Así como antes le decía a Albertina: «no te quiero», para que ella me quisiera; «cuando no veo a una persona la olvido», para prevenir cualquier idea de separación, ahora, cuando le decía: «adiós para siempre», era por el imperioso deseo de que volviera a los ocho días; cuando le decía: «me parece peligroso volver a verte», era porque quería volver a verla; cuando le escribía: «hiciste muy bien, seríamos desgraciados juntos», era porque vivir separado de ella me parecía peor que la muerte. Al escribir esta carta fingida, aparentando no tener interés por ella (único orgullo que quedaba de mi antiguo amor por Gilberta en mi amor por Albertina), y también por el gusto de decir ciertas cosas que sólo podían conmoverme a mí y no a ella, debería haber previsto la posibilidad de que aquella carta tuviera por efecto una respuesta negativa, es decir, consagrando lo que yo decía; que incluso era probable que ocurriera así, pues aunque Albertina hubiera sido menos inteligente de lo que era, no habría dudado ni un momento que lo que yo decía era falso. Sin pararse a pensar en las intenciones que yo expresaba en aquella carta, el solo hecho de escribirla, aun sin ser subsiguiente a la gestión de Saint-Loup, bastaba para demostrarle que yo deseaba que volviera y para aconsejarle que me dejara tragar cada vez más el anzuelo. Además, después de prever la posibilidad de una respuesta negativa, habría debido suponer que esta respuesta reavivaría bruscamente y en sumo grado mi amor a Albertina. Y, también antes de enviar mi carta, hubiera debido preguntarme si, en el caso de que Albertina contestara en el mismo tono y no quisiera volver, sabría yo dominar mi dolor lo suficiente para obligarme a permanecer silencioso, a no telegrafiarle: «Vuelve»; o a enviarle otro emisario, lo que, después de haberle escrito que no volveríamos a vernos, equivalía a demostrarle con absoluta evidencia que no podía pasar sin ella y daría por resultado su negativa aún más enérgica, y que yo, no pudiendo soportar más mi angustia, corriese a buscarla, posiblemente, sin que ni siquiera me recibiese, y sin duda habría sido esta, después de tres enormes torpezas, la peor de todas, después de la cual ya no me quedaría otro recurso que pegarme un tiro delante de su casa. Pero la desastrosa manera en que está construido el universo psicopatológico dispone que el acto torpe, el acto que habría ante todo que evitar, sea precisamente el acto calmante, el acto que, en tanto llegamos a conocer su resultado, nos abre nuevas perspectivas de esperanza, nos libra momentáneamente del dolor intolerable que la negativa nos produjo. De suerte que, cuando el dolor es demasiado fuerte, nos precipitamos a la torpeza de escribir, de rogar a través de alguien, de ir a ver, de demostrar que no podemos pasar sin la amada.

Pero yo no previne nada de todo esto. Creí, por el contrario, que aquella carta iba a dar por resultado la vuelta inmediata de Albertina. Y, pensando en este resultado fue para mí un gran gozo escribir la carta. Pero, al mismo tiempo, no dejé de llorar mientras la escribía; al principio, un poco de la misma manera que el día en que fingí la falsa separación, porque, representándome aquellas palabras la idea que me expresaban aunque tendiesen a una finalidad opuesta (pronunciadas mentirosamente por no confesarle, por orgullo, que la amaba), llevaban en sí tristeza, pero también porque sentía que en aquella idea había algo de verdad.

Pareciéndome cierto el resultado de aquella carta, me pesaba haberla escrito. Pues, imaginando tan fácil el regreso de Albertina, resurgieron de pronto con toda su fuerza todas las razones que hacían de nuestro matrimonio una cosa tan mala para mí. Esperaba que se negara a volver. Me puse a calcular que mi libertad, que todo el porvenir de mi vida dependían de su negativa; que había hecho una locura escribiendo aquella carta; que habría debido retirarla, aquella carta desgraciadamente ya en camino, cuando Francisca me la volvió a traer, junto con el periódico que ella acababa de subir. No sabía cuántos sellos había que ponerle. Pero inmediatamente cambié de parecer; deseaba que Albertina no volviera, pero quería que esta decisión partiera de ella para poner fin a mi ansiedad, y decidí devolver la carta a Francisca. Abrí el periódico. Publicaba la muerte de la Berma. Entonces recordé las dos diferentes maneras como había oído Fedra, y ahora pensé de una tercera manera en la escena de la declaración. Me parecía que lo que tantas veces me había recitado a mí mismo y había escuchado en el teatro era el enunciado de las leyes que yo debía experimentar en mi vida. Hay en nuestra alma ciertas cosas de las que no sabemos hasta qué punto nos interesan. O bien, si vivimos sin ellas, es porque vamos aplazando por miedo a fracasar, o a sufrir, el momento de entrar en posesión de esas cosas. Esto fue lo que me ocurrió con Gilberta cuando creí renunciar a ella. Que antes de desprendernos por completo de esas cosas, momento muy posterior a aquel en el que creemos habernos desprendido ya —por ejemplo, que la muchacha tenga un novio—, enloquecemos, ya no podemos soportar la vida que nos parecía tan melancólicamente tranquila, o bien, si ya poseemos la cosa, nos parece una carga de la que nos gustaría libertarnos; esto es lo que me había ocurrido con Albertina. Pero si una ausencia nos libra del ser indiferente, ya no podemos vivir. ¿No concurrían estos dos casos en el «argumento» de Fedra? Hipólito va a partir. Fedra, que hasta ahora se ha cuidado de ofrecerse a su inamistad, por escrúpulo, dice ella (o más bien se lo hace decir el poeta), pero en realidad porque no ve adónde llegaría y no se siente amada, no resiste más. Va a confesarle su amor, en aquella escena que tantas veces me había recitado yo:

On dit qu’un prompt départ vous éloigne de nous.[9]

Claro que se puede pensar que esta razón de la partida de Hipólito es accesoria, comparada con la muerte de Teseo. Y lo mismo ocurre cuando, unos versos más adelante, Fedra aparenta por un instante que la han entendido mal:

Aurais-je perdu tout le soin de ma gloire.[10]

Se puede creer que es porque Hipólito ha rechazado su declaración:

Madame, oubliez-vous

que Thésée est mon père, et qu’il est votre époux?[10a]

Mas, aun sin esta indignación, Fedra, ante la felicidad lograda, habría podido tener la misma sensación de que Hipólito valía poco. Pero cuando ve que Hipólito cree haber entendido mal y se disculpa, entonces, lo mismo que yo después de devolver a Francisca mi carta, quiere que la negativa venga de él, quiere llevar hasta el fin su oportunidad:

Ah!, cruel, tu m’as trop entendue.[11]

Hasta las durezas que me habían contado de Swann con Odette, o mías con Albertina, durezas que sustituyeron el amor anterior por otro nuevo, hecho de compasión, de ternura, de necesidad de efusión y que no era sino una variante del primero, se encuentran también en esta escena:

Tu me haïssais plus, je ne t’aimais pas moins.

Tes malheurs te prêtaient encor de nouveaux charmes.[12]

La prueba de que lo que más le importa a Fedra no es el «cuidado de su gloria» es que perdonaría a Hipólito y prescindiría de los consejos de Enona si, en ese momento, no se enterara de que Hipólito ama a Aricia. Hasta tal punto los celos, que en amor equivalen a la pérdida de toda felicidad, son más sensibles que la pérdida de la reputación. Y entonces Fedra deja que Enona (que no es sino el nombre de la peor parte de ella misma) calumnie a Hipólito, sin asumir «el cuidado de defenderle», y envía así al que no la quiere a un destino cuyas calamidades, por lo demás, no la consuelan en modo alguno a ella misma, puesto que su muerte voluntaria sigue de cerca a la muerte de Hipólito. Por lo menos así, reduciendo la parte de todos los escrúpulos «jansenistas», como diría Bergotte, que Racine dio a Fedra para que parezca menos culpable, veía yo esta escena, especie de profecía de los episodios amorosos de mi propia existencia. Por lo demás, estas reflexiones no habían cambiado en nada mi determinación y devolví mi carta a Francisca para que la echara por fin al correo haciendo así con Albertina aquel intento que me parecía indispensable desde que me enteré de que no se había efectuado. Y seguramente hacemos mal en creer que el cumplimiento de nuestro deseo sea poca cosa, puesto que, cuando creemos que no se puede cumplir, nos aferramos de nuevo a él y sólo cuando estamos bien seguros de que se cumplirá nos parece que no valía la pena de perseguirlo. Y, sin embargo, también tenemos razón. Pues si tal cumplimiento, si la felicidad sólo nos parecen pequeños por la certidumbre, son, sin embargo, cosa inestable de donde sólo contrariedades pueden salir. Y las contrariedades serán tanto más fuertes cuanto más completo fuere el cumplimiento del deseo, más imposible de soportar si la felicidad, contra la ley de la naturaleza, prolongada algún tiempo, recibe la consagración del hábito. También, en otro sentido, las dos tendencias, en este caso la que hacía querer que saliera la carta, y, cuando ya la creía en el correo, lamentarlo, tienen, una y otra, su verdad. En cuanto a la primera, es muy comprensible que corramos en pos de nuestra felicidad —o de nuestra desgracia— y que al mismo tiempo deseemos interponer ante nosotros, con esa nueva acción que va a comenzar a conducir sus consecuencias, una espera que no nos deja en la desesperación absoluta: en una palabra, que procuremos hacer pasar, con otras formas que imaginamos nos van a ser menos crueles, el mal que padecemos. Pero la otra tendencia no es menos importante, pues, nacida de la creencia en el éxito de nuestra empresa, es simplemente el comienzo, comienzo anticipado, de la desilusión que sentiríamos muy pronto ante la satisfacción del deseo, el pesar de haber fijado para nosotros, a expensas de los demás que se encuentran excluidos, esa forma de la felicidad.

Devolví la carta a Francisca diciéndole que fuera a echarla en seguida al correo. Una vez la carta en camino, volví a pensar que el retorno de Albertina era inminente. Y aquel retorno no dejaba de poner en mi mente graciosas imágenes cuya dulzura neutralizaba un poco los peligros que yo veía en aquel retorno. La dulzura, tanto tiempo perdida, de tenerla a mi lado me embelesaba.

El tiempo pasa, y poco a poco, todo lo que decíamos mintiendo va resultando cierto; bien lo había experimentado yo con Gilberta; la indiferencia que fingía cuando no cesaba de llorar acabó por realizarse; poco a poco, la vida, como le decía a Gilberta en una fórmula embustera y que retrospectivamente llegó a ser cierta, la vida nos fue separando. Lo recordaba y me decía: «Si Albertina deja pasar unos meses, mis mentiras se tornarán verdad. Y ahora que ya pasó lo más duro, ¿no sería preferible que ella dejara pasar este mes? Si vuelve renunciaré a la vida verdadera que, ciertamente, no estoy aún en disposición de gustar, pero que progresivamente podrá comenzar a ofrecerme encantos a medida que el recuerdo de Albertina se vaya debilitando[12a]».

Desde que Albertina se marchara, muchas veces, cuando me parecía que ya no se me podía notar que había llorado, llamaba a Francisca y le decía: «Habrá que ver si la señorita Albertina no olvidó nada. Acuérdese de arreglar su habitación para que la encuentre debidamente cuando vuelva». O: «Precisamente el otro día, la señorita Albertina me decía… sí, la víspera de marcharse…». Quería rebajarle a Francisca la detestable satisfacción que le causaba la marcha de Albertina dándole a entender que su ausencia sería corta; quería también demostrarle que no rehuía hablar de aquella marcha, y —como hacen algunos generales que a los retrocesos forzados les llaman una retirada estratégica de acuerdo con un plan preparado— hacerla pasar por cosa voluntaria, como un episodio cuyo verdadero significado ocultaba yo momentáneamente, en modo alguno como el final de mi amistad con Albertina. Nombrándola continuamente, quería, en fin, hacer entrar algo suyo, como un poco de aire, en aquella habitación donde su ausencia había hecho el vacío y yo no respiraba ya. Además, intentamos disminuir las proporciones de nuestro dolor introduciéndolo en el lenguaje hablado entre la petición de un traje y unas órdenes para comer.

Francisca, al arreglar el cuarto de Albertina, abrió curiosa el cajón de una mesita de madera de rosa donde mi amiga guardaba las cosas que se quitaba para dormir.

—¡Oh!, señor, la señorita Albertina se olvidó de llevarse las sortijas, se han quedado en el cajón.

Mi primer impulso fue decirle: «Hay que enviárselas». Pero esto daba a entender que no estaba seguro de que volviera.

—Bien —contesté después de un momento de silencio—, no tiene importancia para el poco tiempo que estará fuera. Démelas, ya veré.

Francisca me las trajo con cierta desconfianza. Detestaba a Albertina, pero, juzgándome por ella misma, se figuraba que no se me podía dar una carta escrita por mi amiga sin temor de que la abriese. Cogí las sortijas.

—Tenga cuidado el señor de no perderlas —dijo Francisca—, ¡bien bonitas que son! No sé quién se las habrá regalado, si el señor u otro, pero lo que sí sé es que ha sido uno rico y de buen gusto.

—No, no he sido yo —le contesté—, y además no proceden de la misma persona, una se la regaló su tía y la otra la compró ella.

—¡Que no vienen de la misma persona! —exclamó Francisca—. El señor se guasea; son iguales, menos los rubíes que le han puesto a una, las dos tienen la misma águila, las mismas iniciales por dentro…

No sé si Francisca se daba cuenta del daño que me hacía, pero esbozó una sonrisa que ya no se borró de sus labios.

—¿Cómo la misma águila? Está usted loca. En la que no tiene rubíes sí que hay un águila, pero en la otra es una especie de cabeza de hombre cincelada.

—¿Una cabeza de hombre? ¿Dónde ve eso el señor? Nada más que con mis anteojos vi en seguida que era un ala del águila; coja el señor la lupa y verá la otra ala al otro lado, la cabeza y el pico en el medio. Se ve bien cada pluma. ¡Es un buen trabajo!

La ansiosa necesidad de saber si Albertina me había mentido me hizo olvidar que debía guardar cierta dignidad ante Francisca y negarle el maligno placer que sentía, si no en torturarme, al menos en hacer daño a mi amiga. Jadeaba mientras Francisca fue a buscar la lupa, la cogí, le pedí a Francisca que me indicara el águila en la sortija de rubíes y no le costó mucho hacerme distinguir las alas, estilizadas de la misma manera que en la otra sortija, el relieve de cada pluma, la cabeza. Me hizo observar también unas inscripciones semejantes, a las que verdad es que se añadían otras en la sortija de rubíes. Y en el interior de las dos la inicial de Albertina.

—Pero me extraña que el señor haya tenido necesidad de todo esto para ver que era la misma sortija —me dijo Francisca—. No hace falta mirarlas de cerca para notar que es la misma manera de trabajar el oro, la misma forma. Sólo con verlas habría jurado yo que venían del mismo lugar. Eso se nota igual que la cocina de una buena cocinera.

Y, en efecto, a su curiosidad de doméstica atizada por el odio, y acostumbrada a notar detalles con una terrible precisión, se unía, para ayudarla en este peritaje, la afición que tenía, aquella misma afición, en efecto, que mostraba en la cocina y que quizá avivaba, como observé al ir a Balbec en su manera de vestirse, su coquetería de mujer que fue bonita, que ha mirado las alhajas y los vestidos de las demás. Hubiérame equivocado yo de caja de medicamento y, en vez de tomar unos sellos de veronal un día en que notara que había tomado demasiado té, hubiera tomado en su lugar otros tantos sellos de cafeína y no me habría latido tan fuerte el corazón. Le pedí a Francisca que saliera del cuarto. Hubiera querido ver a Albertina inmediatamente. Al horror de su mentira, a los celos por lo desconocido, se añadía el dolor de que se hubiera dejado hacer así regalos. Cierto que yo le hacía más, pero una mujer a la que sostenemos no nos parece una mujer pagada mientras no sabemos que la pagan otros. Y, sin embargo, puesto que yo no había cesado de gastar en ella tanto dinero, la había tomado a pesar de esta bajeza moral; esta bajeza la había mantenido yo en ella, quizá la había incrementado, quizá la había creado. Después, como tenemos el don de inventar siempre para mecer nuestro dolor, como llegamos, cuando tenemos hambre, a convencernos de que un desconocido va a dejarnos una fortuna de cien millones, imaginé a Albertina en mis brazos, explicándome con una palabra que precisamente por la semejanza de fabricación había comprado la otra sortija, que era ella quien había mandado poner en las dos sus iniciales. Pero esta explicación era también frágil, aún no había tenido tiempo de implantar en mi ánimo sus raíces bienhechoras y mi dolor no se podía calmar tan pronto. Y pensaba que tantos hombres que dicen a los demás que su amante es muy buena sufren torturas semejantes. Mienten a los demás y se mienten a sí mismos. Pero no mienten del todo; gozan con esa mujer horas verdaderamente dulces; mas todo lo que esa amabilidad que tienen para ellos ante sus amigos y que les permite glorificarse de ella, y todo lo que esa amabilidad que tienen solas con su amante y que le permite bendecirlas, cubren horas desconocidas en que el amante ha sufrido, dudado, hecho por doquier inútiles indagaciones por saber la verdad. Que a tales sufrimientos va emparejado el gozo de amar, de embelesarse con las palabras más insignificantes de una mujer, palabras que sabemos insignificantes, pero que tienen el perfume de su olor. En aquel momento yo no podía ya deleitarme en respirar el recuerdo del de Albertina. Aterrado, con las dos sortijas en la mano, miraba aquella águila despiadada cuyo pico me atenazaba el corazón, cuyas alas de plumas en relieve se habían llevado la confianza que yo conservaba en mi amiga y bajo cuyas garras mi espíritu maltrecho no podía escapar un instante a las preguntas persistentes sobre aquel desconocido cuyo nombre simbolizaba el águila pero sin dejarme leerlo, aquel desconocido al que Albertina había amado, seguramente, en otro tiempo y al que, seguramente también, había vuelto a ver no hacía mucho, puesto que fue aquel día tan dulce, tan familiar, del paseo juntos en el Bois, cuando vi por primera vez la segunda sortija, aquella donde el águila parecía mojar el pico en el charco de sangre de los rubíes.

Por lo demás, si, de la mañana a la noche, no dejaba yo de sufrir por la ausencia de Albertina, esto no quiere decir que no pensara más que en ella. Por una parte, como su encanto había ido impregnando desde hacía tiempo diversos objetos que acababan por estar muy lejos de él, pero no por eso menos electrizados por la misma emoción que ella me producía, si algo me hacía pensar en Incarville, o en los Verdurin, o en un nuevo papel de Léa, me asaltaba una ola de sufrimiento. Por otra parte, yo mismo, lo que yo llamaba pensar en Albertina, era pensar en los medios de hacerla volver, de ir a su encuentro, de saber lo que hacía. De suerte que si, durante aquellas horas de martirio incesante, se hubieran podido representar en un gráfico las imágenes que acompañaban a mi sufrimiento, se habrían visto las de la estación de Orsay, de los billetes de banco ofrecidos a madame Bontemps, de Saint-Loup inclinado sobre el pupitre de una estafeta de telégrafos escribiendo un telegrama para mí; nunca la imagen de Albertina. De la misma manera que, en todo el transcurso de nuestra vida, nuestro egoísmo ve constantemente ante sí los fines preciados para nuestro yo, pero no mira jamás a ese mismo que no cesa de considerarlos, así el deseo que rige nuestros actos desciende hacia ellos, pero no asciende a él, bien porque, demasiado utilitario, se precipita a la acción y desdeña el conocimiento, bien por buscar el futuro para corregir las decepciones del presente, bien porque la pereza de la mente le lleve a deslizarse por la pendiente fácil de la imaginación antes que a subir la pendiente abrupta de la introspección[13]. En realidad, en esas horas de crisis en las que nos jugaríamos toda nuestra vida, a medida que la persona de quien depende revela mejor la inmensidad del lugar que ocupa para nosotros, no dejando nada en el mundo que no sea alterado por ella, la imagen de esa persona va decreciendo proporcionalmente hasta no ser ya perceptible. Encontramos en todo el efecto de su presencia por la emoción que sentimos; la persona misma, la causa, no la encontramos en ninguna parte. Durante aquellos días, tan incapaz fui de representarme a Albertina que casi hubiera podido creer que no la amaba, como mi madre, en los momentos de desesperación en los que era incapaz de representarse nunca a mi abuela (excepto una vez en el encuentro fortuito de un sueño cuyo valor sintió de tal modo que, aunque dormida, se esforzó, con las fuerzas que le quedaban en el sueño, por hacerlo durar), habría podido acusarse, y en efecto se acusaba, de no rememorar a su madre, cuya muerte la mataba, pero cuyos rasgos no captaba su recuerdo.

¿Por qué iba a creer yo que a Albertina no le gustaban las mujeres? ¿Porque había dicho, sobre todo en los últimos tiempos, que no le gustaban? Pero ¿no se basaba nuestra vida en una perpetua mentira? Nunca, ni una vez me dijo: «¿Por qué no puedo salir libremente? ¿Por qué preguntas a otros lo que hago?». Pero era en efecto una vida demasiado singular para que no me lo preguntara si no comprendiera por qué. Y ¿no era comprensible que a mi silencio sobre las causas de su enclaustración correspondiera por su parte un mismo y constante silencio sobre sus perpetuos deseos, sus recuerdos innumerables, sus innumerables deseos y esperanzas? Francisca parecía saber que yo mentía cuando aludía a un próximo regreso de Albertina. Y su creencia parecía fundada en algo más que en esa verdad que guiaba generalmente a nuestra doméstica: que a los señores no les gusta verse humillados ante sus servidores y no les hacen conocer de la realidad sino aquello que no se aleja demasiado de una ficción favorable, propia para mantener el respeto. Esta vez la creencia de Francisca parecía fundada en otra cosa, como si ella misma hubiera despertado, mantenido la desconfianza en el ánimo de Albertina, sobreexcitado su enfado, en fin, como si la hubiera llevado al punto en que Francisca podría predecir como inevitable la marcha de mi amiga. Si así era, mi versión de una ausencia momentánea, conocida y aprobada por mí, no podía menos de chocar con la incredulidad de Francisca. Pero su idea de la índole interesada de Albertina, la exageración con la que, en su odio, valoraba el «provecho» que Albertina debía de sacar de mí, podían en cierta medida hacer vacilar su certidumbre. Por eso, cuando yo aludía ante ella, como a una cosa muy natural, al próximo regreso de Albertina, Francisca me miraba a la cara (de la misma manera que, cuando el mayordomo del hotel, para fastidiarla, le leía cambiando las palabras una noticia política que ella vacilaba en creer, por ejemplo, el cierre de las iglesias y la deportación de los curas, Francisca, aun desde el rincón de la cocina y sin poder leer, miraba el periódico instintiva y ansiosamente) como si pudiera ver si estaba verdaderamente escrito, si yo no inventaba.

Pero cuando vio que, después de escribir una larga carta, buscaba la dirección exacta de madame Bontemps, aumentó el miedo de Francisca, hasta entonces tan vago, de que Albertina volviera. Y el susto se tornó verdadera consternación cuando, a la mañana siguiente, Francisca me trajo en el correo una carta en cuyo sobre reconoció la letra de Albertina. Se preguntaba si la marcha de esta no habría sido una simple comedia, suposición que la desolaba doblemente, como si asegurara definitivamente para el porvenir la vida de Albertina en la casa y como si ello fuera para mí, en tanto que amo de Francisca, es decir, para ella misma, la humillación de haber sido engañado por Albertina. Por impaciente que estuviera yo por leer la carta de esta, no pude menos de mirar un instante los ojos de Francisca, de los que había huido toda esperanza, deduciendo de este presagio la inminencia del regreso de Albertina, como un aficionado a los deportes de invierno deduce con alegría que se acercan los fríos al ver que se van las golondrinas. Por fin se fue Francisca, y una vez seguro de que había cerrado la puerta, abrí sin ruido, para no parecer ansioso, la siguiente carta:

«Querido amigo: Gracias por todas las cosas buenas que me dices, estoy a tus órdenes para anular el pedido del Rolls si crees que puedo hacer algo, y yo lo creo. No tienes más que escribirme el nombre de tu intermediario. Tú te dejarías convencer por esa gente que no busca más que una cosa, vender; ¿y qué ibas a hacer con un auto, tú que no sales nunca? Me conmueve mucho que guardes un buen recuerdo de nuestro último paseo. Créeme que, por mi parte, no olvidaré ese paseo doblemente crepuscular (porque se acercaba la noche y porque íbamos a separarnos) y que sólo con la noche completa se borrará de mi mente».

Bien me daba cuenta de que esta última frase no era más que eso, una frase, y que Albertina no podía guardar hasta su muerte un recuerdo tan dulce de aquel paseo en el que, ciertamente, no había sentido ningún placer, puesto que estaba impaciente por dejarme. Pero también admiré lo bien dotada que estaba la ciclista, la golfista de Balbec, que, antes de conocerme, no había leído más que Esther, y pensé con cuánta razón había juzgado yo que en mi casa había adquirido cualidades nuevas que la hacían diferente y más completa. Y así, aquella frase que le dije en Balbec: «Creo que mi amistad te sería muy valiosa, que soy precisamente la persona que podría darte lo que te falta» —se la puse como dedicatoria en una fotografía: «Con la seguridad de ser providencial»—, esta frase, que escribí sin creer en ella y únicamente porque viera ventaja en tratarme y superara el aburrimiento que en ello podía encontrar, esta frase resultaba también cierta; como, en suma, cuando le dije que no quería verla por miedo de amarla. Dije esto porque, al contrario, sabía que en el trato constante mi amor se amortiguaba y que la separación lo exaltaba; pero, en realidad, el trato constante hizo nacer una necesidad de ella infinitamente más fuerte que el amor de los primeros tiempos de Balbec, de suerte que esta frase también resultó cierta.

Pero, en suma, la carta de Albertina no adelantaba nada la situación. No me hablaba más que de escribir al intermediario. Había que salir de aquella situación, acelerar las cosas, y se me ocurrió la siguiente idea. Envié inmediatamente a Andrea una carta en la que le decía que Albertina estaba en casa de su tía, que me sentía muy solo, que me daría una inmensa satisfacción viniendo a pasar unos días en mi casa y que, como no quería ningún tapujo, le rogaba que se lo dijera a Albertina. Y al mismo tiempo escribí a Albertina como si todavía no hubiera recibido su carta:

«Mi querida amiga: Perdóname lo que vas a comprender muy bien; detesto tanto los tapujos que he querido que lo sepas por ella y por mí. Tenerte tan dulcemente conmigo me ha dejado la mala costumbre de no estar solo. Como hemos decidido que no volverías, he pensado que la persona que mejor te sustituiría, porque cambiaría menos para mí, porque te recordaría más, era Andrea, y le he pedido que venga. Para que la cosa no parezca demasiado brusca, le he hablado de unos días, pero, entre nosotros, creo que esta vez es para siempre. ¿No te parece que tengo razón? Ya sabes que vuestro grupito de muchachas de Balbec ha sido siempre la célula social que más prestigio ha tenido para mí, el grupo al que más me gustó agregarme. Sin duda ese prestigio actúa todavía. Puesto que la fatalidad de nuestros caracteres y la desdicha de la vida han querido que mi pequeña Albertina no pudiera ser mi mujer, creo que tendré de todos modos una mujer en Andrea, no tan encantadora, pero que acaso, por mayores conformidades naturales, podrá ser más feliz conmigo».

