Es bastante fácil descubrir lo que la gente cree que está haciendo. Tampoco es difícil para el sentido común deducir en qué andan en realidad. Difícilmente valga la pena examinar los repertorios habituales de estratagemas, engaños, fraudes de personalidad, que anuncian los cambios en la astucia criminal. Años han pasado desde la última vez que encontré algún interés en La psicopatología de la vida cotidiana y su entonces novedosa historia detrás-de-la-historia. Que un lapsus linguae lo retrotrae a uno al perverso ello ya no necesita ser probado. Admito que Freud fue uno de los hombres más ingeniosos de este mundo, pero yo no le puedo encontrar a su sistema más utilidad que la que le encuentro al reloj de Paley: una metáfora del universo, al que se le ha dado cuerda en el comienzo, y luego continúa latiendo durante miles de millones de años. Siempre que haya alguna cosa que suponer, alguien (en este caso, un clérigo inglés del siglo XVIII) seguramente la supondrá.
Transformarme en una persona conocida jamás fue un deseo especial para mí. Y no siento que le sería difícil descifrarme a un buen observador. Cuando me preguntan, digo que vivo en Chicago y que estoy semijubilado, pero jamás me molesto en especificar mi oficio. Tampoco es que haya mucho que ocultar. Pero hay algo en mí que da esa impresión. Tengo aspecto de chino. Después de la guerra de Corea, me enviaron a estudiar chino a una escuela especial. Quizá mis habilidades esotéricas, mediante un proceso de sugestión secreta, le dieron a mi rostro una expresión asiática. Los niños de la escuela nunca me dijeron «chino»; y podrían haberlo hecho porque yo estaba en una categoría ambigua, un marginal, un huérfano. Pero también eso era engañoso. Mis padres, ambos, estaban vivos. Me mandaron a un orfanato porque mi madre sufría de una enfermedad de las articulaciones que la llevaba de sanatorio en sanatorio, principalmente en el extranjero. Mi padre era un simple carpintero. La familia de mi madre pagaba las cuentas, ya que sus hermanos eran exitosos fabricantes de salchichas y podían solventar los tratamientos que ella realizaba en Bad Nauheim o en Hot Springs, Arkansas.
En la escuela suponían que yo era uno de los niños del orfanato. No tuve ocasión de explicar mis circunstancias especiales, y todas las peculiaridades de esas circunstancias se grabaron en la estructura de mi cara: una cabeza redonda, el cabello tan largo como se permitía en el orfanato, un par de gordos ojos negros, una boca ancha con labios de un tamaño respetable. Maravillosos materiales que me daban el aspecto traicionero de Fu Manchú.
El camino que un hombre toma para volver a sí mismo es un regreso de su exilio espiritual, porque eso es la suma de una historia personal: un exilio. No me permití darle demasiada importancia a mis labios chinos. Parece que he decidido que ocuparse de la propia imagen de uno, ajustarla, revisarla, alterarla, era una pérdida de tiempo.
En los días en que estaba revisando mis alternativas, creía que quizá —sólo quizá— podría efectuar una transferencia a otra civilización. Los chinos jamás me notarían en China, mientras que en mi propio país, tener un aspecto vagamente chino no sería suficiente para evitar ser descubierto… Probablemente quiera decir expuesto.
Pero sólo duré cinco días en el Lejano Oriente, los últimos dos de los cuales los pasé en Birmania, donde hice importantes contactos de negocios, y descubrí, mientras estaba inmerso en otra civilización, que yo poseía una especie de don para llevar a cabo transacciones comerciales. Con un ingreso vitalicio producto de la operación birmana, que tenía una sucursal en Guatemala, regresé a Chicago, donde se encontraban mis raíces sentimentales.
Abandoné la idea de ser chino. Por supuesto que algunos occidentales preferían ser orientales. Estaba el famoso ermitaño británico de Pekín, descrito con tanta belleza por Trevor-Roper; también estaba Two-Gun Cohen, el pistolero de Montreal contratado por Sun Yat-sen como su guardaespaldas, y quien, según parece, jamás quiso volver a Canadá.
Pronto descubrirán que tenía razones sustanciales para reinstalarme en Chicago. Podría haber ido a cualquier otro lado —a Baltimore o a Boston—, pero la diferencia entre ciudades es más de lo mismo, superficialmente disimulado. En Chicago tenía asuntos sentimentales pendientes. En Boston o en Baltimore habría seguido pensando, todos los días y con regularidad, en la misma mujer; en lo que podría haberle dicho, en lo que ella podría haber contestado. «Los objetos amorosos», como los denominó la psiquiatría, no se superan o se dejan de lado fácilmente. La «distancia» es, en realidad, una formalidad. La mente no la registra.
Regresé a Chicago y abrí un negocio en la calle Van Buren. Instruí a mis empleados para que se hicieran cargo de él, y a partir de allí fui libre de llenar mi vida con actividades más interesantes. En cierta forma para mi propia sorpresa, pasé a formar parte de un grupo de gente curiosa. La principal amenaza de un lugar como Chicago es el vacío: grietas y rupturas humanas, una suerte de ozono espiritual que huele a blanqueador. En los viejos tiempos, los tranvías de Chicago despedían un olor así. El ozono es producto de una combinación de oxígeno y rayos ultravioletas en la atmósfera superior.
Hallé maneras de protegerme de esa amenaza liminar (la amenaza de ser absorbido hacia el espacio exterior). Sorprendentemente, comencé a recibir invitaciones como un hombre que sabía mucho sobre Oriente. Al menos, las anfitrionas así lo creían; yo jamás sostuve eso. Uno no tenía que decir mucho.
Me instalé en un departamento en el límite del Lincoln Park. Y casi enseguida tuve un golpe de suerte significativo. En una cena, conocí al viejo Sigmund Adletsky y a la señora Adletsky. Ése es un nombre instantáneamente reconocido en todas partes, como el príncipe Carlos o Donald Trump; o, en épocas anteriores, el Sha de Irán o Basil Zaharoff. Sí, Adletsky, el viejo jefe en persona, el coloso fundador, el hombre que ordenó construir el complejo hotelero incomparablemente lujoso en la costa caribeña de México, una de las tantas mansiones de placer en las playas subtropicales de muchos continentes. Ahora, el viejo Adletsky les había delegado su imperio a sus hijos y nietos. Jamás se habría molestado con gente de mi clase si todavía estuviese dirigiendo los hoteles, las aerolíneas, las minas, los laboratorios electrónicos.
Nos conocimos en una fiesta de Frances Jellicoe. Un Jellicoe había sido el comandante de la Flota Imperial Británica en la Batalla de Jutlandia (1916). La familia tenía una rama estadounidense (según decían los Jellicoe de Estados Unidos), que era muy rica. Frances, quien recibió una fortuna, también había heredado una colección de cuadros que incluía un Bosch, un Botticelli y varios retratos de Goya, así como algunos Picasso de mi estilo favorito: narices y ojos múltiples. Yo admiraba (respetaba) a Frances en gran medida. Fritz Rourke, su marido y el padre de sus dos hijos, se había divorciado de ella, pero Frances continuaba amándolo, y no en sentido abstracto. Él estaba presente esa noche, borracho y ruidoso, y la característica más conspicua en ese hombre era la calidad o el grado del amor que se percibía en su exesposa cuando ella lo defendía. Una mujer enérgica que jamás había sido bella. Esa noche, en su comedor de la Costa de Oro, su cara estaba en llamas, y el labio inferior estaba separado de los dientes. Rourke se emborrachó muy pronto, se pasó de la raya rápidamente, rompió vasos. Ella tomó su puesto detrás de la silla de su incontrolable exesposo, realizando una declaración muda de desesperación, militancia, lealtad. Bueno, para mí, ella era una propiedad muy valiosa. No los millones en su cuenta fiduciaria, sino su personalidad: una personalidad de alto precio.
El viejo Adletsky estaba sentado a mi mesa, y también él estaba registrándolo todo. Supongo que suceden pocas cosas de esta naturaleza en la presencia de un hombre tan rico. Para él, lo que ocurrió durante la cena debió de haber sido como un regreso a épocas pasadas, sus días de inmigrante. Ser un multimillonario es como vivir en un ambiente controlado, me imagino. Era un tipo pequeño, encogido por su avanzada vejez. Jamás había sido de gran tamaño. En el Nuevo Mundo, su generación, un crisol de razas de inmigrante s, de desnutridos pequeñajos, produjo hijos de un metro ochenta e hijas grandes y lujuriosas. Yo mismo era más grande y más pesado que mis padres, aunque internamente más frágil, quizá.
