«¡Mademoiselle Albertina se ha marchado!». ¡Qué lejos va el dolor en psicología! Más lejos que la psicología misma. Hace un momento, analizándome, creía que esta separación sin habernos visto era precisamente lo que yo deseaba, y, comparando los pobres goces que Albertina me ofrecía con los espléndidos deseos que me impedía realizar (y que, en la seguridad de su presencia en mi casa, presión de mi atmósfera moral, ocupaban mi alma en primer plano, pero que, a la primera noticia de que se había marchado, ni siquiera podían enfrentarse con ella, pues se esfumaron inmediatamente), había llegado, muy sutil, a la conclusión de que no quería volver a verla, de que ya no la amaba. Pero aquellas palabras —«mademoiselle Albertina se ha marchado»— acababan de herirme con un dolor tan grande que no podría, pensaba, resistirlo mucho tiempo; había que cortarlo inmediatamente; tierno conmigo mismo como mi madre con mi abuela moribunda, con esa buena voluntad que ponemos en no dejar que sufra el ser amado, me decía: «Ten un poquito de paciencia, tranquilízate, ya verás cómo se te pasa, no te dejaremos sufrir así». Y, adivinando confusamente que si un momento antes, cuando yo no había llamado todavía, la marcha de Albertina habría podido parecerme indiferente, incluso deseable, era porque la creía imposible, y por este camino buscó mi instinto de conservación los primeros calmantes para mi herida abierta: «No tiene ninguna importancia, porque la haré volver en seguida. Ya veré cómo, pero, sea como sea, estará aquí esta noche. Así que no hay por qué atormentarse: No tiene ninguna importancia». Y no me lo dije para mí solo: procuré que así lo creyera Francisca no dejándole ver mi dolor, porque ni aun en el instante en que mi dolor era más violento olvidaba mi amor que le convenía parecer un amor feliz, un amor compartido, y parecérselo sobre todo a Francisca, que, como no quería a Albertina, había dudado siempre de su sinceridad.
Sí, un momento antes de que entrara Francisca, yo creía que no amaba a Albertina; creía que lo había analizado todo exactamente, sin olvidar nada; creía conocer bien el fondo de mi corazón. Pero nuestra inteligencia, por lúcida que sea, no puede percibir los elementos que la componen y permanecen ignorados, en un estado volátil, hasta que un fenómeno capaz de aislarlos les imprime un principio de solidificación. Me había equivocado creyendo ver claro en mi corazón. Pero este conocimiento, que las más finas percepciones de la inteligencia no habían sabido darme, me lo acababa de traer, duro, deslumbrante, extraño, como una sal cristalizada, la brusca reacción del dolor.
Tan habituado como estaba a ver junto a mí a Albertina y ahora, de pronto, veía una nueva faz del Hábito. Hasta ahora lo había considerado, sobre todo, como un poder destructor que suprime la originalidad y hasta la consciencia de las percepciones; ahora lo veía como una divinidad temible, tan incorporada a nosotros mismos, tan incrustado en nuestro corazón su rostro insignificante, que si se despega, o si se aparta de nosotros, aquella deidad que antes apenas distinguíamos nos inflige sufrimientos más terribles que otra ninguna y se torna entonces tan cruel como la muerte.
Lo más urgente era leer su carta, puesto que quería buscar los medios de hacerla volver.
Yo creía tenerlos, porque, como el futuro es lo que no existe aún más que en nuestro pensamiento, nos parece todavía modificable mediante la intervención in extremis de nuestra voluntad. Pero al mismo tiempo recordaba que había visto actuar sobre el futuro otras fuerzas ajenas a la mía y contra las cuales no habría podido nada, ni aun disponiendo de más tiempo. ¿De qué sirve que no haya llegado aún la hora, si no podemos nada sobre lo que ha de ser? Cuando Albertina estaba en casa, yo estaba completamente decidido a conservar la iniciativa de nuestra separación. Y ella se había marchado. Abrí la carta de Albertina. Decía así:
Perdóname, querido amigo, que no me haya atrevido a decirte de viva voz las pocas palabras que te voy a escribir; pero soy tan cobarde, he tenido siempre tanto miedo delante de ti, que, por mucho que me esforcé, no tuve el valor de hacerlo. Lo que quería decirte es esto: es imposible que sigamos viviendo juntos; tú mismo has visto por tu algarada de la otra noche que algo había cambiado en nuestras relaciones. Lo que esa vez pudo arreglarse resultaría irreparable dentro de unos días. Así que, ya que hemos tenido la suerte de reconciliarnos, es mejor que nos separemos como buenos amigos; por eso, querido, te mando estas letras, y te ruego que seas bueno y me perdones si te doy un poco de pena, pensando en lo inmensa que será la mía. Grandote mío, no quiero llegar a ser tu enemiga, bastante duro me será llegar a serte poco a poco, y bien pronto, indiferente. Así que, como mi decisión es irrevocable, antes de mandarte esta carta por Francisca le habré pedido mis baúles. Adiós. Te dejo lo mejor de mí misma.
Albertina.
Todo esto no significa nada, me dije, y hasta es mejor de lo que yo pensaba, pues como ella no piensa nada de lo que dice, se ve bien que sólo lo ha escrito para dar un buen golpe con el fin de que yo coja miedo. Hay que ponerse a lo más urgente, que Albertina vuelva esta noche. Es triste pensar que los Bontemps son gente pobretona que se sirven de su sobrina para sacarme el dinero. Pero ¿qué importa? Aunque tuviera que dar a madame Bontemps la mitad de mi fortuna para que Albertina esté aquí esta noche, siempre nos quedará bastante, a Albertina y a mí, para vivir agradablemente. Y al mismo tiempo calculaba si tendría tiempo de ir aquella mañana a encargar el yate y el Rolls Royce que deseaba, sin pensar siquiera, pues había desaparecido toda vacilación, que había podido parecerme poco sensato regalárselos. Aun en el caso de que no baste la adhesión de madame Bontemps, de que Albertina no quiera obedecer a su tía y ponga, para volver, la condición de que en lo sucesivo tendrá plena independencia, bueno, pues, por mucho que me duela, se la concederé; saldrá sola, como quiera. Hay que saber avenirse a los sacrificios, por dolorosos que sean, por lo que más nos importa, que, contra lo que aquella mañana me hacían creer mis razonamientos exactos y absurdos, era que Albertina viviera conmigo. Por otra parte, ¿puedo asegurar que dejarle aquella libertad me hubiera sido tan doloroso? Mentiría si lo dijera. Ya antes había sentido algunas veces que el sufrimiento de dejarle hacer el mal lejos de mí era quizá menor que aquella otra tristeza de notar que se aburría conmigo en mi casa. Claro que, en el momento de pedirme que la dejara ir sola a alguna parte, dejarle hacer lo que quisiera, con la idea de que había orgías organizadas, me resultaría durísimo. Pero decirle: «Toma nuestro barco, o el tren, y vete un mes a tal país que yo no conozco, donde no sabré nada de lo que haces», era cosa que me había tentado a menudo por la idea de que, lejos de mí y por comparación, me preferiría y estaría contenta al volver. Además, seguramente ella misma lo desea; seguramente no exige esta libertad y, por otra parte, no me será difícil rebajarla un poco ofreciendo cada día a Albertina placeres nuevos. No, lo que Albertina ha querido es que yo no fuese más insoportable con ella y, sobre todo —como le ocurrió a Odette con Swann—, que me decida a casarme con ella. Una vez casada, ya no le importará su independencia y nos estaremos los dos aquí, tan felices. Claro que esto era renunciar a Venecia. Pero ¡qué pálidas, qué indiferentes, qué muertas resultan las ciudades más deseadas —y, mucho más aún que Venecia, la duquesa de Guermantes, el teatro— cuando estamos unidos a otro corazón por una ligadura tan dolorosa que nos impide separarnos! Además, Albertina tiene muchísima razón en esto del matrimonio. La misma mamá encontraba ridículas todas estas demoras. Eso, casarme con ella, es lo que debí hacer hace mucho tiempo; por eso ha escrito esa carta sin pensar una palabra de lo que dice; para conseguir eso ha renunciado por unas horas a lo que ella debe de desear tanto como yo: volver aquí. Sí, eso es lo que ha querido, esa es la intención de lo que ha hecho, me decía mi razón compasiva; pero me daba cuenta de que, al decírmelo, mi razón se situaba siempre en la misma hipótesis que había adoptado desde el principio, y yo veía muy bien que la hipótesis siempre comprobada era la otra. Sin duda, esta segunda hipótesis no hubiera sido nunca lo bastante valiente para decir expresamente que Albertina pudo estar liada con mademoiselle Vinteuil y su amiga. Y, sin embargo, cuando al entrar en la estación de Incarville recibí el mazazo de esta terrible noticia, la hipótesis que se comprobó fue la segunda. Además, esta hipótesis no concibió nunca que Albertina pudiera dejarme por su propio impulso, de aquella manera, sin prevenirme y sin darme tiempo para impedírselo. Pero, de todos modos, si, después del nuevo y enorme salto que la vida acababa de hacerme dar, la realidad que se me imponía era tan nueva para mí como la que nos presentan el descubrimiento de un físico, las pesquisas del juez de instrucción o los hallazgos de un historiador sobre los motivos secretos de un crimen o de una revolución, esa realidad rebasaba las pobres previsiones de mi segunda hipótesis, pero, sin embargo, las confirmaba. Esta segunda hipótesis no era la de la inteligencia, y el miedo pánico que tuve la noche en que Albertina no quiso besarme, la noche en que oí el ruido de la ventana, aquel miedo no era razonable. Pero —como muchos episodios han indicado ya y los siguientes confirmarán— el hecho de que la inteligencia no sea el instrumento más sutil, el más poderoso, el más adecuado para llegar a la verdad, no es sino una razón más para comenzar por la inteligencia y no por un intuitivismo del inconsciente, por una fe ciega en los presentimientos. Es la vida la que, poco a poco, caso por caso, nos permite comprobar que lo que es más importante para nuestro corazón, o para nuestro espíritu, no nos lo enseña el razonamiento, sino otras potencias. Y entonces la inteligencia misma, dándose cuenta de la superioridad de estas potencias, abdica, por razonamiento, ante ellas y se presta a ser su colaboradora y su sirviente. Fe experimental. La imprevista desgracia con la que me encontraba me parecía conocerla ya (como la amistad de Albertina con las dos lesbianas) por haberla leído en tantas señales en las que (a pesar de las afirmaciones contrarias de mi razón, basadas en lo que la misma Albertina decía) notaba la lasitud, el horror que le daba vivir así como una esclava. ¡Cuántas veces había creído ver escritas estas señales, como con tinta invisible, detrás de los ojos tristes y sumisos de Albertina, de sus mejillas súbitamente teñidas de inexplicable rubor, en el ruido de la ventana bruscamente abierta! Claro que no me había atrevido a interpretarlas hasta el fin y a hacerme expresamente la idea de su marcha repentina. Equilibrada el alma por la presencia de Albertina, sólo pensé en una marcha dispuesta por mí para una fecha indeterminada, es decir, situada en un tiempo inexistente; en consecuencia, era sólo la ilusión de pensar en una partida, como esas personas que se figuran que no temen a la muerte cuando piensan en ella estando sanos y en realidad no hacen más que introducir una idea puramente negativa en el seno de una buena salud que precisamente la proximidad de la muerte alteraría. Por otra parte, aunque se me hubiera ocurrido mil veces y con la mayor claridad del mundo, la idea de la marcha de Albertina, jamás habría sospechado lo que sería para mí en realidad esta marcha, qué cosa tan original, tan desconocida, qué mal tan enteramente nuevo. Si la hubiera previsto habría podido pensar constantemente en ella durante años sin que, unidos cabo con cabo todos estos pensamientos, tuvieran la menor relación no sólo de intensidad, sino de semejanza con el inimaginable infierno del que Francisca me levantó el velo al decirme: «Mademoiselle Albertina se ha marchado». La imaginación, para representarse una situación desconocida, toma elementos desconocidos y por eso no se la representa. Pero la sensibilidad, aun la más física, recibe, como el paso del rayo, la firma original, e indeleble por mucho tiempo, del nuevo acontecimiento. Y apenas me atrevía a decirme que, si hubiera previsto aquella marcha, quizá habría sido incapaz de representármela en todo su horror ni aun de impedirla amenazando, suplicando, en el caso de que Albertina me la hubiera anunciado. ¡Qué lejos de mí ahora el deseo de Venecia! Como, tiempo atrás en Combray, el de conocer a madame de Guermantes cuando llegaba la hora en que sólo quería una cosa: tener a mamá en mi cuarto. Y, en realidad, todas las inquietudes sentidas desde mi infancia, llamadas por mi angustia nueva, acudían a reforzarla, a amalgamarse con ella en una masa homogénea que me aplastaba.