Pero después de echar esta carta al correo me asaltó de pronto la sospecha de que, cuando Albertina me escribió: «Me habría encantado volver si me lo hubieras escrito directamente», no me lo había dicho sino porque no se lo había escrito directamente y que, si lo hubiera hecho, no habría vuelto tampoco, la idea de que le gustaría saber a Andrea en mi casa y que después fuera mi mujer, con tal de que ella, Albertina, quedara libre; porque ahora, desde hacía ocho días, podía entregarse a sus vicios, destruyendo las precauciones de cada hora que yo había tomado durante seis meses en París y que resultaron inútiles, puesto que en estos ocho días Albertina habría hecho lo que, minuto por minuto, había impedido yo. Pensaba que probablemente estaba lejos, haciendo mal uso de su libertad, y sin duda esta idea me entristecía; pero era una idea general, que no me mostraba nada particular y por el número indefinido de amantes posibles que me hacía suponer, no me permitía fijarme en ninguna, llevando mi mente a una especie de movimiento perpetuo no exento de dolor, pero de un dolor que, por falta de imagen concreta, era soportable. Mas dejó de serlo y se tornó atroz cuando llegó Saint-Loup.

Pero antes de decir por qué me dolieron tanto las palabras que me dijo, debo contar un incidente ocurrido inmediatamente antes de su visita y cuyo recuerdo me alteró después de tal manera que amortiguó, si no la penosa impresión que me produjo mi conversación con Saint-Loup, al menos su importancia práctica. El incidente consistió en esto. Ardiendo de impaciencia por ver a Saint-Loup, le estaba esperando en la escalera (cosa que no habría podido hacer si hubiera estado en casa mi madre, pues era lo que más le disgustaba en el mundo después de «hablar por la ventana»), cuando oí las palabras siguientes:

—Pero ¿no sabe usted hacer que despidan a una persona que le disgusta? No es difícil. No tiene más que, por ejemplo, esconder las cosas que esa persona tiene que traer; entonces, cuando los señores tienen prisa, le llaman, no encuentra nada, pierde la cabeza; mi tía le dirá a usted, furiosa con él: «Pero ¿qué es lo que está haciendo?». Cuando llegue, por fin, todo el mundo estará furioso y él ya no hará lo que tiene que hacer. A las cuatro o cinco veces de repetirse esto, ya puede estar usted seguro de que le despedirán, sobre todo si usted se cuida de manchar con disimulo las cosas que él debe llevar limpias, y otros mil trucos por el estilo.

Enmudecí de asombro, pues estas palabras maquiavélicas y crueles las pronunciaba la voz de Saint-Loup. Yo le había considerado siempre tan buena persona, tan compasivo con los humildes, que aquello me hizo el efecto como si recitara un papel de Satanás; pero seguramente no hablaba en su nombre, no podía ser.

—Pero todo el mundo tiene que ganarse la vida —dijo su interlocutor, al que vi entonces, y que era un criado de la duquesa de Guermantes.

—¿Y qué diablos le importa si a usted todo le va bien? —replicó, malévolo, Saint-Loup—. Además tendrá usted el gusto de tener un cabeza de turco. Puede muy bien volcarle el tintero en la librea cuando vaya a servir una comida de gala, en fin, no dejarle en paz ni un minuto, hasta que opte por marcharse. Además yo empujaré la rueda, le diré a mi tía que admiro la paciencia que tiene usted sirviendo con semejante bruto.

Salí y Saint-Loup se me acercó, pero después de lo que acababa de oír, tan diferente de lo que yo le conocía, mi confianza en él disminuyó mucho. Y pensaba si una persona capaz de obrar tan cruelmente con un desdichado no habría representado el papel de un traidor para mí en su misión cerca de madame Bontemps. Cuando se marchó, esta reflexión me sirvió sobre todo para que su fracaso no me pareciese una prueba de que yo no podía lograr mi deseo. Pero mientras estuvo conmigo, pensaba en el Saint-Loup de antes, y sobre todo en el amigo que acababa de dejar a madame Bontemps. Lo primero que me dijo fue:

—Te parece que debía haberte telefoneado más, pero siempre me decían que no estabas libre.

Pero lo que me causó un sufrimiento insoportable fue cuando me dijo:

—Bueno, empezando por mi último telegrama, te diré que, después de pasar por una especie de cobertizo, entré en la casa y, al final de un pasillo muy largo, me hicieron entrar en un salón.

A estas palabras de cobertizo, de pasillo, de salón y aun antes de que Saint-Loup acabara de pronunciarlas, mi corazón sufrió una sacudida más rápida que la de una corriente eléctrica, pues la fuerza que en un segundo da más vueltas en torno a la tierra no es la electricidad, es el dolor. ¡Cuántas veces repetí, renovando el choque a placer, aquellas palabras de cobertizo, de pasillo, de salón, cuando Saint-Loup se fue! En un cobertizo se puede esconder una persona con una amiga. Y ¿quién sabe lo que hacía Albertina en aquel salón cuando no estaba su tía? Pero ¿es que yo me había figurado que la casa dónde vivía Albertina no podía tener ni cobertizo ni salón? No, no me la había figurado de ninguna manera, o me la había figurado vagamente. Ya había sufrido una vez cuando se individualizó geográficamente el lugar donde estaba, cuando me enteré de que, en vez de estar en dos o tres lugares posibles, estaba en Turena; aquellas palabras de su portera marcaron en mi corazón como en un mapa el punto donde había al fin que sufrir. Pero, una vez acostumbrado a la idea de que estaba en una casa de Turena, no había visto la casa; jamás había surgido en mi imaginación aquella horrible idea de salón, de cobertizo, de pasillo, que ahora me parecían, frente a mí en la retina de Saint-Loup, que las había visto, aquellas piezas en las que Albertina iba y venía, vivía, aquellas piezas en particular y no una infinidad de piezas posibles que se destruían una a otra. Con las palabras de cobertizo, de pasillo, de salón, vi la locura de haber dejado a Albertina ocho días en aquel lugar maldito cuya existencia (y no simple posibilidad) acababa de serme revelada. Cuando, ¡oh dolor!, Saint-Loup me dijo también que en aquel salón había oído cantar a voz en grito en una habitación contigua y que era Albertina quien cantaba, comprendí con desesperación que Albertina, libre por fin de mí, era feliz. Había reconquistado su libertad. ¡Y yo que pensaba que iba a venir a ocupar el lugar de Andrea! Mi dolor se tornó en ira contra Saint-Loup.

—Lo único que te pedí fue que evitaras que ella se enterara de tu llegada.

—¡Te creerás que era fácil! Me aseguraron que no estaba. Ya sé que no estás contento de mí, lo noté muy bien en tus telegramas. Pero no eres justo, hice lo que pude.

Ahora que está otra vez suelta, fuera de la jaula donde, en mi casa, pasaba yo días enteros sin hacerla ir a mi cuarto, había recobrado para mí todo su valor, había vuelto a ser aquella a la que todo el mundo seguía, el pájaro maravilloso de los primeros días.

—En fin, resumiendo. En cuanto al dinero, no sé qué decirte, la mujer con quien hablé me pareció tan delicada que temí ofenderla. Pero no hizo ascos cuando hablé de dinero. Y hasta un poco después me dijo que la conmovía ver lo bien que nos entendíamos. Sin embargo, todo lo que dijo luego era tan delicado, tan elevado, que me parecía imposible que aquello de que nos entendíamos tan bien lo hubiera dicho por el dinero que le ofrecía, pues en el fondo yo estaba obrando como un patán.

—Pero quizá no entendió bien, debías habérselo repetido, pues entonces seguramente habría salido bien la cosa.

—Pero ¿cómo no iba a entenderlo? Se lo dije como te lo estoy diciendo a ti, y no es ni sorda ni tonta.

—¿Hizo alguna observación?

—Ninguna.

—Debías habérselo repetido.

—¿Cómo quieres que se lo repitiera? Nada más entrar y ver su aspecto pensé que te habías equivocado, que me hacías meter la pata hasta el corvejón, y era terriblemente difícil ofrecerle dinero de aquel modo. Sin embargo, lo hice por obedecerte, convencido de que me iba a echar a la calle.

—Pero no lo hizo. Luego no había entendido y había que volver a empezar, o podías continuar sobre el tema.

—Eso lo dirás tú, que no había entendido, porque estás aquí, pero te repito que si hubieras asistido a nuestra conversación, no había ningún ruido, lo dije brutalmente y no es posible que no lo entendiera.

—Pero bueno, ¿está bien convencida de que siempre pensé casarme con su sobrina?

—No, si quieres que te diga mi opinión, esa señora no creía que tuvieses la menor intención de casarte. Me dijo que tú mismo habías dicho a su sobrina que querías dejarla. Ni siquiera sé si ahora está convencida de que quieras casarte con ella.

Esto me tranquilizaba un poco, pensando que no estaba tan humillado; luego todavía podía ser amado, tenía más libertad para dar un paso decisivo. Sin embargo, estaba contrariadísimo.

—Siento mucho ver que no estás contento.

—Sí, estoy conmovido, agradecido a tu gentileza, pero me parece que hubieras podido…

—Lo he hecho lo mejor que podía. Ningún otro hubiera podido hacer más, ni siquiera tanto. Prueba a ver.

—Pero lo malo es que no puedo. Si hubiera sabido, no te habría mandado, pero el fracaso de tu gestión me impide hacer otra.

Esto era un reproche: había intentado hacerme un favor y no lo había conseguido. Saint-Loup se cruzó, al marcharse, con unas muchachas que entraban. Y antes había supuesto yo frecuentemente que Albertina conocía a muchachas en el país, pero ahora me torturaba esto por primera vez. Hay que creer que la naturaleza ha conferido a nuestro espíritu el don de segregar un contraveneno natural que destruye las suposiciones que nos hacemos a la vez sin tregua y sin peligro; pero contra aquellas muchachas que Saint-Loup encontró nada me inmunizaba. Mas ¿no eran precisamente estos detalles lo que yo había querido averiguar sobre Albertina a través de quién fuera? ¿No fui yo quien, para conocerlos más exactamente, pedí a Saint-Loup, reclamado por su coronel, que pasara a toda costa por mi casa? ¿No fui yo quien los buscó, yo, o más bien mi dolor hambriento, ansioso de crecer y de nutrirme de ellos? Finalmente Saint-Loup me dijo que había tenido la buena sorpresa de encontrarse cerca de allí a una antigua amiga de Raquel, una bonita actriz que estaba pasando una temporada en las inmediaciones, única cara conocida y que le recordó el pasado. Y el nombre de esta actriz bastó para que yo pensase: «Quizá es con esa»; y esto fue suficiente para ver, en los brazos mismos de una mujer que yo no conocía, a Albertina sonriente y roja de placer. Y en el fondo, ¿por qué no había de ser así? ¿Acaso me había reprochado yo pensar en mujeres desde que conocí a Albertina? La noche en que estuve por primera vez en casa de la princesa de Guermantes, cuando entré, ¿no lo hice pensando, mucho más que en esta, en la muchacha de que me había hablado Saint-Loup y que iba a las casas de citas y en la doncella de madame Putbus? ¿No fue por esta por quién volví a Balbec? Más recientemente, buena gana que tenía de ir a Venecia: ¿por qué no iba a tener Albertina ganas de ir a Turena? Sólo que, en el fondo, ahora me daba cuenta, yo no la habría dejado, no habría ido a Venecia. Y hasta en lo hondo de mí mismo, mientras pensaba: «La dejaré pronto», sabía que no la dejaría nunca, lo mismo que sabía que nunca me pondría a trabajar ni a vivir una vida higiénica; en fin, todo lo que, cada día, me prometía hacer al día siguiente. Pero, fuere lo que fuere lo que yo creyese en el fondo, me había parecido más hábil hacerla vivir bajo la amenaza de una perpetua separación. Y seguramente, con mi detestable habilidad, la había convencido demasiado bien. En todo caso, esto ya no podía seguir así, no podía dejarla en Turena con aquellas muchachas, con aquella actriz; no podía soportar la idea de aquella vida que se me escapaba. Esperaría su respuesta a mi carta: si Albertina obraba mal, qué le íbamos a hacer, un día más o menos importaba poco (y quizá yo lo pensaba porque, habiendo perdido ya la costumbre de que me diera cuenta de cada uno de sus minutos, uno sólo de los cuales que ella pasara libre me habría enloquecido, mis celos no tenían ya la misma división del tiempo). Mas en cuanto recibiera su respuesta, si no volvía iría yo a buscarla; de grado o por fuerza, la arrancaría a sus amigas. Por otra parte, ¿no sería mejor que fuese yo mismo, ahora que había descubierto la maldad de Saint-Loup, que hasta entonces yo no sospechara? Quién sabe si no había organizado toda una trama para separarme de Albertina.

Es porque yo había cambiado, porque entonces no podía suponer qué causas naturales me llevarían un día a esta situación excepcional, pero ¡cómo mentiría yo ahora si le escribiera, como le decía en París, que deseaba que no le ocurriera nada! ¡Ah!, si le ocurriera algo, en vez de estos celos incesantes que me envenenaban la vida encontraría inmediatamente, si no la felicidad, al menos la calma por la supresión del sufrimiento.

La ¿supresión del sufrimiento? ¿Acaso he podido creerlo alguna vez, creer que la muerte no hace sino borrar lo que existe y dejar el resto incólume, que suprime el dolor en el corazón de aquel para quién la existencia del otro no es más que una causa de penas, que suprime el dolor y no pone nada en su lugar? ¡La supresión del dolor! Recorriendo los sucesos de los periódicos, lamentaba yo no tener valor para formular el mismo deseo que Swann. Si Albertina hubiera podido sufrir un accidente, viva, tendría yo un pretexto para correr hacia ella; muerta, recobraría, como decía Swann, la libertad de vivir. ¿Lo creía yo así? Él, aquel hombre tan inteligente y que creía conocerse tan bien, lo creyó. ¡Qué poco sabemos lo que tenemos en el corazón! Poco después, de haber vivido Swann, ¡cómo hubiera podido demostrarle yo que su deseo, a más de criminal, era absurdo, que la muerte de la mujer que amaba no le hubiera liberado de nada!

Renuncié a todo orgullo ante Albertina, le mandé un telegrama desesperado pidiéndole que volviera en las condiciones que fueran, que haría todo lo que quisiera, que sólo pedía besarla un minuto tres veces por semana antes de acostarse. Y aunque ella dijera: una vez nada más, yo aceptaría una vez.

Nunca volvió. Nada más salir mi telegrama, recibí uno. Era de madame Bontemps. El mundo no se crea de una sola vez para cada uno de nosotros. En el transcurso de la vida se van añadiendo cosas que no sospechábamos. ¡Ah!, no fue la supresión del dolor lo que me produjeron las dos primeras líneas del telegrama: «Pobre amigo mío, nuestra pequeña Albertina ya no existe, perdóneme que le diga esta cosa horrible, usted que tanto la amaba. Su caballo la tiró contra un árbol en un paseo. Todo lo que hemos hecho por salvarla ha sido inútil. ¡Ojalá hubiera muerto yo en su lugar!». No, no fue la supresión del dolor sino un dolor desconocido, el dolor de saber que no volvería. Pero ¿no me había dicho yo varias veces que acaso no volviera? Sí, me lo había dicho, pero ahora me daba cuenta de que ni por un momento lo había creído. Como tenía necesidad de su presencia, de sus besos para soportar el daño que me hacían mis sospechas, desde Balbec había tomado la costumbre de estar siempre con ella. Incluso cuando ella había salido, cuando estaba solo, seguía besándola. Y la besaba también cuando se fue a Turena. Más que su fidelidad, necesitaba su retorno. Y si mi razón podía impunemente ponerlo alguna vez en duda, mi imaginación no dejaba ni un momento de representármelo. Instintivamente me pasaba la mano por el cuello, por los labios, que se veían besados por ella desde que se marchó y que ya nunca más lo serían; me pasaba la mano por ellos, como me acariciaba mi madre cuando murió mi abuela, diciéndome: «Pobrecito mío, ya nunca más te besará tu abuela, que tanto te quería». Toda mi vida futura quedaba arrancada de mi corazón. ¿Mi vida futura? Pero ¿no había pensado a veces vivirla sin Albertina? ¡No! ¿Luego le había consagrado desde hacía mucho tiempo todos los momentos de mi vida hasta mi muerte? ¡Claro que sí! Este porvenir indisoluble de ella yo no había sabido verle, mas ahora que acababa de ser descubierto sentía el lugar que ocupaba en mi corazón desgarrado. Entró en mi cuarto Francisca, que no sabía nada aún; le grité furibundo:

—¿Qué pasa?

Entonces (a veces hay palabras que ponen una realidad diferente en el mismo lugar que la que está frente a nosotros, palabras que nos aturden como un vértigo):

—Señor, no tiene por qué enfadarse. Al contrario, se va a poner muy contento. Son dos cartas de la señorita Albertina.

Más tarde me di cuenta de que debía de tener unos ojos de loco. Ni siquiera estaba contento, ni incrédulo: estaba como quien ve el mismo sitio de su cuarto ocupado por un canapé y por una gruta. Ya nada le parece real y se derrumba al suelo. Las dos cartas de Albertina debió de escribirlas poco antes del paseo en el que murió. La primera decía:

«Querido amigo: Te agradezco la prueba de confianza que me das diciéndome que piensas llevar a Andrea a tu casa, estoy segura de que aceptará encantada y creo que será una suerte para ella. Como es lista, sabrá aprovechar la compañía de un hombre como tú y la admirable influencia que sabes ejercer sobre una persona. Creo que esa idea que has tenido puede ser tan beneficiosa para ella como para ti. De modo que, si opusiera la menor sombra de dificultad (cosa que no creo), telegrafíame, que ya me encargaré yo de convencerla».

La segunda estaba fechada un día más tarde. En realidad debió de escribirlas a poca distancia una de otra, puede que al mismo tiempo, retrasando la fecha de la primera. Pues, todo el tiempo, yo había imaginado en el absurdo sus intenciones, suponiendo que eran volver conmigo, y cualquiera que no tuviera nada que ver en el asunto, un hombre sin imaginación, el negociador de un tratado de paz, el comerciante que examina una transacción, las hubieran juzgado mejor que yo. La segunda carta no contenía más que estas palabras:

«¿Será demasiado tarde para que yo vuelva a tu casa? Si todavía no has escrito a Andrea, ¿me aceptarías? Me inclinaré ante tu decisión y te suplico que no tardes en comunicármela, ya puedes pensar con qué impaciencia la espero. Si decides que vuelva tomaré el tren inmediatamente. Tuya, de todo corazón, Albertina».

Para que la muerte de Albertina hubiera podido suprimir mis sufrimientos, habría sido preciso que el choque la matara no sólo en Turena, sino en mí. En mí nunca estuvo tan viva. Para que un ser entre en nosotros tiene que tomar la forma, adaptarse al marco del tiempo; como no se nos aparece más que en minutos sucesivos, nunca puede presentarnos de él sino un solo aspecto a la vez, entregarnos una sola fotografía. Gran debilidad, sin duda, para un ser, consistir en una simple colección de momentos; gran fuerza también; depende de la memoria, y la memoria de un momento no sabe todo lo que pasó después; ese momento que la memoria registró dura todavía, vive aún, y con él el ser que en él se perfilaba. Y ese desmenuzamiento no sólo hace que la muerte viva: la multiplica. Para consolarme hubiera tenido que olvidar no a una, sino a innumerables Albertinas. Cuando hubiera llegado a soportar la pena de haber perdido a esta, tendría que volver a empezar con otra, con otras cien.

Mi vida cambió por entero. Lo que había hecho su dulzura, y no por causa de Albertina, sino paralelamente a ella, cuando estaba solo, era precisamente el perpetuo renacer de momentos antiguos a la llamada de momentos idénticos. El rumor de la lluvia me traía el olor de las lilas de Combray; la movilidad del sol en el balcón, las palomas de los Champs Elysées; los ruidos ensordecedores en el calor de la mañana, el frescor de las cerezas; el rumor del viento y el retorno de Pascuas, el deseo de Bretaña o de Venecia. Llegaba el verano, los días eran largos, hacía calor. Era el tiempo en que, muy de mañana, alumnos y profesores van a los parques públicos a preparar bajo los árboles las últimas lecciones, para recoger la postrera gota de frescor que deja caer un cielo menos ardiente que en el centro del día, pero ya también estérilmente puro. Desde mi habitación oscura, con un poder de evocación igual al de antes, pero que ya sólo me daba sufrimiento, sentía que fuera, en el aire pesado, el sol declinante ponía en la verticalidad de las casas, de las iglesias, una mancha leonada. Y si Francisca, al volver, desordenaba sin querer los pliegues de las grandes cortinas, yo sofocaba un grito al desgarrón que acababa de hacer en mí aquel rayo de sol antiguo que me había hecho encontrar bella la fachada nueva de Bricqueville l’Orgueilleuse cuando Albertina me dijo: «Está restaurada». No sabiendo cómo explicar a Francisca mi suspiro, le decía: «¡Ah!, tengo sed». Francisca salía, entraba, pero yo me volvía violentamente, bajo la dolorosa descarga de uno de los mil recuerdos invisibles que a cada momento estallaban en la sombra en torno mío: acababa de ver que Francisca traía sidra y cerezas, aquella sidra y aquellas cerezas que un mozo de granja nos trajo al coche en Balbec, especies con las que, en otro tiempo, habría comulgado yo lo más perfectamente, con el arco iris de los comedores oscuros en los días ardientes. Entonces pensé por primera vez en la granja de Ecorres y me dije que, algunos días en que Albertina me decía en Balbec que no estaba libre y que tenía que salir con su tía, acaso estaba con una amiga en una granja que ella sabía que no entraba en mis costumbres y donde, mientras yo me paraba en Marie-Antoinette y me decían: «Hoy no la hemos visto», ella empleaba con su amiga las mismas palabras que conmigo cuando salíamos juntos: «No se le ocurrirá buscarnos aquí, y así estaremos tranquilas». Yo le decía a Francisca que cerrara las cortinas para no ver aquel rayo de sol. Pero el rayo de sol seguía filtrándose, igual de corrosivo, en mi memoria. «No me gusta, está restaurada, pero mañana iremos a Saint-Martin-le-Vetu, pasado mañana a…». Mañana, pasado mañana, era un porvenir de vida común, quizá para siempre, que comienza; mi corazón se lanza hacia él, pero ya no está allí, Albertina ha muerto.

Le pregunté a Francisca qué hora era. Las seis. Por fin, a Dios gracias, iba a desaparecer aquel calorazo del que en otro tiempo me quejaba con Albertina y que tanto nos gustaba. Se acababa el día. Pero ¿qué adelantaba yo con que se acabara? Venía el fresco del atardecer, era la puesta del sol; en mi memoria, al final de un camino que tomábamos juntos para volver, vislumbraba yo, más allá del último pueblo, como una estación distante, inaccesible para la noche, aunque parásemos en Balbec, siempre juntos. Juntos entonces, ahora había que pararse en seco ante ese mismo abismo: ella había muerto. Ya no bastaba cerrar las cortinas, yo intentaba cerrar los ojos y los oídos de mi memoria para no volver a ver aquella franja anaranjada del poniente, para no oír aquellos invisibles pájaros que se contestaban de un árbol a otro a cada lado mío que tan tiernamente abrazaba entonces la que ahora estaba muerta. Procuraba evitar aquellas sensaciones que daban la humedad de las hojas en el atardecer, la subida y el descenso de las veredas empinadas. Pero estas sensaciones me habían llevado lo bastante lejos del momento actual para que hubiera todo el retroceso, todo el impulso necesario para herirme de nuevo la idea de que Albertina estaba muerta. ¡Ah!, nunca, nunca más entraría en un bosque, nunca más pasearía entre árboles. Pero ¿acaso las grandes llanuras me serían menos crueles? ¡Cuántas veces atravesé para ir a buscar a Albertina, cuántas veces volví a seguir, a la vuelta con ella, la gran llanura de Cricqueville, ora con tiempo brumoso en el que la inundación de la niebla nos daba la ilusión de estar rodeados de un inmenso lago, ora en noches límpidas en que la luna, desmaterializando la tierra, hacía que pareciera, a dos pasos, celestial como, de día, sólo lo es en la lejanía, circundaba los campos, los bosques, asimilándolos con el firmamento en el ágata arborizada de un solo azur!

Francisca debía de estar contenta con la muerte de Albertina, y hay que hacerle la justicia de reconocer que, con una especie de conveniencia y de tacto, no simulaba tristeza. Pero las leyes no escritas de su antiguo odio y su tradición de campesina medieval que llora como en las canciones de gesta eran más antiguas que su odio a Albertina y hasta a Eulalia. Así ocurrió uno de aquellos atardeceres que, como yo no disimulaba bastante rápidamente mi dolor, percibió mis lágrimas con aquel su instinto de antigua aldeanita que antaño le hiciera capturar y hacer sufrir a los animales, no sentir sino alegría estrangulando a los pollos y cociendo vivas las langostas, y cuando yo estaba enfermo, observando, como las heridas que ella infligía a una lechuza, mi mala cara, yendo luego a contarlo en un tono fúnebre y como un presagio de desgracia. Pero su «costumbre» de Combray no le permitía tomar a la ligera las lágrimas, la pena, cosas que consideraba tan funestas como quitarse la prenda de abrigo y comer sin gana. «¡Oh, no, señor, no hay que llorar así, le va a hacer daño!». Y, queriendo que dejara de llorar, parecía tan asustada como si yo estuviera chorreando sangre. Desgraciadamente adopté un gesto tan frío que cortó en seco las efusiones que ella preparaba y que, por lo demás, quizá fueran sinceras. Acaso le ocurría con Albertina como con Eulalia, y ahora que mi amiga no podía sacar de mí ningún provecho, Francisca habría dejado de odiarla. De todos modos puso empeño en demostrar que se daba muy bien cuenta de que yo estaba llorando y, sólo por seguir el funesto ejemplo de los míos, no quería «que se viera». «No llore, señor —me dijo, esta vez en un tono más calmoso, y más bien por demostrar su clarividencia que por manifestarme su compasión. Y añadió—: Tenía que ocurrir, era demasiado feliz; la pobre no supo apreciar su felicidad».

¡Cuánto tarda en morir el día en esas desmesuradas tardes de verano! Un pálido fantasma de la casa de enfrente seguía indefinidamente acuarelando en el cielo su persistente blancura. Por fin anochecía en el piso, yo tropezaba con los muebles de la antesala, pero en la puerta de la escalera, en medio de la oscuridad que yo creía total, la parte encristalada estaba traslúcida y azul, de un azul de flor, de un azul de ala de insecto, de un azul que me habría parecido como un cuchillo, un corte supremo que, con su crueldad infatigable, me traía aún el día.

Pero por fin llegaba la oscuridad completa; mas entonces me bastaba ver una estrella junto a un árbol del patio para recordarme nuestras salidas en coche, después de cenar, a los bosques de Chantepie, tapizados de luna. Y hasta en las calles me ocurría aislar sobre el respaldo de un banco, recoger la pureza natural de un rayo de luna en medio de las luces artificiales de París, de un París sobre el que hacía reinar poniendo por un momento, para mi imaginación, la ciudad en la naturaleza, con el silencio infinito de los campos evocados, el recuerdo doloroso de los paseos que había hecho con Albertina. ¡Ah!, ¿cuándo terminaría la noche? Mas al primer frescor del alba me entristecía, porque me traía la dulzura de aquel verano en el que, de Balbec a Incarville, de Incarville a Balbec, tantas veces nos habíamos acompañado uno a otro hasta el amanecer. Ya sólo una esperanza me quedaba —una esperanza mucho más desgarradora que un miedo—: Olvidar a Albertina. Sabía que un día la olvidaría, bien había olvidado a Gilberta, a madame de Guermantes; bien había olvidado a mi abuela. Y nuestro más justo y más cruel castigo por ese olvido tan total, apacible como el de los cementerios, por ese olvido que nos separa de los que ya no amamos, es que ese mismo olvido lo entrevemos como inevitable en cuanto a las personas que amamos todavía. A decir verdad, sabemos que es un estado no doloroso, un estado de indiferencia. Pero como no podemos pensar a la vez en lo que éramos y en lo que seremos, yo pensaba con desesperación en todo ese tegumento de caricias, de besos, de sueños amigos, de todo eso que muy pronto nos van a quitar. El impulso de aquellos recuerdos tan tiernos, viniendo a romperse contra la idea de que Albertina estaba muerta, me oprimía con el entrechoque de unas corrientes tan opuestas que no podía permanecer inmóvil; me levantaba, pero de pronto me paraba, derribado; el mismo amanecer que veía cuando acababa de dejar a Albertina, radiante aún, caliente aún de sus besos, acababa de sacar por encima de las cortinas su hoja ahora siniestra cuya blancura fría, implacable y compacta me daba como una puñalada.