No esperaba que Adletsky tomara nota de mi presencia, y me sorprendí, pocos días después de la fiesta, al recibir una nota de la secretaria del anciano. Se me requería llamar a su oficina para hacer una cita. En la parte de abajo de la nota había dos palabras con la letra de Adletsky: «Por favor». Hace casi un siglo, él había aprendido a escribir en caracteres cirílicos o, más probablemente, hebreos, a juzgar por las volutas en la P mayúscula.
Como estaba completamente entrenada en el sistema Adletsky, la secretaria de citas fue incapaz de decirme por teléfono por qué se me pedía que fuera. Así que lo visité a él en su madriguera vidriada, su enorme oficina del penthouse, en el último piso. Fui a su residencia, en el centro de la ciudad, y me guiaron hacia un ascensor expreso, activado por una llave especial. Lo que sentí en ese rápido viaje fue lo que sentía ante los tubos neumáticos que en una época conectaban a los vendedores de las tiendas con los cajeros. Los formularios de ventas y los billetes de dólar eran absorbidos por el tubo, y —snic, snic— aquí tiene sus medias nuevas y aquí está su vuelto.
Uno ya no se enfrenta a un ejecutivo escritorio de por medio. Uno se sienta con él en un diván. Al lado de uno hay una mesita con una tacita de café, un plato con terrones de azúcar.
Percibí que mi rostro se espesaba, que me ponía a la defensiva, ante el escrutinio de Adletsky. El viejo no tenía necesidad de hacer preguntas personales. Mi vida y mi obra ya le habían sido informadas por miembros de su personal. Era evidente que yo había sobrevivido el examen preliminar. Estaba tan informado que no hablaríamos sobre mis orígenes, educación, logros, gracias a Dios. Dijo:
—En la cena de Frances Jellicoe, surgió el nombre de Jim Thorpe, y usted fue el único que pudo identificar la universidad a la que asistió ese maravilloso atleta…
—Carlisle —dije—. En Pennsylvania. Una institución indígena.
—Usted no tiene ningún interés especial en eso, simplemente lo sabía. ¿Posee grandes cantidades de información general en su cabeza? Perdone que le pregunte esto, señor Trellman, pero, ¿en qué año se estableció el Banco de la Reserva Federal?
—¿En 1913?… Puede llamarme «Harry».
Vi que estaba complacido, aunque, entre los deslumbrantes reflejos del penthouse, sentí que todas mis «preparaciones» se desintegraban. ¿Preparaciones? Bueno, el famoso libro de Stanislavsky lleva por título Un actor se prepara. Todos se preparan, y les atribuyen a otros el poder de juzgar, les adjudican la posesión de patrones que quizá no existan.
Me corrí hacia el lado del sofá que estaba en sombras.
Lo que Adletsky había obtenido de mí hasta ese momento era información azarosa del tipo que es útil en la resolución de crucigramas. Por supuesto que todo esto era preliminar. Se comportaba como un técnico que inspeccionaba el modelo de un dispositivo avanzado. ¿Qué habría dicho un doctor de una criatura tan vieja y arrugada como Adletsky? Y tan rico. Súper rico. Más rico que lo que la mayoría de la gente podría comprender. Que lo que yo podría comprender. Con tanto dinero, pensaba, uno pasaba de largo a la democracia. Uno señalaba lo agradecido que estaba por las oportunidades que los Estados Unidos, capitalista democrático, le había dado; mientras tanto, en los pensamientos más profundos, uno ha avanzado por su cuenta, uno se considera a sí mismo un faraón, el representante del Sol.
—Quería hablar sobre Frances Jellicoe.
—¿Perdón?
—Su fiesta. Siempre me gustó Frances. ¿Usted va seguido a su casa?
—No. Me compró algunas piezas chinas.
—Usted trabaja en eso.
—Antigüedades.
—Claro, por supuesto. Las importa de China en mal estado y las restaura en la ciudad de Guatemala con mano de obra barata.
—Usted me ha investigado —dije—. No porque importara; mi operación, mi tráfico, era bastante legal.
—No hay daño en ello —dijo Adletsky—. He visto que usted observaba, en lo de Frances.
—Fue un mal momento —contesté.
—Sí, el marido —el ex— es un perdido, un inútil obvio. La madre de Frances era lo que, en esa época, el diario Tribune llamaba «líder social». Los Potter Palmer, los McCormick, y otras irlandesas cuyos maridos eran presidentes de directorios y cuyas hijas hacían fiestas de «presentación en sociedad». Frances era una de ésas.
—Sí, me han presentado a algunas damas que la conocían de la universidad. Ella fue una criatura gentil y delgada, en una época…
Me miró con curiosidad cuando dije «criatura gentil», como si lo sorprendiese el hecho de que un hombre con mi aspecto se expresara de esa manera.
—Pero lo que usted quiere decir es que ahora está construida como un retrete de ladrillos —dijo Adletsky.
—Y aun así, su salud es muy mala; ella es frágil, su vida corre peligro. Tiene esa terrible inflamación de cortisona, que la hace verse como Babe Ruth.
—Por supuesto, ésa es la descripción correcta —dijo Adletsky.
—Usted no me necesita, señor Adletsky —dije—. Con ese servicio de inteligencia que le contó todo lo que se puede saber de la conexión guatemalteca de mi operación.
—Sí —dijo—. Pero usted no posee ese dispositivo de investigaciones. Usted tiene que pensar, tiene que tomar nota y atar cabos por su cuenta. Ahora ese Rourke, el exmarido, se ha hundido en público. Es un ejecutivo, y dejó embarazada a una estudiante de Groenlandia, una muchacha esquimal. Y ella lo demandó, ¿verdad? Es un tema de dominio público. Salió en los diarios.
—Frances y Rourke se divorciaron hace varios años. Pero él permaneció en el directorio de varias sociedades.
—Continúe —dijo Adletsky—. Ambos tenemos en alta estima a Frances. Y no vamos a lastimarla exponiendo los datos.
—Su padre era socio de Insull —proseguí—. Y su abuelo, fundador de Commonwealth Edison. Ella colocó a Rourke como socio gerente con goce de sueldo en media docena de otras empresas.
—Un vividor. Parte del peso que cargan muchas empresas.
—Se libraron de él cuando la chica esquimal dijo que iba a tener su bebé —dije—. El propósito de la fiesta era rehabilitar socialmente a Rourke.
—¿Por el bien de los niños?
—Hasta cierto punto —contesté—. También para que ella llevara a cabo su voluntad. Para que se saliera con la suya.
—A ella no le queda mucho en este mundo —dijo Adletsky—. Y se casó por amor.
—Existe ese poderoso sistema femenino que llamamos Frances, y su inversión básica es en este patán.
—No hay ninguna otra explicación para lo que sucedió la otra noche. Me haría el favor de relatar los sucesos como usted los vio.
—Muy bien —contesté, con más ganas de lo habitual de contar lo que pensaba. Tengo la regla de ser reacio a que mis pensamientos se registren. Jamás he operado de esa manera: con franqueza, directamente. Sin embargo, sentí que el viejo Adletsky me había abierto una puerta, por razones que no podía entender inmediatamente, y que sería poco sabio rehusarme a entrar. No dañino pero, en cierta manera, antisocial—. Ella invitó a dirigentes de los establecimientos de la empresa. Yo estaba sentado al lado del viejo Ike Cressy, del Continental Bank. Usted estaba allí con el mismo propósito.
—Jamás nos juntaríamos con gente de la calaña del marido de ella.
—Sólo usted tiene derecho a decir eso, pero fue invitado para aumentar la importancia de la ocasión.
—¿Y usted?
—Estaba representando a las artes. Ella posee cuadros mundialmente famosos. Había un tipo de Sears, Roebuck. También un juez federal y un cómo-se-llama de la Bolsa de Comercio. Y las esposas, por supuesto.
Y Rourke, bebiendo y haciendo papelones. Se comportaba grosero e irritado, agresivo. Se terminó un par de botellas de vino y largó un discurso en contra de los chicanos ilegales y los inmigrantes asiáticos. Dijo que en el país ya había demasiada gente inaceptable. Luego, con un movimiento horizontal de los brazos, volteó las copas de vino de su lado de la mesa, algunas de las cuales se quebraron. Tuve que recordar que el pequeño perro blanco de Frances estaba domesticado sólo a medias. En una visita anterior, lo había visto levantando la pata frente a sillones y sofás.
