, en hablar con ellas, en demostrarles, con su sola presencia en casa de los Verdurin, que la pobre niña que ellas habían conocido estaba ahora invitada en un salón importante, también el placer que quizá le causara oír música de Vinteuil. Si todo esto era cierto, el sonrojo de Albertina, cuando le hablé de mademoiselle Vinteuil, se explicaba por lo que yo le hice a propósito de aquella fiesta que ella quiso ocultarme por el proyecto de boda que yo no debía saber. La negativa de Albertina a jurarme que no le hubiera producido ninguna alegría volver a ver en aquella fiesta a mademoiselle Vinteuil aumentó entonces mi tormento, afianzó mis sospechas, pero me demostraba retrospectivamente que había querido ser sincera, e incluso por una cosa inocente, quizá precisamente porque era una cosa inocente. Quedaba, sin embargo, lo que Andrea me dijo sobre sus relaciones con Albertina. Pero quizá, aun sin llegar a creer que Andrea las inventara de punta a cabo para que yo no fuese feliz y no pudiera creerme superior a ella, podía yo suponer que había exagerado un poco lo que ella hacía con Albertina y que Albertina, por restricción mental, disminuyera también un poco lo que ella había hecho con Andrea, utilizando jesuíticamente ciertas definiciones que yo, estúpido de mí, había formulado sobre esto, pensando que sus relaciones con Andrea no entraban en lo que ella debía confesarme y que podía negarlas sin mentir. Pero ¿por qué creer que era ella y no Andrea quién mentía? La verdad y la vida son muy arduas, y me quedaba de ellas, sin que, en suma, las conociese, una impresión en la que todavía la tristeza estaba quizá dominada por el cansancio.

La tercera vez en que recuerdo haberme dado cuenta de que me acercaba a la indiferencia absoluta con respecto a Albertina (y esta última vez hasta sentir que había llegado por completo a ella) fue un día en Venecia, bastante tiempo después de la última visita de Andrea.