Cierto que ese golpe físico que al corazón asesta una separación así y que, por ese terrible poder de registro que tiene el cuerpo, hace del dolor algo contemporáneo a todas las épocas de nuestra vida en que hemos sufrido; cierto que ese golpe asestado al corazón y sobre el que quizá (pues tan escasamente nos preocupa el dolor ajeno) especula un poco la que desea dar a la añoranza la máxima intensidad, bien porque la mujer, amagando sólo una falsa huida, pretenda únicamente requerir mejores condiciones, o bien porque, partiendo para siempre —¡para siempre!—, desee, por venganza o por seguir siendo amada, desee hacer daño, o bien (para realzar la calidad del recuerdo que dejará) por romper violentamente esa red de lasitudes, de indiferencia, que ha notado tejerse; cierto que nos habíamos dicho, que nos habíamos prometido separarnos a bien. Pero es rarísimo separarse a bien, pues si se estuviera a bien no habría separación. Y además la mujer con la que nos mostramos más indiferentes nota de todos modos, oscuramente, que la misma costumbre que nos hace cansarnos de ella nos une a ella cada vez más, y piensa que uno de los elementos esenciales para separarse a bien es marcharse advirtiendo al otro. Pero tiene miedo de impedirlo si avisa. Toda mujer siente que, cuanto mayor es su poder sobre un hombre, el único medio de marcharse es huir. Fugitiva por reina, así es. Cierto que hay un intervalo increíble entre la lasitud que inspiraba hace un momento y, porque se ha marchado, esta necesidad furiosa de volver a verla. Pero esto tiene sus razones, además de las expuestas a lo largo de esta obra, y de otras que se expondrán más adelante. En primer lugar, la partida suele tener lugar en el momento en que es mayor la indiferencia —real o imaginada—, en el punto extremo de la oscilación del péndulo. La mujer se dice: «No, esto no puede seguir así», precisamente porque el hombre no habla más que de dejarla, o piensa en ello, y es ella la que se va. Entonces, como el péndulo vuelve al extremo opuesto, el intervalo es más grande. En un segundo vuelve a este punto; una vez más, al margen de todas las razones dadas, ¡es tan natural! El corazón palpita y, por otra parte, la mujer que se ha marchado ya no es la misma que la que estaba aquí. A su vida con nosotros, demasiado conocida, se agregan de pronto las vidas con las que ella va a mezclarse inevitablemente, y acaso nos ha dejado precisamente para mezclarse con ellas. De suerte que esta riqueza nueva de la vida de la mujer que se va actúa retroactivamente en la mujer que estaba con nosotros y acaso premeditaba su partida. A la serie de los hechos psicológicos que podemos deducir y que forman parte de su vida con nosotros, de nuestra lasitud demasiado visible para ella, de nuestros celos también (y que hace que los hombres que han sido abandonados por varias mujeres lo han sido casi siempre de la misma manera por su carácter y por reacciones siempre idénticas que se pueden calcular: cada cual tiene su manera propia de ser traicionado, como la tiene de acatarrarse), a esa serie, no demasiado misteriosa para nosotros, correspondía sin duda una serie de hechos que ignorábamos. Debía de mantener desde hacía algún tiempo relaciones escritas o verbales, a través de mensajeros, con algún hombre o con alguna mujer; debía de estar esperando alguna señal que quizá dimos nosotros mismos, sin saberlo, diciéndole: «Ayer vino a verme M. X…», si había convenido con M. X… que este vendría a verme la víspera del día en que se iban a marchar juntos. ¡Cuántas hipótesis posibles! Posibles solamente. Tan bien construía yo la verdad, pero solamente en lo posible, que una vez que abrí por error una carta dirigida a una de mis amantes, carta escrita con clave y que decía: «Espera señal para ir a casa del marqués de Saint-Loup, avisa mañana por teléfono», reconstituí una especie de fuga proyectada; el nombre del marqués de Saint-Loup quería decir allí otra cosa, pues mi amante no conocía a Saint-Loup, pero me había oído hablar de él y además la firma era una especie de sobrenombre, sin ninguna forma de lenguaje. Y resultó que la carta no iba dirigida a mi amante, sino a una persona de la casa que tenía un nombre diferente, pero que lo habían leído mal. La carta no estaba escrita en clave, sino en mal francés, porque era de una americana efectivamente amiga de Saint-Loup, como este me dijo después. Y la extraña manera que tenía aquella americana de escribir ciertas letras había dado el aspecto de un apodo a un nombre perfectamente real, pero extranjero. De modo que aquel día me equivoqué de punta a cabo en todas mis sospechas. Pero la armazón intelectual que en mi mente había relacionado aquellos hechos, falsos todos, era en sí misma la forma tan justa, tan inflexible de la verdad que cuando, pasados tres meses, me dejó mi amante (que en el momento de la carta pensaba pasar conmigo toda su vida), lo hizo de manera absolutamente idéntica a la que yo imaginé la primera vez. Llegó una carta con las mismas particularidades que yo había atribuido erróneamente a la primera, pero esta vez con el sentido de la señal, etc.
Era la desgracia más grande de toda mi vida. Y a pesar de todo, mayor aún que el dolor que me causaba era quizá la curiosidad de conocer las causas que lo produjeron: quién era la persona con la que Albertina había querido irse, con la que se había ido. Pero las fuentes de estos grandes acontecimientos son como las de los ríos: ya podemos recorrer la superficie de la tierra, que no damos con ellas. ¿Había premeditado Albertina mucho tiempo su fuga? No he dicho (porque entonces me parecía solamente amaneramiento y mal humor, lo que Francisca llamaba «estar de morros») que desde el día en que dejó de besarme tenía un aire como de porter le diable en terre[1], muy derecha, parada, con una voz triste en las cosas más sencillas, lenta en sus movimientos, sin sonreírse nunca. No puedo decir que ningún hecho indicara ninguna connivencia con el exterior. Bien es verdad que Francisca me contó después que la antevíspera de la marcha de Albertina entró ella en su cuarto, no vio a nadie en él y las cortinas estaban cerradas, pero, por el olor del aire y por el ruido, notó que la ventana estaba abierta. Y, en efecto, Albertina estaba asomada al balcón. Pero no se ve con quién hubiera podido comunicarse desde allí y, por otra parte, las cortinas cerradas sobre la ventana abierta se explicaban porque Albertina sabía que yo temía las corrientes de aire y, aunque las cortinas no me protegieran mucho de ellas, impedirían a Francisca ver desde el pasillo que los postigos estaban abiertos tan temprano. No, no veo nada en esto, sólo un pequeño detalle que demuestra únicamente que, la víspera, Albertina sabía que se iba a marchar. En efecto, la víspera cogió en mi cuarto, sin que yo lo notase, una gran cantidad de papel y de arpillera de embalaje que había en él, con lo cual se pasó toda la noche empaquetando peinadores y batas para marcharse por la mañana. Ningún otro detalle. No puedo dar importancia a que, aquella noche, me devolvió casi a la fuerza mil francos que me debía; esto no tiene nada de particular, pues era muy escrupulosa en las cosas de dinero.