—Respecto de Cressy: inició una conversación sobre Shakespeare en su extremo de la mesa. Dijo que las escuelas secundarias se habían ido al demonio, y una de las razones era que los chicos ya no memorizaban poesía. Dio el ejemplo de un comerciante de Nueva York que fue secuestrado. Dos de los empleados de ese hombre cavaron un agujero, bueno, una tumba. Se apoderaron de él y lo metieron allí, bajo una lámina de hierro. Por supuesto que el tipo pensó que era el fin, que jamás volvería a ver la luz del día.
—Una verdadera maldad —dijo Adletsky—. ¿Usted cree que la gente que cometió un crimen así tiene alguna idea de lo que era, una tumba en vida?
—Puede que no sean capaces. Pero lo que Cressy dijo fue que la poesía que el anciano comerciante había aprendido en la escuela lo mantuvo VIVO.
A los banqueros les gusta citar a Hamlet:
Nunca pidas prestado y nunca prestes:
que si prestas, el préstamo y amigo quizá pierdas;
si vives de prestado, malgastarás tu hacienda.
No le comenté eso al viejo Adletsky. Los detalles laterales de ese tipo no le serían de utilidad. Lo que él quería era mi comentario sobre lo que sucedió cuando Frances tomó su cámara de la repisa.
—Usted estaba observando. Usted lo vio. Ella juntó a todos los invitados para tomarles una foto —dijo Adletsky.
—Cressy no iba a aceptar que le tomaran una foto. No con Rourke —contesté.
—Así que usted lo notó —dijo Adletsky.
Estaba complacido conmigo.
—¿Quién, además de usted y yo, vio que se estaba llevando a cabo una batalla, con Cressy que volvía la cabeza justo cuando ella apretaba el botón de la cámara? Y las tres veces sólo pudo fotografiarle la nuca.
—Era el único, el verdadero propósito de la cena. Ella se acercó a Cressy y lo tomó de la muñeca; lo forzó a mirarla a la cara.
—No hay demasiados observadores, ¿verdad? —dijo Adletsky—. Aunque todos sabían lo de Rourke y la muchacha que estudiaba para partera. Salió en el Sun-Times. Frances estaba furiosa por la cobertura. Ella desprecia a los tipos como Cressy. Pensé que lo iba a trompear. Tiene un tamaño casi suficiente para eso. Bueno, él no es gran cosa, ¿cierto? —prosiguió Adletsky—. Tiene un preservativo en el corazón. Los funcionarios bancarios no tienen nada de humano.
—Eso es todo —continué—. Su único motivo era rehabilitar al padre de sus hijos.
—No. Ella ama a ese torpe imbécil de Rourke. Cualquier hombre cabal estaría orgulloso de servirse de la lealtad de una buena hembra como Frances. Y tenía que ser Cressy, junto a Rourke, el que sonriera a la cámara. ¿Qué credenciales sociales tengo yo, un viejo judío; o incluso el tipo de Sears? Yo podría fabricar un hombre mejor que ése con un pedazo de madera… ¿Qué clase de nombre es Cressy?
—Podría venir de Crécy, un campo de batalla francés.
A Adletsky no le era de ninguna utilidad la información lateral.
—Ella no se salió con la suya, pobre muchacha —dijo.
Todo indicaba que Frances estaba cayendo en picada. La comida era inferior; los manteles no daban el nivel ni tampoco el «personal»; el perrito mojaba las faldas de los sofás. El color de ella, cuando Cressy la hizo enojar, era de un óxido sombrío.
—Yo lo observé a usted cuando miraba esa escena —dijo Adletsky—. Antes no tenía mucho tiempo para la vida social o para elementos de psicología. Pero ahora estoy fuera de los planes, de las adquisiciones, estoy fuera de los negocios. Salgo con mi mujer y recorro el circuito de ella. De todas maneras, me pareció que me gustaría relacionarme con alguien como usted, un observador de primera clase, obviamente.
No podía contestar nada a eso: ¿Debería decirle que lamentaba que su vida activa hubiera terminado, que él hubiera quedado disminuido como ser humano?
—Me gusta la forma en que usted relaciona sucesos —continuó Adletsky—. Durante mi vida de negocios, intenté imitar a Franklin D. Roosevelt en un aspecto. Pensé que era una buena idea tener un grupo de cerebros. Allá por el 33, él reunió a sus profesores. El país debería renovarse, o se hundiría…
Su inglés había avanzado junto con sus perspectivas como promotor en una escala planetaria. Él y sus hijos entrenados en administración de empresas y sus hijas salidas de la Facultad de Derecho de Yale habían ascendido constantemente de esfera en esfera, no había límites a sus capacidades de adaptación.
—¿Así que usted tiene un grupo de cerebros al estilo de Roosevelt?
—No. Hay personas a las que me benefició consultar, y me gustaría planear encuentros ocasionales con usted, para que me explique esto o aquello. Jamás hubiera creído que, de todos los presentes, sólo usted y yo entenderíamos el forcejeo que hubo entre Frances y Cressy.
Tenía razón. Pocas personas pueden comprender cosas así.
—Yo no soy tan bueno para los negocios —repliqué.
—Para los negocios no lo necesito. Ni se le ocurra intentar aconsejarme. Sólo le haré preguntas cada tanto. En mis años activos socialicé muy poco. Debo hacerlo ahora. Y tiene que haber alguna manera de hacerlo más placentero.
Con mi reserva habitual, le manifesté que me agradaría mucho ser parte de su grupo de cerebros.
—Usted también puede satisfacer su curiosidad sobre mí, hasta cierto punto —dijo—. Por supuesto, debe ser discreto. Pero yo creo que usted ya se está guardando miles de cosas. Tiene ese aspecto. ¿Alguna vez le dijeron que tiene una cara muy japonesa?
—Siempre pensé que era china.
—Japonesa —insistió.
Cuando volví a casa, me desvestí y me examiné en el espejo largo del baño. El viejo tenía razón, saben. Tengo piernas japonesas, que parecen salidas de una de las escenas de baño de Hokusai. Los muslos son musculosos, y las canillas son cóncavas. Me vería aún más japonés si me cortara el cabello y usara flequillo. Comencé a revisar mi imagen en ese sentido.
Desde entonces, durante varios años me encontré con Sigmund Adletsky y otros miembros de la familia a quienes él me recomendaba y que querían mi consejo, por lo general en temas de buen gusto.
Una cosa aprendí en mis contactos con el anciano: una riqueza tan profunda no puede tener ningún equivalente humano adecuado. Hoy en día está muy viejo y pequeño, lo suficientemente liviano como para salir volando rumbo a la eternidad. Sin embargo, sus hijos y nietos siguen consultándolo. Sus juicios en cuestiones de negocios, al viejo estilo, son tan eficaces como siempre. El fundador no está familiarizado con la economía del mundo nuevo. Una vez me dijo, refiriéndose a sus descendientes:
—Ahora yo pertenezco a sus grupos de cerebros.
Proveniente de una dirección completamente diferente de la de Frances Jellicoe o Sigmund Adletsky hay una persona, una mujer, cuyo nombre es Amy Wustrin. Salí con ella brevemente en la secundaria. Amy podría o podría no saber la extensión de los sentimientos que se desarrollaron como resultado de haber estado tomándonos las manos, acariciándonos, mimándonos: el efecto que esa impetuosa intimidad había causado en mí. Por supuesto que es imposible adivinar lo que sabemos el uno del otro.
Cuando ella tenía doce años más o menos, yo la miraba andar en sus patines, rodando hacia la pubertad. Y en la secundaria, a los quince, en el baile de disfraces anual, cuando ella se puso tacos altos y pantalones ajustados, vi sus muslos plenamente femeninos, el brillo y la suavidad de la madurez sexual en las mejillas y en la mirada marrón: ella transmitía mensajes de los que tal vez ni siquiera era consciente.
«Objeto amoroso» podría ser el término más comúnmente conveniente para indicar lo que Amy pasó a ser para mí. ¿Pero eso dónde lo deja a uno? Supongamos que, si en vez de «objeto amoroso» dijéramos «puerta»: ¿qué clase de puerta? ¿Tiene picaporte; es vieja o nueva, lisa o gastada; lleva a alguna parte? Hay medio siglo de sentimientos invertidos en ella, de fantasías, especulaciones, y absorciones, de conversaciones imaginarias. Después de cuarenta años de imaginación concentrada, me siento capaz de formar una imagen de ella en cualquier momento de cualquier día determinado. Cuando abre su cartera en busca de las llaves de su casa, percibo la fragancia de goma de mascar de menta que surge. Cuando está en la ducha, puedo contarles cómo eleva su perfil en dirección a la caída de agua. Ahora es una mujer mayor. Han pasado treinta años desde que vi su cuerpo desnudo, sujeto a los cambios habituales, como mi propio cuerpo, más japonés de lo que habría creído si no me lo hubiera señalado Adletsky.