Pronto comenzarían los ruidos de la calle, permitiendo leer en la escala cualitativa de sus sonoridades el grado del calor creciente en que resonarían. Mas en este calor que unas horas después se impregnaría de olor a cerezas, lo que yo encontraba (como en un medicamento en el que la sustitución de uno de sus componentes por otro basta para hacer, de un euforizante y de un excitante que era, un deprimente) no era ya el deseo de las mujeres, sino la angustia de la partida de Albertina. Además el recuerdo de todos mis deseos estaba tan impregnado de ella, y de sufrimiento, como el recuerdo de los placeres. A aquella Venecia donde yo había creído que su presencia me importunaría (sin duda porque sentía confusamente que me sería necesaria), ahora que Albertina ya no estaba prefería no ir. Albertina me había parecido un obstáculo interpuesto entre mí y todas las cosas porque era para mí su continente y era de ella, como de un vaso, de quien podía recibirlas. Ahora que el vaso se había roto ya no me sentía con valor para cogerlas y no había ni una sola de la que no me apartase, abatido prefiriendo no probarlas. De suerte que mi separación de ella no me abría en modo alguno el campo de los placeres posibles que había creído cerrado para mí por su presencia. Además, el obstáculo que quizá su presencia había sido, en efecto, para mis viajes, para mis goces de la vida, lo único que había hecho, como ocurre siempre, era tapar los demás obstáculos, que reaparecían intactos ahora que el otro había desaparecido. De esta misma manera, cuando, en otro tiempo, una visita amable me impedía trabajar, si al día siguiente me quedaba solo, no por eso trabajaba más. Si una enfermedad, un duelo, un caballo desbocado nos hacen ver la muerte de cerca, cuánto gozaríamos de todo eso que vamos a perder. Y una vez pasado el peligro lo que encontramos de nuevo es la misma vida monótona en la que nada de aquello existía para nosotros.

Esas noches tan cortas duran poco. Volvería el invierno, en el que ya no tendría que temer el recuerdo de las excursiones con ella hasta el alba demasiado temprana. Pero ¿no me traerían las primeras heladas, conservado en su hielo, el germen de mis primeros deseos, cuando mandaba a buscarla a media noche, pues el tiempo me parecía demasiado largo hasta su llamada, aquella llamada que ahora podría esperar eternamente en vano? ¿No me traerían el germen de mis primeras inquietudes cuando, dos veces, creí que no volvería? En aquel tiempo la veía de tarde en tarde; pero hasta aquellos intervalos entre sus visitas que hacían surgir a Albertina, al cabo de unas semanas, del seno de una vida desconocida que yo no intentaba poseer, aseguraban mi tranquilidad impidiendo que las veleidades de mis celos, continuamente interrumpidas, se aglomeraran, formaran bloque en mi corazón. Aquellos intervalos, tan calmantes que fueron en aquel tiempo, ahora, retrospectivamente, estaban llenos de dolor desde que había dejado de serme indiferente lo que, en su duración, pudiera ella haber hecho, ahora que ya no podría recibir ninguna visita de ella; de suerte que aquellas noches de enero en que venía, y que por eso me eran tan dulces, ahora me insuflarían en su agudo cierzo una inquietud que entonces no conocía y me traerían, pero ya pernicioso, el primer germen de mi amor, conservado en su hielo. Y pensando que volvería a empezar aquel tiempo frío que, desde Gilberta y mis juegos en los Champs-Elysées, tanto me entristeciera siempre; cuando pensaba que volverían aquellos atardeceres semejantes a aquel atardecer, a aquel atardecer de nieve en que toda una noche esperé vanamente a Albertina, entonces, como un enfermo del pecho que se pone en el punto de vista del cuerpo, por su pecho, yo, moralmente, en aquellos momentos lo que más temía para mi dolor, para mi corazón, era el retorno de los grandes fríos, y me decía que quizá lo más duro que había que pasar sería el invierno.

Como el recuerdo de Albertina estaba unido a todas las estaciones tendría que haberlas olvidado todas, aunque luego hubiera de recomenzar a conocerlas, como un viejo adolecido de hemiplejía aprende de nuevo a leer; tendría que renunciar a todo el universo. Sólo una verdadera muerte de mí mismo, decía, podría consolarme de la suya (pero es imposible). No pensaba que la muerte de uno mismo no es ni imposible ni extraordinaria; se consuma independientemente de nuestra voluntad, y aun contra nuestra voluntad, cada día. Y padecería la repetición de todos esos días que no solamente la naturaleza, sino circunstancias artificiales, un orden más convencional, introducen en una estación. Pronto llegaría la fecha en que, el otro verano, fui a Balbec, y en que mi amor, no inseparable todavía de los celos y que no se preocupaba de lo que Albertina hiciera todo el día, había de sufrir tantas evoluciones, antes de llegar a ser, tan diferente, el de los últimos tiempos, que este año final en que comenzó a cambiar y en que acabó el destino de Albertina me parecía colmado, diverso, vasto como un siglo. Después sería el recuerdo de días posteriores, pero en años anteriores, los domingos de mal tiempo, en los que, sin embargo, todo el mundo había salido, en el vacío de la tarde, cuando el ruido del viento y de la lluvia me hubieran invitado a quedarme «filosofando bajo los tejados», ¡con qué ansiedad vería aproximarse la hora en que Albertina, tan poco esperada, había venido a verme, me había acariciado por primera vez, interrumpiéndose por Francisca, que traía la lámpara, en aquel tiempo dos veces muerto en que era Albertina la que sentía curiosidad por mí, en que mi cariño a ella podía legítimamente tener tanta esperanza! Aun en una estación más adelantada, aquellas tardes gloriosas en que los oficios, los pensionados entreabiertos como capillas, bañados de un polvo dorado, coronan la calle de esas semidiosas que, charlando no lejos de nosotros con sus compañeras, nos inspiran la fiebre de penetrar en su existencia mitológica, no me recordaban ya más que el cariño de Albertina que, junto a mí, era un impedimento para acercarme a ellas.

Por otra parte, al recuerdo de las horas, aun de las puramente naturales, se sumaba forzosamente el paisaje moral que hace de ellas algo único. Cuando, más tarde, oyera el cuerno del cabrero, en el primer buen tiempo, casi italiano, el mismo día mezclaría sucesivamente a su luz la ansiedad de saber a Albertina en el Trocadero, quizá con Léa y las dos muchachas, después la dulzura familiar y doméstica, casi como de una esposa, que entonces me parecía pesada y que Francisca iba a traerme. Aquel mensaje telefónico de Francisca que me transmitió el homenaje obediente de Albertina volviendo con ella, había creído que me enorgullecía. Me equivocaba. Si me encantó fue porque me hacía sentir que mi amada era muy mía, que no vivía sino por mí y, aun a distancia, sin necesidad de ocuparme de ella, me consideraba su esposo y su dueño, volviendo a casa a una señal mía. Y así, aquel mensaje telefónico fue una parcela de dulzura venida de lejos, emitida desde aquel barrio del Trocadero donde resultó que había para mí manantiales de felicidad que me enviaban tranquilizantes moléculas, bálsamos calmantes, devolviéndome al fin una tan dulce libertad de espíritu que ya no tuve más que esperar —entregándome sin la restricción del menor cuidado a la música de Wagner— la llegada segura de Albertina, esperarla sin fiebre, sin ninguna impaciencia, allí donde no supe reconocer la felicidad. Y la causa de aquella felicidad de que volviera, de que obedeciera y me perteneciera, estaba en el amor, no en el orgullo. Ahora no me importaría nada tener a mis órdenes cincuenta mujeres volviendo a una señal mía no ya del Trocadero, sino de las Indias. Pero aquel día, sintiendo a Albertina, que, mientras yo estaba solo tocando el piano, volvía dócilmente a mí, respiré, diseminada como un polvillo en el sol, una de esas sustancias que, así como otras son saludables para el cuerpo, hacen bien al alma. Después fue la llegada de Albertina transcurrida una hora, luego el paseo con ella, llegada y paseo que yo creí fastidiosos porque iban acompañados para mí de seguridad, pero que, por esta misma seguridad, a partir del momento en que Francisca me telefoneó que traía a Albertina, pusieron una calma de oro en las horas siguientes, hicieron como una segunda jornada muy distinta de la primera porque tenía un substrato moral muy diferente, un substrato moral que hacía de ella una jornada singular sumada a la variedad de las otras jornadas vividas hasta entonces, y que nunca hubiera imaginado —como no podríamos imaginar el reposo de un día estival si esos días no existieran en la serie de los que hemos vivido—; una jornada de la que no podía decir absolutamente que la recordase, pues a aquella calma se superponía ahora un sufrimiento que entonces no había sentido. Pero mucho después, cuando, poco a poco, fui atravesando en sentido inverso los tiempos por los que había pasado antes de amar tanto a Albertina, cuando mi corazón cicatrizado pudo separarse sin sufrimiento de Albertina muerta, entonces, cuando pude por fin recordar sin sufrir el día que Albertina fue de compras con Francisca en vez de quedarse en el Trocadero, recordé con placer aquel día de una estación moral que no había conocido hasta entonces; recordé por fin exactamente, sin sufrimiento, al contrario: como recordamos ciertos días de verano que encontramos muy calurosos cuando los vivimos, y de los que sólo después sacamos la ley sin aleación de oro fijo y de indestructible azur.

De suerte que aquellos años no imponían solamente en el recuerdo de Albertina, que los hacía tan dolorosos, los colores sucesivos, las modalidades diferentes, la ceniza de sus estaciones o de sus horas, atardeceres de junio en las noches de invierno, claros de luna en el mar cuando, al amanecer, volvíamos a casa, nieve de París en las hojas muertas de Saint-Cloud, sino también la especial idea que yo me hacía sucesivamente de Albertina, del aspecto físico con que me la imaginaba en cada uno de aquellos momentos, de la mayor o menor frecuencia con que la veía en aquella temporada, 1 que yo encontraba más dispersa o más compacta, de las ansiedades que había podido causarme en la espera, de lo que yo hubiera sentido por ella en un determinado momento, de las esperanzas concebidas, perdidas después; todo esto variaba el carácter de mi tristeza retrospectiva tanto como las impresiones de luz o de perfume que a ella se asociaban, y completaba cada uno de los años solares que yo había vivido y que sólo con sus primaveras, sus otoños, sus inviernos, eran ya tan tristes por el recuerdo inseparable de ella, que le añadían una especie de año sentimental en el que las horas no las definía ya la posición del sol, sino la espera de una cita; en el que la duración de los días o los aumentos de la temperatura los media la tensión de mis esperanzas, el progreso de nuestra intimidad, la transformación sucesiva de su rostro, los viajes que había hecho, la frecuencia y el estilo de las cartas que me había escrito en la ausencia, su mayor o menor prisa por verme a su regreso. Y por último, aquellos cambios de tiempo, aquellos días diferentes, si cada uno de ellos me traía otra Albertina, no era solamente por la evocación de los momentos semejantes. Mas se recordará que siempre, aun antes de que yo llegase a amar, cada una hizo de mí un hombre diferente, con otros deseos porque las percepciones eran otras, y que, por no haber soñado la víspera más que tempestades y acantilados, si el día indiscreto de primavera deslizaba un olor a rosas por la valla entreabierta de su sueño, se despertaba camino de Italia. Hasta en mi amor, el estado cambiante de mi atmósfera moral, la presión variable de mis creencias, ¿no disminuyeron un día la visibilidad de mi propio amor, no le extendieron otro indefinidamente, no le embellecieron otro hasta la sonrisa, no lo constriñeron una vez hasta la tormenta? Somos solamente por lo que poseemos, no poseemos más que lo que nos es realmente presente, ¡y son tantos los recuerdos, los humores, las ideas que se nos van a lejanos viajes, en los que todo eso lo perdemos de vista! Y ya no podemos ponerlos en la cuenta total, que es nuestro ser. Pero todo eso tiene caminos secretos para volver a nosotros. Y algunas noches, dormido ya, casi sin añorar a Albertina —sólo podemos añorar lo que recordamos—, encontraba al despertar toda una flota de recuerdos que habían venido a navegar en mi más clara consciencia, que yo distinguía clarísimamente. Entonces me ponía a llorar lo que tan bien veía y que la víspera no era para mí más que la nada. El nombre de Albertina, su muerte, habían cambiado de sentido; sus traiciones recobraban de pronto toda su importancia.

¿Cómo se me apareció muerta, cuando ahora, para pensar en ella, sólo tenía a mi disposición las mismas imágenes que veía, una u otra, cuando estaba viva? Alternativamente rápida e inclinada sobre su bicicleta, como los días de lluvia corriendo sobre su rueda mitológica, o bien, las noches en que llevábamos champagne a los bosques de Chantepie, provocadora labor, cambiada, con aquel color lívido, encarnado solamente en los pómulos, cuando, distinguiéndola mal en la oscuridad del coche, la acercaba a la claridad de la luna, y ahora intentaba en vano recordarla, volver a verla, en una oscuridad que nunca terminaría. De suerte que hubiera tenido que destruir en mí, no una sola Albertina, sino innumerables Albertinas. Cada una de ellas iba unida a un momento, a una fecha en la que yo me hallaba de nuevo cuando veía a aquella Albertina. Y esos momentos del pasado no son inmóviles; conservan en nuestra memoria el movimiento que los lleva hacia el futuro —hacia el futuro vuelto a su vez pasado—, que nos llevan a él a nosotros mismos. Jamás acaricié a la Albertina encauchutada de los días de lluvia, quería pedirle que se quitara aquella armadura, quería vivir con ella el amor de los campos, la fraternidad del viaje. Pero ya no era posible: había muerto. También me hice siempre el desentendido por miedo a depravarla, las noches en que parecía ofrecerme placeres que, de haber accedido yo, acaso no hubiera buscado en otros, y que ahora excitaban en mí un deseo furioso. No los sentiría parecidos con ninguna otra, mas aquella que me los habría dado, ya podía yo recorrer el mundo sin encontrarla, pues Albertina había muerto. Parecía que tuviese que elegir entre dos hechos, decidir cuál era el verdadero, tan en contradicción estaba el de la muerte de Albertina —venido para mí de una realidad que no conocí, su vida en Turena— con todos mis pensamientos relativos a ella, mis deseos, mis pesares, mi ternura, mi furia, mis celos. Riqueza tal de recuerdos sacados del repertorio de su vida, profusión tal de sentimientos que evocaban, que implicaban su vida, parecían hacer increíble que Albertina hubiera muerto. Profusión tal de sentimientos, pues como mi memoria conservaba mi cariño, le dejaba toda su variedad. Y no era sólo Albertina una sucesión de momentos, lo era también yo mismo. Mi amor a ella no era simple: a la curiosidad de lo desconocido se sumaba un deseo sensual, y a un sentimiento de una dulzura casi familiar, tan pronto la indiferencia, tan pronto unos celos furiosos. Yo no era un solo hombre, sino el desfile de un ejército complejo, en el que había apasionados, indiferentes, celosos —ninguno de los cuales estaba enamorado de la misma mujer—. Y seguramente de esto vendría un día la curación que yo no deseaba. En una multitud, los elementos pueden, uno por uno, sin darnos cuenta, ser reemplazados por otros, que otros eliminan a su vez, de tal modo que, al fin, se ha realizado un cambio que no se podría concebir si fuéramos sólo uno. La complejidad de mi amor, de mi persona, multiplicaba, diversificaba mis sufrimientos. Sin embargo, podían situarse siempre en los dos grupos cuya alternancia había constituido toda la vida de mi amor a Albertina, alternativamente entregado a la confianza y a la sospecha celosa.

Si me costaba pensar que Albertina, tan viva en mí (ostentando como yo el doble arnés del presente y del pasado), estaba muerta, quizá era también contradictorio que aquella sospecha de las faltas de que Albertina, ya despojada de la carne que había gozado de ellas, del alma que había podido desearlas, no era ya capaz ni responsable, provocara en mí tal sufrimiento, un sufrimiento que yo habría bendecido si hubiera podido ver en él la prueba de la realidad moral de una persona materialmente inexistente, en vez del reflejo, destinado a extinguirse a su vez, de impresiones que en otro tiempo me causara. Una mujer que ya no podía experimentar placeres con otros no debiera suscitarme celos, aun cuando mi ternura hubiera podido ejercerse. Pero esto era imposible, puesto que no podía encontrar su objeto, Albertina, más que en los recuerdos en los que estaba viva. Como sólo pensando en ella la resucitaba, sus traiciones no podían nunca ser las de una muerta, pues el momento en que las había cometido pasaba a ser el momento actual, no sólo para Albertina, sino para aquel de mis yos súbitamente evocado que la contemplaba. De suerte que ningún anacronismo podía separar nunca la pareja indisoluble en la que con cada nuevo culpable se apareaba inmediatamente un celoso lamentable y siempre contemporáneo. Los últimos meses la había tenido encerrada en mi casa. Pero ahora, en mi imaginación, Albertina estaba libre; hacía mal uso de esta libertad, se prostituía con unas, con otras. Antes yo pensaba continuamente en el incierto porvenir que se extendía ante nosotros, intentaba leer en él. Y ahora lo que tenía ante mí como un doble del futuro (tan preocupante como un porvenir, puesto que era igualmente incierto, tan difícil de descifrar, tan misterioso, más cruel aún porque yo no tenía como para el porvenir la posibilidad o la ilusión de influir en él y también porque se prolongaba tanto como mi vida misma, sin que estuviera allí mi compañera para calmar los sufrimientos que me causaba) ya no era el futuro de Albertina, era su Pasado. ¿Su Pasado? Está mal dicho, porque para los celos no hay ni pasado ni futuro y lo que imaginan es siempre el Presente.

Los cambios de la atmósfera provocan otros en el hombre interior, despiertan yos olvidados, alteran el adormecimiento de la costumbre, inyectan nueva fuerza a esos recuerdos, a esos sufrimientos. ¡Cuánto más aún para mí si este tiempo nuevo que hacía me recordaba aquel en que Albertina, en Balbec, bajo la amenaza de la lluvia, iba, por ejemplo, Dios sabe por qué, a dar grandes paseos con el maillot ceñido de su impermeable! Si viviera, seguramente hoy, con este tiempo tan parecido, iría a hacer en Turena una excursión como aquellas. Como ya no podía hacerlo, yo no debería sufrir con esta idea; pero, como les ocurre a los amputados, el menor cambio de tiempo renovaba mis dolores en el miembro que ya no existía.

De pronto era un recuerdo que no había tenido desde hacía mucho tiempo, pues había quedado disuelto en la fluida e invisible extensión de mi memoria, que se cristalizaba. Así, hacía varios años, hablando de su albornoz de ducha, Albertina enrojeció. En aquella época ya no tenía celos de ella. Pero más tarde quise preguntarle si recordaba aquella conversación y podía decirme por qué se había ruborizado. La cosa me preocupó más porque me dijo que las dos muchachas amigas de Léa iban a aquellos baños del hotel y se decía que no sólo a ducharse. Mas por miedo a enfadar a Albertina, o esperando un momento mejor, siempre aplacé hablarle de aquello y después dejé de pensar en ello. Y de pronto, al poco tiempo de morir Albertina, me volvió aquel recuerdo, con ese carácter a la vez irritante y solemne de los enigmas que permanecen insolubles para siempre por la muerte de la única persona que pudiera aclararlos. ¿No podría yo al menos intentar saber si Albertina había hecho algo malo o sólo había parecido sospechosa en aquel establecimiento de duchas? Quizá lo averiguara enviando a alguien a Balbec. Mientras vivía, seguramente no hubiera averiguado nada. Pero las lenguas se sueltan curiosamente contando una falta cuando ya no hay que temer el rencor del culpable. Como la imaginación está constituida de una manera rudimentaria, simplista (pues no ha pasado por las innumerables transformaciones que modifican los modelos primitivos de los inventos humanos, apenas reconocibles, ya sea del barómetro, del globo, del teléfono, etc., en sus perfeccionamientos posteriores), sólo nos permite ver pocas cosas a la vez, y aquel recuerdo del establecimiento de duchas ocupaba todo el campo de mi visión interior.

A veces, en las oscuras calles del sueño tropezaba con una de esas pesadillas que no son muy graves por una primera razón: que la tristeza que engendran apenas se prolonga una hora después del despertar, como esos malestares que causan los somníferos, y por otra razón: que sólo se tienen rara vez, apenas cada dos o tres años. Y aun no es seguro que las hayamos tenido y que no tengan más bien ese aspecto de no producirse por primera vez que proyecta sobre ellas una ilusión, una subdivisión (pues decir desdoblamiento no bastaría). Como tenía dudas sobre la vida, sobre la muerte de Albertina, hacía tiempo que debería haber hecho averiguaciones. Pero el cansancio, la misma cobardía que me hiciera someterme a Albertina cuando estaba aquí, me impedían emprender nada cuando ya no la veía. Y, sin embargo, de la debilidad arrastrada durante tantos años surgió a veces un rayo de energía. Por lo menos me decidí a esta averiguación, muy parcial.

Dijérase que no había habido otra cosa en toda la vida de Albertina. Me preguntaba a quién podría enviar a intentar una averiguación sobre el terreno, en Balbec. Amado me pareció buena elección. Además de que conocía perfectamente el escenario, pertenecía a esa clase de gente del pueblo que se cuida de su interés, fieles a las personas a quienes sirven, indiferentes a toda especie de moral y de los que decimos: «son buenas personas» (pues si les pagamos bien, en su obediencia a nuestra voluntad resultan tan incapaces de indiscreción, de negligencia o de deslealtad como desprovistos de escrúpulos). Podemos tener en ellos una confianza absoluta. Después de marcharse Amado, pensé cuánto mejor hubiera sido que lo que él iba a intentar averiguar pudiera preguntárselo yo ahora a la misma Albertina. Y como la idea de esta pregunta que yo hubiera querido hacerle, que me parecía que iba a hacerle, trajo en seguida a Albertina a mi lado, no en virtud de un esfuerzo de resurrección, sino como por el azar de uno de esos reencuentros que, como en las fotografías no preparadas, dejan siempre a la persona más viva, al mismo tiempo que imaginaba nuestra conversación sentía su imposibilidad; acababa de abordar por una nueva cara la idea de que Albertina estaba muerta, Albertina, que me inspiraba esa ternura que sentimos por los ausentes cuya vista no viene a rectificar la imagen embellecida, inspirando también la tristeza de que esa ausencia fuese eterna y de que la pobre pequeña quedara privada para siempre de la dulzura de la vida. E inmediatamente, por una brusca traslación, pasaba de la tortura de los celos al desespero de la separación.

Lo que ahora me embargaba el corazón era, en lugar de rencorosas sospechas, el tierno recuerdo de las horas de cariño confiado pasadas con la hermana que su muerte me había hecho realmente perder, pues mi pena se refería no a lo que Albertina había sido para mí, sino a lo que mi corazón, deseoso de participar en las emociones más generales del amor, me había convencido poco a poco de que era; entonces me daba cuenta de que aquella vida que tanto me había aburrido (al menos yo lo creía) había sido, por el contrario, deliciosa; ahora sentía que a los menores momentos pasados hablando con ella de cosas incluso insignificantes se unía, se amalgamaba una voluptuosidad que entonces, verdad es, yo no percibía, pero, sin embargo, buscaba aquellos momentos perseverantemente y con exclusión de todo lo demás; los menores incidentes que recordaba —un movimiento que ella hizo junto a mí en el coche, o para sentarse a la mesa frente a mí en su cuarto— propagaban en mi alma un oleaje de dulzura y de tristeza que la iban invadiendo poco a poco toda entera.

Aquella estancia donde comíamos no me había parecido nunca bonita, pero le decía a Albertina que lo era para que estuviera contenta de vivir en ella. Ahora las cortinas, las sillas, los libros habían dejado de serme indiferentes. No sólo el arte pone encanto y misterio en las cosas más insignificantes; ese mismo poder de ponerlas en relación íntima con nosotros lo tiene también el dolor. En el momento mismo yo no presté ninguna atención a aquella comida que hicimos juntos al volver del Bois, antes de ir yo a casa de los Verdurin, y ahora volvía los ojos llenos de lágrimas a la belleza, a la grave dulzura de aquella comida. Una impresión del amor no está en proporción con las demás impresiones de la vida, pero sólo en medio de ellas podemos darnos cuenta de aquella. No es desde abajo, en el tumulto de la calle y el barullo de las casas vecinas, sino alejándose, cuando, desde las laderas de una colina cercana, a una distancia en la que toda la población ha desaparecido o ya no forma más que un amasijo confuso a ras de tierra, se puede, en el recogimiento de la soledad y de la noche, apreciar, única, persistente y pura, la altura de una catedral. Yo intentaba abarcar la imagen de Albertina a través de mis lágrimas pensando en todas las cosas serias y justas que ella dijo aquella noche.

Una mañana creí ver la forma oblonga de una colina en la niebla, sentir el calor de una taza de chocolate, mientras me oprimía horriblemente el corazón aquel recuerdo de la tarde en que Albertina vino a verme y la besé por primera vez: es que acababa de oír el hipo del calorífero de agua que acababan de encender. Y arrojé con rabia una invitación de madame Verdurin que acababa de traerme Francisca. Aquella impresión que tuve, yendo por primera vez a comer a la Raspeliere, de que la muerte no hiere a todas las personas a la misma edad, ¡con cuánta más fuerza la sentía ahora que Albertina había muerto, tan joven, y que Brichot seguía comiendo en casa de madame Verdurin, que continuaba recibiendo y quizá recibiera durante muchos años más! Y el nombre de Brichot me recordó en seguida el final de aquella fiesta en que me acompañó, cuando vi desde abajo la luz de la lámpara de Albertina. Ya había pensado en esto otras veces, pero no había abordado este recuerdo por el mismo lado. Pues si nuestros recuerdos son bien nuestros, lo son a la manera de esas casas que tienen pequeñas puertas escondidas que a veces ni siquiera conocemos y que alguien de la vecindad nos abre, de tal modo que entramos en nuestra casa por un lado por el que no habíamos entrado nunca. Entonces, pensando en el vacío que ahora encontraría al volver a mi casa, que ya no vería nunca desde abajo el cuarto de Albertina en el que se había apagado para siempre la luz, comprendí cómo me equivoqué aquella noche en la que, al dejar a Brichot, me creí irritado, pesaroso de no poder irme de paseo y hacer el amor en otro sitio y que solamente porque creía seguro el tesoro cuyos reflejos venían desde arriba hasta mí, no me detuve a calcular su valor y por esto me parecía forzosamente inferior a unos placeres, por pequeños que fueran pero que, tratando de imaginarlos, los valoraba. Comprendí que aquella vida que había hecho en París en mi casa, que era su casa, era precisamente la realización que yo soñaba y creía imposible la noche en que Albertina durmió bajo el mismo techo que yo en el Gran Hotel de Balbec.