Sí, fue la víspera cuando cogió el papel de embalaje, pero que se marchaba no lo sabía sólo desde la víspera. Pues no fue el disgusto lo que la movió a marcharse: fue la resolución de marcharse, de renunciar a la vida que había soñado, lo que le dio aquel aire de disgusto. Disgusto casi solemnemente frío conmigo, menos la última noche, pues la última noche, después de quedarse conmigo más tiempo del que ella quería —lo que me extrañaba en ella, que siempre quería prolongar la despedida—, me dijo desde la puerta: «Adiós, pequeño; adiós, pequeño». Mas, por el momento, no me di cuenta. Francisca me contó que a la mañana siguiente, cuando Albertina le dijo que se marchaba (y, de todos modos, esto se explica también por el cansancio, pues no se había desnudado y había pasado toda la noche embalando, excepto las cosas que tenía que pedir a Francisca y que no estaban en su cuarto y en su tocador), estaba todavía tan triste, tan rígida, tan inexpresiva como los días anteriores, tanto que, cuando le dijo: «Adiós, Francisca», Francisca creyó que se caía. Cuando nos enteramos de estas cosas comprendemos que la mujer que ahora nos gustaba mucho menos que todas las que tan fácilmente se encuentran en cualquier paseo; la mujer que por ellas queríamos dejar, es, por el contrario, la que preferimos mil veces a todas. Pues ya no se trata de elegir entre cierto placer —que, por el uso, y acaso por la poca importancia del objeto, ha llegado a ser casi nulo— y otros placeres tentadores, deliciosos, sino entre estos placeres y algo mucho más fuerte que ellos, la compasión por el dolor.
Al prometerme a mí mismo que Albertina estaría en la casa aquella misma noche, no hice sino acudir a lo más urgente y sustituir con la venda de una creencia nueva la que me había servido para vivir hasta entonces. Pero, por rápidamente que reaccionara mi instinto de conservación, cuando Francisca me habló me quedé desamparado un instante, y aunque ahora supiera que Albertina estaría en casa por la noche, el dolor que sentí antes de notificarme a mí mismo este retorno (en el momento que siguió a estas palabras: «Mademoiselle Albertina pidió sus baúles, mademoiselle Albertina se ha marchado»), aquel dolor renacía por sí mismo en mí lo mismo que había sido, es decir, como si yo ignorase todavía el próximo retorno de Albertina. Además tenía que volver, pero por sí misma. En todas las hipótesis, dar un paso visible para que volviera, rogarle que volviera sería contraproducente. La verdad es que yo no tenía ya valor para renunciar a ella como lo tuve con Gilberta. Más aún que volver a ver a Albertina, lo que quería era poner fin a la angustia física que mi corazón, más enfermo que entonces, ya no podía soportar. Además, a fuerza de acostumbrarme a no querer, tratárase del trabajo o de otra cosa, me había vuelto más cobarde. Pero, sobre todo, aquella angustia era incomparablemente más fuerte, por muchas razones, la más importante de las cuales no era quizá que nunca había gozado de un placer sensual con madame de Guermantes y con Gilberta, sino que, como no las veía todos los días, a todas horas, como no tenía la posibilidad y, por consiguiente, la necesidad de hacerlo, en mi amor por ellas había que rebajar la inmensa fuerza del Hábito. Ahora que mi corazón, incapaz de querer y de soportar voluntariamente el sufrimiento, no encontraba más que una solución posible: el retorno de Albertina a todo trance, acaso la solución opuesta (el renunciamiento voluntario, la resignación paulatina) me hubiera parecido una solución de novela, inverosímil en la vida, si yo mismo no hubiera optado por ella en otro tiempo, cuando se trataba de Gilberta. Yo sabía, pues, que esta otra solución podía ser aceptada también y por un solo hombre, pues yo seguía siendo aproximadamente el mismo. Pero el tiempo había hecho su labor, el tiempo que me había envejecido, el tiempo también que había puesto a Albertina perpetuamente a mi lado cuando hacíamos nuestra vida común. Pero al menos, sin renunciar a ella, lo que me quedaba de lo que había sentido por Gilberta era el orgullo de no querer ser para Albertina un juguete despreciable mandando a suplicarle que volviera; quería que volviera sin demostrar yo que me interesaba que volviera. Me levanté para no perder tiempo, pero el dolor me paralizó: era la primera vez que me levantaba desde que Albertina se había ido. Y tenía que vestirme en seguida para ir a interrogar a la portera sobre Albertina.
El dolor, prolongación de un choque moral impuesto, aspira a cambiar de forma; esperamos volatilizarlo haciendo proyectos, preguntando detalles; queremos que pase por sus innumerables metamorfosis, lo que exige menos valor que conservar el sufrimiento tal como es; este hecho nos parece tan angosto, tan duro, tan frío, que nos acostamos con nuestro dolor. Me puse en pie; avanzaba en la habitación con infinita prudencia, situándome de manera que no viese la silla de Albertina, la pianola en cuyos pedales apoyaba ella sus chinelas de oro cualquiera de los objetos que ella había usado y que, todos, en el lenguaje especial que les habían enseñado mis recuerdos, parecían querer darme una traducción, una versión diferente, anunciarme por segunda vez la noticia de su partida. Pero, sin mirarlos, los veía. Me abandonaron las fuerzas, me derrumbé sentado en una de aquellas butacas de raso azul en las que, una hora antes, en el claroscuro de la habitación anestesiada por un rayo de luz, la irisación me había inspirado sueños apasionadamente acariciados entonces, tan lejos de mí ahora. Pero hasta entonces no me había sentado en aquellas butacas más que cuando Albertina estaba todavía allí. Me levanté; y así, a cada momento, surgía alguno de los innumerables y humildes yos de los que estamos hechos que ignoraba todavía la marcha de Albertina y había que notificársela; había que anunciar la desgracia que acababa de ocurrir a todos esos seres, a todos esos yos que aún no lo sabían —lo que era más cruel que si hubieran sido unos extraños y no hubieran tornado mi sensibilidad para sufrir—; era preciso que cada uno de ellos fuera oyendo por primera vez estas palabras: «Albertina pidió sus baúles», (aquellos baúles en forma de ataúd que yo había visto cargar en Balbec junto a los de mi madre), «Albertina se ha marchado». Tenía que notificar a cada uno mi pena, la pena que no es en modo alguno una conclusión pesimista libremente sacada de un conjunto de circunstancias funestas, sino la reviviscencia intermitente e involuntaria de una impresión específica, venida de fuera y que no hemos elegido. A algunos de estos yos no los había visto desde hacía mucho tiempo. Por ejemplo (no había pensado que era el día del peluquero), el «yo» que yo era cuando me estaban cortando el pelo. Este yo que había olvidado me hizo llorar cuando llegó, como cuando llega a un entierro un viejo sirviente retirado que conoció al difunto. Después recordé de pronto que, desde hacía ocho días, me asaltaban de vez en cuando unos terrores pánicos que no me había confesado a mí mismo. Sin embargo, en esos momentos discutía diciéndome: «Descartada la hipótesis de que se marche de pronto. Es absurdo». Si yo se la dijera a un hombre sensato e inteligente (y lo habría hecho, por tranquilizarme, si los celos no me hubieran impedido hacer confidencias), seguramente me habría dicho: «Pero estás loco. Eso es imposible». (Y, en realidad, no habíamos tenido ni una sola riña). Se va uno por algún motivo, se dice el motivo. Se concede el derecho a contestar, no se va nadie así, no, es una niñería. Es la única hipótesis absurda. Y, sin embargo, todos los días, al encontrarla por la mañana cuando llamaba, lanzaba un inmenso suspiro de alivio. Y cuando Francisca me entregó la carta de Albertina, tuve inmediatamente la seguridad de lo que no podía ser, de aquella partida en cierto modo percibida varios días antes, a pesar de las razones lógicas para estar tranquilo. Me había dicho, casi con una satisfacción de perspicacia en mi desesperación, como un asesino que sabe que no podrá ser descubierto, pero que tiene miedo y que de pronto ve escrito el nombre de su víctima al frente de un sumario en el despacho del juez de instrucción que le ha citado[2]…
Mi única esperanza era que Albertina se hubiera ido a Turena, a casa de su tía, donde, al fin y al cabo, estaba bien vigilada y no podría hacer gran cosa de aquí a que yo la trajese. Lo que más temía era que se hubiera quedado en París o se hubiera ido a Amsterdam o a Montjouvain, es decir, que se hubiera escapado para dedicarse a alguna intriga cuyos preliminares me habían pasado inadvertidos. Pero, en realidad, al decirme París, Amsterdam, Montjouvain, es decir, varios lugares, pensaba en lugares que eran sólo posibles; por eso, cuando la portera de Albertina contestó que se había ido a Turena, esta residencia que yo creía desear me pareció la peor de todas, porque era real y, por primera vez, torturado por la certidumbre del presente y la incertidumbre del futuro, me figuraba a Albertina iniciando una vida que ella había deseado separada de mí, quizá por mucho tiempo, quizá para siempre, y en la que realizaría lo desconocido que tanto me perturbara en otro tiempo, cuando tenía, sin embargo, la dicha de poseer, de acariciar lo que era el exterior, aquel dulce rostro impenetrable y captado[3]. Era lo desconocido lo que constituía el fondo de mi amor. En cuanto a Albertina misma, apenas existía en mí más que bajo la forma de su nombre, que, salvo en algunas raras treguas al despertar, venía a escribirse en mi cerebro y ya no dejaba de hacerlo. Si hubiera pensado alto habría repetido aquel nombre sin cesar y mi parloteo habría sido tan monótono, tan limitado como si me hubiera convertido en pájaro, en un pájaro como el de la fábula, el cual repetía sin término en su canto el nombre de la mujer a la que amó cuando era hombre. Nos lo decimos y, como lo callamos, parece que lo escribimos en nosotros mismos, que queda impreso en el cerebro y que el cerebro acabará por estar, como una pared en la que alguien se ha entretenido en escribotear, enteramente cubierto por el nombre mil veces escrito de la amada. Lo escribimos continuamente en nuestro pensamiento mientras somos dichosos y más aún cuando somos desgraciados. Y renace sin tregua la necesidad de repetir ese nombre que no nos da nada más de lo que ya sabemos, y, a la larga, la fatiga. En el placer carnal ni siquiera pensaba en aquel momento, ni siquiera veía en mi pensamiento la imagen de aquella Albertina, causa, sin embargo, de tal trastorno en mi ser; no veía su cuerpo, y si hubiera querido aislar la idea unida a mi dolor —pues siempre hay alguna—, habría sido alternativamente, por una parte, la duda sobre las disposiciones en que se había marchado, con ánimo o sin ánimo de volver; por otra parte, los medios de hacerla volver. Quizá hay un símbolo y una verdad en el ínfimo lugar que en nuestra ansiedad ocupa la persona que nos la produce. Y es que, en realidad, su persona misma es poca cosa en esa ansiedad; casi lo único que cuenta es el proceso de emociones, de angustias que ciertos azares nos hicieron sentir a propósito de ella y que el hábito ha unido a ella. Bien lo demuestra (más aún que el aburrimiento que sentimos en la felicidad) lo poco que nos importará ver o no ver a esa misma persona, que nos estime o no, tenerla o no tenerla a nuestra disposición, cuando ya no tengamos que plantearnos el problema (tan obvio que ni siquiera nos lo planteamos ya), sino en cuanto a la persona misma —porque olvidamos el proceso de emociones y de angustias, al menos referido a ella, pues ha podido desarrollarse de nuevo, pero transferido a otra persona—. Antes, cuando se refería aún a ella, creíamos que nuestra felicidad dependía de su persona: dependía solamente de la terminación de nuestra ansiedad. Nuestro inconsciente era, pues, más clarividente que nosotros mismos en aquel momento, reduciendo a tan pequeña figura a la mujer amada, figura que quizá hasta habíamos olvidado, que podíamos conocer mal y creer mediocre, en el terrible drama en que de encontrarla para no alcanzarla podía depender hasta nuestra vida misma. Proporciones minúsculas de la figura de la mujer, efecto lógico y necesario de la manera como se desarrolla el amor, clara alegoría de la índole subjetiva de este amor.