Pero una vez, hace aproximadamente una década, me crucé con Amy y no pude reconocerla como a la mujer con la que estaba, virtualmente, en contacto mental todos los días. Me la crucé en el límite del Loop, bajo los trenes elevados de la avenida Wabash. Cuando yo estaba pasando de largo ella me detuvo, se puso frente a mí y dijo:
—¿No sabes quién soy?
Aunque puedo soportar las vergüenzas sociales comunes, sentí que ésa era una falla muy grave.
Para ella fue un golpe terrible. Dijo: «¡Hijo de puta!». Con lo que quería decir que si yo no la reconocía, ella ya no era la misma. También ella, que se seguía presentando o, como decimos, «vendiéndose» tal-cual-era-antes, quedaba atrapada en una falsedad.
—¡Quién soy! —dijo.
Sacudí la cabeza. Yo debería saber quién era. Pero no… No podía identificar a esa mujer enfadada.
—¡Amy! —dijo con voz furiosa.
Entonces la vi. Ella era así. Ella estaba en el mundo real. Yo no.
—Oye, tranquilízate, Amy —dije—. Durante todo el tiempo que pasó desde que nos conocimos, jamás me crucé contigo en el centro. Y debajo de las vías de los trenes, cuando el clima está tormentoso, todo se pone gris.
Porque ella tenía la cara tan gris como una mucama para todo servicio, como una madre sobrecargada de trabajo. Había salido a hacer un mandado rápido, a devolver un par de zapatos sobre el cual su hija había cambiado de idea. La atmósfera ensopada, pegajosa, gruesa y seca de la oscura calle Lake hacía que todo se viera mal Sí, ella era inidentificable debajo de las vigas negras. Además, las dificultades con su marido, Jay, se habían agudizado en ese momento, y ella temía no estar presentable. Su aspecto era más maduro. O apagado. Estoy buscando una manera de decirlo con tacto. Nadie comenta los cambios en mi apariencia. Los ojos gordos y los labios chinos son los mismos. Desde el principio, no se podía obtener nada de mí.
Pero ella sabía la importancia que había tenido en mi vida y que yo estaba en continuo contacto mental con ella. La mantenía preservada como cuando tenía quince años. Así que no haber sido identificada cuando estábamos frente a frente debía querer decir que estaba hecha una ruina. Yo también estaba asombrado.
Me dije a mí mismo: «Edgewater 5340». En los días previos a los prefijos numéricos, ése había sido su número de teléfono. Creo que fue la única chica a la que llamé. Yo no era un gran galanteador. Cuando toqué el timbre en la puerta de su casa, su madre pareció sorprendida. Yo debía haber sido el mensajero de la tintorería, que venía a buscar las blusas.
Pero Amy había tomado su abrigo de piel de mapache del perchero del vestíbulo y se había colocado un sombrero redondo que hacía juego. Tenía su propio estilo en sombreros; los usaba hacia atrás, descubriendo la frente. Algunas frentes no pueden tolerar la presión de la banda de un sombrero.
La casa no era del tipo habitual, de ladrillo a la vista. Era de piedra caliza de Indiana. El umbral era una gruesa tajada de ese material. Cuando Amy apareció en el umbral de piedra gris, inhalé su aroma personal. En parte, era polvo Coty. Me pregunto si Coty sigue usando la fragancia que utilizaba en los años 50. Cuando nos abrazamos y besamos en el parque, el olor de la piel húmeda de su abrigo era mucho más fuerte que el polvo.
La aplicación imperfecta del lápiz labial era otro de sus puntos de identidad. Ése era todo su poder, la belleza de esta mortalidad de carne y hueso. Así de mortal era la silueta de su trasero cuando caminaba, una mujer madura balanceando una cartera escolar. No caminaba como una estudiante. También estaba la ineficaz operación de sus zapatillas. Se salían a cada momento. Esta síncopa era la idiosincrasia más delatora de todas. Agrupaba todos los otros rasgos. En ese momento, uno era consciente de la desgarbada sensualidad de sus movimientos y su postura. Los años que habían pasado, con sus crisis y sus guerras y sus campañas presidenciales, no habían tenido el poder suficiente como para cambiar su aspecto, el tamaño de sus ojos, o la brevedad de sus dientes. He ahí el poder de Eros.
Es una mañana de marzo, entonces, en la línea divisoria entre frío y fresco. Ha irrumpido una tormenta de nieve, de una manera que en Chicago es peculiar. La nieve gira sin cesar, pesadamente, y Amy está en la ducha azulejada, enjabonándose. Las mejillas dobles de la parte de atrás siguen estando bien moldeadas, y ella se lava con las manos experimentadas de la madre que ha bañado a niños pequeños. Toda una vida de cuidado de sí misma se manifiesta en la manera en que se enjabona los pechos. Hace treinta años, tuve el privilegio y el éxtasis de levantarlos para besar su parte inferior, y también los muslos separados.
Amy no tiene la apariencia de una mujer que dispara esa clase de fantasías. Hay una reserva en ella que desalienta un enfoque erótico directo. Se la ve muy estable. Siempre ha sido así. En la escuela, tenía un aspecto promedio. Salvo el Día de los Disfraces, con pantalones ajustados y lápiz de labio como una corista. Los jóvenes como Jay, especialistas en la lectura de señales sexuales, supusieron que ella era excitable. «Hay potencial, hay acción en esa chica», dijo. Yo estaba «saliendo» con ella, en primer año, hasta que Jay me la quitó. Se casaron mucho más tarde; después de la crisis de los misiles cubanos. Era el segundo matrimonio para ambos.
Yo daba una imagen extraña. No desagradable, pero tampoco era del gusto de todos. Jay se adecuaba a todos los gustos; era un hombre atractivo con un deliberado énfasis erótico en su aspecto.
Pero debo permanecer con ella. En este momento, ella está cerrando la ducha, preguntándose si la nieve será muy gruesa. Esta tarde tiene que hacer una diligencia en el cementerio, y la tormenta de nieve hará que la autopista sea peligrosa. Y si, como es habitual, las calles laterales están ahogadas de nieve, jamás logrará salir de los interminables vecindarios: el cinturón de bungalows. Tiene que ir justo más allá de los límites de la ciudad, a —¡Dios nos ayude!— el sitio de los entierros.
Sin embargo, hay que enfrentado. Jay Wustrin, quien había muerto el año anterior, estaba enterrado en la parcela de la familia de Amy. Detrás de todo esto había una delirante confusión, justo la clase de broma excéntrica que atraía al finado Jay. Él era abogado de profesión, pero también un comediante. En este asunto, había ganado el comediante, de manera que ahora yacía junto a la madre de Amy, a quien le había desagradado —no, lo odiaba— el marido de su hija. Por toda clase de razones, a él había que cambiado de lugar. Hubo obstáculos para esta mudanza, problemas burocráticos en la municipalidad, el Departamento de Salud. Pero, por fin, los complicados trámites legales habían terminado. Se había resuelto que esta tarde se mudaría a Jay Wustrin a otro sector del Cementerio Waldheim. Después de interminables trámites, estábamos todos listos. Ella no me había pedido que la ayudara. Digo «estábamos» porque yo me sentía, de alguna manera, implicado, presente o no presente, en una pista mental paralela. Amy evitaba los sentimientos fuertes y las perplejidades. Mientras salía de la ducha, frunciendo el ceño ligeramente, analizó los problemas de la exhumación y el reentierro. Cuando se envolvió en una toalla, rezó por una tormenta de primavera que cerrara el cementerio. El día ya estaba más lleno de lo que a ella le gustaba.
A Jay le habría divertido causar tantos problemas. Uno podía confiar en que Amy hiciera algo respetable. Su gente era respetable, judíos que hablaban alemán provenientes de Odessa, educados en un gymnasium. Le habían enseñado a Amy que se viera virtuosa, y supongo que es cierto que ella tenía la apariencia de una matrona de clase media. Jay, en contraste, prefería pensarse y verse a sí mismo como un mujeriego. Perseguía mujeres, le iba muy bien en eso, y, además, era apuesto, si uno se inclinaba por la belleza convencional, un poco más robusto a medida que iba envejeciendo. Él y yo nos habíamos conocido en el primer año de la Senn High School cuando yo era un huérfano, o un no huérfano. En ese entonces, éramos buenos amigos. Su padre había tenido una lavandería. Su madre desconfiaba de mí, por razones que jamás me tomé la molestia de considerar. Jay y yo leíamos poesía juntos, T. S. Eliot, que él pronunciaba Elyat, y Ezra Pound, que pronunciaba Pand. En su adolescencia, también admiraba a Marie Stopes. A través de él me familiaricé con Married Love. Durante un breve lapso fue vegetariano y también un «socialista de correo», con el argumento de que todas las empresas deberían ser estatales, como el correo. Más tarde, muy brevemente, fue anarquista. A lo largo de todas estas etapas fue un homme à femmes. Las mujeres eran su principal interés. Amy Wustrin fue su segunda esposa. Supongo que, en ocasiones, él recordaba que yo la había amado en Senn, pero el pasado distante no le importaba gran cosa. Debió de haberlo olvidado por completo, porque cuando estaba saliendo con Amy, me invitó a unirme a ellos en la casa Palmer para tomar una ducha juntos.