La conversación que tuve con Albertina al volver del Bois antes de aquella última fiesta de los Verdurin no me habría consolado de que no hubiera existido, aquella conversación que introdujo un poco a Albertina en la vida de mi inteligencia y, en ciertas parcelas, nos hizo idénticos uno a otro. Pues si yo volvía con ternura a su inteligencia, a su gentileza conmigo, no era, seguramente, porque fuesen mayores que las de otras personas que había conocido. Madame Cambremer me había dicho en Balbec: «¡Pero usted podría pasar los días con Elstir, que es un hombre genial, y los pasa con su prima!». La inteligencia de Albertina me gustaba porque, por asociación, despertaba en mí lo que yo llamaba su dulzura, como llamamos dulzura de una fruta a cierta sensación que no está más que en nuestro paladar. Y de hecho, cuando pensaba en la inteligencia de Albertina, mis labios se adelantaban instintivamente y gustaban un recuerdo cuya realidad prefería yo que fuera exterior y consistiera en la superioridad objetiva de un ser. Cierto que había conocido personas más inteligentes. Pero el infinito del amor, o su egoísmo, hace que la fisonomía intelectual y moral de las personas que amamos sea la menos objetivamente definida; las retocamos continuamente a la medida de nuestros deseos y de nuestros temores, no son más que un lugar inmenso y vago donde exteriorizar nuestra ternura. No tenemos de nuestro propio cuerpo, al que afluyen constantemente tantos males y tantos placeres, una silueta tan rotunda como la de un árbol, de una casa o de un transeúnte. Y quizá había hecho mal en no procurar conocer mejor a Albertina en sí misma. Así como, en cuanto a su atractivo, sólo consideré durante mucho tiempo las diferentes posiciones que Albertina ocupaba en mi recuerdo en el plano de los años y me sorprendió ver cómo la enriquecían unas modificaciones que no eran sino diferencia de perspectivas, así hubiera debido tratar de comprender su carácter como el de una persona cualquiera y quizá, explicándome entonces por qué se obstinaba en ocultarme su secreto, habría evitado prolongar, entre aquel encarnizamiento extraño y mi invariable presentimiento, el conflicto que dio lugar a la muerte de Albertina. Y entonces sentía, con una gran piedad de ella, la vergüenza de sobrevivirla. Pues, en las horas de menor sufrimiento, me parecía que me beneficiaba en cierto modo de su muerte; porque una mujer es más útil para nuestra vida si es en ella, en lugar de un elemento de felicidad, un instrumento de disgusto, y no hay ni una cuya posesión sea tan valiosa como las verdades que nos descubre haciéndonos sufrir. En estos momentos, relacionando la muerte de mi abuela con la de Albertina, me parecía que mi vida estaba maculada de un doble asesinato que sólo la cobardía del mundo podía perdonarme. Yo había soñado con que Albertina me comprendiera, con que no me desconociera, creyendo que era por la gran felicidad de que me comprendiera, de que no me desconociera, cuando tantas otras hubieran podido hacerlo mejor. Deseamos ser comprendidos porque deseamos ser amados, y deseamos ser amados porque amamos. La confesión de los demás nos es indiferente y su amor importuno. Mi alegría de haber poseído un poco de la inteligencia de Albertina y de su corazón no era por su valor intrínseco, sino porque esta posesión representaba un grado más en la posesión total de Albertina, posesión que fue mi meta y mi quimera desde el primer día que la vi. Cuando hablamos de la «gentileza» de una mujer quizá no hacemos otra cosa que proyectar fuera de nosotros el placer que experimentamos en verla, como los niños cuando dicen: «Mi querida camita, mi querida almohadita, mis queridas florecitas». Lo que explica además que los hombres no digan nunca de una mujer que no les engaña: «Es tan buena», y, en cambio, suelen decirlo de una mujer que los engaña.

A madame de Cambremer le parecía con razón que era mayor el encanto espiritual de Elstir. Pero no podemos juzgar de la misma manera el de una persona que nos es ajena como todas las demás, pintada en el horizonte de nuestro pensamiento, y el de una persona que, por un error de localización debido a ciertos accidentes pero tenaz, se ha instalado en nuestro propio cuerpo hasta el punto de que preguntarnos retrospectivamente si no ha mirado cierto día a una mujer en la estación de un pequeño ferrocarril marítimo nos hace sentir los mismos sufrimientos que un cirujano que buscara una bala en nuestro corazón. Un simple bizcocho, pero que lo comemos, nos hace sentir más placer que todos los hortelanos, lebratillos y perdices reales que le sirvieron a Luis XV, y la brizna de hierba que tiembla a unos centímetros de nuestros ojos, cuando estamos acostados en la montaña, puede ocultarnos la vertiginosa aguja de una cumbre si dista de nosotros varias leguas.

Por otra parte, nuestro error no es estimar la inteligencia, la bondad de una mujer a la que amamos, por pequeñas que sean; nuestro error es permanecer indiferentes a la inteligencia y a la bondad de las demás. La mentira sólo nos causa indignación, y la bondad la gratitud que debieran producirnos siempre, cuando proceden de una mujer a la que amamos, y el deseo físico tiene el maravilloso poder de dar su valor a la inteligencia y bases sólidas a la vida moral. Nunca volvería yo a encontrar esa cosa divina: una persona con quien pudiese hablar de todo, en la que pudiese confiar. ¿Confiar? Pero ¿no me merecían otras más confianza que Albertina? ¿No tenía con otras conversaciones de más amplio alcance? Y es que la confianza, la conversación, cosas mediocres, ¿qué importa que sean más o menos imperfectas si en ellas entra el amor, lo único divino? Volvía a ver a Albertina sentándose a la pianola, toda rosa bajo su cabello negro; sentía su lengua bajo mis labios que ella intentaba abrir, su lengua, su lengua maternal, incomestible, nutricia y santa, cuya llama y cuyo rocío secretos hacían que, incluso cuando Albertina no hacía sino deslizarla por la superficie de mi cuello, de mi vientre, esas caricias superficiales, pero en cierto modo hechas por el interior de su carne, exteriorizado como una estofa que mostrara el forro, adquirieran, aun en los contactos más externos, como la misteriosa dulzura de una penetración.

Todos aquellos momentos tan dulces que nadie me devolvería jamás, ni siquiera puedo decir que lo que me hacía sentir su pérdida fuera desesperación. Para estar desesperado de una vida que ya no podrá ser sino desventurada, hay que tener apego a ella. Yo estaba desesperado en Balbec cuando, viendo nacer el día, pensaba que ya ninguno podría ser dichoso para mí. Desde entonces seguí siendo igualmente egoísta, pero el yo al que ahora estaba unido, el yo que constituía esas vivas reservas que ponen en juego el instinto de conservación, ese yo no estaba ya en la vida; cuando pensaba en mis fuerzas, en mi potencia vital, en lo mejor que tenía, pensaba en cierto decoro que había poseído (que había poseído yo sólo, puesto que los demás no podían conocer exactamente el sentimiento, escondido en mí, que me había inspirado) y que nadie me podía ya quitar porque ya no le poseía. Y, en realidad, le había poseído únicamente porque quise figurarme que le poseía. Al mirar a Albertina con mis labios y al alojarla en mi corazón no sólo cometí la imprudencia de hacerla vivir dentro de mí, ni esa otra imprudencia de mezclar un amor familiar con el placer de los sentidos. Quise también convencerme de que nuestras relaciones eran el amor, de que practicábamos mutuamente las relaciones llamadas amor, porque me daba dócilmente los besos que le daba yo. Y por haber tomado la costumbre de creerlo no sólo perdí una mujer a la que amaba, sino una mujer que me amaba, mi hermana, mi hija, mi tierna amante. Y, en suma, tuve una felicidad y una desgracia que Swann no conoció, pues precisamente todo el tiempo que amó a Odette y estuvo tan celoso de ella apenas la vio, ya que difícilmente podía ir ciertos días a su casa, y aun a veces le mandaba a decir, en el último momento, que no fuera. Pero después la tuvo para él, fue su mujer, y hasta que murió. En cambio, yo, más afortunado que Swann, cuando estaba celoso de Albertina la tenía en mi casa. Realicé en verdad lo que tanto soñara Swann y que sólo llegó a realizar materialmente cuando ya no le importaba. Pero yo no conservé a Albertina como él conservó a Odette. Se fue, murió. Pues nada se repite nunca exactamente, y las existencias más análogas, que por el parentesco de los caracteres y la similitud de las circunstancias se pueden elegir para presentarlas como simétricas una a otra, son opuestas en no pocos puntos. Y, ciertamente, la principal oposición (el arte) no era todavía manifiesta.

Perdiendo la vida yo no habría perdido gran cosa; ya sólo habría perdido una forma vacía, el marco vacío de una obra maestra. Indiferente a lo que en lo sucesivo pudiera introducir en ella, pero feliz y orgulloso de pensar en lo que había contenido, me apoyaba en el recuerdo de aquellas horas tan dulces, y este apoyo moral me daba un bienestar que ni siquiera la proximidad de la muerte hubiera roto. ¡Cómo se apresuraba a ir a verme a Balbec cuando la mandaba a buscar, deteniéndose sólo en perfumarse el pelo por agradarme! Aquellas imágenes de Balbec y de París que me gustaba rememorar eran las páginas tan recientes aún, y tan de prisa vueltas, de su corta vida. Todo esto que para mí era sólo recuerdo fue para ella acción, acción precipitada, como la de una tragedia, hacia una muerte rápida. Pues los seres tienen un desarrollo en nosotros, pero otro fuera de nosotros (bien lo notaba yo aquellas noches en que veía en Albertina un enriquecimiento de cualidades que no estaba más que en mi memoria), y no dejan de reaccionar uno sobre otro. Fue en vano que tratara de conocer a Albertina, de poseerla, después, toda entera, obedeciendo sólo a la necesidad de reducir por la experiencia a elementos mezquinamente semejantes a los de nuestro yo el misterio de todo ser, de todo país que nuestra imaginación veía diferente, y de empujar cada uno de nuestros goces a su propia destrucción: sólo lo conseguí influyendo a mi vez sobre la vida de Albertina. Acaso la atrajo mi fortuna, las perspectivas de una boda brillante; mis celos la retuvieron; su bondad, o su inteligencia, o su sentimiento de culpabilidad, o las habilidades de su astucia, la hicieran a ella aceptar y me llevaron a mí a hacerle cada vez más dura una cautividad forjada simplemente por el desarrollo interno de mi trabajo mental, pero que no dejó de tener en la vida de Albertina repercusiones, destinadas a su vez a plantearme, de rechazo, unos problemas nuevos y cada vez más dolorosos para mi psicología, puesto que se evadió de mi prisión para ir a matarse en un caballo que sin mí no habría poseído y dejándome, aun muerta, unas sospechas cuya comprobación, de producirse, me sería quizá más cruel si llegara a descubrir en Balbec que Albertina había conocido a mademoiselle Vinteuil, porque ya no estaría Albertina conmigo para apaciguarme. De suerte que esa larga lamentación del alma que cree vivir encerrada en sí misma no es un monólogo más que en apariencia, porque los ecos de la realidad la desvían, y una vida es un ensayo de psicología subjetiva espontáneamente seguido, pero que, a cierta distancia, proporciona su acción a la novela, puramente realista, de otra existencia, y cuyas peripecias vienen a su vez a alterar la curva y cambiar la dirección del ensayo psicológico. ¡Qué ajustado fue el engranaje, qué rápida la evolución de nuestro amor, y a pesar de algunos retrasos, interrupciones y vacilaciones del principio, como en algunas novelas de Balzac o en algunas baladas de Schumann, qué rápido el desenlace! En aquel último año, tan largo para mí como un siglo —tanto había cambiado Albertina para mí de posición entre mi pensamiento desde Balbec y su partida de París, y también, independientemente de mí, y a veces a pesar mío, tanto había cambiado en sí misma—, había que situar toda aquella buena vida de ternura que tan poco duró y que, sin embargo, se me aparecía con una plenitud, casi una inmensidad, ya imposible para siempre y que quizá me era indispensable. Indispensable sin haber sido en todo caso en sí y en primer lugar una cosa necesaria, puesto que no habría conocido a Albertina si no hubiera leído en un tratado de arqueología la descripción de la iglesia de Balbec; si Swann no hubiera orientado mis deseos, diciéndome que aquella iglesia era casi persa, hacia el normando bizantino, si una sociedad de palaces no hubiera construido en Balbec un hotel higiénico y confortable, decidiendo a mis padres a despertar mi deseo y enviarme a Balbec. La verdad es que en aquel Balbec tanto tiempo deseado no encontré la iglesia persa que soñaba ni las nieblas eternas. Ni siquiera el precioso tren de la una y treinta y cinco respondió a lo que yo me figuraba. Pero, a cambio de lo que la imaginación hace esperar y que tanto nos esforzamos por descubrir, la vida nos da algo que estábamos muy lejos de imaginar. ¿Quién me hubiera dicho en Combray, cuando con tanta tristeza esperaba las buenas noches de mi madre, que aquellas ansiedades pasarían, que después renacerían un día no por mi madre, sino por una muchacha que al principio sólo sería, contra el horizonte del mar, una flor que mis ojos querrían cada día ir a mirar, pero una flor pensante y en cuyo espíritu anhelaba yo ocupar un sitio tan puerilmente que sufría porque ella ignorase que yo conocía a madame de Villeparisis? Sí, por las buenas noches, por el beso de una extraña había yo de sufrir, pasados los años, tanto como cuando, niño, tenía que venir mi madre a verme. Y a aquella Albertina tan necesaria, de cuyo amor estaba ahora compuesta casi únicamente mi alma, nunca la habría conocido si Swann no me hubiera hablado de Balbec. Quizá su vida habría sido más larga y la mía no tendría lo que ahora era su martirio. Y así me parecía que yo, con mi ternura únicamente egoísta, había dejado morir a Albertina como había asesinado a mi abuela. Incluso más tarde, aunque la hubiera conocido en Balbec, es posible que no la hubiera amado como luego la amé. Pues cuando renunciaba a Gilberta y sabía que un día podría amar a otra mujer, apenas me atrevía a dudar si, en todo caso en el pasado, no hubiese podido amar más que a Gilberta. Ahora bien, en cuanto a Albertina ni siquiera tenía esa duda, estaba seguro de que hubiera podido no ser ella la amada, de que hubiera podido ser otra. Hubiese bastado para ello que, la noche en que iba a comer con madame de Stermaria en la isla del Bois, no se hubiera vuelto atrás. Entonces aún era tiempo, y en cuanto a madame de Stermaria había bastado que se ejerciera esa actividad de la imaginación que nos hace extraer de una mujer tal noción de lo individual que nos parece única en sí y para nosotros predestinada y necesaria. A lo sumo, situándome en un punto de vista casi fisiológico, podía pensar que hubiera podido sentir aquel mismo amor exclusivo por otra mujer, pero no por cualquier otra mujer. Pues Albertina, gruesa y morena, no se parecía a Gilberta, esbelta y pelirroja; pero, sin embargo, tenían la misma trama de salud y, en las mismas mejillas sensuales, las dos una mirada cuyo significado era difícil de captar. Eran de esas mujeres a las que no mirarían unos hombres que, por su parte, harían locuras por otras que a mí «no me decían nada». Casi podía creer que la personalidad sensual y voluntaria de Gilberta había emigrado al cuerpo de Albertina, un poco diferente, verdad es, pero que, ahora que pensaba en ello retrospectivamente, le veía profundas analogías. Un hombre tiene casi siempre la misma manera de acatarrarse, de caer enfermo, es decir, que necesita, para ello, que concurran ciertas circunstancias; es natural que, cuando se enamora, se enamore de cierto tipo de mujeres, tipo, por lo demás, muy amplio. Las primeras miradas de Albertina que me hicieron soñar no eran en absoluto diferentes de las primeras miradas de Gilberta. Casi podía creer que la oscura personalidad, la naturaleza voluntariosa y astuta de Gilberta habían vuelto a tentarme, encarnadas esta vez en el cuerpo de Albertina, muy diferente y, sin embargo, no exento de analogías. En cuanto a Albertina, debido a una vida muy distinta, su cuerpo vivo no había podido dejar de ser, como el de Gilberta, el cuerpo en el que yo encontraba junto, en un bloque de pensamientos donde una dolorosa preocupación mantenía una cohesión permanente donde no podía abrirse ninguna fisura de distracción y de olvido, lo que después reconocía yo que era para mí (y no sería para otros) los atractivos femeninos. Pero Albertina había muerto. La olvidaría. Quién sabe si entonces las mismas cualidades de sangre rica, de ensoñación inquieta no volverían un día a producir en mí el mismo turbador efecto. Mas lo que no podía prever era la forma femenina en que esta vez encarnarían. Tampoco hubiera podido, basándome en Gilberta, figurarme a Albertina, y que iba a amarla, y que el recuerdo de la Sonata de Vinteuil me iba a permitir imaginar su septuor. Más aún, las primeras veces que vi a Albertina pude creer que sería a otras a quienes amaría. Por otra parte, si la hubiera conocido un año antes, hasta habría podido parecerme tan poco atractiva como un cielo gris en el que todavía no ha asomado el alba. Si es verdad que yo cambié respecto a ella, también ella cambió, y la muchacha que se acercó a mi cama el día en que escribí a madame de Stermaria no era la misma que había conocido en Balbec, bien fuera simple explosión de la mujer que surge en el momento de la pubertad, bien por una serie de circunstancias que nunca pude conocer. En todo caso, aun cuando la muchacha que un día llegaría en cierto modo a parecérsele, es decir, si mi elección de una mujer no era enteramente libre, de todos modos, dirigida de una manera acaso necesaria, recaía en algo más amplio que un individuo, en un tipo de mujer, y esto, quitando a mi amor por Albertina toda condición de necesidad, bastaba a mi deseo. La mujer cuyo rostro tenemos ante nosotros más permanentemente que la misma luz, pues aun con los ojos cerrados no dejamos ni por un momento de amar sus bellos ojos, su bonita nariz, de buscar todos los medios por volverlos a ver, esa mujer única, sabemos bien que, si estuviéramos en otra ciudad que aquella en que la hemos encontrado, si nos paseáramos por otros barrios, si frecuentáramos otro salón, sería otra quien fuera para nosotros esa mujer única. ¿Única, creemos? Es innumerable. Y, sin embargo, es compacta, indestructible ante nuestros ojos, que la aman, irreemplazable por otra durante mucho tiempo. Y es que esa mujer no ha hecho sino suscitar, con una especie de llamadas mágicas, mil elementos de ternura que existen en nosotros en estado fragmentario y que ella ha reunido, que ella ha soldado, suprimiendo toda laguna entre ellos; somos nosotros quienes, aplicándole sus rasgos, hemos aportado toda la materia sólida de la persona amada. De aquí que, aun cuando no seamos más que uno entre mil para ella y acaso el último de todos, ella es para nosotros la única y hacia ella tiende toda nuestra vida. Cierto que yo había percibido que aquel amor no era necesario, no sólo porque hubiera podido realizarse con madame de Stermaria, sino, aunque no fuera así, pues conocía ese mismo amor, y lo encontraba demasiado parecido al que había sentido por otras, y también lo sentía más amplio que Albertina, envolviéndola, no conociéndola, como un oleaje en torno a una pequeña rompiente. Mas, poco a poco, a fuerza de vivir con Albertina, ya no podía desprenderme de las cadenas que yo mismo había forjado; la costumbre de asociar la persona de Albertina con el sentimiento que ella no había inspirado me hacía creer, sin embargo, que era especial en ella, de la misma manera que la costumbre da a la simple asociación de ideas entre dos fenómenos, según pretende cierta escuela filosófica, la fuerza, la necesidad ilusorias de una ley de causalidad. Yo había creído que mis relaciones, mi fortuna, me dispensarían de sufrir, y acaso demasiado eficazmente, porque esto me parecía dispensarme de sentir, de amar, de imaginar; envidiaba a una pobre aldeanilla a quien la falta de relaciones, hasta de telégrafo, permite mantener largos meses un sueño después de una pena que no puede adormecer artificialmente. Y ahora me daba cuenta de que si, en el caso de madame de Guermantes, colmada de todo lo que podía hacer infinita la distancia entre ella y yo, había visto bruscamente suprimida la distancia por la opinión, para la que las diferencias sociales no son más que materia inerte y transformable, de una manera análoga, aunque inversa, mis relaciones, mi fortuna, todos los medios materiales de los que tantas ventajas me ofrecían mi situación y la civilización de mi época, no hacían sino retrasar el momento de la lucha cuerpo a cuerpo con la voluntad contraria, inflexible, de Albertina, sobre la que no había actuado ninguna presión, como en esas guerras modernas en las que las preparaciones de la artillería, el formidable alcance del material de guerra, no hacen sino retrasar el momento de la lucha cuerpo a cuerpo, en la que es el corazón más fuerte el que vence. Yo había podido intercambiar telegramas, comunicaciones telefónicas con Saint-Loup, estar en relación constante con la oficina de correos de Tours, pero ¿no había sido inútil su espera, nulo su resultado? Y las muchachas de la aldea, sin ventajas sociales, sin relaciones, o los humanos antes de los adelantos de la civilización, ¿no sufren menos por desear menos, por añorar menos lo que siempre les fuera inasequible y que, por esto mismo, permaneció como irreal? Se desea más a la persona que va a entregarse, la esperanza anticipa la posesión; la añoranza es un amplificador del deseo. La negativa de madame de Stermaria a ir a comer conmigo al Bois impidió que fuera ella a quien yo amara. Pero también habría bastado esto para hacer que la amara si la hubiera vuelto a ver en el tiempo oportuno. En cuanto supe que no iría, concibiendo la hipótesis inverosímil —y que se realizó— de que acaso no volvería a verla, porque alguien tenía celos de ella y la alejaba de los demás, sufrí tanto que habría dado cualquier cosa por verla, y era aquella una de las mayores angustias por las que había pasado, una angustia que se calmó por la llegada de Saint-Loup. Ahora bien, a partir de cierta edad, nuestros amores, nuestras amantes, son hijas de nuestra angustia; nuestro pasado y las lesiones físicas en que se ha inscrito determinan nuestro futuro. En cuanto a Albertina en particular, pues no era necesario que fuese ella a quien amase, se inscribía, aun sin esos amores vecinos, en la historia de mi amor a ella, es decir, a ella y a sus amigas. Pues ni siquiera era un amor como el de Gilberta, sino creado por división entre varias muchachas. Es posible que sus amigas me gustaran por ella y porque me pareciesen algo análogo a ella. El caso es que, durante mucho tiempo, pude dudar entre todas, que mi elección se paseaba de una a otra, y cuando creía preferir a una, bastaba que me hiciera esperar, que no quisiera verme, para sentir por ella un comienzo de amor. Muchas veces ocurrió que, esperando la visita de Andrea en Balbec, me disponía a decirle, mentirosamente, para que no pareciera que tenía mucho interés por ella: «¡Qué lástima que no viniera hace unos días! Ahora ya estoy enamorado de otra, pero no importa, podrá usted consolarme», y un poco antes de la visita de Andrea, Albertina faltaba a su promesa de venir, mi corazón no cesaba ya de palpitar, creía que no iba a volver a verla y era ella a la que amaba. Y cuando Andrea llegaba, le decía de verdad (como se lo dije en París cuando me enteré de que Albertina había conocido a mademoiselle Vinteuil) lo que ella podía creer que se lo decía sin pensarlo, lo que le hubiera dicho, en efecto, también en los mismos términos si la víspera hubiera sido dichoso con Albertina: «Lástima que no viniera usted antes, ahora estoy enamorado de otra». Además, en este caso de Andrea, sustituida por Albertina cuando supe que esta había conocido a mademoiselle Vinteuil, el amor fue alternativo, y, por consiguiente, no hubo, en suma, más que un amor a la vez. Pero anteriormente se dieron casos en que reñí a medias con dos de las muchachas. La que diera el primer caso me devolvería la calma y era a la otra a la que amaría si seguía enfadada, lo que no quiere decir que no me ligara definitivamente con la primera, pues esta me consolaría —aunque ineficazmente— de la dureza de la segunda, de la segunda, a la que acabaría por olvidar si no volvía. Pero también ocurría que, convencido de que, por lo menos una u otra volvería, durante algún tiempo no lo hacía ninguna de las dos. Luego mi angustia era doble, y doble mi amor, reservándome el dejar de amar a la que volviera, pero sufriendo hasta entonces por las dos. Es propio de cierta edad, que puede llegar muy pronto, enamorarse menos de un ser que de un abandono, en el que acabamos de no saber de ese ser más que una cosa, pues, oscurecida su figura, inexistente su alma, nuestra preferencia muy reciente no se explica: es que, para no sufrir, necesitaríamos que ese ser nos hiciera decir: «¿Me recibirías?». Mi separación de Albertina el día que Francisca me dijo: «Mademoiselle Albertina se ha marchado» era como una alegoría muy amortiguada de tantas otras separaciones. Pues muchas veces, para que descubramos que estamos enamorados, quizá incluso para estarlo, es preciso que llegue el día de la separación.

En este caso en el que la elección la determina una espera vana, una palabra de rechazo, la imaginación fustigada por el sufrimiento, va tan de prisa en su trabajo, fabrica con tan loca rapidez un amor apenas iniciado y que permanecía informe, destinado a quedar en estado de boceto desde meses, que a veces la inteligencia, que no ha llegado a alcanzar al corazón, exclama sorprendida: «Pero estás loco, ¿en qué nuevos pensamientos vives tan dolorosamente? Todo eso no es la vida real». Y, en efecto, en ese momento, si la infiel no volviera a espolearnos, bastarían para matar el amor unas buenas distracciones que nos calmaran físicamente el corazón. En todo caso, aunque aquella vida con Albertina no fuera, en su esencia, necesaria, había llegado a serme indispensable. Yo había temblado cuando amaba a madame de Guermantes, porque pensaba que con sus tan poderosos medios de seducción, no sólo de belleza, sino de posición social de riqueza, podría ser de muchas gentes, tendría yo muy poco poder sobre ella. Como Albertina era pobre y oscura, debía de desear casarse conmigo. Y, sin embargo, no pude poseerla para mí solo. La verdad es que, sea por las condiciones sociales o por las previsiones de la prudencia, no tenemos ningún poder sobre la vida de otra persona.

¿Por qué no me dijo: «Tengo esos gustos»? Yo habría cedido, le habría permitido satisfacerlos. En una novela que yo había leído había una mujer a la que el hombre que la amaba no podía, por ningún medio, decidirla a hablar. Cuando la leí, aquella situación me pareció absurda; pensaba que yo hubiera obligado a la mujer a hablar y que luego nos habríamos entendido. ¿Para qué esos sufrimientos inútiles? Pero ahora veía que no está en nuestra mano dejar de forjárnoslos y que, por mucho que confiemos en nuestra voluntad, los otros seres no la obedecen.