El estado de ánimo en que se había marchado era, sin duda, semejante al de los pueblos que preparan con una demostración de su ejército la labor de su diplomacia. Debía de haberse marchado para conseguir de mí mejores condiciones, más libertad, más lujo. En este caso, entre los dos, el vencedor habría sido yo, si hubiera tenido el valor de esperar, de esperar el momento en que, al ver que no sacaba nada, volviera por sí misma. Pero si en los mapas, en la guerra, donde sólo importa ganar, se puede resistir con el bluff, no se dan las mismas condiciones en el amor y en los celos, sin hablar del sufrimiento. Si por esperar, por «durar», dejaba a Albertina permanecer lejos de mí varios días, quizá varias semanas, malograría el fin que había perseguido durante más de un año: no dejarla libre ni una hora. Todas mis precauciones resultarían inútiles si le daba tiempo, facilidad para engañarme todo lo que quisiera; y si, al final, se rendía, yo no podría olvidar ya el tiempo que pasó sola, y aunque venciera al fin, en el pasado, es decir, irreparablemente, sería yo de todos modos el vencido.
En cuanto a los medios de hacer volver a Albertina, las probabilidades de éxito serían mayores cuanto más plausible pareciera la hipótesis de que se hubiera ido con la esperanza de que la llamara con mejores condiciones. Y plausible era, sin duda, para las personas que no creían en la sinceridad de Albertina, desde luego para Francisca, por ejemplo. Mas a mi razón, que antes de saber yo nada no había encontrado más que una explicación de ciertos malos humores, de ciertas aptitudes: el proyecto de marcharse definitivamente, le era difícil creer que, ahora que se había marchado, aquel proyecto no fuera más que una simulación. Digo a mi razón, no a mí. La hipótesis simulación me era tanto más necesaria cuanto más improbable y ganaba en fuerza lo que perdía en verosimilitud. Cuando nos vemos al borde del abismo y nos parece que Dios nos ha abandonado, no vacilamos ya en esperar de Él un milagro[4].
Al decirme a mí mismo que, fuera como fuera, Albertina estaría de regreso en la casa aquella misma noche, dejé en suspenso el dolor que me causó Francisca diciéndome que Albertina se había marchado (porque entonces mi ser, cogido de sorpresa, creyó por un momento que aquella marcha era definitiva). Pero después de una interrupción, cuando el dolor inicial, en un impulso de su vida independiente, volvía espontáneamente a mí, era igualmente atroz, porque era anterior a la promesa consoladora que me había hecho a mí mismo de traer a Albertina aquella misma noche. Esta frase que hubiera calmado mi dolor, mi dolor la ignoraba. Para poner en práctica los medios de realizar aquel retorno una vez más y no porque tal actitud me hubiera dado nunca muy buen resultado, sino porque la había tomado siempre desde que amaba a Albertina, estaba condenado a hacer como que no la amaba, como que no me dolía su ausencia, estaba condenado a mentirle. Podría ser tanto más enérgico en los medios de hacerla volver cuanto más aparentara haber renunciado a ella. Me proponía escribir a Albertina una carta de despedida considerando su marcha como definitiva, a la vez que mandaría a Saint-Loup a ejercer sobre madame Bontemps, y como a espaldas mías, la presión más brutal para que Albertina volviera cuanto antes. Verdad es que yo había experimentado con Gilberta el peligro de las cartas de una indiferencia que, fingida al principio, acaba por ser cierta. Y esta experiencia debía haberme impedido escribir a Albertina unas cartas del mismo carácter que las que había escrito a Gilberta. Pero lo que se llama experiencia no es más que la revelación a nuestros propios ojos de un rasgo de nuestro carácter, que reaparece naturalmente y reaparece con tanta más fuerza cuanto que lo hemos dilucidado ya una vez para nosotros mismos, y el movimiento espontáneo que nos guio la primera vez está reforzado por todas las sugerencias del recuerdo. Para los individuos (y hasta para los pueblos que perseveran en sus faltas y van agravándolas) el plagio humano más difícil de evitar es el plagio de sí mismo.
Mandé inmediatamente a buscar a Saint-Loup, que yo sabía que estaba en París, y él acudió, rápido y eficaz como lo fuera antaño en Doncières y se prestó a salir en seguida para Turena. Le propuse la siguiente combinación. Debía apearse en Châtellerault, preguntar por la casa de madame Bontemps y esperar a que saliera Albertina, porque podría reconocerle. «Pero ¿es que me conoce esa muchacha de que hablas?», me preguntó; le dije que creía que no. El proyecto de este paso me llenó de alegría. Y, sin embargo, era un paso en absoluta contradicción con lo que me prometí al principio: arreglármelas de modo que no pareciera que buscaba a Albertina; y esto que hacía lo parecería inevitablemente. Pero tenía sobre «lo que hubiera debido hacer» la inestimable ventaja de que me permitía decirme que un enviado mío iba a ver a Albertina, seguramente a traérmela. Y si al principio hubiera sabido ver claro en mi corazón, habría podido prever que sobre las soluciones de paciencia se impondría esta otra solución escondida en la sombra y que entonces me parecía deplorable, y que estaba decidido a un acto de voluntad precisamente por falta de voluntad. Como Saint-Loup parecía ya un poco sorprendido de que una muchacha hubiera vivido todo un invierno en mi casa sin que yo le dijera a él nada, y como además me había hablado varias veces de la muchacha de Balbec sin que yo le contestara nunca: «Vive aquí», quizá le habría molestado mi falta de confianza. Verdad es que quizá madame Bontemps le hablaría de Balbec. Pero yo tenía demasiada prisa de que se pusiera en camino y de que llegara, para pensar en las posibles consecuencias de aquel viaje. En cuanto a que pudiera reconocer a Albertina (a la que, por otra parte, había evitado sistemáticamente mirar cuando la encontró en Doncières), era muy poco probable porque, según todo el mundo decía, había cambiado y engordado mucho. Me preguntó si no tenía un retrato de Albertina. Primero le contesté que no, para que mi fotografía, hecha poco después del tiempo de Balbec, no le sirviera para reconocer a Albertina, aunque no había hecho más que entreverla en el vagón. Pero pensé que en la última fotografía estaría ya tan diferente de la Albertina de Balbec como ahora la Albertina viva, y que no la reconocería mejor en la fotografía que en la realidad. Mientras la buscaba, Saint-Loup me pasaba cariñosamente la mano por la frente como para consolarme. Yo estaba emocionado por lo que le apenaba el dolor que adivinaba en mí. En primer lugar, aunque ya separado de Raquel, lo que entonces sufrió no estaba todavía tan lejano como para no sentir una simpatía, una compasión especial por esta clase de sufrimiento, de la misma manera que nos sentimos más cerca de alguien que tiene la misma enfermedad que nosotros. Además, me quería tanto que le resultaba insoportable la idea de mi dolor. Y esto le producía una mezcla de rencor y de admiración por la mujer que me lo causaba. Como se figuraba que yo era un ser tan superior, pensaba que una criatura que a mí me dominara tenía que ser por fuerza absolutamente extraordinaria. Yo preveía que iba a encontrar bonita la foto de Albertina, pero como no llegaba a imaginar que podía producirle la impresión de Helena sobre los viejos troyanos, le dije modestamente, mientras buscaba la foto:
—¡Oh!, no vayas a creer, en primer lugar la foto es mala, y además la muchacha no es ningún asombro, no es una belleza, es, sobre todo, muy simpática.