Le pregunté:
—¿Ella está de acuerdo con esto, o tienes preparada una sorpresa?
—No estoy ocultando ninguna sorpresa. Se lo pregunté —contestó—. Ella se encogió de hombros. «¿Por qué no?».
Entonces acepté, y estuvimos veinte minutos bajo la ducha, nosotros tres. Él tenía que presentarse a una audiencia en los tribunales a primera hora de la tarde, y nos dejó a los dos solos. Fue entonces cuando la besé debajo de los senos y en la parte interior de los muslos. Después, me resultó terriblemente incómodo pensar en nuestra conducta en la ducha; una incomodidad radical que año tras año se volvió más aguda.
¿Por qué Jay preparó eso? ¿Por qué ella aceptó? ¿Por qué participé? Recuerdo que, cuando nos quedamos solos, ella abrió la boca en mi dirección, anhelante. Pero no dijo palabra. Yo tampoco.
—Supongo que Jay leyó algo acerca de tríos en algún libro. Quizá de Havelock Ellis —le dije una vez.
En los años que precedieron a su matrimonio, yo fui invitado a cenar varias veces. Un amigo de la familia.
Después de la cena, él, por lo general, ponía discos clásicos en el fonógrafo. Y se elevaba por sobre el concierto, hacía que uno lo escuchara a través de su cara extremadamente significativa. En especial las cejas. Si era Don Juan, cantaba tanto el rol de Leporello como el de Don. No tenía oído para nada, y, aun así, se conmovía más que nadie. Un tipo extraño, Jay, por cierto.
Luego, cinco años antes de morir, Jay se divorció de Amy. La demanda que presentó contra ella fue extremadamente desagradable.
—Un caso clarísimo de adulterio, y te masacró —dijo el abogado de ella—. No tiene que darte ni un centavo.
En esos tiempos, Amy no tenía nada de dinero propio. Completamente en bancarrota. Más que nunca, se veía como una matrona de clase media con un traje sastre. Refiriéndose a esa época, confesó:
—Tuve que vivir en el cuarto de la mucama de mi tía Dora. Gracias a Dios, sus dos hijas estaban en la escuela. Dora no estaba muy feliz de tenerme allí. No me podía dar dinero. Cuando yo ponía la llave en la cerradura de la puerta de entrada, la oía meterse corriendo en su habitación. Yo rebuscaba en el forro de las carteras viejas, por si había quedado algo de cambio, y revisaba debajo del tapizado del sofá en busca de monedas. Le debo a Jay saber lo que significa estar en la quiebra. Tuve que aprender a luchar por la vida; necesité un golpe de mala suerte para transformarme en una batalladora.
La cita de esta mañana de Amy era con el viejo Adletsky. Ella se había transformado en una decoradora de interiores.
Adletsky, nunca sin su teléfono celular, llamó a Amy para decirle que la recogería a las diez de la mañana. A esa hora en punto, cuando él tocó el timbre, ella bajó. La marquesina que estaba en la puerta de su edificio, en Sheridan Road, estaba calentada por fierros incandescentes. Había caído una gran cantidad de nieve sobre Chicago. Los copos eran muy grandes. La limosina de Adletsky se movía muy lentamente a través de la nieve, junto al cordón de la vereda. El portero se acercó a abrir la puerta y ayudarla a Amy a subir. Ella se sentó frente a los dos ancianos.
A la anciana señora Adletsky le gustaba Amy. La matriarca, también, tenía más de noventa años, era pequeña y ligera, algo así como una crisálida envuelta en satén. Sin embargo, no estaba para nada dormida. Tenía una mente crujiente. Y, por supuesto, sabía —estaba destinada a saber— la historia de Amy. Para Amy, los valores de la vieja señora provenían de principios de siglo. La señora Adletsky juzgaba la conducta de una mujer de acuerdo con los criterios de la época de Franz Josef, criterios que, en mayor o menor medida, los nonagenarios seguían observando. Amy consideraba con razón que la idea de la señora Siggy sobre cómo tenía que ser una dama era la tradicional. Pero hasta estos ancianos multimillonarios debían adecuarse a las-cosas-como-eran.
Yo no tengo dinero, así que no tiene ninguna importancia lo sucia que sea mi vida privada, pensó Amy.
Se trataba a sí misma con dureza. Su política era acondicionarse, entrenarse a sí misma para no ceder terreno ante lo peor que podría decirse de ella. Había llegado a caerle bien a la anciana señora Adletsky. Se la recomendó a sus amigas. Decía: «Pueden confiar en el buen gusto de esta mujer, y no les va a robar».
En la cálida limosina, Adletsky estaba mirando noticiarios y reportes meteorológicos en tres televisores. Madam Siggy, como la llamaban algunos miembros del personal de Adletsky, le dio la bienvenida a Amy con esa actitud que Amy llamaba «su dulzura del otro mundo». Sus piernas de pájaro, oblicuas, quedaban quietas, juntas, o a un costado, hasta que se les ordenaba moverse. Tenía una corta chaqueta de piel echada hacia atrás. Bebía a sorbos su café como si no existiera tal cosa como el tráfico de la mañana en la autopista.
—Buenos días, señora Adletsky. Buenos días, Sigmund.
—Quizás hoy, por fin, podamos cerrar las negociaciones con Heisinger.
Los Adletsky iban a comprar el grandioso departamento de dos pisos de Heisinger, ubicado en East Lake Shore Drive, a la orilla del lago. Ya llevaban dos semanas enteras de regateo. Heisinger y su mujer insistían en que los Adletsky compraran los muebles. El papel de Amy consistía en cotizar el valor de las sillas, los sofás, las alfombras, las camas, los vestidores, incluso los cortinados.
—Por supuesto que sus cosas no nos sirven para nada —dijo Madam Siggy—. Las enviaremos a la beneficencia del Michael Reese Hospital, y así conseguiremos una deducción impositiva por donaciones de caridad.
Era obvio que el viejo Bodo Heisinger, no tan viejo como Adletsky —Amy estimaba que andaría por los sesenta y cinco—, se sentía desafiado a no dar el brazo a torcer en cuestiones de dinero con Siggy Adletsky. Heisinger, un exitoso fabricante de juguetes, les había hecho las cosas muy difíciles a los compradores.
—Desearía que mi esposa no se hubiera encariñado con esta pocilga —dijo el viejo Adletsky—. ¿Qué somos, una nueva pareja que recién inicia su vida? Pero Florence está emperrada en conseguirlo; redecorarlo y todo eso. Tiene una vista maravillosa del lago, es cierto. Pero como regateador, este Bodo Heisinger se toma a sí mismo demasiado en serio. Demasiado…
—Le tiene que probar a su esposa…
—Oh, su esposa. Claro que sí. Pero jamás lo hará. Está muerto de miedo de ella.
—Ella fue cliente de Jay, hace años —dijo Amy.
—No me sorprende —replicó Adletsky. Muy pocas veces lograba sorprenderse genuinamente por algo. Jamás había conocido a Jay Wustrin. Pero, cuando hizo una investigación sobre Amy, algo que un hombre de su clase está destinado a hacer, había averiguado todo lo que necesitaba saber sobre quien una vez había sido su marido. Jay no era un abogado distinguido, no tenía cintura política, lo que, en esta ciudad, es un defecto serio. Hacía complicados pases financieros que resultaban ser tontos. Sus archivos tenían más documentos que los necesarios. Para él, mantener registros perfectos era como un juego, pero no había tanto para registrar. Los clientes que mantenían su negocio eran ancianos vecinos del lado norte, amigos de su padre. Él les manejaba los testamentos, y cuando vendían sus casas los asistía con los contratos. Yo mismo recurrí a sus servicios cuando regresé de Birmania y Guatemala. Si uno tenía objetivos claros y podía controlar la tendencia de Jay de desarrollar, duplicar y triplicar, él podía manejar los papeles de uno tan bien como cualquier otro abogado.
—¿Cuál era el caso? —preguntó Adletsky.
—Un exesposo de ella —dijo Amy.