Y, sin embargo, esas dolorosas, esas ineluctables verdades que nos dominaban y por las cuales estábamos ciegos, verdad de nuestros sentimientos, verdad de nuestro destino, cuántas veces, sin saberlo, sin quererlo, las dijimos en palabras que seguramente creíamos falsas, pero a las que, posteriormente, el hecho les dio un valor profético. Yo recordaba muchas palabras que uno y otro habíamos pronunciado sin saber entonces la verdad que contenían, y aun las habíamos dicho creyendo representarnos mutuamente una comedia y cuya falsedad era bien poca cosa, bien poco interesante, confinada en nuestra pobre insinceridad, al lado de lo que contenían sin nosotros saberlo. Mentiras, errores, más acá de la realidad profunda que no veíamos, verdad más allá, verdad de nuestros caracteres, cuyas leyes esenciales no alcanzábamos y exigen el Tiempo para revelarse; verdad también de nuestros destinos. Yo creía mentir cuando dije en Balbec: «Cuanto más te vea, más te amaré —y, sin embargo, fue aquella intimidad de todos los instantes lo que, a través de los celos, tanto me unió a ella—, siento que podré ser útil a tu espíritu»; y en París: «Procura ser prudente. Piensa que, si te ocurriera algo, no me consolaría» (y ella: «Pero puede ocurrirme algo»); en París, la noche en que aparenté que quería dejarla: «Déjame que te mire un poco más, ya que pronto voy a dejar de verte para siempre»; y ella, cuando aquella misma noche miraba en torno suyo: «Pensar que no volveré a ver esta habitación, estos libros, esta pianola, toda esta casa…, no puedo creerlo, y, sin embargo, es cierto»; finalmente, en sus últimas cartas, cuando escribía (probablemente diciéndose «esto es camelo»): «Te dejo lo mejor de mí misma» (y, en efecto, ¿no estaban confiadas ahora su inteligencia, su bondad, su belleza, a la fidelidad, a las fuerzas de mi memoria, también, por desgracia, frágiles?), y: «Aquel momento, doblemente crepuscular, puesto que anochecía y nos íbamos a separar, no se borrará de mi espíritu hasta que lo invada la noche completa» (esta frase escrita la víspera del día en que, en efecto, la noche completa invadió su espíritu; en esos postreros resplandores, tan rápidos, pero que la ansiedad del momento divide hasta el infinito, quizá vio de verdad nuestro último paseo, y en ese momento en que todo nos abandona y en el que nos creamos una fe, como los ateos se vuelven cristianos en los campos de batalla, Albertina pidió quizá socorro al amigo del que tantas veces abominara, pero tan respetado que él mismo —pues todas las religiones se parecen— tenía la crueldad de desear que ella tuviera también tiempo de reconocerse, de dedicarle su último pensamiento, en fin, de confesarse a él, de morir en él).

Mas ¿para qué, si aun cuando entonces hubiera tenido ella tiempo de reconocerse, ni uno ni otro comprendimos dónde estaba nuestra felicidad, lo que debíamos hacer, hasta que esa felicidad no era ya posible y ya no podíamos hacerlo, bien, porque, mientras las cosas son posibles, las vamos aplazando, bien porque sólo pueden adquirir ese poder de seducción y esa aparente facilidad de realización cuando, proyectadas en el vacío ideal de la imaginación, se sustraen a la sumersión gravitante, afeante, del medio vital? La idea de que vamos a morir es más cruel que morir, pero menos que la idea de que otro ha muerto, pues, después de tragarse a un ser, se aplana, se extiende, sin la menor agitación en aquel lugar, una realidad de la que queda excluido ese ser, donde no existe ya ninguna volición, ningún conocimiento y de la que tan difícil es erigir, sobre el recuerdo todavía reciente de su vida, el pensamiento de que es asimilable a las imágenes sin consistencia, a los recuerdos dejados por los personajes de una novela que hemos leído.

Al menos me alegraba de que Albertina, antes de morir, me escribiera aquella carta, y, sobre todo, me enviara el último telegrama, la prueba de que, de haber vivido, hubiera vuelto. Me parecía que era no sólo más dulce, sino también más bello, que el hecho habría sido incompleto sin aquel telegrama, habría tenido menos traza de arte y de destino. En realidad, habría sido igual si hubiera sido otra; pues todo hecho es como un molde de una determinada forma, y, cualquiera que sea, impone a la serie de los hechos que ha venido a interrumpir, y parece concluir, un perfil que creemos el único posible porque no conocemos el que hubiera podido sustituirle.

¿Por qué no me dijo: «Tengo esos gustos»? Y habría cedido, le habría permitido satisfacerlos, en este momento la besaría aún. ¡Qué tristeza tener que recordar que también me mintió jurándome, tres días antes de dejarme, que no había tenido nunca con la amiga de mademoiselle Vinteuil aquellas relaciones que, en el momento de jurármelo, su rubor confesaba! La pobre pequeña había tenido al menos la honradez de no jurar que el gusto de volver a ver a mademoiselle Vinteuil y a su amiga no entraba para nada en su deseo de ir aquel día a casa de los Verdurin. ¿Por qué no llegó hasta el fin en su confesión? Por otra parte, quizá tenía yo la culpa de que nunca, a pesar de todos mis ruegos que se estrellaban contra sus negativas, quisiera decirme: «Tengo esos gustos». Quizá era un poco culpa mía, porque en Balbec, el día en que, después de la visita de madame de Cambremer, tuve la primera explicación con Albertina y cuando estaba tan lejos de creer que tuviera con Andrea otra cosa que una amistad demasiado apasionada, expresé con demasiada violencia mi repugnancia por esas costumbres y las condené de una manera demasiado categórica. No podía recordar si Albertina se sonrojó cuando, ingenuamente, proclamé mi horror por aquello, no podía recordarlo, porque, muchas veces sólo al cabo del tiempo, quisiéramos saber qué actitud tuvo una persona en un momento en el que no prestamos ninguna atención y que, más adelante, cuando volvemos a pensar en nuestra conversación, esclarecería una dificultad punzante. Pero en nuestra memoria hay una laguna, no queda traza de aquello. Y muchas veces no hemos prestado bastante atención, en el momento mismo, a las cosas que podían ya parecernos importantes, no hemos oído bien una frase, no hemos notado un gesto, o bien hemos olvidado todo eso. Y cuando, posteriormente, afanosos por descubrir una verdad, nos remontamos de deducción en deducción, hojeando nuestra memoria como una recopilación de testimonios, al llegar a esa frase, a ese gesto, imposible de recordar, volvemos a empezar veinte veces el mismo trayecto, pero inútilmente, pues el camino no llega más lejos. ¿Se sonrojó? No sé si se sonrojó, pero no pudo menos de oír, y el recuerdo de aquellas palabras acaso la detuvo más tarde cuando estuviera a punto de confesarse a mí. Y ahora ya no estaba en ninguna parte, ahora podía yo recorrer la tierra de uno a otro polo sin encontrar a Albertina; la realidad, que se cerró sobre ella, se había alisado, había borrado hasta la última huella del ser hundido hasta el fondo. Ya no era más que un nombre, como aquella madame de Charlus, de la que los que la habían conocido decían con indiferencia: «Era deliciosa».

Pero yo no podía concebir más de un instante la existencia de aquella realidad de la que Albertina no tenía consciencia, pues en mí mi amiga existía demasiado, en mí, en quien todos los sentimientos, todos los pensamientos se referían a su vida. Si ella lo supiera, quizá la emocionara ver que su amigo no la olvidaba, ahora que su vida, la vida de Albertina, había terminado, quizá fuera sensible a cosas que antes le eran indiferentes. Pero así como quisiéramos abstenernos de infidelidades, por secretas que fueren —tanto miedo tenemos de que la persona que amamos no se abstenga de ellas—, me asustaba pensar que, si los muertos viven en alguna parte, mi abuela conocía mi olvido tan bien como Albertina mi recuerdo. Y, bien mirado, aun tratándose de una misma muerta, ¿estamos seguros de que la alegría de saber que esa muerta conoce ciertas cosas compensaría el espanto de pensar que las conoce todas, y, por terrible que sea el sacrificio? ¿No renunciaríamos a veces a conservar después de su muerte a los que hemos amado como amigos, por miedo a tenerlos también por jueces?

Mis celosas curiosidades por lo que había podido hacer Albertina eran infinitas. Compré a muchas mujeres que no me sacaron de ninguna duda. Si esas curiosidades eran tan vivaces, es porque el ser no muere en seguida para nosotros, permanece en una especie de aura de vida que no tiene nada de una inmortalidad verdadera, pero hace que continúe ocupando nuestros pensamientos lo mismo que cuando vivía. Está como de viaje. Es una supervivencia muy pagana. Inversamente, cuando hemos dejado de amar, las curiosidades que el ser suscita mueren antes que él. Así, por ejemplo, yo no hubiera dado un paso por saber con quién fue de paseo Gilberta una tarde en los Champs-Elysées. Y yo sabía bien que esas curiosidades eran absolutamente semejantes, sin valor en sí mismas, sin posibilidad de perdurar. Pero seguía sacrificándolo todo a la cruel satisfacción de aquellas curiosidades pasajeras, aun sabiendo de antemano que mi forzada separación de Albertina, impuesta por su muerte, me llevaría a la misma indiferencia de mi separación voluntaria de Gilberta. Por esto, especialmente, envié a Amado a Balbec, pues sabía que él averiguaría allí muchas cosas.

Si Albertina hubiera sabido lo que iba a ocurrir, se habría quedado conmigo. Mas esto equivalía a decir que, una vez muerta, hubiera preferido permanecer, junto a mí, viva. Esta suposición, por la contradicción misma que implicaba, era absurda. Pero no era inofensiva, pues, imaginando lo feliz que sería Albertina de volver junto a mí si pudiera saber, si pudiera retrospectivamente comprender, yo la veía, quería besarla, y, dolorosamente, era imposible: no volvería jamás, estaba muerta.

Mi imaginación la buscaba en el cielo, por las noches en que lo habíamos mirado juntos; más allá de aquella luna que ella amaba, intentaba yo elevar hasta ella mi ternura porque le sirviese de consuelo de no vivir ya, y aquel amor a un ser ahora tan lejano era como una religión, mis pensamientos ascendían hacia ella como oraciones. El deseo es muy fuerte, engendra la creencia; porque yo lo deseaba, había creído que Albertina no se marcharía; porque yo lo deseaba, creí que no había muerto; me puse a leer libros sobre los veladores giratorios, empecé a creer posible la inmortalidad del alma. Pero no me bastaba. Necesitaba encontrarla, después de su muerte, con su cuerpo, como si la eternidad se pareciera a la vida. ¡Qué digo «a la vida»! Era más exigente aún. Hubiera querido no verme para siempre privado por la muerte de los placeres que, sin embargo, no era ella la única que nos los quitaba. Pues sin ella habrían acabado por embotarse, ya habían comenzado a embotarse por la acción del hábito antiguo, de las curiosidades nuevas. Después, en la vida, Albertina habría cambiado poco a poco, incluso físicamente, y yo me habría adaptado, día por día, a ese cambio. Pero mi recuerdo, no evocando de ella más que algunos momentos, quería volver a verla tal como ya no habría sido si hubiera vivido; lo que quería era un milagro que satisficiera los límites naturales y arbitrarios de la memoria, que no puede salir del pasado. Sin embargo, a esa criatura viva la imaginaba yo con la ingenuidad de los teólogos antiguos, ni siquiera dándome las explicaciones que ella misma hubiera podido darme, sino, por una última contradicción, las que siempre me había negado cuando vivía. Y así, siendo su muerte una especie de sueño, mi amor le parecía una felicidad inesperada; yo sólo retenía de la muerte la comodidad y el optimismo de un desenlace que lo simplifica, que lo arregla todo.

A veces no era tan lejos, no era en otro mundo donde yo imaginaba nuestro encuentro. Así como en otro tiempo, cuando yo no conocía a Gilberta más que por jugar con ella en los Champs-Elysées, por la noche, en casa, imaginaba que iba a recibir una carta suya declarándome su amor, que iba a entrar, una misma fuerza de deseo, que no me perturbaba con leyes físicas que la contrariaban más que la primera vez (en el caso de Gilberta, cuando, en suma, el deseo no se había equivocado, puesto que había dicho la última palabra), me hacía pensar ahora que iba a recibir una carta de Albertina diciéndome que era verdad que había sufrido una caída del caballo, mas, por razones románticas (y como, en realidad, ha ocurrido algunas veces con personajes a los que, durante mucho tiempo, se creyó muertos), no había querido que yo supiese que se había salvado, y ahora, arrepentida, solicitaba venir a vivir para siempre conmigo. Y —haciéndome comprender muy bien lo que pueden ser ciertas dulces locuras de personas que, por lo demás, parecen razonables— sentía coexistir en mí la certidumbre de que estaba muerta y la esperanza constante de verla entrar.

Todavía no había recibido noticias de Amado, que, sin embargo, ya había llegado a Balbec. Mi investigación recaía, sin duda, sobre un punto secundario y muy arbitrariamente elegido. Si la vida de Albertina fue verdaderamente culpable, debió de haber en ella muchas cosas bastante más importantes, en las que la casualidad no me permitió pensar como lo hizo con aquella conversación sobre la bata y por el rubor de Albertina. Pero precisamente estas cosas no existían para mí, porque no las veía. Mas elegí arbitrariamente aquella jornada que, al cabo de varios años, intentaba reconstruir. Si a Albertina le gustaban las mujeres, había otros miles de días de su vida cuyo empleo no conocía yo y que podía ser para mí igualmente interesante conocer; hubiera podido mandar a Amado a otros muchos lugares de Balbec, a otras muchas poblaciones que no fueran Balbec. Pero precisamente aquellos días, como desconocía su empleo, mi imaginación no se los representaba y no tenían existencia. Para mí, las cosas, los seres no comenzaban a existir mientras no adquirieran en mi imaginación una existencia individual. Si había otros miles de cosas y de seres semejantes, resultaban para mí representativos del resto. Si deseaba saber, desde hacía mucho tiempo, en cuestión de sospechas sobre Albertina, qué había sido aquello de la ducha, era lo mismo que, en cuestión de deseos de mujeres, y aunque supiese que había muchas muchachas doncellas que pudieran merecerlos y de las que hubiera podido oír hablar, quería conocer a la señorita que iba a las casas de citas y a la doncella de madame Putbus. Las dificultades que mi salud, mi independencia, mi «procrastinación», como decía Saint-Loup, me ponían para realizar cualquier cosa, me habían hecho diferir de un día a otro, de un mes a otro, de un año a otro, el esclarecimiento de ciertas sospechas y el cumplimiento de ciertos deseos. Pero los conservaba en mi memoria prometiéndome no dejar de conocer su realidad, porque sólo ellos me obsesionaban (pues los otros no tenían forma para mis ojos, no existían), y también porque la misma casualidad que los había elegido en medio de la realidad era una garantía de que, con un poco de realidad, de la vida verdadera y deseada, era con ellos con los que entraría en contacto. Y, además, ¿no le basta al experimentar un solo y pequeño hecho, con tal de ser bien elegido, para decidir una ley general que hará conocer la verdad sobre millares de hechos análogos? Por más que Albertina no existiera en mi memoria sino como la había visto sucesivamente en la vida, como fracciones de tiempo, mi pensamiento, restableciendo en ella la unidad, rehacía un ser, y sobre este ser quería yo formarme un juicio general, si me había mentido, si le gustaban las mujeres, si me había dejado para frecuentarlas libremente. Era posible que lo que dijera la mujer de las duchas me sacara para siempre de dudas sobre las costumbres de Albertina.

¡Mis dudas! Desgraciadamente, había creído que me sería indiferente, incluso agradable, no volver a ver a Albertina, hasta que su marcha me sacó de mi error. De la misma manera, su muerte me demostró lo equivocado que estaba, creyendo a veces desear su muerte y suponer que sería mi liberación. Lo mismo ocurrió cuando recibí la carta de Amado: comprendí que, si hasta entonces no había sufrido demasiado por mis dudas sobre la virtud de Albertina, es porque, en realidad, no había tales dudas. Mi felicidad, mi vida, necesitaban que Albertina fuera virtuosa, y habían decidido, una vez por todas, que lo era. Con esta creencia protectora podía sin peligro dejar que mi mente jugara tristemente con unas suposiciones a las que daba forma pero no fe. Me decía: «Quizá le gustan las mujeres», como se dice: «Puedo morirme esta noche»; nos lo decimos, pero no lo creemos, hacemos proyectos para el día siguiente. Esto explica que, creyéndome erróneamente inseguro de si a Albertina le gustaban o no las mujeres, y que, por consiguiente, un hecho culpable en el activo de Albertina no me aportaría nada que yo no hubiera pensado muchas veces ante las imágenes, insignificantes para otros, que me evocaba la carta de Amado, pudiera yo sufrir una pena inesperada, la pena cruel que nunca había sentido, y que con estas imágenes, con la imagen, ¡oh dolor!, de la misma Albertina, forma una especie de precipitado, como se dice en química, donde todo era invisible y de lo que el texto de la carta de Amado, que reproduzco de manera muy convencional, no puede dar la menor idea, porque cada palabra de las que la componían estaba tan transformada, tan impregnada para siempre por el sufrimiento que acababa de provocar.

«Muy señor mío:

»El señor me perdonará que no haya escrito antes al señor. La persona que el señor me encargó ver si se ausentó dos días y, deseoso de corresponder a la confianza del señor, no quería volver con las manos vacías. Por fin hablé con esa persona, que se llama de verdad (mademosille A.)[14].

»En lo que toca a lo que quería saber el señor, es muy verdad. En primer lugar era ella la que cuidaba a la señorita Albertina, cada vez que esta señorita venía a los baños. La señorita A. iba muy a menudo a la ducha con una mujer alta, mayor que ella, siempre vestida de gris, y la señora de la ducha no conocía su nombre, pero la había visto muchas veces buscar muchachas. Pero, desde que conoció a la (señorita «A») ya no hacía caso de las otras. Ella y la señorita «A» se encerraban siempre en la cabina y se quedaban mucho tiempo, y la señora de gris le daba por lo menos diez francos de propina a la persona que me lo ha contado. Como me dijo esta persona, ya se puede imaginar el señor que si no hubieran hecho más que rezar el rosario no le hubieran dado diez francos de propina. La señorita «A» iba también con una mujer muy morena que llevaba impertinentes. Pero (la señorita «A») iba más a menudo con muchachas más jóvenes que ella, sobre todo una pelirroja. Aparte de la señora de gris, las personas que la señorita «A» tenía costumbre de llevar no eran de Balbec, y hasta muchas veces iban de bastante lejos. No entraban nunca juntas, pero la señorita «A» entraba, me decía que dejara la puerta de la cabina abierta, que esperaba a una amiga, y la persona con la que hablé sabía qué quería decir eso. Esta persona no ha podido darme más detalles, pues no se acuerda muy bien, «lo que se comprende fácilmente con tanto tiempo como ha pasado». De todos modos esa persona no intentaba averiguar, porque es muy prudente y por su interés, pues la señorita «A» le daba a ganar en gordo. Ha sentido mucho saber que murió. La verdad es que tan joven es una gran desgracia para ella y para los suyos. Espero las órdenes del señor para saber si puedo irme de Balbec, donde no creo que me enteraré de nada más. Le doy otra vez muchas gracias al señor por este viajecillo que el señor me ha proporcionado y que me ha gustado mucho, sobre todo que el tiempo es de lo más bueno. La temporada se presenta bien para este año. Se espera que el señor vendrá a darse una vuelta por aquí.

»Sin otra cosa de particular que decir al señor, etc».

Para comprender hasta qué punto me traspasaban estas palabras, hay que recordar que las cuestiones que yo me planteaba sobre Albertina no eran cuestiones accesorias, indiferentes, cuestiones de detalle, las únicas, en realidad, que nos planteamos sobre todos los seres que no están para nosotros, lo que nos permite caminar cubiertos de un pensamiento impermeable, en medio del sufrimiento, de la mentira, del vicio y de la muerte. No, en cuanto a Albertina era cuestión de esencia: ¿qué era Albertina en el fondo? ¿En qué pensaba? ¿Qué amaba? ¿Me mentía? ¿Había sido mi vida con ella tan lamentable como la de Swann con Odette? Es decir, que la respuesta de Amado, aunque no fuera una respuesta general, sino particular —y precisamente por eso—, llegaba, en Albertina, en mí, a las profundidades.

Por fin veía ante mí, en aquella llegada de Albertina a la ducha por la callecita secundaria con la señora de gris, un fragmento de aquel pasado que no me parecía menos misterioso, menos terrible de lo que yo temía cuando lo imaginaba cerrado en el recuerdo, en la mirada de Albertina. Seguramente, cualquier otro que no fuera yo hubiera podido considerar insignificantes aquellos detalles a los que la imposibilidad en que me hallaba, ahora que Albertina había muerto, de que ella los refutara confería el equivalente de una especie de probabilidad. Aun es probable que en Albertina, aunque fueran ciertas, si ella las hubiera confesado, sus propias faltas (consideráralas inocentes o censurables su conciencia, encontráralas deliciosas o bastante insípidas su sensualidad) quedaran desprovistas de aquella inexpresable impresión de horror de la que yo no las separaba. Yo mismo, con ayuda de mi amor a las mujeres y aunque estas no fueran lo mismo para Albertina, podía imaginar un poco lo que ella sentía. Y ciertamente era ya un principio de sufrimiento representármela deseando como tantas veces había deseado yo, mintiéndome como tantas veces le mentí, preocupada por una u otra muchacha, gastando dinero por ella, como yo por mademoiselle de Stermaria[15], por tantas otras, por las aldeanas que encontraba en el campo. Sí, todos mis deseos me ayudaban en cierta medida a comprender los suyos; era ya un gran sufrimiento en el que todos los deseos, cuanto más vivos habían sido, se tornaban tormentos más crueles; como si en esa álgebra de la sensibilidad reapareciesen con el mismo coeficiente, pero con el signo menos en lugar del signo más. Pero Albertina, hasta donde yo podía juzgar por mí mismo sus faltas por mucho que se esforzara en ocultármelas —lo que me hacía suponer que se consideraba culpable o tenía miedo de apenarme—, sus faltas, como las había preparado a su guisa en la clara luz de la imaginación donde actúa el deseo, le parecían cosas de la misma índole que el resto de la vida, placeres para ella que no había tenido el valor de rechazar, penas para mí que había procurado evitarme ocultándomelas, pero placeres y penas que podían figurar entre otros placeres y otras penas de la vida. Pero a mí aquellas imágenes de Albertina llegando a la ducha y preparando su propina me llegaron de fuera, de la carta de Amado, sin estar prevenido, sin poder elaborar yo mismo las imágenes[16].

Si aquellas imágenes me causaron inmediatamente un dolor físico del que ya nunca se habían de separar, seguramente fue porque, en aquella llegada silenciosa y deliberada de Albertina con la mujer de gris, leía yo la cita que se habían dado, aquel convenio de ir a hacer el amor a un cuarto de duchas, que implicaba una experiencia de la corrupción, la organización bien disimulada de una doble existencia; seguramente fue porque aquellas imágenes me traían la terrible noticia de la culpabilidad de Albertina. Pero, inmediatamente, reaccionó sobre ellas el dolor; un hecho objetivo, una imagen, es indiferente según el estado interior con que lo abordamos. Y el dolor es un modificador de la realidad tan poderoso como el goce. Combinado con aquellas imágenes, el sufrimiento las transformó inmediatamente en algo absolutamente distinto de lo que pueden ser para cualquier otra persona una dama vestida de gris, una propina, una ducha, la calle donde tuvo lugar la llegada deliberada de Albertina con la dama de gris: en algo surgido de una vida de mentiras y de faltas como yo no la concibiera jamás; mi sufrimiento las alteró inmediatamente hasta en su misma materia, yo no las veía en la luz que ilumina los espectáculos de la tierra, era el fragmento de otro mundo, de un planeta desconocido, de un planeta desconocido y maldito, una vista del infierno. El infierno era todo aquel Balbec, todos aquellos lugares vecinos de donde, según la carta de Amado, hacía venir Albertina a unas muchachas más jóvenes y las llevaba a la ducha. Aquel misterio que en otro tiempo imaginé en el país de Balbec y que se disipó cuando llegué a vivir allí, que después esperé recobrar al conocer a Albertina porque, cuando la veía pasar por la playa, cuando era yo lo bastante insensato para desear que no fuera virtuosa, pensaba que debía encarnarlo, ¡cuán espantosamente se impregnaba ahora de él todo lo relacionado con Balbec! Los nombres de aquellas estaciones, Apollonville…, que llegaron a ser tan familiares, tan tranquilizadores, cuando los oía por la noche al volver de casa de los Verdurin, ahora que pensaba que Albertina había vivido en una de ellas, que había ido de paseo hasta la otra, que acaso fue a menudo en bicicleta a la tercera, me producían una ansiedad más cruel que la primera vez, cuando los veía con tanta emoción desde el pequeño ferrocarril con mi abuela, antes de llegar a Balbec, que aún no conocíamos.

Uno de los poderes de los celos consiste en descubrirnos cómo la realidad de los hechos exteriores y los sentimientos del alma son cosa desconocida que se presta a mil suposiciones. Creemos saber exactamente las cosas y lo que piensa la gente, por la sencilla razón de que no nos importa. Pero en cuanto sentimos el deseo de saber, como le ocurre al celoso, se produce un vertiginoso caleidoscopio en el que ya no distinguimos nada. Que Albertina me hubiera engañado, con quién, en qué casa, qué día, aquel en que me dijo tal cosa, o en el que recordaba haberle dicho yo esto o lo otro: de todo esto, yo no sabía nada. Tampoco sabía cuáles eran sus sentimientos por mí, si se inspiraba en el interés, en el cariño. Y de pronto recordaba un incidente insignificante: por ejemplo, que Albertina quiso ir a Saint-Martin-le-Vetu, diciendo que le interesaba este nombre, y quizá simplemente porque había conocido a una campesina que vivía allí. Mas de nada valía que Amado me informara sobre todo aquello de la mujer de las duchas, puesto que Albertina ignoraría ya eternamente que me había enterado, y, en mi amor por Albertina, sobre la necesidad de saber se impuso siempre la de demostrarle que sabía; pues esto hacía caer entre nosotros la separación de ilusiones diferentes, y eso sin dar jamás por resultado que ella me amara más, al contrario. Y ahora que estaba muerta, la segunda de estas necesidades se amargaba con el efecto de la primera: representarme la conversación en la que yo le dijera lo que había averiguado, representármela tan vivamente como la conversación en que le preguntara lo que no sabía; es decir, verla junto a mí, oírla contestarme con bondad, ver cómo se le redondeaban las mejillas, cómo sus ojos perdían su malicia y se le entristecían; es decir, amarla más aún y olvidar la furia de mis celos en la desesperación de mi soledad. El doloroso misterio de esta imposibilidad de hacerle nunca saber lo que había averiguado y establecer nuestras relaciones sobre la verdad de lo que sólo ahora había descubierto (y que quizá no había podido descubrir porque ella había muerto) sustituía con su tristeza el misterio más doloroso de su conducta. ¡Haber deseado tanto que Albertina supiera que había averiguado la historia de la sala de duchas, Albertina, que ya no era nada! Esto era otra de las consecuencias de la imposibilidad en que nos encontramos, cuando tenemos que razonar sobre la muerte, de representarnos otra cosa que la vida. Albertina ya no era nada; mas, para mí, era la persona que me ocultó que tenía citas con mujeres en Balbec, que creía haber logrado que yo lo ignorase. Cuando pensamos en lo que pasará después de nuestra muerte, ¿no es también nuestro ser vivo el que, por error, proyectamos en ese momento? ¿Y acaso lamentar que una mujer que ya no es nada ignore que hemos averiguado lo que hacía seis años antes es mucho más ridículo que desear que de nosotros mismos, ya muertos, siga el público hablando favorablemente pasado un siglo? Si en lo segundo hay más fundamento real que en lo primero, los pesares de mis celos retrospectivos procedían del mismo error de óptica que en los demás hombres el deseo de la gloria póstuma. Sin embargo, aquella impresión de lo solemnemente definitiva que era mi separación de Albertina, si bien la sustituía por un momento la idea de sus faltas, no hacía sino agravarlas confiriéndoles un carácter irremediable. Me veía perdido en la vida como en una playa ilimitada en la que estaba solo y donde, en cualquier dirección que tomara, jamás la encontraría.