—¡Oh!, sí, debe de ser maravillosa —dijo con un entusiasmo ingenuo y sincero, intentando imaginar a la criatura que podía ponerme en tal estado de desesperación y de inquietud—. Le tengo rabia por hacerte sufrir, pero era de suponer que un hombre como tú, artista hasta las uñas, como tú, que amas en todo la belleza, y con qué amor, estaba predestinado a sufrir más que otro cualquiera cuando encontrara la belleza en una mujer. —Por fin encontré la foto—. Seguramente es maravillosa —siguió diciendo Roberto, sin fijarse en que yo le daba la foto. De pronto la vio. La tuvo un momento en la mano. Su rostro expresaba un asombro rayano en la estupidez—. ¿Es esta la muchacha de la que estás enamorado? —acabó por decirme en un tono en que el asombro se ocultaba bajo el miedo a ofenderme. No hizo ninguna observación; tomó el aire razonable, prudente, forzosamente un poco desdeñoso que se tiene ante un enfermo, aunque el enfermo fuera hasta entonces un hombre notable y un amigo, pero que ya no es nada de esto, pues, atacado de locura furiosa, nos habla de un ser celestial que se le ha aparecido y continúa viéndole en el lugar donde nosotros, sanos, no vemos más que un edredón. Comprendí en seguida el asombro de Roberto, el mismo asombro que sentí yo al ver a su amante, con la única diferencia de que yo encontré en ella una mujer que ya conocía, mientras que él no había visto nunca a Albertina. Pero seguramente la diferencia entre lo que uno y otro veíamos de una misma persona era igualmente grande. Estaba lejos el tiempo de Balbec en que, cuando miraba a Albertina, comencé a añadir a las sensaciones visuales otras sensaciones de sabor, de olor, de tacto. Desde entonces se habían ido añadiendo otras más profundas, más dulces, más indefinibles, sensaciones dolorosas después. En fin, Albertina no era, como una piedra a cuyo alrededor ha nevado, más que el centro generador de una inmensa construcción que pasaba por el plano de mi corazón. Roberto, para quien era invisible toda esta estratificación de sensaciones, sólo captaba un residuo que, en cambio, no veía yo, porque ella me lo impedía. Lo que desconcertó a Roberto al ver la fotografía de Albertina no era el pasmo de los viejos troyanos diciendo al ver pasar a Helena:
«Notre mal ne vaut pas un seul de ses regards[5]», sino el asombro exactamente inverso y que hace decir: «¡Y por esto tanta bilis, tanta pena, tantas locuras!». Hay que confesar que este tipo de reacción al ver a la persona que ha causado los sufrimientos, destrozado la vida, a veces causado la muerte de una persona querida es infinitamente más frecuente que la de los viejos troyanos, y, en una palabra, la reacción habitual. Y no sólo porque el amor es personal ni porque, cuando no lo sentimos, es natural que lo encontremos evitable y que filosofemos sobre la locura de los demás. No; es que, cuando el amor ha llegado al extremo de causar tales males, la construcción de las sensaciones interpuestas entre el rostro de la mujer y los ojos del amante (el enorme huevo doloroso que lo envuelve y lo disimula como una capa de nieve disimula una fuente) ha llegado ya bastante lejos para que el punto en que se detienen las miradas del amante, el punto en que este encuentra su placer y su dolor, esté tan lejos del punto desde el cual ven los demás cuan lejos está el verdadero sol del lugar donde su luz condensada nos lo hace ver en el cielo. Y además, durante ese tiempo, bajo la crisálida de dolores y de ternuras que hace invisible para el amante las peores metamorfosis del ser amado, el rostro ha tenido tiempo de envejecer y de cambiar. De suerte que si el rostro que el amante vio la primera vez está muy lejos del que ve desde que ama y sufre, está, en sentido inverso, igualmente lejos del que ahora puede ver el espectador indiferente. (¿Qué habría ocurrido si Roberto, en vez de la fotografía de una muchacha, hubiera visto la de una antigua amante?). Y, para sentir nosotros este asombro, ni siquiera necesitamos ver por primera vez a la que tantos estragos ha causado. Muchas veces la conocemos como mi tío abuelo Adolfo conocía a Odette. Entonces la diferencia de óptica se extiende no sólo al aspecto físico, sino al carácter, a la importancia individual. Hay muchas probabilidades de que la mujer que hace sufrir al que ama haya sido siempre buena con alguien al que ella no le importaba nada, como Odette, tan cruel con Swann, fue la solícita «dama de rosa» de mi tío abuelo Adolfo, o bien que la persona cuyas decisiones calcula de antemano el que la ama, con tanto temor como las de una divinidad, aparezca para el que no la ama como un ser insignificante, encantado de hacer todo lo que este quiera, como la amante de Saint-Loup para mí, que no veía en ella más que a aquella «Raquel quand du Seigneur» que tantas veces me habían propuesto. La primera vez que la vi con Saint-Loup recordé mi estupefacción al ver que se puede sufrir por no saber lo que una mujer así hace una noche, lo que ha podido decir en voz baja a alguien, por qué sintió un deseo de ruptura. Y ahora me daba cuenta de que todo ese pasado, pero de Albertina, hacia el que se dirigía cada fibra de mi corazón, de mi vida, con un sufrimiento vibrátil, debía de parecer parejamente insignificante a Saint-Loup, y quizá me lo parecería a mí mismo un día; que quizá pasaría yo poco a poco, sobre la insignificancia o la gravedad del pasado de Albertina, del estado de ánimo que tenía en este momento al que tenía Saint-Loup, pues no me hacía ilusiones sobre lo que Saint-Loup podía pensar, sobre lo que puede pensar cualquiera que no sea el amante. Y esto no me dolía demasiado. Dejemos las mujeres bonitas para los hombres sin imaginación. Recordaba aquella trágica explicación de tantas vidas que es un retrato genial y no parecido como el que hizo Elstir de Odette y que, más que retrato de una amante, es el del deformante amor. Sólo le faltaba lo que tantos retratos tienen: ser a la vez de un gran pintor y de un amante (y se decía que Elstir lo había sido de Odette). Esta desemejanza la prueban toda la vida de un amante, de un amante cuyas locuras no comprende nadie, toda la vida de Swann. Pero si el amante es a la vez un pintor como Elstir y entonces se dice la palabra del enigma, tenemos ante los ojos esos labios que el vulgo no ha visto nunca en esa mujer, esa nariz que nadie le conoció, ese porte insospechado. El retrato dice: «Esto es lo que he amado, lo que me ha hecho sufrir, lo que constantemente he visto». Por una gimnasia inversa, yo, que había intentado añadir mentalmente a Raquel todo lo que en ella ponía el propio Saint-Loup, intentaba ahora quitar en la composición de Albertina mi aportación cardíaca y mental y verla tal como debía de verla Saint-Loup, como veía yo a Raquel. Pero ¿qué importa esto? Aun cuando nosotros mismos viéramos esas diferencias, ¿creeríamos en ellas? Cuando Albertina me esperaba en Balbec, en los soportales de Incarville, y saltaba a mi coche, no sólo no había engordado todavía, sino que el exceso de ejercicio la había hecho adelgazar; flaca, afeada por un sombrerillo que sólo dejaba libre una puntita de la fea nariz y sólo permitía ver de perfil unas mejillas blancas como gusanos blancos, yo encontraba muy poco de ella, pero lo suficiente para que, al saltar a mi coche, supiera yo que ella estaba allí, que había acudido puntual a la cita y no se había ido a otra parte, y esto bastaba; lo que amamos está demasiado en el pasado, consiste demasiado en el tiempo que hemos perdido juntos, para que tengamos necesidad de toda la mujer; sólo queremos estar seguros de que es ella, de que no nos engañamos sobre la identidad, mucho más importante que la belleza para los que aman; ya pueden hundirse las mejillas, enflaquecer el cuerpo, hasta para los que al principio estuvieron más orgullosos, a juicio de los demás, de su dominio sobre una belleza, ese hociquito, ese signo en el que se resume la personalidad permanente de una mujer, esa raíz algebraica, esa constante, eso basta para que un hombre esperado en la más alta sociedad, y que gustaba de ella, no pueda disponer de una sola noche porque se pasa todo el tiempo peinando y despeinando, hasta la hora de dormirse, a la mujer amada, o simplemente estando a su lado, sólo por estar con ella o porque ella esté con él, o sólo porque no esté con otros.
—¿Estás seguro —me dijo— de que puedo ofrecer así como así treinta mil francos a esa mujer para el comité electoral de su marido? ¿Es tan desvergonzada como todo eso? Si no te equivocas, bastarían tres mil francos.
—No, por favor, no economices en una cosa que tanto me importa. Debes decir esto, en lo que, por otra parte, hay algo de verdad: «Mi amigo había pedido esos treinta mil francos a un pariente para el comité del tío de su prometida. El pariente se los dio por este noviazgo. Y me rogó que se los trajera para que Albertina no se enterara. Y ahora resulta que Albertina le deja. Y no sabe qué hacer. Si no se casa con Albertina tiene que devolver los treinta mil francos. Y si se casa será necesario que ella vuelva inmediatamente, al menos por las apariencias, porque haría muy mal efecto si la fuga se prolongara». ¿Crees que es inventado expresamente?
—Claro que no —me contestó Saint-Loup por bondad, por discreción y además porque sabía que las circunstancias son a veces más extrañas de lo que se cree.
Después de todo, no era imposible que en aquella historia de los treinta mil francos hubiera, como yo le decía, gran parte de verdad. Era posible, pero no era cierto, y esa parte de verdad era precisamente una mentira. Pero Roberto y yo nos mentíamos, como ocurre en todas las conversaciones en que un amigo desea sinceramente ayudar a su amigo que sufre de una desesperación de amor. El amigo consejo, apoyo, consuelo, puede compadecer la angustia del otro, no sentirla, y cuanto mejor es para él, más miente. Y el otro le confiesa lo necesario para que le ayude, pero, precisamente para que le ayude, le oculta muchas cosas. Y, en todo caso, el dichoso es el que se toma la molestia, el que hace un viaje, el que cumple una misión, pero no siente sufrimiento interior. Yo era en aquel momento el que fue Roberto en Doncières cuando se creía abandonado por Raquel.
—En fin, lo que tú quieras; si hago una cosa mala, la acepto de antemano por ti. Y después de todo, por más que me parezca un poco raro ese trato tan poco disimulado, sé muy bien que en nuestro mundo hay duquesas, y hasta de las más mojigatas, que por treinta mil francos harían cosas más difíciles que decir a su sobrina que no se quede en Turena. Además me complace doblemente serte útil, puesto que hace falta esto para que te dignes verme. Si me caso —añadió—, ¿no nos veremos más a menudo, no considerarás mi casa un poco como tuya?…
Se interrumpió en seco pensando, suponía yo entonces, que si también me casaba yo, Albertina no podría ser para su mujer una relación íntima. Y recordé lo que me dijeron los Cambremer de la probable boda de Saint-Loup con la hija del príncipe de Guermantes.
Consultada la guía, vio que no podría salir hasta la noche. Francisca me preguntó:
—¿Quito del despacho la cama de mademoiselle Albertina?
—Al contrario —le dije—, hay que hacerla.
Esperaba que volvería de un día a otro y no quería ni siquiera que Francisca pudiera suponer que hubiera la menor duda. La marcha de Albertina tenía que parecer cosa convenida entre nosotros, en modo alguno que me amara menos. Pero Francisca me miró con un gesto, si no de incredulidad, al menos de duda. También ella tenía sus dos hipótesis. Se le dilataba la nariz, olfateaba la riña, debía de sentirla desde hacía tiempo. Y si no estaba completamente segura, quizá era sólo porque, lo mismo que yo, desconfiaba de creer enteramente en una cosa que la hubiera alegrado mucho.