—¿Un asunto de propiedades?
—Es posible. Por cierto que usted recuerda —cambió de tema ella— que tengo una diligencia especial en el cementerio esta tarde. A menos que pueda ser cancelada debido a la tormenta de nieve.
—No cuente con ello. No es una verdadera tormenta. Es nieve mojada que no se acumula. Según las últimas noticias de la televisión, este fenómeno meteorológico está rumbo a Michigan e Indiana.
—Esta tarde va a haber cielo azul y sol —agregó Madam Siggy—. Póngase botas; las necesitará allí.
—No tengo nada de ganas de ir.
—Usted me contó de qué se trataba esto, y Quigley le consiguió el permiso para exhumar el cuerpo. —Quigley era uno de los abogados de Adletsky—. Pero todavía no está claro por qué hay que moverlo.
A Amy se le ocurrió que Adletsky quería que Madam Siggy oyera los detalles. ¿Y por qué no? La anciana mujer —de una ancianidad antinatural— agachó la cara para escuchar, registrándolo todo.
—¿Tiene que desenterrar el ataúd de su marido?
—Mis padres compraron tumbas en Waldheim hace muchos años, y, después de que murió mi madre, mi padre, repentinamente, declaró que ya no le encontraba utilidad al espacio, su espacio. Comenzó a decir: «¿Para qué necesito el terreno? Voy a venderlo».
—¿Qué edad tenía su padre?
—Ahora tiene ochenta y uno.
—¿Y estaba en sus cabales?
—No puedo asegurar que lo estuviera… Ni que lo esté ahora.
—¿Gagá? Pero no Alzheimer… ¿O sí?
—No tenía que ser necesariamente Alzheimer. Se le metió la idea fija de vender la tumba, hablaba de eso todos los días y, por alguna razón, insistió en que la comprara Jay. Mi finado esposo, señora Adletsky.
—Lo supuse.
—Jay disfrutaba de ese tipo de bromas. Solía provocar a mi padre, diciéndole: «¿No quiere estar enterrado junto a su esposa, los dos juntos para toda la eternidad?». Y mi padre contestaba: «No, prefiero el dinero. Es estúpido. Para mí, no tiene sentido mantenerla. ¡Para qué la necesito! Cómpramela». Jay dijo: «¿No le va a dar celos que yo esté al lado de ella?». Y él le decía: «No está en mí ponerme celoso. No tengo una naturaleza celosa».
—¿Y su anciano padre aún vive?
—Oh, sí. En un asilo.
—¿Pero se salió con la suya?
—Sí. A Jay le parecía una historia maravillosa. Yo no quise participar en eso. Jay decía: «Lo haré sólo para que el viejo deje de molestarme». Yo me opuse, pero no se me prestó atención y, finalmente, J ay le hizo un cheque a mi padre y se realizó la transferencia legal del título. Jay no tenía idea de que mi padre lo sobreviviría. Unos pocos años más tarde nos separamos, y luego nos divorciamos…
—Y su marido cayó cuesta abajo… —dijo Adletsky.
—Abandonó la práctica legal, su salud empeoró. Recurrió al pequeño patrimonio heredado de su madre, que no era gran cosa. Cuando estaba en el hospital pidió por mí, y yo acudí. Estuve un tiempo con él… ¿Qué problema tenía? —dijo, respondiendo a la pregunta en el agudo rostro elevado de Madam Siggy—. Una insuficiencia cardíaca. Sus pulmones estaban llenos.
—Entonces, cuando él murió… —Adletsky le dejó a Amy concluir la frase.
La lustrosa e imponente limosina, que parecía un piano de cola, había salido de la autopista. A través de las ventanas coloreadas, no se podía ver nada identificable.
—Los hijos de Jay encontraron el título de la tumba en su caja de seguridad, y entonces lo enterraron junto a mi madre.
—Pero usted va a precisar ese espacio…
—En poco tiempo, creo.
—No puede dejarse así hasta después del hecho —dijo la señora Adletsky.
—¿Los hijos de Wustrin se oponen a que se lo mueva?
—No si no les cuesta dinero —contestó Amy—. Aceptaron la mudanza bajo esa condición.
—Cuando usted visita a su padre, ¿él la reconoce?
—Con frecuencia, no. Sus imágenes mentales mutan constantemente.
Garabatos geométricos de luz, como en una pantalla de televisión.
Madam Siggy no deseaba avanzar en el tema del padre. Estaba a punto de comprar un departamento nuevo y amoblarlo y redecorarlo. Como si fuera una novia.
—Qué sentido del humor que tenía su difunto marido —dijo.
Era cierto que a Jay le gustaba ser visto en público, actuando, entreteniendo, innovando. Era un hombre corpulento, que, al bailar, empujaba a su pareja hacia atrás, pero sus pies eran muy ágiles. Lo suficientemente prolijo como para que lo llamaran hábil. En la escuela, hacía del doctor Jekyll transformándose en el señor Hyde, iluminándose la cara con una linterna. Igual que en las películas. ¿Era John Barrymore, o su hermano, Lionel? O Lon Chaney, el gran contorsionista que hizo el papel de Quasimodo en El jorobado de Notre Dame.
—¿Va a trasladar un ataúd a otra tumba usted sola? —dijo Madam Siggy—. ¿No hay nadie que pueda acompañarla; un amigo, o una de sus hijas?
—Una de ellas está casada, en Nueva York. La más joven estudia en Seattle, en la universidad.
Adletsky estaba de acuerdo con su esposa.
—Debería tener a alguien que la ayude.
La marquesina del edificio de los Heisinger estaba protegida del intenso viento por paredes de bastidores. Entraron en el ascensor real. El cielo raso dorado recordaba a una capilla bizantina, las paredes eran de cuero repujado. Los Adletsky se sentaron juntos en un asiento acolchonado. Un callado ascensorista los llevó al piso dieciséis, y las puertas de bronce, adornadas con filas de figuras en forma de diamante, se abrieron sin ruido. Allí, serio y compuesto, Bodo Heisinger los esperaba de pie. Estaba vestido con un traje de negocios. Cuando se movió, fue sorprendente notar que calzaba pantuflas para alfombras. Estrechó las manos de los ancianos y le hizo un saludo con la cabeza a Amy. Existen los trillonarios, y luego existen los complementarios, observó Amy en silencio.
—La señora Wustrin vino para tomar notas con el fin de una tasación —dijo Adletsky.
Hablaba con un dejo de acento, pero su inglés de negocios era muy bueno.
—Si es que a usted le parece que necesita una tasación propia —dijo Heisinger. Los había llevado a una habitación con vista al lago; cientos de kilómetros de agua que se abrían bajo una nube de nieve gris. Había; una mesa de juego redonda: irlandesa, del siglo XVIII; Amy lo había comprobado, de cuero verde y bordes dorados. Era una de las pocas piezas genuinamente valiosas. Por razones tácticas, Heisinger había elegido intentar cerrar trato en esa habitación. El resto del inventario, que Amy ya había revisado con la ayuda de los expertos de la tienda Merchandise Mart, valía muy poco.
—Mi esposa llegará de un momento a otro —comentó Bodo Heisinger. Él conversaba, haciendo tiempo.
El anciano Adletsky lo escuchaba sin inmutarse. Cuando Bodo anunció que iba a venir su esposa, fueron las mujeres quienes se interesaron; en especial Amy. Madam Siggy ya había conocido a la problemática señora de Heisinger. Porque sí era problemática. Más que eso: Madge Heisinger era una mujer notoria. Su marido se había divorciado de ella y luego volvieron a casarse. Jay Wustrin, quien había trabajado para la señora de Heisinger tiempo antes, en un asunto legal no relacionado con esto, le contó a Amy que ella le había causado una verdadera impresión. Volvió de la oficina sonriendo y dijo, describiéndola o intentando describirla: «No le da vueltas al asunto, es una verdadera nihilista. Ella misma lo dice».
Madam Siggy le había contado a Amy que la señora de Heisinger usaba trajes Escada y vestidos Nina Ricci.
—Actúa de manera muy provocativa —agregó la anciana señora.
Bueno, si la señora de Heisinger fuera provocativa, habría provocado a Jay. A quien eso le habría resultado perfectamente conveniente. Podría ser que el monto de su cuenta fuera inferior que la de otro cliente menos interesante. (En esa época, ella no estaba casada con Bodo Heisinger, y el dinero debía haber sido tema de no poca importancia). Con frecuencia, los clientes de Jay eran mujeres problemáticas; nihilistas, si se prefiere, su término favorito. La excitación que esas mujeres llevaban a su oficina era mucho más significativa para él que los honorarios. Si ser sexual era como estar ebrio, Jay era algo así como un conductor borracho.