Por fortuna, encontré muy oportunamente en mi memoria —pues siempre hay toda clase de cosas, peligrosas unas, saludables otras, en ese amasijo en el que los recuerdos sólo uno a uno se van desenredando—, descubrí, como descubre un obrero el objeto que le va a servir para lo que quiere hacer, unas palabras de mi abuela. A propósito de una historia inverosímil que la mujer de las duchas le había contado a madame de Villeparisis, me dijo: «Es una mujer que debe de tener la enfermedad de la mentira». Este recuerdo me ayudó mucho. ¿Qué valor podía tener lo que la mujer de las duchas dijo a Amado? Porque, después de todo, ella no había visto nada. Se puede ir a tomar una ducha con unas amigas sin que por eso haya que pensar mal. Quizá la mujer de las duchas exageraba por la propina. Una vez le oí asegurar a Francisca que mi tía Leoncia había dicho delante de ella que tenía «un millón al mes para gastar», lo que era una locura; otra vez que había visto a mi tía Leoncia dar a Eulalia cuatro billetes de mil francos, cuando un billete de cincuenta francos doblado en cuatro me parecía ya poco verosímil. Y así intentaba yo, y poco a poco lo conseguí, deshacerme de la dolorosa certidumbre que tanto trabajo me había costado adquirir, siempre oscilando entre el deseo de saber y el miedo de sufrir. Entonces pudo renacer mi cariño, pero en seguida, una tristeza de estar separado de Albertina, con lo que era quizá más desgraciado que en las horas recientes en que me torturaban los celos. Pero los celos renacieron de pronto pensando en Balbec, cuando súbitamente volví a ver la imagen (que hasta entonces no me había hecho sufrir nunca y hasta me parecía una de las más inofensivas de mi memoria) del comedor de Balbec por la noche, con toda aquella gente aglomerada en la sombra, al otro lado de los cristales, como en la caja luminosa de un acuario, mirando los extraños seres moverse en la claridad, pero haciendo que se rozaran (nunca había pensado en esto) en su aglomeración las pescaderas y las chicas del pueblo con las burguesitas celosas de aquel lujo, nuevo en Balbec, aquel lujo que, si no la fortuna, al menos la avaricia y la tradición prohibían a sus padres, burguesitas entre las cuales estaba seguramente casi todas las noches Albertina, a la que yo no conocía aún y que sin duda levantaba allí a alguna muchachita con la que, unos minutos más tarde de la misma noche, se reunía en la arena, o bien en una caseta abandonada, al pie del acantilado. Después era mi tristeza la que renacía, acababa de oír, como una condena al destierro, el ruido del ascensor que, en vez de pararse en mi piso, subía más arriba. Sin embargo, la única persona cuya visita pudiera desear yo no vendría ya nunca, había muerto. Y, a pesar de esto, cuando el ascensor paraba en mi piso, me palpitaba el corazón y, por un instante, pensaba: «¡Y si esto no fuera más que un sueño! Acaso es ella, va a llamar, vuelve, va a entrar Francisca a decirme, con más susto que rabia, pues es aún más supersticiosa que vindicativa, y temería más a Albertina viva que a la que tal vez creyera ser un aparecido: “Nunca adivinaría el señor quién está aquí”».

Yo procuraba no pensar en nada, coger un periódico. Pero me resultaba insoportable la lectura de aquellos artículos escritos por personas que no experimentaban verdadero dolor. De una canción insignificante decía uno: «Hace llorar», cuando yo la habría escuchado tan alegre si Albertina viviera. Otro, aunque gran escritor, porque había sido aclamado al bajar de un tren, decía que había recibido allí inolvidables testimonios, cuando yo, si ahora los recibiera, no pensaría en ellos ni un momento. Y un tercero aseguraba que, si no fuera por la odiosa política, la vida de París sería «perfectamente deliciosa», cuando yo sabía muy bien que esa vida, aun sin política, no podía menos de ser para mí atroz, mientras que, si recobrara a Albertina, me parecería deliciosa, aun con la política. El cronista cinegético decía (estábamos en mayo): «Esta época es verdaderamente dolorosa, más aún, siniestra, para el verdadero cazador, pues no hay nada, absolutamente nada a qué tirar», y el cronista del «Salón»: «Ante esta manera de organizar una exposición, nos embarga un inmenso desaliento, una infinita tristeza…». Si por la fuerza de lo que yo sentía me parecían falsas y pálidas las expresiones de los que no tenían verdaderas desdichas, en cambio las líneas más insignificantes que, por remotamente que fuera, podían relacionarse con Normandía, o con Niza, o con establecimientos hidroterápicos, o con la Berma, o con la princesa de Guermantes, o con el amor, o con la ausencia, o con la infidelidad, me traían súbitamente, sin darme tiempo a apartarme, la imagen de Albertina, y me echaba nuevamente a llorar. Por otra parte, ni siquiera podía leer, generalmente, aquellos periódicos, pues el simple gesto de abrirlos me recordaba a la vez que los hacía iguales cuando vivía Albertina, y que ya no vivía; y dejaba caer el periódico sin tener valor para abrirlo hasta el final. Cada impresión evocaba una impresión idéntica pero herida porque de ella había sido cortada la existencia de Albertina, de suerte que nunca tenía valor para vivir hasta el fin aquellos minutos mutilados que sufrían en mi corazón. Ni siquiera cuando, poco a poco, dejó de estar presente en mi pensamiento y, dominadora en mi corazón, sufría yo de pronto si, como cuando ella estaba allí, tenía que entrar en su cuarto, buscar la luz, sentarme junto a la pianola. Dividida en pequeños dioses familiares, habitó durante mucho tiempo en la llama de la vela, en la aldaba de la puerta, en el respaldo de una silla y en otros dominios más inmateriales, como una noche de insomnio o la impresión que me producía la primera visita de una mujer que me había gustado. A pesar de esto, las pocas frases que mis ojos leían en un día o que mi pensamiento recordaba haber leído, solían suscitarme unos celos crueles. Para esto, más que ofrecerme un argumento valedero de la inmoralidad de las mujeres, necesitaban darme una impresión antigua ligada a la existencia de Albertina. Trasladadas entonces a un momento olvidado cuya fuerza no fue borrada en mí por el hábito de pensar en él, y en el que Albertina vivía aún, sus faltas tomaban un tinte más cercano, más angustioso, más atroz. Entonces volvía a preguntarme si era cierto que las revelaciones de la mujer de las duchas serían falsas. Una buena manera de saber la verdad sería mandar a Amado a Niza a pasar unos días cerca de la casa de madame Bontemps. Si a Albertina le gustaban los placeres que una mujer goza con las mujeres, si me había dejado por no seguir privada de ellos, seguramente, una vez libre, debió de entregarse a ellos en un país que conocía y al que no se le hubiera ocurrido retirarse si no pensara encontrar en él más facilidades que en mi casa. Seguramente no tenía nada de extraordinario que la muerte de Albertina hubiera cambiado tan poco mis preocupaciones. Cuando nuestra amante vive, gran parte de los pensamientos que constituyen lo que llamamos nuestro amor nos vienen durante las horas en que ella no está a nuestro lado. Por eso nos habituamos a tener por objeto de nuestro pensamiento un ser ausente y que, aunque su ausencia dure sólo unas horas, en esas horas no está más que un recuerdo. De modo que la muerte no cambia gran cosa. Cuando regresó Amado le pedí que fuera a Niza, y así, no sólo por mis pensamientos, por mis tristezas, por la emoción que me producía un nombre relacionado, por remotamente que fuese, con cierto ser, sino también por todos mis actos, por las averiguaciones que intentaba, por el empleo que daba a mi dinero, destinado todo él a conocer los actos de Albertina, puedo decir que todo aquel año de mi vida estuvo lleno de amor, de una verdadera relación amorosa. Y el objeto de aquel amor, de aquella relación era una muerta. Se dice a veces que puede subsistir algo de un ser después de muerto, si ese ser era un artista y puso un poco de sí mismo en su obra. Es acaso como una especie de esqueje sacado de un ser, injertado en el corazón de otro y que continúa viviendo incluso cuando el otro ser ha muerto.

Amado fue a hospedarse al lado de la casa de campo de madame Bontemps, allí conoció a una criada de una casa de alquiler de coches a la que Albertina solía ir a alquilar uno para el día. Aquella gente no había notado nada. En otra carta posterior, Amado me decía que una lavanderita de la localidad le había contado que Albertina le apretaba el brazo de una manera especial cuando le llevaba la ropa limpia. «Pero —decía— aquella señorita no le había hecho nunca nada más». Le envié a Amado el dinero de su viaje y en pago del daño que acababa de hacerme con su carta, y, sin embargo, se esforzaba por curarlo diciéndome que aquello era una familiaridad que no demostraba ningún deseo piadoso, cuando recibí un telegrama de Amado: «Me he enterado de las cosas más interesantes, muchas noticias para el señor. Sigue carta». Al día siguiente llegó una carta que, sólo por el sobre, me hizo temblar; había reconocido que era de Amado, pues cada persona, aun la más humilde, tiene bajo su dependencia esos pequeños seres familiares, a la vez vivos y yacentes en una especie de entumecimiento sobre el papel, los caracteres de su letra, que sólo él posee.

Al principio, la pequeña lavandera no quiso decirme nada, aseguraba que la señorita Albertina no había hecho nunca más que cogerle el brazo. Pero para hacerla hablar la llevé a comer y le hice beber. Entonces me contó que la señorita Albertina se reunía con ella a veces a la orilla del mar cuando iba a bañarse, que la señorita Albertina tenía la costumbre de levantarse muy de mañana para ir a bañarse y tenía la costumbre de reunirse con ella a la orilla del mar, en un lugar donde los árboles están tan juntos que nadie puede ver nada, y además a esa hora no hay nadie que pueda ver; después la lavandera llevaba a sus amiguitas y se bañaban, y después como ya hace mucho calor allí y pega duro hasta debajo de los árboles, se quedaban en la hierba secándose, acariciándose, haciéndose cosquillas jugando. La lavanderita me confesó que le gustaba mucho divertirse con sus amiguitas, y que viendo que la señorita Albertina, que se frotaba siempre contra ella en su albornoz, le hizo quitárselo y acariciaba con la lengua el cuello y los brazos, y hasta la planta de los pies que la señorita Albertina le tendía. La lavandera se desnudaba también, y jugaban a empujarse al agua; aquella noche no dijo más. Pero yo, queriendo cumplir bien las órdenes de usted y hacer lo que fuera por darle gusto, me llevé a dormir conmigo a la lavandera. Me preguntó si quería que me hiciese lo que le hacía a la señorita Albertina cuando esta se quitaba el traje de baño. Y me dijo: «Si usted supiera cómo se estremecía aquella señorita, me decía: ¡Ah, qué gusto me das!». «Y estaba tan nerviosa que no tenía más remedio que morderme. Todavía le vi a la lavanderita la señal del brazo. Y comprendo el calor de la señorita Albertina, pues la pequeña es verdaderamente muy hábil».

Yo sufrí mucho en Balbec cuando Albertina me habló de su amistad con mademoiselle Vinteuil. Pero estaba allí Albertina para consolarme. Después, cuando, por haber querido demasiado conocer los hechos de Albertina, conseguí hacerla marcharse de mi casa, cuando Francisca me comunicó que se había marchado y me encontraba solo, sufrí más. Pero al menos la Albertina a la que había amado permanecía en mi corazón. Ahora, en su lugar —para mi castigo por haber llevado más lejos una curiosidad que, contra lo que yo suponía no había terminado con la muerte—, lo que encontraba era una muchacha diferente, multiplicando las mentiras y los engaños allí donde la otra me había tranquilizado tan dulcemente jurándome que nunca había conocido aquellos placeres que, en la embriaguez de su libertad reconquistada, había ido a gustar hasta el espasmo, hasta morder a aquella lavanderita con la que se encontraba al salir el sol, a orillas del Loira y a la que decía: «¡Qué gusto me das!». Una Albertina diferente, no sólo en el sentido en que entendemos la palabra diferente cuando se trata de los demás[17]. Si los demás son diferentes de lo que hemos creído, como esa diferencia no nos afecta profundamente y como el péndulo de la intuición sólo puede proyectar fuera de sí una oscilación igual a la que ejecuta en el sentido interior, únicamente en las zonas superficiales de esos seres situamos esas diferencias. Antes, cuando yo me enteraba de que a una mujer le gustaban las mujeres, no por eso me parecía una mujer distinta, de una esencia especial. Pero cuando se trata de una mujer que amamos, para librarnos del dolor que sentimos ante la idea de que eso puede ocurrir, procuramos averiguar no sólo lo que ha hecho, sino lo que sentía al hacerlo, qué idea tenía de lo que hacía; entonces, descendiendo cada vez más por la profundidad del dolor, se llega al misterio, a la esencia. Yo sufría hasta el fondo de mí mismo, hasta en mi cuerpo, en mi corazón, mucho más de lo que me hubiera hecho sufrir el miedo a perder la vida por aquella curiosidad a la que contribuían todas las fuerzas de mi inteligencia y de mi inconsciente; y así proyectaba ahora en las profundidades mismas de Albertina todo lo que averiguaba de ella. Y el dolor que así había hecho penetrar en mí tan hondamente la realidad del vicio de Albertina me prestó, pasado mucho tiempo, un último servicio. Lo mismo que el daño que yo le había hecho a mi abuela, el daño que me hizo Albertina fue un último vínculo entre ella y yo, y sobrevivió hasta al recuerdo, pues con la conservación de energía que posee todo lo físico, el sufrimiento no necesita ni siquiera lecciones de la memoria: así, un hombre que ha olvidado las bellas noches pasadas en el bosque a la luz de la luna, sufre todavía el reuma que cogió allí.

Aquellos gustos que ella negaba y que tenía, aquellos gustos cuyo descubrimiento llegó a mí, no en un frío razonamiento, sino en el ardiente dolor sentido a la lectura de estas palabras: «¡Qué gusto me das!», dolor que les daba una particularidad cualitativa, aquellos gustos no sólo se sumaban a la imagen de Albertina como se incorpora al ermitaño el nuevo caracol que lleva consigo, sino mucho más como una sal que entra en contacto con otra sal y cambia su color, y más aún: que, por una especie de precipitado, cambia su naturaleza. Cuando la lavanderita dijera a sus amigas: «Qué os parece, no lo hubiera creído, pero la señorita es una de esas», para mí no era solamente un vicio antes insospechado lo que incorporaban a la persona de Albertina, sino el descubrimiento de que era otra persona, una persona como ella, que hablaba la misma lengua, lo que, haciéndola compatriota de las otras, me la hacía más extraña aún a mí, demostraba que lo que yo había tenido con ella, lo que llevaba en mi corazón, no era sino un poquito de ella, y que el resto, que tomaba tanta extensión por no ser sólo esa cosa ya tan misteriosamente importante, un deseo individual, sino común con otras, me lo había ocultado siempre, me había mantenido siempre al margen de ello, como una mujer que me hubiera ocultado que era de un país enemigo y una espía, mucho más extraordinariamente aún que una espía, pues esta sólo engaña sobre su nacionalidad, mientras que Albertina engañaba sobre su más profunda humanidad, sobre lo que no pertenecía a la humanidad común, sino a una raza extraña que se une a ella, que se esconde en ella y no se funde jamás con ella. Precisamente había visto yo dos pinturas de Elstir en las que hay mujeres desnudas en un paisaje frondoso. En una de esas pinturas, una de las muchachas levanta el pie como debía de hacerlo Albertina cuando se lo ofrecía a la lavandera. Con el otro empuja al agua a la otra muchacha, que resiste alegremente, alzando la pierna, apenas sumergido el pie en el agua azul. Ahora recordaba que la pierna levantada dibujaba el mismo meandro de cuello de cisne con el ángulo de la rodilla que formaba la caída de la pierna de Albertina cuando estaba junto a mí en la cama, y muchas veces quise decirle que me recordaba aquellas pinturas. Pero no lo hice por no despertar en ella la imagen de cuerpos desnudos de mujeres. Ahora la veía junto a la lavandera y sus amigas recomponiendo aquel grupo que tanto me gustara cuando en Balbec estaba yo sentado en medio de las amigas de Albertina. Y si yo hubiera sido un dictador sensible a la sola belleza, habría reconocido que Albertina lo recomponía mil veces más bello, ahora que los elementos del cuadro eran las estatuas desnudas de las diosas como las que los grandes escultores sembraban en Versalles bajo los bosquecillos o ponían en las fuentes para que las lavaran y pulieran las caricias del agua. Ahora la veía, junto a la lavandera, mucho más muchacha, a la orilla del mar, que lo fuera para mí en Balbec: en su doble desnudez de mármoles femeninos, en medio del follaje, de la vegetación y metiéndose en el agua como bajorrelieves náuticos. Recordando lo que Albertina era sobre mi cama, creía ver su pierna curvada, la veía, era un cuello de cisne que buscaba la boca de la otra muchacha. Entonces ya ni siquiera veía una pierna, sino el cuello atrevido de un cisne como el que, en un estudio estremecido, busca la boca de una Leda que se ve en toda la palpitación específica del placer femenino, porque no hay más que un cisne y parece más sola, de la misma manera que descubrimos en el teléfono las inflexiones de una voz que no distinguimos mientras no se disocia de un rostro en el que se objetiva su expresión. En ese estudio, el placer, en lugar de ir hacia la mujer que lo inspira y que está ausente, reemplazada por un inerte cisne, se concentra en la que lo siente. A veces se interrumpía la comunicación entre mi corazón y mi memoria. Lo que Albertina había hecho con la lavandera ya sólo lo veía en abreviaciones casi algebraicas que ya no me representaban nada; mas, cien veces por hora se restablecía la corriente interrumpida y un fuego de infierno me abrasaba sin piedad el corazón cuando veía a Albertina, resucitada por mis celos, verdaderamente viva, en erección bajo las caricias de la lavanderita a la que decía: «¡Qué gusto me das!».

Como estaba viva en el momento de cometer su falta, es decir, en el momento en que yo mismo me encontraba, no me bastaba saber aquella falta: hubiera querido que ella supiera que yo lo sabía. Y en aquellos momentos me dolía pensar que ya nunca la vería, y este dolor llevaba la marca de mis celos y, muy diferentes del sufrimiento desgarrador de los momentos en que la amaba, no era más que el pesar de no poder decirle: «Creías que nunca iba a saber lo que hiciste después de dejarme. Bueno, pues lo sé todo; le decías a la lavandera en la orilla del mar: ¡Qué gusto me das!, y he visto el mordisco». Seguramente me decía: «¿Por qué atormentarme? La que gozó con la lavandera ya no es nada, luego no era una persona cuyos actos conservan un valor. No piensa que yo sé. Pero tampoco piensa que no sé, puesto que no piensa nada». Mas este razonamiento me convencía menos que la contemplación de su goce, que me trasladaba al momento en que lo sintió. Lo que sentimos existe únicamente para nosotros y lo proyectamos en el pasado, en el futuro, sin detenernos ante las barreras ficticias de la muerte. Si mi dolor por su muerte sufría en aquellos momentos la influencia de mis celos y tomaba aquella forma tan especial, esta influencia se extendió naturalmente a mis sueños de ocultismo, de inmortalidad, que no eran más que un esfuerzo por intentar realizar lo que deseaba. Y en aquellos momentos si hubiera conseguido evocarla haciendo que se moviera una mesa, como Bergotte creía que era posible hacer, o volver a encontrarla en la otra vida, como creía el abate X…, sólo lo deseaba por decirle: «Sé lo de la lavandera: ¡qué gusto me das!; he visto el mordisco».

Lo que vino en mi ayuda contra aquella imagen de la lavandera fue —claro que después de persistir un poco— la imagen misma, porque sólo conocemos verdaderamente lo que es nuevo, lo que introduce de pronto en nuestra sensibilidad un cambio de tono que nos impresiona violentamente, lo que todavía no ha sido sustituido por sus pálidos facsímiles. Pero fue sobre todo un fraccionamiento de Albertina en numerosas partes, en numerosas Albertinas, lo que llegó a ser su único modo de existencia en mí. A veces había momentos en que era solamente buena, o inteligente, o seria, o prefiriendo los deportes sobre todas las cosas. Y, en el fondo, ¿no era natural que aquel fraccionamiento me calmara? Pues si, en sí mismo, no era cosa real, si dependía de la sucesiva forma de las horas en que Albertina se me aparecía, forma que era la de mi memoria como la curvatura de las proyecciones de mi linterna mágica dependía de la curvatura de los vidrios de colores, no representaba a su manera una verdad, bien objetiva esta, que cada uno de nosotros no es uno, sino que contiene numerosas personas, no todas del mismo valor moral, y que, si Albertina viciosa había existido, esto no impedía que existieran otras, la que gustaba de hablar conmigo de Saint-Simon en su cuarto; la que, la noche en que le dije que teníamos que separarnos, suspiró tan tristemente: «¡Pensar que nunca más veré esta pianola, este cuarto!». Y, cuando vio la emoción que mi mentira acabó por causarme, exclamó con una compasión tan sincera: «¡Oh, no!, todo antes que causarte pena; desde luego no intentaré volver a verte». Entonces ya no estaba solo, sentía desaparecer aquel tabique que nos separaba. Desde el momento en que volvía aquella Albertina buena, encontraba la única persona a quien pudiera pedirle el antídoto de los sufrimientos que Albertina me causaba. Cierto que seguía deseando hablarle de la historia de la lavandera, pero ya no era a manera de triunfo cruel y para demostrarle malévolamente que lo sabía. Le preguntaba tiernamente, como se lo hubiera preguntado a Albertina viva, si la historia de la lavandera era cierta. Me juró que no, que Amado no era muy verídico y que, para hacer ver que había ganado bien el dinero que le di, no quiso volver sin nada entre las manos y le atribuyó a la lavandera lo que quiso. Seguramente Albertina no había dejado de mentir. Sin embargo, en el flujo y en el reflujo de sus contradicciones notaba yo cierta progresión debida a mí. No juraría que, al principio, no llegara a hacerme confidencias (quizás, es cierto, involuntarias, en una frase que se escapa): ya no me acordaba. Y además tenía unas maneras tan raras de llamar ciertas cosas, que esto podía significar esto o lo contrario. Para convencerme de su inocencia me bastaba besarla, y ahora podía hacerlo, ahora que había caído el tabique que nos separaba, parecido a aquel otro, impalpable y resistente, que, después de un enfado, se levanta entre dos enamorados y contra el cual se romperían los besos. No, no necesitaba decirme nada. Hiciera lo que hiciera, la pobre pequeña, había sentimientos en los que, por encima de lo que nos separaba, podíamos unirnos. Si la historia era cierta, y si Albertina me había ocultado sus aficiones, era por no apenarme. Tuve la dicha de oírselo decir a esta Albertina. Pero ¿acaso conocí nunca otra? Las dos mayores causas de errores en las relaciones con otro ser: tener uno buen corazón, o bien amar al otro ser. Nos enamoramos por una sonrisa, por una mirada, por un hombro. Esto basta; entonces, en las largas horas de esperanza o de tristeza, fabricamos una persona, componemos un carácter. Y cuando después tratamos a la persona amada ya no podemos, por muy crueles que sean las realidades con que nos encontremos, quitar ese carácter bueno, esa naturaleza de mujer que nos ama, a ese ser que tiene esa mirada, ese hombro, como no podemos quitarle la juventud, cuando envejece, a una persona que conocemos desde que era joven. Evoqué la hermosa mirada buena y compasiva de aquella Albertina, sus mejillas llenas, su cuello de granulación fuerte. Era la imagen de una muerta pero, como aquella muerta vivía, me fue fácil hacer en seguida lo que habría hecho infaliblemente si ella hubiera estado viva junto a mí (lo que haría si llegara a encontrarla en otra vida): la perdoné.

Los momentos vividos junto a esta Albertina eran para mí tan preciosos que hubiera querido no perder ninguno. Pero a veces, como quien reúne los restos de una fortuna derrochada, me encontraba con que me habían parecido perdidos: atándome un pañuelo detrás del cuello en lugar de delante, recordé un paseo en el que no había vuelto a pensar y durante el cual Albertina, después de besarme, me lo arregló de esta manera para que no me enfriara el pecho. Aquel paseo tan sencillo, restituido a mi memoria por un gesto tan humilde, me causó el gozo de esos objetos íntimos que pertenecieron a una muerta querida, que nos trae su vieja doncella y que tanto valor tienen para nosotros; y esto enriqueció mi pena, más aún porque nunca había pensado en ello. El pasado, lo mismo que el futuro, no se gusta de una vez, sino grano a grano.

Por otra parte, mi pena tomaba tantas formas que a veces no la reconocía; deseaba tener un gran amor, buscar una persona que viviera junto a mí, y esto me parecía señal de que ya no amaba a Albertina, cuando lo era precisamente de que seguía amándola; pues esa necesidad de sentir un gran amor no era, como no lo era el deseo de besar las redondas mejillas de Albertina, más que una parte de mi pesar. Y, en el fondo, me alegraba de no enamorarme de otra mujer; me daba cuenta de que la prolongación de aquel gran amor por Albertina era la sombra del sentimiento que tuve por ella, reproducía sus diversas partes y obedecía a las mismas leyes que la realidad sentimental que reflejaba más allá de la muerte. Pues sentía muy bien que, si bien podía poner algún intervalo entre mis pensamientos por Albertina, si pusiera demasiados, ya no la amaría; estos cortes me la harían indiferente, como ahora me lo era mi abuela. Demasiado tiempo sin pensar en ella rompería en mi recuerdo la continuidad, principio mismo de la vida que, sin embargo, se puede reanudar pasado cierto intervalo de tiempo. ¿No ocurría así con mi amor por Albertina cuando vivía, que podía reanudarse después de mucho tiempo sin pensar en ella? Ahora bien, mi recuerdo debía obedecer a las mismas leyes, no podría soportar intervalos más largos, pues, como una aurora boreal, no hacía sino reflejar después de la muerte de Albertina los sentimientos que tuve hacia ella: era como la sombra de mi amor. Sólo cuando la olvidara podría parecerme más sensato, más feliz vivir sin amor. De suerte que la añoranza de Albertina, porque me hacía sentir la necesidad de una hermana, resultaba insaciable y a medida que mi añoranza de Albertina se fuera atenuando se tornaría menos imperiosa la necesidad de una hermana, que no era más que una forma inconsciente de esa añoranza. Y, sin embargo, estos residuos de mi amor no siguieron en su decrecimiento una marcha igualmente rápida. Había momentos en que estaba decidido a casarme, tan profundo era el eclipse del primero, mientras que el segundo conservaba una gran fuerza. En cambio, más tarde, extinguidos mis recuerdos celosos, me subía de pronto al corazón un cariño por Albertina, y entonces, pensando en mis amores por otras mujeres, me decía que ella los había comprendido, los había compartido, y su vicio venía a ser como una causa de amor. A veces renacían mis celos en momentos en que ya no me acordaba de Albertina, aunque fuera de ella de quien sentía celos creía que los sentía de Andrea, de la que me habían contado en aquel momento una aventura que tenía. Pero Andrea no era para mí otra cosa que un intermediario, que un atajo, que una toma de corriente que me unía indirectamente a Albertina. De esta manera ponemos en sueños otra cara, otro nombre, a una persona sobre cuya identidad profunda no nos engañamos sin embargo. En suma, pese al flujo y al reflujo que, en estos casos particulares, contradecían esta ley general, los sentimientos que me dejó Albertina tardaron más en morir que el recuerdo de su causa primera. No sólo los sentimientos, sino también las sensaciones. Diferente en esto de Swann, que cuando empezó a dejar de amar a Odette ni siquiera pudo recrear en él la sensación de su amor, yo me sentía aún reavivando un pasado que ya no era más que la historia de otro; partido en cierto modo, mi yo, mientras su extremo superior estaba ya duro y frío, aún ardía en su base cada vez que una chispa hacía pasar por él una antigua corriente, incluso cuando mi espíritu había dejado desde hacía tiempo ya de concebir a Albertina. Y como ninguna imagen de esta acompañaba a las dolorosas palpitaciones que la sustituían, a las lágrimas que aportaba a mis ojos un viento frío que soplaba como en Balbec sobre los manzanos ya rosados, llegaba a preguntarme si el renacimiento de mi amor no era debido a causas enteramente patológicas y si lo que yo creía reviviscencia de un recuerdo y período postrero de un amor no era más bien el comienzo de una enfermedad de corazón.