Cuando apenas debía de haber llegado Saint-Loup al tren, me crucé en mi antesala con Bloch, al que no había oído llamar, así que me vi obligado a recibirle un momento. Me había encontrado hacía poco con Albertina (a la que conocía de Balbec) un día en que Albertina estaba de mal talante. «He comido con monsieur Bontemps —me dijo—, y como tengo cierta influencia sobre él, le dije que sentía que su sobrina no fuera más buena contigo, que intercediera él en este sentido». Esto me enfureció: aquellos ruegos y aquellas quejas anulaban todo el efecto de la gestión de Saint-Loup y me ponían directamente ante Albertina en posición suplicante. Para colmo de desdichas, Francisca, que estaba en la antesala lo oía todo. Le hice vivos reproches a Bloch, diciéndole que yo no le había encomendado en absoluto semejante encargo, y que además el hecho era falso. Desde este momento Bloch no dejó ya de sonreír, creo que, más que de alegría, de confusión por haberme contrariado. Sonriendo me decía su extrañeza por mi furia. Y lo decía quizá por quitar importancia, ante mis ojos, a lo que había hecho; quizá porque era cobarde y vivía alegre y perezosamente en la mentira, como las medusas a flor de agua; quizá porque, aunque hubiera pertenecido a otra raza de hombres, como los demás no pueden situarse nunca en el mismo punto de vista que nosotros, no comprenden la importancia del mal que pueden causarnos sus palabras dichas al descuido. Acababa de acompañarle a la puerta, sin encontrar remedio a lo que había hecho, cuando llamaron de nuevo y Francisca me entregó una citación para la jefatura de policía. Los padres de la muchacha que había hecho venir a mi casa por una hora habían querido presentar una denuncia contra mí por corrupción de menores. Hay momentos en la vida en que nace una especie de belleza de la multiplicidad de cuitas que nos asaltan, entrecruzadas como motivos wagnerianos, también de la noción, emergente entonces, de que los acontecimientos no se sitúan en el conjunto de los reflejos pintados en el pobre espejillo que la inteligencia lleva delante y que llama el futuro, que están fuera y surgen tan bruscamente como alguien que viene a comprobar un flagrante delito. Dejado a sí mismo, un acontecimiento se modifica, bien porque el fracaso nos lo amplifique o porque la satisfacción lo reduzca. Pero rara vez está solo. Los sentimientos suscitados por cada uno de ellos se contrarrestan y, como observé yendo a la jefatura de policía, el miedo es, en cierta medida, un revulsivo, al menos momentáneo y bastante activo, de las tristezas sentimentales.
En la jefatura de policía encontré a los padres, que me insultaron y me dijeron: «Nosotros no comemos de eso», devolviéndome los quinientos francos, que yo no quería tomar, mientras el jefe de policía, que tomando como inimitable ejemplo la facilidad de los presidentes de audiencia para desconcertar al acusado, recogía una palabra de cada frase que yo decía, palabra que utilizaba para componer una ingeniosa y abrumadora respuesta. En cuanto a mi inocencia en el hecho no hubo caso, pues es la única hipótesis que nadie quiso admitir ni por un momento. No obstante, gracias a las dificultades de la acusación, salí del paso con aquella reprimenda, muy violenta, mientras los padres estaban allí. Pero en cuanto se fueron, el jefe de policía, que era aficionado a las muchachitas, cambió de tono y me amonestó como un compadre: «Otra vez tendrá que ser más listo. Caramba, no se levanta así, sin más, a una chicuela. Además, en cualquier sitio las encontrará mejores y por mucho menos dinero. Era una cantidad exageradísima». Como estaba seguro de que, si intentaba explicarle la verdad, no me entendería, aproveché sin decir palabra el permiso que me dio para marcharme. Hasta que me encontré de nuevo en casa, todos los transeúntes me parecían inspectores encargados de espiar mis hechos y mis movimientos. Pero este leitmotiv, lo mismo que el de la rabia contra Bloch, desaparecieron para dar lugar únicamente al de la fuga de Albertina.
Este se intensificaba, pero en un tono casi alegre desde que Saint-Loup emprendió el viaje. Al encargarse él de ver a madame Bontemps, el asunto ya no pesaba sobre mí fatigosamente, sino sobre Saint-Loup. Y cuando se marchó hasta me sentí alegre, porque había tomado una decisión: «He reaccionado inmediatamente». Y mi dolor se disipó. Creía que era por haber actuado, y lo creía de buena fe, pues nunca sabemos lo que se oculta en nuestra alma. En el fondo, lo que me alegraba no era, como creía, haberme descargado de mis indecisiones en Saint-Loup. Pero tampoco me equivocaba del todo; para curar un acontecimiento infortunado (las tres cuartas partes de los acontecimientos lo son), el remedio específico es una decisión; pues, por una brusca inversión de nuestros pensamientos, la decisión corta la corriente de los que vienen del acontecimiento pasado y prolongan la vibración de este, rompiéndola mediante una corriente contraria de pensamientos contrarios, una corriente que viene de fuera, del futuro. Pero estos pensamientos nuevos nos son benéficos, sobre todo (y tal era el caso en los que me asaltaban en este momento) cuando, desde el fondo de ese futuro, nos traen una esperanza. En realidad, lo que me ponía tan contento era la secreta certidumbre de que, como la misión de Saint-Loup no podía fracasar, Albertina no podía menos de volver. Lo comprendí, porque, al no recibir el primer día ninguna respuesta de Saint-Loup, torné a sufrir. Luego mi decisión, mi delegación de plenos poderes en Saint-Loup no era la causa de mi alegría, pues si lo fuera habría persistido, sino aquel «el éxito es seguro» que pensaba cuando decía «sea lo que Dios quiera». Y la idea, despertada por la tardanza, de que en realidad podía ocurrir otra cosa que no fuera el éxito, me resultaba tan odiosa que se me fue la alegría. En realidad, lo que nos llena de una alegría que atribuimos a otras causas es nuestra previsión, nuestra esperanza de acontecimientos dichosos, y esa alegría cesa para dar de nuevo lugar al dolor en cuanto ya no estamos tan seguros de que se realizará lo que deseamos. Lo que sostiene el edificio de nuestro mundo sensitivo es siempre una invisible creencia, y cuando esta falla, el edificio se tambalea. Hemos visto que eso, la creencia, era lo que, para nosotros, constituía el valor o la nulidad de los seres, el encanto o el fastidio de verlos. Constituye también la posibilidad de soportar un dolor que nos parece llevadero simplemente porque estamos convencidos de que va a cesar, o lo agranda de pronto hasta el punto de que una presencia nos importe tanto, a veces más que nuestra vida.
Una cosa acabó de hacer mi dolor tan agudo como lo fue en el primer minuto y como, hay que confesarlo, ya no lo era. Fue releer una carta de Albertina. Por mucho que amemos a los seres, el dolor de perderlos, cuando en la soledad ya no estamos sino frente a ese dolor al que nuestra mente da en cierta medida la forma que quiere, este dolor es soportable y diferente del menos humano, menos nuestro —tan imprevisto y raro como un accidente en el mundo moral y en la región del corazón—, cuya causa directa radica, más que en los seres mismos, en cómo nos hemos enterado de que no los veremos más. En cuanto a Albertina, yo podía pensar en ella, llorando dulcemente, aceptando no verla esta noche como no la vi ayer; pero releer «mi decisión es irrevocable» era otra cosa, era como tomar un medicamento peligroso que me hubiera producido un ataque cardíaco al que no podría sobrevivir. Hay en las cosas, en los acontecimientos, en las cartas de ruptura, un peligro especial que amplifica y desnaturaliza hasta el dolor que pueden causarnos los seres. Pero este dolor duró poco. Yo estaba a pesar de todo tan seguro del éxito de la habilidad de Saint-Loup, me parecía tan indudable el regreso de Albertina, que llegué a preguntarme si había hecho bien en desearlo. Pero me alegraba. Desgraciadamente, aunque creía terminado el asunto de la policía, Francisca entró a decirme que había venido un inspector a preguntar si yo tenía la costumbre de recibir muchachas en la casa; que el portero, creyendo que se trataba de Albertina, contestó que sí, y que la casa parecía, desde entonces, vigilada. Quiere decirse que me sería imposible en adelante traer a casa a alguna muchacha para consolarme de mis cuitas, a menos de exponerme delante de ella a la vergüenza de que surgiera un inspector y la muchacha me tomara por un delincuente. Y al mismo tiempo comprendí que vivimos de ciertos sueños más de lo que creemos, pues la imposibilidad de arrullar nunca a una muchacha me pareció que quitaría a la vida para siempre todo valor; pero además comprendí muy bien que las personas rechacen fácilmente la fortuna y se arriesguen a la muerte, cuando nos figuramos que el interés y el miedo a morir rigen el mundo. Pues sólo de pensar que alguien, aunque fuera una muchachuela desconocida, pudiera tener de mí, por la llegada de un policía, una idea vergonzosa, hubiera preferido matarme. No había ni comparación posible entre los dos sufrimientos. Ahora bien, en la vida, las personas no piensan jamás que aquellos a quienes ofrecen dinero, a quienes amenazan de muerte, pueden tener una amante o simplemente un amigo cuya estimación les interesa, aun cuando no se estimen a sí mismos. Pero de pronto, por una confusión de la que no me di cuenta (pues no pensé que Albertina, siendo mayor de edad, podía vivir en mi casa y hasta ser mi amante), me pareció que la corrupción de menores se podía aplicar también a Albertina. Y esto me hizo ver la vida cerrada por todas partes. Y pensando que no había vivido castamente con ella encontré, en el castigo que se me había infligido por haber arrullado a una muchacha desconocida, esa relación que casi siempre existe en los castigos humanos y en virtud de la cual no hay casi nunca ni condena justa ni error judicial, sino una especie de armonía entre la falsa idea que se forma el juez sobre un acto inocente y los hechos culpables que él ignora. Pero entonces, pensando que el regreso de Albertina podía valerme una condena infamante que me degradaría a sus ojos y quizá le haría a ella misma un perjuicio que nunca me perdonaría, dejé de desear su regreso, me espantó. Hubiera querido telegrafiarle que no volviera e inmediatamente me invadió, anulando todo lo demás, el deseo apasionado de que volviera. Y es que, al pensar por un momento en la posibilidad de decirle que no volviera y de vivir sin ella, me sentí de pronto dispuesto, por lo contrario, a sacrificar todos los viajes, todos los placeres, todos los trabajos porque Albertina volviera.