En ese momento dejé de ser interesante para él, pensaba Amy, subiendo la falda de su traje azul tejido hacia las rodillas. Ya al principio del matrimonio había notado eso. Esta mañana, Amy se había puesto gran cantidad de maquillaje, especialmente alrededor de los ojos, donde era más necesario. Su cara redonda tenía una expresión calma, aunque su maquinaria deductiva interior corría a máxima velocidad. A veces, la edad les trae desaliño a las mujeres de figura llena. Pero estaba claro que ella seguía el control de su aspecto, sus rasgos y sus facultades estaban a pleno, a la vista de todos. Era una hermosura, su piel seguía lisa y suave; incluso respiraba como una hermosura.
Si hubiera sido mi esposa —no la señora de Jay Wustrin sino la señora de Harry Trellman—, su cuerpo, a los cincuenta, podría haberse visto… no, habría sido diferente. Yo podría haberle ofrecido circunstancias más mentales, más imaginativas.
En ese momento, sentados en el cálido penthouse, mientras la nieve que quedaba se dispersaba a medida que el sistema climático cruzaba el lago, y las fuertes corrientes de viento provenientes del oeste despejaban los dos vastos azules del aire y el agua, Amy y los Adletsky esperaban que apareciera la señora de Heisinger. Lo que Bodo Heisinger estaba diciendo era que Madge estaba preocupada por la tasación de los muebles. Así no podría ser. Ella había comprado los sofás, las sillas, las bibliotecas, las alfombras, los colgantes, los espejos, los cuadros, en las mejores tiendas, en especial en Merchandise Mart, y sin la asistencia de decoradores. Había guardado todas las facturas.
El señor Adletsky, en un tono muy moderado, preguntó:
—¿Hace diez años, o quizá quince?
Por cierto, le contestó Bodo Heisinger, pero el valor de las antigüedades, como esta hermosa mesa de juegos irlandesa, se había duplicado.
—Ya tenemos su tasación. La señora Wustrin está preparando la de ella.
En la guía de las grandes fortunas publicada en Austin, Texas, Adletsky figuraba bien arriba de Malcolm Forbes y Turner, el de la CNN, mientras que Bodo Heisinger ni siquiera aparecía. En otros tiempos, él había fabricado pistolas de agua, cerbatanas, monas a cuerda que se peinaban mientras hacían tintinear un espejito; hoy en día, por supuesto, los niños preferían espantosos alienígenas del espacio exterior, monstruosamente musculosos y distorsionados. Él había previsto eso, y a su empresa le iba extremadamente bien. Adletsky era tolerante al permitir que Bodo jugara al gran capitalista. Las sumas mencionadas eran, para Adletsky, tan triviales como las monedas que se caen del bolsillo de los pantalones y se pierden entre los almohadones o por los tapizados de los sofás.
Podría ser que Madam Siggy temiera que Heisinger llevara las cosas demasiado lejos. Se había ilusionado con el departamento, y no había ninguna razón por la que no pudiera obtenerlo, siendo una mujer tan rica. Pero Bodo estaba comenzando a aburrir a Adletsky. A eso le seguiría la irritación. Él era perfectamente capaz de ponerse de pie y solicitar fríamente su sombrero y su abrigo.
Bueno, quizá cuando era más joven, en los días en que comenzaba a amasar su fortuna, Adletsky había sido un amargado prepotente, enojado, impaciente, intolerante. Yo tenía la impresión de que ahora estaba mucho más calmado. Había razones para la «postura negociadora» de Heisinger, y Adletsky era consciente de ello. Hasta un remoto titán de los negocios, por el solo hecho de vivir aquí, tenía que haberse enterado. Los diarios habían informado todo, y también estaba en el aire. Madge Heisinger era la esposa criminal, condenada por haber intentado mandar a matar al veterano fabricante de juguetes.
Algunas semanas antes de todo esto, Adletsky había comentado conmigo la historia del caso. Yo ya no era su cerebro consejero ni figuraba en su lista de pagos. Para ese entonces, ya tenía un negocio muy provechoso. Había dejado de aceptar sus honorarios. Pero estaba bastante metido en las cuestiones que habían empezado a interesarle, cuestiones humanas. Y para él estaba claro que la mujer a la que se refería como «su muy buena amiga, la señora Wustrin» o «su protegida» tenía un lugar muy especial en mis sentimientos. Quizá le parecía curioso que un hombre como yo tuviera ese tipo de sentimientos por alguien. Una o dos veces me dijo:
—No lo considero a usted un peso pesado de los sentimientos. Pero eso sólo significa que se me escapó algo cuando lo examiné. Los dos somos judíos excéntricos, Harry. Pero yo amasé una fortuna considerable, y sucede que eso es una cosa muy judía.
Expresé mi acuerdo encogiéndome de hombros significativamente, y él no profundizó ese pensamiento.
—Pero con respecto a los Heisinger… Yo estaba fuera de la ciudad durante el juicio —dijo Adletsky.
—Hace cinco o seis años, ella contrató a alguien para matar a su marido, el asesino era una persona a quien ella conocía de mucho tiempo atrás; un hombre con el que ella había salido —le expliqué.
—¿Llegó a herirlo?
—Creo que no. Bodo le quitó la pistola de un golpe. El tipo salió corriendo. Había huellas en el arma. La policía identificó a esa persona, y él delató a Madge Heisinger.
—¿Entonces la condenaron?
—A los dos, y estuvieron presos tres años…
—¿Les dieron libertad condicional?
—Sí. Heisinger retiró la denuncia. Quería que Madge volviera con él…
—Debe de ser uno de esos hombres que se vuelven locos por las mujeres problemáticas —comentó Adletsky.
—Se casó con ella por segunda vez. Una de las condiciones que ella puso fue que el asesino también saliera en libertad. Ella no podía ser feliz mientras él estuviese preso. Prometió no volver a relacionarse con él.
—Así que se volvieron a casar y empezaron todo de nuevo, como si fuera la primera vez.
—A Heisinger le debe de parecer audaz, como una innovación —dije—. Como una peculiaridad distinguida de una relación. Un hombre que no está atado por las opiniones comunes.
—¿Sobre qué?
—Oh, sobre la credulidad, la edad, o la potencia. Él le vuelve a abrir los brazos a la mujer que lo mandó matar. Aparece en público y declara que no tiene miedo de casarse con ella nuevamente, y deja de lado la vieja moralidad y las viejas ideas y las viejas reglas.
Amy pensaba que, de alguna manera, Bodo se parecía a Jay, su ex, su difunto marido. Los dos sentían que el nihilismo era sensual y parecían creer que el único erotismo verdadero es el que desafía los tabúes. Ni Jay ni el viejo Heisinger eran brillantemente inteligentes. Con frecuencia, los hombres muy sensuales eran estúpidos, y compartían la estupidez como una fuerza importante cuando se la presenta en el idioma de la independencia o la emancipación. El atractivo de hombres así apunta directamente a esos estratos en los sentimientos de las mujeres que yacen debajo de la astucia. El fuerte de Heisinger estaba en su grosera masculinidad. Era directo y resuelto, mayor de edad pero aún en carrera, no temía dar examen. Demostraba, o intentaba demostrar, que no estaba preocupado por el novio de la cárcel. El novio había sido castigado. Madge había sido castigada. Todos habían sido torturados. Amy, intentando entrar en la mente de Bodo, sintió que él estaba pensando en el tiempo que le quedaba, más o menos una década: «los últimos años», como los denominan los biógrafos; un período de «madurez», aceptación, reconciliación, generosidad, amnistía general. Ella sospechaba que Bodo era un hombre demasiado limitado como para entender lo errado que podría estar. También Jay había implementado proyectos glamorosos que nadie más era capaz de aceptar, libretos demasiado histriónicos para ser trasladados a términos reales.
Le expliqué esto a Adletsky lo mejor que pude. Él no tuvo ninguna dificultad en entenderlo. Era exactamente lo que esperaba oír de Trellman, su cerebro consejero. Escuchaba con atención crítica.
Si se podía establecer un paralelismo entre Bodo Heisinger y Jay Wustrin, ¿habría también parecidos entre sus mujeres? Amy suponía que podría haber algunos. Por supuesto, Heisinger era varias veces millonario. El padre de Jay Wustrin había dejado algo de dinero, pero Jay lo manejó mal. Era torpe con los Bancos, las tasas de interés, las inversiones. Su madre había sobrevivido a su marido veinticinco años y, a pesar de haber mantenido sus gastos bajos por el bien de Jay, viviendo como pobre, al final Jay había tenido que mantenerla.