Hay en ciertas afecciones accidentes secundarios que el enfermo es demasiado propenso a confundir con la enfermedad misma. Cuando cesan le sorprende encontrarse menos lejos de la curación de lo que había creído. Así fue el sufrimiento causado —la «complicación» determinada— por las cartas de Amado sobre la casa de duchas y las lavanderas. Mas si me hubiera visitado un médico del alma habría visto que, por lo demás, mi pena, mi pena misma, iba mejor. Como yo era un hombre, uno de esos seres anfibios que están simultáneamente sumergidos en el pasado y en la realidad, seguramente había siempre en mí una contradicción entre el recuerdo vivo de Albertina y el conocimiento que yo tenía de su muerte. Pero esta contradicción era en cierto modo opuesta a lo que fuera antes. La idea de que Albertina había muerto, esta idea que al principio venía a fustigar tan furiosamente en mí la idea de que estaba viva, que me hacía correr delante de ella como los niños huyendo de la ola, esta idea de su muerte, más viva aún por aquellos ataques incesantes, terminó por conquistar en mí el lugar que, recientemente todavía, ocupaba la idea de su vida. Sin que yo me diese cuenta ahora, era principalmente esta idea de la muerte de Albertina —ya no el recuerdo presente de su vida— lo que constituía el fondo de mis inconscientes pensamientos, de suerte que, si los interrumpía de pronto para reflexionar sobre mí mismo, lo que me sorprendía no era, como los primeros días, que Albertina, tan viva en mí, pudiera no existir ya en el mundo, que pudiera estar muerta, sino que Albertina, que no existía ya en el mundo, que estaba muerta, permaneciera tan viva en mí. Construida por la contigüidad de los recuerdos que se suceden uno a otro, el negro túnel bajo el cual divagaba mi pensamiento desde hacía demasiado tiempo para que ni siquiera le prestase atención, lo interrumpía bruscamente un intervalo de sol meciendo a lo lejos un universo alegre y azul donde Albertina ya no era más que un recuerdo indiferente y lleno de encanto. ¿Es esa la verdadera —me preguntaba yo—, o bien el ser que, en la oscuridad por la que he caminado tanto tiempo, me parecía la única realidad? El personaje que yo fuera tan poco tiempo hacía y que sólo vivía en la perpetua espera del momento en que vendría Albertina a darle las buenas noches y a besarle, una especie de multiplicación de mí mismo, me representaba aquel personaje como si no fuera más que una pequeña parte de mí, una parte medio desnuda, y, como una flor que se abre, sentía la frescura rejuvenecedora de una exfoliación. Y aquellas breves iluminaciones quizá no producían otro efecto que hacerme más consciente de mi amor por Albertina, como ocurre con todas las ideas demasiado constantes, que, para reafirmarse, necesitan una oposición. Los que vivían durante la guerra de 1870, por ejemplo, dicen que la idea de la guerra acabó por parecerles natural, no porque no pensaran bastante en la guerra, sino porque pensaban siempre en ella. Y para comprender lo extraño y lo importante que es el hecho de la guerra, era necesario que, porque algo les sacara de su obsesión permanente, olvidasen un momento que la guerra reinaba, que se encontrasen como eran cuando había paz, hasta que, de pronto, sobre aquel blanco momentáneo, se destacara por fin, distinta, la realidad monstruosa que desde hacía mucho tiempo habían dejado de ver y no vieran otra cosa que ella.

Si este alejamiento en mí de los diferentes recuerdos de Albertina se hubiera operado al menos, no por escalones, sino a la vez, igualmente, de frente, en todo el trayecto de mi memoria, alejándose los recuerdos de sus traiciones al mismo tiempo que los de su bondad, el olvido me habría aportado la calma. No fue así. Como en una playa donde la marea desciende irregularmente, me asaltaba la mordedura de una de mis sospechas cuando ya la imagen de la dulce presencia de Albertina se había retirado demasiado lejos de mí para poder aportarme su remedio.

Las traiciones las había sufrido, porque, por lejano que fuera el año en que se produjeron, para mí no eran antiguas; pero me hacían sufrir menos cuando llegaron a serlo, es decir, cuando me las representé menos vivamente, pues el alejamiento de una cosa es proporcional más bien al poder visual de la memoria que mira que a la distancia real de los días transcurridos, como el recuerdo de un sueño de la última noche puede parecernos más lejano en su imprecisión y en su vaguedad, que un acontecimiento que data de varios años. Pero, aunque la idea de la muerte de Albertina progresara en mí, el reflujo de la sensación de que estaba viva, si no detenía aquel progreso lo contrarrestaba, sin embargo, e impedía que fuese regular. Y ahora me daba cuenta de que durante aquel período (seguramente por aquel olvido de las horas en las que ella estuvo enclaustrada en mi casa y que, a fuerza de borrar en mí el sufrimiento de las faltas que me parecían casi indiferentes porque sabía que ella no las cometía, llegaban a ser como pruebas de inocencia) sufrí el martirio de vivir habitualmente con una idea tan nueva como la de que Albertina estaba muerta (hasta entonces partía siempre de la idea de que estaba viva), con una idea que me habría parecido tan imposible de soportar y que, sin darme cuenta, constituyendo poco a poco el fondo de mi consciencia, iba sustituyendo en ella a la idea de que Albertina era inocente: era la idea de que Albertina era culpable. Cuando creía dudar de ella, creía, en cambio, en ella; de la misma manera tomé como punto de partida de mis otras ideas la certidumbre —muchas veces desmentida como lo era la idea contraria— de su culpabilidad, sin dejar de imaginar que seguía dudando. Debí de sufrir mucho en aquel período, pero me doy cuenta de que tenía que ser así. Sólo sintiéndonos plenamente nos curamos de un sufrimiento. Protegiendo a Albertina de todo contacto, forjándome la ilusión de que era inocente, como más tarde tomando como base de mis razonamientos el pensamiento de que vivía, no hacía más que retrasar la hora de la curación, porque retrasaba las largas horas, que debían ser previas, de los sufrimientos necesarios. Y en estas ideas de la culpabilidad de Albertina, la costumbre, cuando actuara, lo haría siguiendo las mismas leyes que yo había experimentado ya en el transcurso de mi vida. Así como el nombre de Guermantes había perdido el significado y el encanto de un camino bordeado de nenúfares y de la vidriera de Gilberto el Malo, la presencia de Albertina había perdido a su vez el significado y el encanto de las olas azules de la mar, los nombres de Swann, del ascensorista, de la princesa de Guermantes y tantos otros, todo lo que significaron para mí, dejándome aquel encanto y aquel significado una simple palabra que encontraban demasiado grande para vivir sola, como alguien que viene a enseñar a su criado le pone al corriente y al cabo de una semana se retira, así la dolorosa idea de la culpabilidad de Albertina sería despedida de mí por la costumbre. Por otra parte, hasta que esto llegara, como un ataque emprendido por dos puntos a la vez, colaborarían dos aliados. Como esta idea de la culpabilidad de Albertina llegaría a ser para mí una idea más probable, más habitual, me sería menos dolorosa. Mas, por otra parte, por ser menos dolorosa, las objeciones opuestas a la certidumbre de aquella culpabilidad, y que sólo mi deseo de no sufrir demasiado las inspiraba a mi inteligencia, se derrumbarían una a una y precipitando cada acción a la otra, pasaría bastante rápidamente de la certidumbre de la inocencia de Albertina a la certidumbre de su culpabilidad. Tenía que vivir con la idea de la muerte de Albertina, con la idea de sus faltas para que estas ideas llegasen a serme habituales, es decir para que pudiese olvidar estas ideas y olvidar, por fin, a Albertina misma.

No había llegado aún a esto. Unas veces era mi memoria, tornándose más clara por una excitación intelectual —por ejemplo, si estaba leyendo— que renovaba mi pena; otras veces era, por el contrario, mi pena —exaltada, por ejemplo, por la angustia de un tiempo tempestuoso— la que llevaba más arriba, más cerca de la luz, algún recuerdo de nuestro amor.

Por otra parte, estos renuevos de mi amor por Albertina muerta podían producirse en un intervalo de indiferencia sembrado de otras curiosidades, como, tras el largo intervalo que comenzó después del beso negado de Balbec y durante el cual me interesaron mucho más madame de Guermantes, Andrea, mademoiselle de Stermaria, se reavivó aquel amor por Albertina cuando volví a verla a menudo. E incluso ahora, otras preocupaciones diferentes podían producir una separación —esta vez de una muerta— en la que me sería ya indiferente. Todo esto por la misma razón: que para mí estaba viva. E incluso más adelante, cuando la amaba menos, aquello siguió siendo para mí, sin embargo, uno de esos deseos que se nos pasan pronto, pero que renacen después de dejarlos reposar por algún tiempo. Iba tras una mujer viva, después tras otra, mas volvía a mi muerta. Muchas veces, en las partes más oscuras de mí mismo, cuando ya no podía formarme ninguna idea clara de Albertina, un nombre acudía a suscitar en mí reacciones dolorosas que ya no creía posibles, como esos moribundos en quienes el cerebro ya no piensa y que, al pincharles con una aguja, se les contrae un miembro. Y durante largos períodos estas excitaciones se producían tan de tarde en tarde que llegaba a buscar yo mismo las ocasiones de una pena, de una crisis de celos, para volver a conectar con el pasado, para acordarme más de ella. Pues como la añoranza de una mujer no es más que un amor reviviscente y sigue sometido a las mismas leyes que él, la fuerza de mi añoranza crecía por las mismas causas que, en vida de Albertina, hubiesen aumentado mi amor por ella y en el primer rango de las cuales figuraron siempre los celos y el dolor. Pero, generalmente, estas ocasiones —pues la enfermedad, una guerra, pueden durar mucho más de lo que el más previsor juicio calculara— nacían a mi pesar y me causaban choques tan violentos que, más que en solicitarles un recuerdo, pensaba en protegerme contra el dolor.

Por otra parte, ni siquiera era necesaria una palabra, como Chaumont, relacionada con una sospecha[18], para despertar el recuerdo, para ser la consigna, el mágico Sésamo que abriera la puerta de un pasado que ya no interesa, porque, cansados de verlo, literalmente no lo poseemos ya; nos lo habían amputado, habíamos creído que, por esta ablación, nuestra personalidad había cambiado de forma, como una figura que perdiera con un ángulo un lado; ciertas frases, por ejemplo, en las que hubiera el nombre de una calle, de un camino donde habría podido hallarse Albertina, bastaban para encarnar unos celos virtuales, inexistentes, en busca de un cuerpo, de una morada, de cualquier fijación material, de alguna realización particular.

Muchas veces ocurría simplemente durante el sueño que, por esas «renovaciones», por esos da capo del sueño que pasan de una vez varias páginas de la memoria, varias hojas del calendario, me volvían, me hacían retroceder a una impresión dolorosa, pero antigua, que desde hacía mucho tiempo había cedido el sitio a otras y que ahora se tornaba presente. Generalmente venía acompañada de toda una escenografía torpe, pero impresionante, que, ofuscándome, ponía ante mis ojos, hacía oír a mis oídos lo que en lo sucesivo databa de aquella noche. Por lo demás, en la historia de un amor y de sus luchas contra el olvido, ¿no ocupa el sueño un lugar aún mayor que la vigilia, el sueño, en el que no cuentan las divisiones infinitesimales del tiempo, el sueño que suprime las transiciones, que contrapone los grandes contrastes, que deshace en un momento el trabajo de consolación tan lentamente tejido durante el día y nos prepara, por la noche, un encuentro con aquella a la que acabaríamos por olvidar, mas con la condición de no volver a verla? Pues, dígase lo que se quiera, podemos tener perfectamente en sueños la impresión de que lo que en ellos ocurre es real. Esto sólo sería imposible por razones sacadas de nuestra experiencia de la víspera, experiencia que, en esos momentos, nos queda oculta. De suerte que esa vida inverosímil nos parece verdadera. A veces, por un defecto de alumbrado interior, que, vicioso, hacía fallar la obra, mis recuerdos bien puestos en escena me daban la ilusión de la vida, creía verdaderamente que había dado cita a Albertina, que iba a encontrarla; pero entonces me sentía incapaz de ir hacia ella, de proferir las palabras que quería decirle, de reanimar para verla la antorcha que se había apagado: imposibilidades que eran simplemente en mi sueño la inmovilidad, el mutismo, la ceguera del durmiente, como de pronto se ve en la linterna mágica una gran sombra que debería estar oculta, que borra la proyección de los personajes, y que es la sombra de la propia linterna o la del operador. Otras veces Albertina se encontraba en mi sueño y quería de nuevo dejarme, sin que su resolución llegara a conmoverme. Era que, de mi memoria, había podido filtrarse en la oscuridad de mi sueño una señal de aviso, y que, alojada en Albertina, quitaba toda importancia a sus actos futuros, a la marcha que anunciaba: era la idea de que estaba muerta. Pero muchas veces era aún más claro: el recuerdo de que Albertina estaba muerta se combinaba, sin destruirla, con la sensación de que estaba viva. Yo hablaba con ella, y mientras hablaba, mi abuela iba y venía por la habitación. Una parte de su barbilla había caído en migajas como un mármol carcomido, pero yo no encontraba en esto nada de extraordinario. Le decía a Albertina que tenía que hacerle unas preguntas sobre la casa de duchas de Balbec y sobre cierta lavandera de Turena, pero lo dejaba para más tarde, pues teníamos todo el tiempo por delante y ya nada corría prisa. Me aseguraba que no hacía nada malo y que sólo la víspera había besado en los labios a mademoiselle Vinteuil. «Pero ¿está aquí?». «Sí, y, por cierto, que tengo que dejarte, pues tengo que ir a verla en seguida». Y como desde que Albertina estaba muerta ya no la tenía prisionera en mi casa como en los últimos tiempos de su vida, su visita a mademoiselle Vinteuil me preocupaba. Pero no quería que se me notase, Albertina me decía que no había hecho más que besarla, pero debía de mentir de nuevo como antes, cuando lo negaba todo. En seguida ya no se contentaría probablemente con besar a mademoiselle Vinteuil. Claro que, desde cierto punto de vista, hacía mal en preocuparme así, puesto que, según dicen, los muertos no pueden sentir nada, no pueden hacer nada. Eso dicen, pero ello no impedía que mi abuela, muerta, siguiera, sin embargo, viviendo desde hacía varios años, y en aquel mismo momento iba y venía por la habitación. Y seguramente, una vez despierto, aquella idea de una muerta que continuaba viviendo hubiera debido parecerme de nuevo tan imposible de comprender como imposible me es de explicar. Pero tantas veces la había concebido en esos períodos pasajeros de locura que son nuestros sueños, que acabé por familiarizarme con ella; la memoria de los sueños puede hacerse duradera si se repiten con bastante frecuencia. Y me figuro que aquel hombre que, para explicar a unos visitantes de un manicomio que él no estaba loco, aunque lo dijera el doctor, decía, poniendo en contraste con su sana razón las insensatas quimeras de los enfermos: «Por ejemplo, ese que parece una persona como cualquier otra, que no parece loco, lo está: se cree que es Jesucristo, yeso no puede ser, porque Jesucristo soy yo»; me figuro que, aunque ese hombre esté hoy curado y haya recuperado la razón, debe de comprender un poco mejor que los demás lo que quería decir en un tiempo ya superado de su vida mental. Y mucho tiempo después de acabado mi sueño, seguía atormentado por aquel beso que Albertina me dijera que había dado, con unas palabras que me parecía está royendo aún. Y, en realidad, debieron de pasar muy cerca de mi oído, puesto que era yo mismo quien las pronunció. Continuaba todo el día hablando con Albertina, la interrogaba, la perdonaba, reparaba el olvido de cosas que siempre había querido decirme cuando vivía. Y de pronto me asustaba pensar que a aquel ser evocado por la memoria, al que se dirigían todas aquellas palabras, no correspondía ya ninguna realidad, que habían quedado destruidas las diferentes partes del rostro al que sólo el impulso continuo de la voluntad de vivir, aniquilado hoy, había dado la unidad de una persona.

Otras veces, sin haber soñado, sentía al despertarme que el viento había girado en mí; soplaba frío y continuo en otra dirección que venía del fondo del pasado, trayéndome el sonido de otras lejanas, de los silbidos de salida que yo no oía habitualmente. Probaba a coger un libro, abría una novela de Bergotte que me había gustado especialmente. Los personajes afines me gustaban mucho y, absorbido en seguida por el encanto del libro, me acuciaba el deseo, como un placer personal, de que la mujer mala recibiera su castigo; y se me humedecían los ojos cuando quedaba asegurada la felicidad de los prometidos. «Pero entonces —exclamaba con desesperación—, por el hecho de dar tanta importancia a lo que pudo hacer Albertina, no puedo sacar la conclusión de que su personalidad es algo real que no puede quedar abolido, que volveré a encontrarla un día tal como era en el cielo, puesto que pongo tanto interés, espero con tanta impaciencia, celebro con lágrimas el éxito de una persona que nunca existió más que en la imaginación de Bergotte, a la que nunca he visto y cuyo rostro me puedo imaginar a mi capricho». Además, en aquella novela había muchachas seductoras, correspondencias amorosas, paseos desiertos donde se encuentran las parejas, y esto me recordaba que se puede amar clandestinamente, me avivaba los celos, como si Albertina pudiera todavía pasear por aquellos paseos desiertos. Y se trataba también de un hombre que, pasados cincuenta años, vuelve a ver a una mujer a la que amó de joven, y no la reconoce, y se aburre con ella. Y esto me recordaba que el amor no dura siempre y me perturbaba como si yo estuviera destinado a estar separado de Albertina y a volver a encontrarla con indiferencia cuando fuera ya viejo. Y si divisaba un mapa de Francia, mis asustados ojos procuraban no encontrar en él Turena para no sentir celos, y, para no sufrir, no encontrar Normandía, donde estaban marcados por lo menos Balbec y Doncières, entre los cuales situaba yo todos los caminos que tantas veces recorrimos juntos. En medio de otros nombres de ciudades o de pueblos de Francia nombres que sólo eran visibles o audibles, el nombre de Tours, por ejemplo, parecía compuesto de otra manera, no ya de imágenes inmateriales, sino de sustancias venenosas que actuaban fulminantemente sobre mi corazón acelerando y haciendo dolorosas sus palpitaciones. Y si esta fuerza se extendía hasta ciertos nombres, que ella hacía tan diferentes de los demás, ¿cómo, estando más cerca de mí, limitándome a la misma Albertina, podía extrañarme que aquella fuerza irresistible sobre mí, y que cualquier mujer hubiera podido servir para producirla, fuera el resultado de una maraña y de un contacto de sueños, de deseos, de costumbres, de sentimientos tiernos, con la interferencia requerida de sufrimientos y de goces alternos? Y esto continuaba su muerte, la memoria bastaba para mantener la vida real, que es mental. Recordaba a Albertina bajando del tren y diciéndome que tenía gana de ir a Saint-Martin-le-Vetu, y la veía también delante, con su toca bajada sobre las mejillas; volvía a ver posibilidades de felicidad y me lanzaba hacia ellas diciéndome: «Podíamos haber ido juntos hasta Quimperlé, hasta Pont-Aven». No había una sola estación cerca de Balbec donde no la viese, de suerte que aquella tierra, como un país mitológico conservado, me tornaba vivas y crueles las leyendas más antiguas, las más seductoras, las más difuminadas por lo que siguió en mi amor. ¡Ah, qué sufrimiento si alguna vez tuviera que volver a dormir en aquella cama de Balbec, en torno a aquel marco de cobre donde, como en torno a un poste inamovible, a una barra fija, se había movido, había evolucionado mi vida, apoyando en él sucesivamente alegres conversaciones con mi abuela, el horror de su muerte, las dulces caricias de Albertina, el descubrimiento de su vicio, y ahora una vida nueva, en la que, mirando las librerías encristaladas dónde se reflejaba el mar, sabía que Albertina no entraría ya jamás! ¿No era aquel hotel de Balbec como aquella única decoración de casa de los teatros de provincias, dónde se representan desde hace años las obras más diferentes, que ha servido para una comedia, para una primera tragedia, para otra, para una obra puramente poética, aquel hotel que se remontaba ya bastante lejos en mi pasado y siempre, entre sus paredes, con nuevas épocas de mi vida? Que aquella sola parte fuera siempre la misma, las paredes, las librerías, el espejo, me hacía sentir mejor que, en suma, era lo demás, era yo mismo quien había cambiado, y me daba así esa impresión que no tienen los niños que, en su optimismo pesimista, creen que los misterios de la vida, del amor, de la muerte, están reservados, que ellos no participan en esos misterios, y que nos damos cuenta con doloroso orgullo de que, en el transcurso de los años, se ha fundido con nuestra propia vida.

Intentaba leer los periódicos[19].

Por eso la lectura de los periódicos me resultaba odiosa y además no era inofensiva. Porque en nosotros, de cada idea, como de una encrucijada en un bosque, parten tantos caminos diferentes, que cuando menos lo esperaba me encontraba ante un nuevo recuerdo. El título de la melodía de Fauré, Le secret, me llevó a Le secret du roi, del duque de Broglie; el nombre de Broglie al de Chaumont. O bien las palabras Viernes Santo me hacían pensar en el Gólgota, el Gólgota en la etimología de esa palabra que a su vez parece el equivalente de Calvus mons, Chaumont. Mas, por cualquier camino que me llevase a Chaumont, en aquel momento sufría un choque tan cruel que pensaba mucho más en librarme del dolor que en pedirle recuerdos. A los pocos instantes del choque la inteligencia, que, como el ruido del trueno, no corre tan de prisa, me traía la razón. Chaumont me había hecho pensar en las Buttes-Chaumont, adonde madame Bontemps me había dicho que solía ir Andrea con Albertina, mientras que Albertina me dijo que no había estado nunca en las Buttes-Chaumont. A partir de cierta edad, nuestros recuerdos están tan enmarañados unos con otros que la cosa en que pensamos, el libro que leemos ya casi no tiene importancia. Hemos puesto algo de nosotros mismos en todo, todo es fecundo, todo es peligroso, y podemos hacer en un anuncio de un jabón descubrimientos tan valiosos como en los Pensamientos de Pascal.

Seguramente un hecho como el de las Buttes-Chaumont, que en su tiempo me parecía fútil, era en sí mismo, contra Albertina, mucho menos grave, menos decisivo que la historia de la mujer de las duchas o la de la lavandera. Pero, en primer lugar, un recuerdo que nos viene fortuitamente encuentra en nosotros un poder intacto de imaginar, es decir, en este caso, de sufrir, que hemos gastado en parte cuando somos nosotros, por el contrario, quienes hemos dedicado voluntariamente nuestra inteligencia a recrear un recuerdo. Y además, los últimos (la mujer de las duchas, la lavandera), siempre presentes, aunque oscurecidos en mi memoria, como esos muebles colocados en la penumbra de un pasillo y con los que, sin distinguirlos, evitamos, sin embargo tropezar, me había habituado a ellos. En cambio, hacía mucho tiempo que no había pensado en las Buttes-Chaumont, o, por ejemplo, en la mirada de Albertina en el espejo del casino de Balbec, o en el retraso inexplicado de Albertina la noche en que tanto la esperé después de la fiesta Guermantes, todas aquellas partes de su vida que estaban fuera de mi corazón y que yo hubiera querido conocer para que pudieran asimilarse, unirse a él, encontrar en él los recuerdos más dulces que en él formaban una Albertina interior y verdaderamente poseída. Levantando una punta del pesado velo de la costumbre (la costumbre embrutecedora que en todo el transcurso de nuestra vida nos esconde casi todo el universo y en una noche profunda, bajo su etiqueta invariable, sustituye los más peligrosos venenos de la vida o los más embriagadores con algo anodino que no causa delicias), volverían a mí como el primer día, con esa fresca y penetrante novedad de una estación que reaparece, de un cambio en la rutina de nuestras horas, que, también en el dominio de los placeres, si subimos en coche un primer hermoso día de primavera o salimos de casa al asomar el sol, nos hacen notar nuestros actos insignificantes con una exaltación lúcida que hace prevalecer ese intenso minuto sobre todos los días anteriores. Los antiguos días van cubriendo poco a poco los precedentes y son a su vez enterrados bajo los que le siguen. Pero cada día antiguo queda depositado en nosotros como una inmensa biblioteca donde hay, entre los libros más viejos, un ejemplar que seguramente nadie pedirá nunca. Sin embargo, ese día antiguo, atravesando las traslúcidas épocas siguientes, sube a la superficie y se extiende en nosotros cubriéndonos por entero, y, durante un momento, los nombres recuperan su antiguo significado; los seres, su antiguo rostro; nosotros, nuestra alma de entonces, y sentimos, con un sufrimiento vago, pero soportable y que no durará, los problemas desde hace tiempo insolubles que tanto nos angustiaban entonces. Nuestro yo está hecho de la superposición de nuestros estados sucesivos. Pero esa superposición no es inmutable como la estratificación de una montaña. Se producen perpetuamente levantamientos que hacen aflorar a la superficie estratos antiguos. Yo estaba esperando, después de la fiesta de la princesa de Guermantes, la llegada de Albertina. ¿Qué había hecho aquella noche? ¿Me engañó? ¿Con quién? Las revelaciones de Amado, aun aceptándolas, no atenuaban en nada para mí el interés ansioso, desolado, de aquella pregunta inesperada, como si cada Albertina diferente, cada nuevo recuerdo, suscitara un problema de celos especial al que no podían aplicarse las soluciones de los otros.

Pero yo no hubiera querido saber únicamente con qué mujer había pasado aquella noche, sino qué placer especial representaba aquello para ella, lo que pasaba en ella en aquel momento. A veces, en Balbec, Francisca iba a buscarla y me decía que la había encontrado asomada ala ventana, con aire inquieto, indagador, como si esperara a alguien. Supongamos que me enterase de que la muchacha esperada era Andrea: ¿con qué estado de ánimo, oculto detrás de la mirada inquieta e indagadora, la esperaba Albertina? ¿Qué importancia tenía para ella aquella afición, qué lugar ocupaba en sus preocupaciones? Desgraciadamente, recordando mis propias ansiedades cada vez que encontré una muchacha que me gustaba, a veces con sólo oír hablar de ella sin haberla visto, mi preocupación por arreglarme bien, por estar atractivo, mis sudores fríos, me bastaba para torturarme esta misma voluptuosa emoción en Albertina, de la misma manera que mi tía Leoncia, después de la visita de un médico que se mostraba escéptico sobre la realidad de sus males, deseaba la invención de un aparato que hiciera sentir al tal doctor, para que se diera mejor cuenta, todos los sufrimientos de su enfermo. Y era ya bastante para torturarme, para decirme que, al lado de esto, las conversaciones serias conmigo sobre Stendhal y Victor Hugo debieron de pesar bien poco en ella, para que le atrajeran el corazón otros seres, para separarse del mío, para encarnarse en otro sitio. Mas la misma importancia que aquel deseo debía de tener para ella y las reservas que se formaban en torno a él no podían revelarme lo que, cualitativamente, era; más aún: cómo lo calificaba cuando se hablaba a sí misma. En el sufrimiento físico, por lo menos no tenemos que elegir nosotros mismos nuestro dolor. Lo determina y nos lo impone la enfermedad. Pero en los celos tenemos que ensayar en cierto modo sufrimientos de todo tipo y de toda magnitud antes de quedarnos con el que nos parece conveniente. ¡Y qué dificultad más grande, cuando se trata de un sufrimiento como este, la de sentir a la que amamos gozando con otros seres que no son nosotros, que le dan sensaciones que nosotros ya no sabemos darle, o que, al menos, por su configuración, su imagen, sus maneras, le representan algo muy diferente de nosotros! ¡Ojalá hubiera amado Albertina a Saint-Loup: creo que me hubiera hecho sufrir menos!