¡Ah, qué diferentemente se había desarrollado mi amor por Albertina del anterior que tuve por Gilberta, aunque creí prever por este el destino de aquel! ¡Cuán imposible me era permanecer sin verla! Y para cada acto, hasta para el más mínimo, pero bañado antes en la feliz atmósfera que era la presencia de Albertina, tenía que empezar, cada vez con el mismo esfuerzo, con el mismo dolor, el aprendizaje de la separación. Después la concurrencia de otras formas de la vida relegaba a la sombra este nuevo dolor, y durante estos días, que fueron los primeros de la primavera, hasta tuve algunos momentos de grata calma, mientras esperaba que Saint-Loup pudiera ver a madame Bontemps, imaginando Venecia y bellas mujeres desconocidas. Pero en cuanto me di cuenta sentí un terror pánico. Aquella calma que acababa de gustar era la primera aparición de la gran fuerza intermitente que iba a luchar en mí contra el dolor, contra el amor, y que acabaría por dar cuenta de ellos. Aquello que acababa de pregustar y de presentir era, sólo por un momento, lo que más tarde sería en mí un estado permanente, una vida en la que ya no podría sufrir por Albertina, en la que ya no la amaría. Y mi amor, que acababa de conocer al único enemigo que pudiera vencerle, el olvido, se echó a temblar, como un león que, encerrado en la jaula, ve de pronto la serpiente pitón que le va a devorar.
Pasaba todo el tiempo pensando en Albertina, y cuando Francisca entraba en mi cuarto nunca me decía lo suficientemente pronto para abreviar mi angustia: «No hay cartas». Pero de vez en cuando, haciendo pasar una u otra corriente de ideas a través de mi dolor, lograba renovar, airear un poco la atmósfera viciada de mi corazón. Mas por la noche, si lograba dormirme, era como si el recuerdo de Albertina fuera el medicamento que me procuraba el sueño, y al cesar su influencia me fuera a despertar. El sueño que me daba era un sueño especial de ella, un sueño en el que, lo mismo que despierto, no podía pensar en otra cosa. El sueño, su recuerdo, eran las dos sustancias mezcladas que nos hacen tomar a la vez para dormir. Por otra parte, despierto, mi dolor iba aumentando cada día en vez de disminuir. Y no es que el olvido no hiciera su labor, sino que, haciéndola, favorecía la idealización de la imagen añorada y con ello la asimilación de mi dolor inicial a otros sufrimientos análogos que la reforzaban. Y por lo menos esta imagen era soportable. Pero si de pronto pensaba en su cuarto, en aquella habitación con la cama vacía, en su piano, en su automóvil, perdía toda fuerza, cerraba los ojos, inclinaba la cabeza sobre el hombro izquierdo como los que van a desmayarse. El ruido de las puertas me hacía casi tanto mal porque no era ella quien las abría. Cuando llegó el momento en que podía llegar un telegrama de Saint-Loup, no me atrevía a preguntar: «¿Hay un telegrama?». Por fin llegó uno, pero que lo retrasaba todo, pues decía: «Esas señoras se han marchado por tres días».
Claro que, si había soportado los cuatro días transcurridos desde que se marchó Albertina, era porque pensaba: «No es más que cuestión de tiempo, antes de terminar la semana estará aquí». Pero esta razón no impedía que para mi corazón, para mi cuerpo, el acto que tenía que realizar era el mismo: vivir sin ella, volver a casa sin encontrarla, pasar unto a la puerta de su cuarto (para abrirla no tenía valor aún) sabiendo que no estaba, acostarme sin darle las buenas noches: he aquí las cosas que mi corazón tuvo que cumplir en su terrible integridad y exactamente igual que si no hubiera de ver nunca más a Albertina. Ahora bien, haberlas cumplido ya cuatro veces demostraba que era capaz de seguir cumpliéndolas. Y acaso muy pronto no necesitaría ya la razón —el próximo retorno de Albertina— que me ayudaba a seguir viviendo así (podía pensar: «No volverá jamás» y vivir, sin embargo, como había vivido durante cuatro días), como un herido que recupera el hábito de andar y puede pasar sin muletas. Claro que por la noche, al volver, todavía encontraba, quitándome la respiración, ahogándome con el vacío de la soledad, los recuerdos, yuxtapuestos en una interminable serie, de todas las noches en que Albertina me esperaba; pero ya encontraba también el recuerdo de la víspera, de la antevíspera y de las dos noches precedentes, es decir, el recuerdo de las cuatro noches transcurridas desde la marcha de Albertina, de las cuatro noches sin ella, solo, en las que, sin embargo, había vivido cuatro noches que ya formaban una banda de recuerdos muy delgada al lado de la otra, pero que cada día que pasaba se iría haciendo quizá más consistente.
No diré la carta de declaración que en aquel momento recibí de una sobrina de madame de Guermantes, que tenía fama de ser la muchacha más bonita de París, ni la gestión de intermediario que hizo el duque de Guermantes de parte de los padres resignados por la felicidad de su hija a un partido desigual, a una boda tan poco brillante. Cuando se ama, esos incidentes que podrían halagar el amor propio son demasiado dolorosos. Aunque lo deseáramos, no tendríamos la indelicadeza de contárselos a la que tiene sobre nosotros un juicio menos favorable, juicio que, por lo demás, no cambiaría al enterarse de que podemos ser objeto de otro muy diferente. Lo que escribía la sobrina del duque no hubiera hecho sino impacientar a Albertina.
Cuando me despertaba y volvía a tomar mi dolor en el mismo lugar en que había quedado antes de dormirme, como un libro cerrado por un instante, y que ya no me dejaría hasta la noche, todas las sensaciones, lo mismo si venían de afuera que de adentro, convergían en un pensamiento relativo a Albertina. Llamaban: ¡es una carta suya, acaso es ella misma! Si me sentía bien, si no sufría mucho, ya no tenía celos, ya no tenía quejas contra ella, deseaba verla en seguida, besarla, pasar alegremente toda la vida con ella. Telegrafiarle «Ven inmediatamente» me parecía ya muy fácil, como si mi nuevo estado de ánimo hubiera cambiado no sólo mis disposiciones, sino las cosas exteriores a mí, como si las hubiera hecho más fáciles. Si estaba triste, todas mis iras contra ella renacían, ya no tenía ganas de besarla; sentía la imposibilidad de que me hiciera nunca feliz, no quería más que hacerle daño e impedirle pertenecer a otros. Pero el resultado de estos dos humores opuestos era el mismo: tenía que volver cuanto antes. Y, sin embargo, por mucha alegría que en el momento mismo pudiera darme su retorno, sentía que no iban a tardar en presentarse las mismas dificultades y que la búsqueda de la felicidad en la satisfacción del deseo moral era tan ingenua como la empresa de alcanzar el horizonte andando hacia él. Cuanto más avanza el deseo más se aleja la verdadera posesión. De suerte que si la felicidad, o al menos la ausencia de sufrimientos, se puede encontrar, no es la satisfacción, sino la disminución progresiva, la extinción final del deseo lo que hay que buscar. Queremos ver lo que amamos y debiéramos querer no verlo, pues sólo por el olvido se llega a la extinción del deseo. E imagino que si un escritor emitiera verdades de este tipo, dedicaría el libro que las contuviera a una mujer a la que quisiera acercarse así, diciéndole: «Este libro es tu libro». Y así, diciendo verdades en el libro, mentiría en la dedicatoria, pues que el libro fuera de esa mujer le interesaría tan poco como esa piedra[6] que procede de ella y que sólo tendrá valor para él si ama a la mujer. Los vínculos entre un ser y nosotros no existen más que en nuestro pensamiento. La memoria, al debilitarse, los afloja, y, a pesar de la ilusión con que quisiéramos engañarnos y con la que, por amor, por amistad, por finura, por respeto humano, por deber, engañamos a los demás, existimos solos. El hombre es el ser que no puede salir de sí mismo, que sólo en sí mismo conoce a los demás, y, al decir lo contrario, miente. Y si alguien hubiera sido capaz de quitarme aquella necesidad de ella, aquel amor a ella, me habría dado tanto miedo, que me convencía de que este amor era precioso para mi vida. Poder oír pronunciar sin encanto y sin sufrimiento los nombres de las estaciones por las que pasaba el tren para ir a Turena me hubiera parecido una disminución de mí mismo (simplemente, en el fondo, porque esto me demostraría que Albertina me iba siendo indiferente). Estaba bien, me decía, que, preguntándome constantemente qué haría, qué pensaría, qué quería, si pensaba volver, si volvería, mantuviese abierta esa puerta de comunicación que el amor había practicado en mí, que sintiese cómo la vida de otra persona desaguaba, abriendo unas esclusas, el depósito que no quería volver a quedar estancado.
Como el silencio de Saint-Loup se prolongara, una ansiedad secundaria —la espera de un telegrama, de una llamada telefónica de Saint-Loup— enmascaró la primera, la inquietud del resultado, saber si Albertina volvería. Espiar cada ruido en la espera del telegrama me resultaba ya tan intolerable que me parecía que la llegada de este telegrama, fuere cual fuere, única cosa en la que ahora pensaba, pondría fin a mi sufrimiento. Pero cuando al fin recibí un telegrama de Roberto en el que me decía que había visto a madame Bontemps, pero que, a pesar de todas sus precauciones, Albertina le había visto a él y esto lo había estropeado todo, estallé de furia y de desesperación, pues aquello era lo que yo había querido ante todo evitar. Conociéndolo Albertina, el viaje de Saint-Loup parecía demostrarle que yo no podía pasar sin ella, lo que no haría sino impedir que volviera, y, además, lo peor era que todo lo que aún me quedaba del orgullo de mi amor en tiempos de Gilberta se había perdido. Maldecía a Roberto, pero luego me dije que, si aquel recurso había fracasado, ya encontraría otro. Desde el momento en que el hombre puede actuar sobre el mundo exterior, ¿cómo no iba a llegar, poniendo en juego la astucia, la inteligencia, el interés, el afecto, a suprimir aquella cosa atroz: la ausencia de Albertina? Creemos que podemos cambiar a medida de nuestro deseo las cosas que nos rodean; lo creemos porque, fuera de esto, no vemos ninguna solución favorable. No pensamos en la que se produce casi siempre y que también es favorable: no llegamos a cambiar las cosas a la medida de nuestro deseo, pero nuestro deseo cambia poco a poco. La situación que esperábamos cambiar porque nos resultaba insoportable llega a sernos indiferente. No hemos podido superar el obstáculo, como queríamos a todo trance, pero la vida nos ha hecho darle un rodeo, rebasarlo, y, cuando esto ocurre, apenas si, mirando a la lejanía del pasado, podemos vislumbrarlo: tan imperceptible nos es ya.