Desde luego, ignoramos la sensibilidad particular de cada ser, pero generalmente no sabemos siquiera que la ignoramos, pues esa sensibilidad de los demás nos es indiferente. En cuanto a Albertina, mi desgracia o mi felicidad hubieran dependido de lo que era esta sensibilidad; yo sabía bien que no la conocía, y el desconocerla era ya para mí un dolor. Los deseos, los placeres desconocidos que Albertina sentía tuve una vez la ilusión de verlos, otra de oírlos. De verlos cuando, al poco tiempo de la muerte de Albertina, vino Andrea a mi casa. Por primera vez me pareció bella; pensaba que aquel cabello crespo, aquellos ojos oscuros y ojerosos, era sin duda lo que Albertina había amado tanto, la materialización ante mí de la que llevaba en su sueño amoroso, de la que veía en las miradas anticipadoras del deseo el día en que, tan precipitadamente, quiso volver de Balbec. Como una desconocida flor oscura que me trajeran de la tumba de un ser en el que no había sabido descubrirla, me parecía exhumación inesperada de una reliquia inestimable, ver ante mí el Deseo encarnado de Albertina que Andrea era para mí, como Venus era el deseo de Júpiter. Andrea sentía la muerte de Albertina, mas en seguida me di cuenta de que no echaba de menos a su amiga. Alejada a la fuerza de ella por la muerte, parecía haber tomado fácilmente su partido de una separación definitiva que yo no me habría atrevido a pedirle cuando Albertina estaba viva: hasta tal punto habría temido no obtener el consentimiento de Andrea. Al contrario, parecía aceptar sin dificultad aquel renunciamiento, pero precisamente cuando ya no podía beneficiarme a mí. Andrea me dejaba a Albertina, pero muerta, y ya perdida para mí no sólo su vida, sino, retrospectivamente, un poco de su realidad, viendo que no era indispensable, única, para Andrea, que había podido reemplazarla por otras.

Si Albertina viviera, no me habría atrevido a pedir a Andrea ciertas confidencias sobre el carácter de su amistad, entre ellas y con la amiga de mademoiselle Vinteuil, pues no era seguro que Andrea no repitiera a Albertina todo lo que yo le decía. Ahora, de tal interrogatorio podría no sacar nada, pero al menos no ofrecía peligro. Le hablé a Andrea, no en un tono interrogativo, sino como si lo supiera de siempre, quizá por Albertina, de su propio gusto, el de Andrea, por las mujeres y de sus propias relaciones con mademoiselle Vinteuil. Confesó todo esto sin ninguna dificultad, sonriendo. De esta confesión podía yo sacar dolorosas consecuencias; primero, porque Andrea, tan afectuosa y tan coqueta con muchos muchachos en Balbec, no le hubiera hecho pensar a nadie en unas costumbres que ella no negaba en modo alguno, de suerte que, por analogía, podía yo pensar, al descubrir a aquella nueva Andrea, que Albertina las hubiera confesado con la misma facilidad a cualquier otro que no fuera yo, conociendo como conocía mis celos. Pero, por otra parte, como Andrea era la mejor amiga de Albertina, y por la que probablemente volvió esta de Balbec, ahora que Andrea confesaba sus costumbres, la conclusión que tenía que imponerse en mi ánimo era que Albertina y Andrea habían tenido siempre entre ellas esa clase de relaciones. Claro es que así como delante de una persona extraña no siempre nos atrevemos a mirar el regalo que nos entrega y no desenvolvemos el paquete hasta que se va el donante, mientras Andrea estuvo allí no entré en mí mismo para examinar el dolor que me acababa de causar y que yo sabía bien que iba a causar por mi parte a mis servidores físicos, los nervios, el corazón, grandes trastornos que yo, por buena educación, fingía no ver mientras, por el contrario, charlaba muy amablemente con la muchacha que estaba en mi casa, sin fijar la mirada en estos incidentes interiores. Me fue muy penoso oír decir a Andrea hablando de Albertina: «¡Ah!, sí, le gustaba mucho que fuéramos de excursión al valle de Chevreuse». En el universo vago e inexistente donde tenían lugar los paseos de Albertina y de Andrea, me parecía que esta, mediante una creación posterior y diabólica, acababa de añadir a la obra de Dios un valle maldito. Me daba cuenta de que Andrea iba a decirme todo lo que hacía con Albertina, y sin dejar de intentar, por cortesía, por habilidad, por amor propio, quizá por agradecimiento, mostrarme cada vez más afectuoso, mientras menguaba cada vez más el espacio que yo había podido conceder aún a la inocencia de Albertina, me parecía notar que, a pesar de mis esfuerzos, tenía el aspecto paralizado de un animalejo en torno al cual describe un círculo cada vez más estrecho el pájaro fascinador, que no se apresura porque está seguro de caer cuando quiera sobre la víctima, que ya no se le escapará. La miraba, sin embargo, y con lo que le queda de animación, de naturalidad y de aplomo a las personas que quieren aparentar que no temen que se las hipnotice mirándolas con fijeza, le dije a Andrea esta frase incidental:

—No le había hablado nunca de eso por miedo a que se enfadara, pero ahora que es dulce para nosotros hablar de ella, puedo decirle que yo sabía desde hacía mucho tiempo las relaciones esas que tenía usted con Albertina; además, le gustará que le diga, aunque seguramente lo sabía ya, que Albertina la adoraba.

Le dije también que sentía una gran curiosidad porque me dejara verla (aunque fuera solamente unas caricias que no la azarasen mucho delante de mí) hacer aquello con las amigas de Albertina que tenían esas costumbres, y nombré a Rosamonde, a Berta, a todas las amigas de Albertina, por saber.

—Aparte de que por nada del mundo haría yo eso que dice delante de usted —me contestó Andrea—, no creo que ninguna de esas que usted nombra tenga esas costumbres.

Reprochándome, a pesar mío, el monstruo que me impulsaba, contesté:

—¡Vamos, no me va a hacer creer que de toda aquella pandilla sólo con Albertina hacía usted eso!

—Es que yo no lo he hecho nunca con Albertina.

—Bueno, Andreíta, ¿para qué negar lo que yo sé desde hace lo menos tres años? No encuentro nada malo en ello, al contrario. Precisamente, a propósito de la noche en que ella se empeñaba en ir al día siguiente con usted a casa de madame Verdurin, quizá recuerda…

Antes de continuar la frase vi pasar por los ojos de Andrea, ahora punzantes como esas piedras que, por eso, tanto les cuesta a los joyeros trabajar, una mirada preocupada, como esas cabezas de privilegiados que levantan una punta del telón antes de empezar una obra y escapan en seguida para que no los vean. Esta mirada inquieta desapareció, se restableció el orden, pero me daba cuenta de que todo lo que ahora viera estaría ficticiamente amañado para mí. En este momento me vi en el espejo; me impresionó cierto parecido entre yo y Andrea. Si no hubiera dejado, desde hacía tiempo, de afeitarme el bigote y sólo hubiera tenido una sombra de él, el parecido habría sido casi completo. Quizá fue mirando, en Balbec, mi bigote que apenas renacía, cuando Albertina sintió súbitamente aquel deseo impaciente, furioso, de volver a París.

—Pero, sin embargo, no puedo decir lo que no es verdad por la simple razón de que a usted no le parezca mal. Le juro que nunca jamás hice nada con Albertina, y estoy segura de que ella detestaba esas cosas. Quienes le hayan dicho eso han mentido, quizá con un fin interesado —me dijo con un gesto interrogador y desconfiado.

—Bueno, si usted no quiere decírmelo qué le vamos a hacer —repliqué, prefiriendo aparentar que no quería dar una prueba que no poseía. Sin embargo, pronuncié vagamente y a lo que saliera el nombre de Buttes-Chaumont.

—Yo podía ir a las Buttes-Chaumont con Albertina, pero ¿ese lugar tiene algo especialmente malo?

Le pregunté si no podría hablar de esto a Gisela, que en cierta época conoció mucho a Albertina. Pero Andrea me dijo que, después de una infamia que le había hecho últimamente Gisela, pedirle un favor era lo único que se negaría siempre a hacer por mí.

—Si la ve —añadió— no le diga lo que le he dicho de ella, no hay necesidad de hacerme una enemiga. Sabe lo que pienso de ella, pero siempre he preferido evitar las riñas violentas con Gisela, que siempre paran en reconciliaciones. Y, además, es peligrosa. Pero ya comprende usted que cuando se ha leído la carta que yo tuve hace ocho días delante de mis ojos y en la que mentía con tal perfidia, nada, ni las más bellas acciones del mundo, puede borrar el recuerdo de aquello.

En resumidas cuentas, si Andrea tenía esos gustos hasta el punto de no ocultármelos y Albertina la quería como con toda seguridad la quería, y a pesar de esto Andrea no tuvo nunca relaciones carnales con Albertina e ignoró siempre que Albertina tuviera tales gustos, es que Albertina no los tenía y no tuvo con nadie unas relaciones que habría tenido con Andrea mejor que con ninguna otra. De modo que cuando Andrea se marchó me di cuenta de que su afirmación tan rotunda me había tranquilizado. Pero acaso esta afirmación se la había dictado un deber al que Andrea se creía obligada con la muerta cuyo recuerdo subsistía aún en ella, el deber de no dejar que se creyera lo que, seguramente, le había pedido que negara.

Aquellos placeres de Albertina que, después de haber intentado tantas veces imaginármelos, creí por un momento verlos contemplando a Andrea, otra vez creí sorprender su presencia no con los ojos, sino con los oídos. Llevé a una casa de citas a dos jóvenes lavanderas de un barrio al que solía ir Albertina. Bajo las caricias de una de ellas, comenzó la otra a emitir algo que al principio no pude distinguir lo que era, pues nunca podemos comprender exactamente la significación de un sonido original, expresivo de una sensación que nosotros no sentimos. Si lo oímos de una habitación contigua y sin ver nada, puede parecernos una risa loca lo que el dolor arranca a un enfermo al que están operando sin anestesia; y en cuanto al lamento de una madre al enterarse de que acaba de morir su hijo, puede parecernos, si no sabemos de qué se trata, tan difícil aplicarle una traducción humana como a la que emite un animal o al sonido de un arpa. Hace falta un poco de tiempo para entender que esas dos emisiones sonoras expresan lo que, por analogía con lo que nosotros mismos hayamos podido sentir, muy diferente, sin embargo, llamamos sufrimiento, y necesité tiempo también para comprender que aquella manifestación sonora expresaba lo que, también por analogía con lo muy diferente que yo mismo había sentido, llamé placer; y este placer debía de ser muy fuerte para trastornar hasta tal punto a aquel ser que lo sentía y sacar de él aquel lenguaje desconocido que parece señalar y comentar todas las fases del delicioso drama que vivía la mujercita aquella y que ocultaba a mis ojos el telón, bajado para siempre, para los demás que no fuesen ella, sobre lo que pasa en el misterio íntimo de cada criatura. Por lo demás, aquellas dos pequeñas no pudieron decirme nada; no sabían quién era Albertina.

Los novelistas suelen afirmar en una introducción que, viajando por un país, conocieron a alguien que les contó la vida de una persona. Ceden la palabra a ese amigo encontrado, y el relato que les hace es precisamente la novela de esos autores. Así, por ejemplo, la vida de Fabricio del Dongo se la contó a Stendhal un canónigo de Padua. ¡Cuánto nos gustaría cuando estamos enamorados, es decir, cuando la existencia de otra persona nos parece misteriosa, encontrar ese narrador informado! Y desde luego existe. ¿No solemos contar nosotros mismos, sin ninguna pasión, la vida de una o de otra mujer a un amigo o a un extraño que no saben nada de sus amores y nos escuchan con curiosidad? El hombre que era yo cuando hablaba a Bloch de la princesa de Guermantes, de madame Swann, aquel hombre que hubiera podido hablarme de Albertina, ese ser sigue existiendo… pero jamás le encontraremos. Me parecía que si hubiera podido encontrar mujeres que la hubieran conocido, habría averiguado todo lo que ignoraba. Y, sin embargo, los extraños creerían que nadie podía conocer su vida tan bien como yo. ¿No conocía yo hasta a su mejor amiga, a Andrea? Así creemos que el amigo de un ministro tiene que saber la verdad sobre ciertos asuntos o no podrá verse implicado en un proceso. Y, en la práctica, el amigo ha aprendido que cada vez que hablaba de política al ministro, este no se apartaba de las generalidades y le decía a lo sumo lo que se podía leer en los periódicos, o que, cada vez que ha tenido alguna complicación, sus múltiples llamadas al ministro han acabado siempre con un: «eso no está en mi mano», con lo que resulta que tampoco está en la mano del amigo. Yo me decía: «¡Si yo pudiera conocer a estos o a los otros testigos!», y, de haberlos conocido, no habría podido sacar de ellos más de lo que saqué de Andrea, depositaria de un secreto que no quería descubrir. Diferente, también en esto, de Swann, que, cuando dejó de tener celos, dejó de importarle lo que Odette hubiera podido hacer con Forcheville, para mí sólo tenía encanto conocer a la lavandera de Albertina, a las personas de su barrio, y reconstruir su vida, sus intrigas. Y como el deseo proviene siempre de un prestigio previo, como ocurrió con Gilberta, con la duquesa de Guermantes, las mujeres que busqué y las únicas cuya presencia hubiera podido desear fueron mujeres de los barrios donde había vivido Albertina, de su medio. Aunque de nada pudieran enterarme, las únicas mujeres hacia las que me sentía atraído eran las que Albertina había conocido o habría podido conocer, las mujeres de su medio o de los medios en que ella se encontraba a gusto: en una palabra, las mujeres que tenían para mí el prestigio de parecérsele o de ser de aquellas que le hubieran gustado. Y entre estas, sobre todo las hijas del pueblo, por esa vida tan diferente de la que yo conocía y que es su vida. Seguramente sólo con el pensamiento se poseen ciertas cosas, y no poseemos un cuadro por tenerlo en el comedor si no sabemos comprenderlo, ni un país porque vivamos en él sin mirarlo siquiera. Pero en fin, yo tenía antes la ilusión de recuperar Balbec, cuando, en París, Albertina venía a verme y la tenía en mis brazos; de la misma manera que establecía un contacto, muy estrecho y furtivo por lo demás, con la vida de Albertina, la atmósfera de los talleres, una conversación de mostrador, el alma de los tabucos, cuando besaba a una obrera. Andrea, esas otras mujeres, todo con relación a Albertina, como Albertina misma fue con relación a Balbec, eran esos sustitutivos de placeres que se van reemplazando uno a otro en sucesiva degradación, que nos permiten pasar sin aquel que no podemos lograr, viaje a Balbec o amor de Albertina, esos placeres que (como el de ir a ver en el Louvre un Tiziano que fue, tiempo atrás, un consuelo de no poder ir a Venecia), separados unos de otros por matices indiscernibles, hacen de nuestra vida como una serie de zonas concéntricas, contiguas, armónicas y esfumadas, en torno a un deseo primero que dio el tono, eliminado lo que no se funde con él, extendido el color dominante (como me ocurrió también, por ejemplo, con la duquesa de Guermantes y con Gilberta). Andrea, aquellas mujeres, eran en cuanto al deseo que yo sabía ya imposible de satisfacer, de tener cerca de mí a Albertina lo que una noche, antes de conocer a Albertina más que de vista, cuando creía que ya nunca podría satisfacer el deseo de tenerla cerca de mí, fue el rayo solar tortuoso y fresco de un racimo de uvas. Aquellas mujeres, recordándome así, bien a Albertina misma, bien el tipo por el que ella tenía sin duda una preferencia, despertaban en mí un sentimiento doloroso, de celos o de añoranza, que más adelante, cuando se calmó mi dolor, se transmutó en una curiosidad no exenta de encanto.

Las particularidades físicas y sociales de Albertina, a pesar de las cuales la amé, asociadas ahora al recuerdo de mi amor, orientaban, por el contrario, mi deseo hacia lo que menos naturalmente hubiera elegido antes: mujeres morenas de la pequeña burguesía. Desde luego, lo que comenzaba a renacer parcialmente en mí era aquel inmenso deseo que mi amor por Albertina no pudo satisfacer, aquel inmenso deseo de conocer la vida que sentía en los caminos de Balbec, en las calles de París, aquel deseo que tanto me hizo sufrir cuando, suponiendo que existía también en el corazón de Albertina, quise privarla de los medios de satisfacerlo con otros que no fueran yo. Ahora que podía soportar la idea de su deseo, como esta idea la despertaba en seguida el mío, los dos inmensos apetitos coincidían, hubiera querido que pudiésemos entregarnos a ellos juntos y me decía: «Esta muchacha le hubiera gustado», y por este brusco rodeo, pensando en ella y en su muerte, me sentía demasiado triste para poder llevar más lejos mi deseo. Así como en otro tiempo las zonas de Méséglise y de Guermantes fueron la base de mi afición al campo y me hubieran impedido encontrar un encanto profundo en un lugar donde no hubiera una iglesia vieja, margaritas, botones de oro, así mi amor por Albertina, uniéndolas en mí a un pasado pleno de encanto, me hacía buscar exclusivamente cierta clase de mujeres; como antes de amarla, sentía la necesidad de armónicas de ella que fuesen intercambiables con mi recuerdo, el cual iba siendo poco a poco menos exclusivo. Ahora no podría gustarme una rubia y altiva duquesa, porque no despertaría en mí ninguna de las emociones que partían de Albertina, de mi deseo de ella, de los celos que me habían inspirado sus amores, de mi dolor por su muerte. Pues nuestras sensaciones, para ser fuertes, tienen que provocar en nosotros algo diferente de ellas, un sentimiento que no podrá satisfacerse en el placer, sino que se suma al deseo, lo infla, le hace agarrarse desesperadamente al placer. A medida que el amor que había podido sentir Albertina por ciertas mujeres dejaba de hacerme sufrir, incorporaba a aquellas mujeres a mi pasado, les daba algo de más real, como daba el recuerdo de Combray a los botones de oro, a los majuelos, más realidad que a las flores nuevas. Ni siquiera de Andrea me decía yo con rabia: «Albertina la amaba», sino, al contrario, para explicarme a mí mismo mi deseo, pensaba enternecido: «Albertina la quería mucho». Ahora comprendía a los viudos que, porque se casan con su cuñada, los creemos consolados, cuando, por el contrario, demuestran así que son inconsolables.

Así mi amor agonizante parecía hacer posibles para mí nuevos amores, y Albertina, como esas mujeres amadas mucho tiempo por ellas mismas que, más tarde, al ver debilitarse el interés de su amante, conservan su poder contentándose con el papel de celestinas, me porporcionaba, como la Pompadour a Luis XV, mujeres de repuesto. Antes, mi tiempo se dividía en períodos en los que yo deseaba a esta mujer o aquella otra. Saciados los placeres violentos que la una me ofrecía, deseaba a la que me daba una ternura casi pura, hasta que la necesidad de caricias más sabias resucitaban el deseo de la primera. Ahora estas alternaciones habían terminado, o al menos uno de los períodos se prolongaba indefinidamente. Lo que yo hubiera querido es que la nueva viniera a vivir conmigo y por la noche, antes de dejarme, se acercara a darme un beso familiar, de hermana. De suerte que, de no haber pasado yo por la experiencia de la presencia insoportable de otra mujer, habría podido creer que echaba más de menos un beso que ciertos labios, más un placer que un amor, más una costumbre que a una persona. Habría querido también que la nueva pudiera tocarme música de Vinteuil como Albertina, hablar, como ella conmigo, de Elstir. Todo esto era imposible. Ese amor no valdría lo que el suyo, pensaba; bien sea porque un amor que lleva anexo todos esos episodios —visitas a los museos, tardes de concierto, toda una vida complicada que permite correspondencias, conversaciones, un flirt anterior a las relaciones mismas, una amistad grave después— tiene más recursos que un amor a una mujer que sólo sabe darse, como una orquesta más que un piano; o bien porque, más profundamente, mi necesidad del mismo género de cariño que me daba Albertina, el cariño de una muchacha bastante culta y que fuera al mismo tiempo una hermana, tal amor no era más —como la necesidad de mujeres del mismo medio que Albertina— que una reviviscencia del recuerdo de Albertina, del recuerdo de mi amor por ella. Y sentí una vez más, en primer lugar, que el recuerdo no es inventivo, que es impotente para desear otra cosa, ni siquiera otra cosa mejor que lo que hemos poseído; después, que es espiritual, de suerte que la realidad no puede proporcionarle el estado que busca; por último, que el renacimiento que encarna, derivándose de una persona muerta, más que la necesidad de amar, en la que hace creer, es la necesidad de la ausente. De suerte que incluso el parecido con Albertina de la mujer elegida, el parecido, si lograba obtenerlo, de su cariño con el de Albertina sólo lograba hacerme sentir más la ausencia de lo que, sin saberlo, había buscado, y que era indispensable para que renaciera mi amor; lo que había buscado, es decir, Albertina misma, el tiempo que vivimos juntos, el pasado que, sin saberlo, buscaba.

En los días claros París me parecía ciertamente todo florido de todas las muchachitas, no que yo deseaba, sino que hundían sus raíces en la oscuridad del deseo y de las noches desconocidas de Albertina. Era una de las que, al principio, cuando Albertina no desconfiaba de mí, me decía: «Esa pequeña es encantadora, ¡qué pelo más bonito tiene!». Todas las curiosidades de su vida que sentí en otro tiempo, cuando aún no la conocía más que de vista, y, por otra parte, todos mis deseos de la vida se confundían en esta sola curiosidad: la manera de gozar Albertina su placer, verla con otras mujeres, acaso porque así, cuando ellas se marcharan, quedaría yo solo con ella, el último y el dueño. Y viendo sus vacilaciones sobre si valía la pena pasar la noche con esta o con la otra, su saciedad cuando la otra se marchaba, quizá su decepción, habría yo esclarecido, reducido a sus justas proporciones los celos que me inspiraba Albertina, porque al verla a ella sentirlos parecidos habría medido y descubierto yo el límite de sus placeres.

¡De cuántos placeres, de qué vida más dulce nos ha privado, pensaba yo, con tan cerrada pertinacia en negar su afición! Y, como una vez más, buscaba yo cuál podía ser la razón de aquella persistencia, de pronto me vino el recuerdo de una frase que le dije en Balbec un día en que me dio un lápiz. Reprochándole que no me hubiera dejado besarla, le dije que encontraba esto tan natural como innoble me parecía que una mujer tuviera relaciones con otra mujer. Quizá Albertina, ¡ay de mí!, lo recordó.

Me llevaba conmigo a las muchachas que menos me gustaran, alisaba el pelo a la virgen, admiraba una naricilla bien modelada, una palidez española. Cierto que antes, aunque sólo se tratara de una mujer a la que había visto en un camino de Balbec, en una calle de París, me daba cuenta de lo que mi amor tenía de individual, y de que intentar satisfacerlo con otra persona era falsearlo. Pero la vida, descubriéndome poco a poco la permanencia de nuestras necesidades, me había enseñado que, a falta de un ser, hay que contentarse con otro, y me daba cuenta de que lo que le había pedido a Albertina podía habérmelo dado otra, mademoiselle de Stermaria. Pero había sido Albertina; y entre la satisfacción de mis necesidades de ternura y las particularidades de su cuerpo, se había producido un entrelazamiento de recuerdos tan inexplicable que yo no podía arrancar a un deseo de ternura todo aquel bordado de recuerdos del cuerpo de Albertina. Sólo ella podía darme esa felicidad. La idea de su unicidad ya no era un a priori metafísico sacado de lo que Albertina tenía de individual, como antes en las transitorias, sino un a posteriori construido por la imbricación, contingente pero indisoluble, de mis recuerdos. Ya no podía desear un cariño sin necesitarla, sin sufrir por su ausencia. Por eso, el parecido mismo de la mujer elegida, del cariño solicitado, con la felicidad que había conocido no hacían sino hacerme sentir mejor todo lo que les faltaba para que aquella felicidad pudiera renacer. El mismo vacío que sentía en mi cuarto desde que Albertina se fuera y que creí llenar estrechando a mujeres contra mí, lo encontraba en ellas. Ellas no me habían hablado nunca de la música de Vinteuil, de las Memorias de Saint-Simon, no se habían echado un perfume demasiado fuerte para venir a verme, no habían jugado a mezclar sus pestañas con las mías, cosas todas importantes porque, al parecer, permiten soñar en torno al acto sexual mismo y hacerse la ilusión del amor, pero, en realidad, porque formaban parte del recuerdo de Albertina y era a ella a quien yo quería encontrar. Lo que aquellas mujeres tenían de Albertina me hacía notar más lo que de ella les faltaba, y que era todo, y que no existiría nunca más, porque Albertina había muerto. Y así mi amor por Albertina, que me llevaba hacia aquellas mujeres, me las hacía indiferentes, y mi añoranza de Albertina y la presencia de mis celos, cuya duración había rebasado ya mis previsiones más pesimistas, seguramente no habrían cambiado nunca mucho sólo con que la existencia de aquellas mujeres, aislada del resto de mi vida, fuese sometida al juego de mis recuerdos, a las acciones y reacciones de una psicología aplicable a estados inmóviles, y no fuera arrastrada hacia un sistema más vasto donde las almas se mueven en el tiempo como los cuerpos en el espacio.

Así como hay una geometría del espacio, hay una psicología del tiempo en la que los cálculos de una psicología plana ya no serían exactos, porque en ellos no se tendría en cuenta el tiempo y una de las formas que adopta, el olvido; el olvido cuya fuerza comenzaba yo a sentir y que es tan poderoso instrumento de adaptación a la realidad porque destruye poco a poco en nosotros el pasado superviviente que está en constante contradicción con ella. Y, realmente, yo hubiera podido adivinar más pronto que un día llegaría a no amar a Albertina. Cuando, por la diferencia que había entre lo que la importancia de su persona y de sus actos era para mí y para los demás, comprendí que mi amor, más que un amor a ella, era un amor en mí, habría podido deducir diversas consecuencias de ese carácter subjetivo de mi amor, y que, siendo un estado mental, podía sobre todo sobrevivir bastante tiempo a la persona, pero también que, no teniendo con esta persona ninguna verdadera unión, careciendo de todo apoyo ajeno a sí mismo, debería, como todo estado mental, hasta los menos duraderos, encontrarse un día fuera de uso, ser «sustituido», y que, ese día, todo lo que parecía unirme tan dulcemente, tan indisolublemente al recuerdo de Albertina, ya no existiría para mí. La desgracia de los seres es que no son para nosotros más que unas láminas de colección que se gastan mucho en nuestro pensamiento. Precisamente por esto fundamos en ellos proyectos que tienen el ardor del pensamiento; pero el pensamiento se cansa, el recuerdo se destruye: llegará un día en que daré de buena gana a la primera que llegue el cuarto de Albertina, como le di a Albertina, sin el menor pesar, la bolita de ágata u otros regalos de Gilberta.