Oí en el piso de arriba unos compases de Manon que tocaba una vecina. Apliqué la letra, que conocía, a Albertina y a mí, y me invadió un sentimiento tan profundo que me eché a llorar. Era:
¡Cuántas veces el pájaro que de la jaula huyera torna,
la misma noche, a llamar al cristal!
Y la muerte de Manon:
Contéstame, Manon, solo amor de mi vida,
hasta hoy no conocí la bondad de tu alma.
Puesto que Manon volvía a Des Grieux me parecía que yo era para Albertina el único amor de su vida. ¡Ay!, es probable que si ella hubiera oído en aquel momento la misma música no habría sustituido por mi nombre el de Des Grieux, y, aun suponiendo que se le hubiera ocurrido tal idea, mi recuerdo le habría impedido enternecerse escuchando aquella música que, sin embargo, entraba bien, aunque mejor escrita y más sutil, en el género de la que a ella le gustaba.
Por mi parte no tuve valor para entregarme a la dulzura de pensar que Albertina me llamaba «único amor de mi alma» y había reconocido que se había equivocado sobre lo que «le parecía la esclavitud». Yo sabía que no se puede leer una novela sin poner en la heroína los rasgos de la mujer amada. Pero aunque el libro termine bien, nuestro amor no ha dado un paso más y, cuando lo cerramos, la mujer que amamos y que, por fin, vino a nosotros en la novela no nos ama más en la vida.
Furioso, telegrafié a Saint-Loup que volviera inmediatamente a París, para evitar al menos la apariencia de poner una insistencia agravante en un paso que tanto empeño tenía yo en ocultar. Pero antes de que Saint-Loup volviera, siguiendo mis instrucciones, lo que recibí fue este telegrama de Albertina:
«Querido amigo: has mandado a tu amigo Saint-Loup a mi tía, y es una insensatez. Querido amigo, si me necesitabas, ¿por qué no me escribiste directamente? Hubiera vuelto encantada; no vuelvas a hacer esas cosas absurdas».
«¡Hubiera vuelto encantada!». Si decía esto, era que le pesaba haberse marchado, que no buscaba más que un pretexto para volver. Luego yo no tenía sino hacer lo que me decía: escribirle que la necesitaba, y volvería. Luego iba a volver a verla, a ella, la Albertina de Balbec (pues, desde que se marchó, había vuelto a serlo para mí; como un caracol al que no prestamos ya la menor atención cuando lo tenemos siempre sobre la cómoda, cuando nos separamos de él para regalarlo o le perdemos y pensamos en él, cosa que ya no hacíamos, me recordaba toda la gozosa belleza de las montañas azules del mar). Y no era sólo ella quien se había convertido en un ser de imaginación, es decir, deseable, sino que la vida con ella era ahora una vida imaginaria, es decir, liberada de toda dificultad, de suerte que yo me decía: «¡Qué felices vamos a ser!». Pero, desde el momento en que tenía la seguridad de su regreso, no debía hacer ver que quería acelerarlo, sino al contrario, borrar el mal efecto de la gestión de Saint-Loup, gestión que yo podía después desautorizar diciendo que Saint-Loup había obrado por su cuenta, porque siempre había sido partidario de aquel matrimonio.
Entre tanto, releía su carta y me sentía decepcionado por lo poco que hay de una persona en una carta. Sin duda los caracteres trazados expresan nuestro pensamiento, como lo expresan nuestros rasgos; en ambos casos nos encontramos ante un pensamiento. Pero, de todos modos, en la persona no vemos el pensamiento hasta que se ha difundido en esa caracola del rostro abierta como un nenúfar. De todos modos, esto la modifica mucho. Y quizá una de las causas de nuestras perpetuas decepciones en amor son esas perpetuas desviaciones en virtud de las cuales, en la espera del ser ideal que amamos, cada cita nos trae una persona de carne y hueso que tan poco tiene ya de nuestro sueño. Y luego, cuando reclamamos algo de esa persona, recibimos una carta suya en la que de la persona queda muy poco, de la misma manera que en las letras de álgebra no queda ya la determinación de las cifras de la aritmética, que a su vez tampoco contienen ya las cualidades de los frutos o de las flores sumadas. Y, sin embargo, «amor», «ser amado», sus cartas, son quizá traducciones (por poco satisfactorio que sea pasar de una a otra) de la misma realidad, puesto que la carta no nos parece insuficiente sino al leerla, pues mientras no llega sufrimos lo infinito, y basta para calmar nuestra angustia, ya que no para satisfacer con sus pequeños signos negros nuestro deseo; pero nuestro deseo siente que, después de todo, allí no hay más que la equivalencia de una palabra, de una sonrisa, de un beso, no estas cosas mismas.
Escribí a Albertina:
Querida amiga: Precisamente iba a escribirte y te agradezco que me digas que, si te necesitaba, habrías venido. Está muy bien por tu parte comprender de tan elevada manera la fidelidad a un antiguo amigo, y esto no hace sino aumentar mi estimación por ti. Pero no, no te lo pedí y no te lo pediré; volver a vernos, al menos en mucho tiempo, quizá no te fuera penoso, niña insensible. A mí, a quien a veces has creído tan indiferente, me lo sería mucho. La vida nos ha separado. Tomaste una decisión que me parece muy prudente, y la tomaste en el momento justo, con un presentimiento maravilloso, pues te marchaste al día siguiente del que yo acababa de recibir el consentimiento de mi madre para pedir tu mano. Te lo habría dicho al despertarme, cuando recibí su carta (¡al mismo tiempo que la tuya!). Acaso hubieras temido apenarme marchándote después de esto. Y acaso hubiéramos unido nuestras vidas para lo que quién sabe si habría sido nuestra desgracia. Si tenía que ocurrir así, bendita seas por tu decisión. Volviendo a vernos, perderíamos todo su fruto. No creas que no sería para mí una tentación. Pero no tengo gran mérito resistiendo a ella. Ya sabes lo inconstante que soy y lo pronto que olvido. Así que no hay que compadecerme mucho. A menudo me has dicho que soy, sobre todo, un hombre de costumbres. Las que estoy empezando a adquirir sin ti no son todavía muy firmes. Naturalmente, en este momento son todavía más fuertes las que tenía contigo y que tu partida ha alterado. Pero no lo serán por mucho tiempo y hasta, por esto mismo, había pensado aprovechar esos últimos días en los que vernos no sería aún para mí lo que sería pasada una quincena, quizá más bien una… (perdona la franqueza) una perturbación, había pensado aprovecharlos antes del olvido final, para arreglar contigo algunos asuntillos materiales en los que podrías, mi buena y encantadora amiga, hacer un favor al que, por cinco minutos, se creyó tu prometido. Como no dudaba de la aprobación de mi madre, y como por otra parte, deseaba que tuviéramos los dos toda esa libertad que tú, con superabundante y excesiva generosidad, me habías sacrificado, sacrificio que se podía admitir para una vida en común de unas semanas, pero que hubiera llegado a ser tan odioso para ti como para mí ahora que íbamos a pasar toda la vida juntos (casi me da pena, al escribirte, pensar que así estuvo a punto de ocurrir, que sólo por unos segundos no ocurrió), había pensado organizar nuestra vida de la manera más independiente posible, y para empezar quería que tuvieses aquel yate en el que podrías viajar mientras yo, enfermo, te esperaba en el puerto; había escrito a Elstir pidiéndole consejo, porque tenías confianza en su buen gusto. Y, en tierra, quería que tuvieras tu automóvil propio, sólo para ti, en el que saldrías y viajarías a tu gusto. El yate estaba ya casi dispuesto; se llama, según el deseo que expresaste en Balbec, El Cisne. Y, recordando que de todos los coches preferías el Rolls, había encargado uno. Y ahora que ya no volveremos avernos, como no espero hacerte aceptar el barco y el coche, inútiles ya, no me servirán para nada. De modo que pensé —pues los había encargado a un intermediario, pero a nombre tuyo— que, anulando tú el encargo, podrías evitarme ese yate y ese automóvil inútiles. Mas para esto y para otras muchas cosas, habría sido necesario hablar. Pero me parece que, mientras pueda volver a amarte, lo que ya no durará mucho tiempo, sería una locura, por un barco de vela y un Rolls Royce, volver a vernos y jugar a la felicidad de tu vida, puesto que crees que es vivir lejos de mí. No, prefiero quedarme con el Rolls y hasta con el yate. Y como no voy a usarlos y es probable que se queden siempre, el uno en el puerto, anclado, desarmado, el otro en la cochera, mandaré grabar en el… del yate (vaya, no me atrevo a poner un nombre de pieza inexacto y cometer una herejía que te chocaría) aquellos versos de Mallarmé que te gustaban… Lo recuerdas, es la poesía que comienza por: Le vierge, le vivace et le bel aujourd’hui[7]. Desgraciadamente, hoy no es ya ni virgen ni bello. Pero los que, como yo, saben que de este hoy harán en seguida un «mañana» soportable, no son muy soportables. En cuanto al Rolls, merecía más bien estos otros versos del mismo poeta, que tú te decías incapaz de entender:
Dis si je ne suis pas joyeux
Tonnerre et rubis aux moyeux
De voir en l’air que ce feu troue
Avec des royaumes épars
Comme mourir pourpre la roue
Du seul vespéral de mes chars[8].
Adiós para siempre, mi pequeña Albertina, y gracias otra vez por el bonito paseo que dimos juntos la víspera de nuestra separación. Guardo de él un magnífico recuerdo.
Posdata: No contesto a lo que me dices de unas supuestas proposiciones hechas a tu tía por Saint-Loup (al que no creo ni mucho menos en Turena). Eso es de Sherlock Holmes. ¿Qué idea tienes de mí?