Conocí bien a su madre, yo no le caía bien, ella creía que era un amigo indeseable para Jay, autosuficiente, el huérfano en el cual Jay gastaba su mesada. Cuando éramos adolescentes y boxeábamos en el callejón (los guantes eran de él), la señora Wustrin hablaba mal de mí por el hecho de que yo lo golpeaba a Jay en la cara.
—Pero yo le pego a Harry la misma cantidad de veces…
Ella sacudía su enorme y descerebrada cabeza. Jay se sentía avergonzado por su madre. Con sus negros ojos, espesos, estúpidos, muy parecidos a los de su hijo, era, sin embargo, una mujer apuesta. Su familia la había prácticamente vendido al viejo Wustrin, muchos años mayor. Él la había puesto a trabajar en su lavandería. Era pasiva, de pocas luces, devota de Jay, su único hijo. Quizá lo que sus ojos negros expresaban no era estupidez, sino sexualidad reprimida. Ella, una mujer de pueblo de provincia, planeaba la carrera de su hijo. Sería un abogado famoso, ganaría millones y daría discursos que luego aparecerían en los diarios. Como Clarence Darrow. Pero Jay era un mujeriego. Quizás hasta la cuadrada de su madre era consciente de eso.
Me veo a mí mismo complaciéndome con todas estas personas diferentes, sus motivaciones, sus conductas. Sólo una me importa de verdad. Durante años he llevado a cabo encuentros y conversaciones imaginarias con Amy varias veces por semana. En esas discusiones mentales hemos revisado todos los errores que cometí —grandes cantidades—, el peor es no haber perseverado, no haber competido por ella.
Ella podría haber dicho:
—¿Dónde diablos estuviste toda nuestra vida?
¡Una buena pregunta!
Pero no es exactamente eso lo que tengo en mente ahora. Es en los otros que estoy pensando: Bodo Heisinger, Madge Heisinger y, a pesar de su inmensa fortuna, los Adletsky. Y en el senil padre de Amy, el fantasioso que se había desembarazado de su propia tumba pasándosela a su yerno.
Jay había comprado la parcela de su suegro porque era divertido. Le daba una anécdota graciosa para contar en los almuerzos de su club.
Todas estas eran personas de lugares comunes. Jamás hubiera permitido que lo supieran, pero es hora de admitir que yo los despreciaba. No tenían motivaciones elevadas. Eran productos promedio de nuestra democracia de masas, sin ninguna contribución especial a la historia de la especie, satisfechos con acumular dinero o con seducir mujeres, con copular, revolcarse en el lecho como los degenerados hijos de Eras, masculinos pero no viriles, y que vivían, tanto hombres como mujeres, de ideas raídas, sin belleza, sin virtud, sin la menor independencia de espíritu; privilegiados en dinero y bienes, beneficiarios de la conquista de la naturaleza por el hombre como lo había previsto el Iluminismo, y de los logros de alta tecnología que han transformado el mundo material. Individual y personalmente, no somos equivalentes al alcance de esos logros colectivos.
Pero a pesar de albergar esos sentimientos y de haber hecho esos juicios, no podía librarme del hábito de buscar destellos de capacidades más elevadas y de poderosas fuerzas incipientes en, digamos, los negros ojos espesos y estúpidos de la madre de Jay Wustrin, o en el segundo intento de Bodo Heisinger, su matrimonio con la esposa arrestada por complotar para que lo borraran, lo liquidaran, lo mataran a balazos.
Pareciera que yo mismo estoy haciendo algo idiota al buscar señales de máxima habilidad en tipos humanos evidentemente dedicados a ser estériles.
A veces me pregunto si mi madre, de quien hace tiempo sospecho que era hipocondríaca, causó esto en mí al mandarme a un orfanato judío, donde me enseñaron (aunque, en esa época, no estuve de acuerdo) que los judíos eran el pueblo elegido. Eso puede ser el núcleo de mi creencia en que los poderes de nuestro genio humano están presentes donde menos uno lo espera. Sí, incluso en lo que un amigo mío una vez describió como «el infierno de los imbéciles».
No sostengo nada respecto de este hábito (personal) de examinar características y conductas. Todo es intuición. Nada es comprobable. Y es muy posible que se trate del resto de algún impulso judío degenerado, que, en algunas circunstancias, sigue presente con toda su fuerza.
Mi aspecto chino o japonés hace que pocas veces se me tome por judío. Supongo que eso tiene sus ventajas. Cuando uno queda identificado como judío, es predecible para los demás. Las reglas de comportamiento se modifican, y, en cierto sentido, uno pasa a ser descartable. Ahora bien, Adletsky, al ser uno de los hombres más ricos del mundo, no necesitaba prestarle atención al hecho de que uno lo estimara o no. Era abiertamente judío, porque era demasiado obvio. Además, la opinión de uno a él no le importaba un comino. Pero el caso de Bodo Heisinger era diferente. No se podía decir si era o no judío. ¿Acaso un judío se divorciaría y luego volvería a casarse con una mujer condenada por haber planeado asesinarlo? Al hacer eso, se colocaba mucho más allá de cualquier concepción judía de las relaciones entre hombres y mujeres.
El viejo fabricante de juguetes necesitaba estar donde se encontraba la acción, todas las cosas retorcidas y los escándalos. Seguía manejando su motocicleta mental y, además, lo hacía a máxima velocidad en el borde del Cañón del Colorado. Le había quitado de un golpe el arma al asesino profesional. Lo había hecho arrestar. Y después lo había hecho dejar en libertad. Cuando las exigencias de los niños llegaron a su punto máximo de repulsión, amenazadores muñecos extraterrestres, él anticipó la tendencia y se puso al frente de las ventas de la industria.
Y, en ese momento, entró Madge. Amy recordó que la había visto una o dos veces cuando era cliente de Jay, quince años atrás. Ahora tenía un aspecto diferente, estaba muy atractiva, concedió Amy. Delgada, no demasiado caderuda. La cárcel le debió de haber mantenido la silueta. Tenía buen busto, una cara oval, una cabeza bien formada. Era muy rubia, una niña dorada cuyo cabello estaba recogido con fuerza, casi tironeado, con una trenza atrás. Amy había visto su traje de seda en la vidriera de Escada: cinco mil dólares encima, más zafiros en los dedos que hacían juego con el vestido y aretes en las orejas. Los pocos cabellos dorados que se habían soltado de su control parecían tener fuerza independiente. En la jungla (Amy se permitió una imagen divertida), se podría hacer una línea para pescar truchas atando un alfiler doblado a uno de esos cabellos. En los cuarenta meses que estuvo en la cárcel, probablemente se habría vestido con mamelucos o delantales. Pero ahora no había ninguna sombra de la prisión en ninguna parte. Apenas un cambio de escenario y de traje. Era muy elegante, pensó Amy. Lo único que estaba mal en esa mujer era la nariz, de punta demasiado ancha para ser completamente femenina. Lo que, por lo tanto, era una razón más para envolver ese voluptuoso busto en un diseño de Escada. Tenía una blusa de seda con puños fruncidos. Esta Madge Heisinger era verdaderamente excitante. Imaginen el efecto que habría causado desnuda y acostada, vestida sólo con los zafiros, arrastrando a un hombre hacia ella con palabras dulces y saladas. Además (no lo omitamos) la fruición extra de un complot de asesinato.
Bodo, el hombre que había estado en la mira para ser asesinado, se sentía tremendamente orgulloso de ella. Y de sí mismo, un envejecido fabricante y distribuidor mundial de horrendos y musculares alienígenas espaciales armados con rayos láser para niños y niñas. Ahora les confirmaba a los diarios y a la televisión lo fuerte que era su amor. Y declaraba, para que quedara registrado, que él, también, era un subversivo, no un burgués sino un nihilista, parte de la «contracultura», conectado (o casi conectado) con la casta de los criminales. Otra vez vi un paralelo entre Bodo y Jay Wustrin, mi amigo de la infancia. Los dos siempre le dieron mucha importancia a que las mujeres los admiraran.
Supongo que a Madge se le había ocurrido —en la cárcel, donde tuvo mucho tiempo para pensar— que a Bodo no le quedaban muchos años de vida y que no había sido necesario mandarlo matar. Después él escribió una carta en la que le decía que podía hacer que la dejaran en libertad, quería que ella volviera con él.
Bueno, aquí estaba, tratando con amabilidad a los Adletsky mientras estudiaba a Amy con miradas de reojo.
¿Era una tormenta? No, no lo era. Sólo borrasca y nieve. El agua se hacía más brillante a medida que se despejaba el cielo.
Amy tenía los ojos redondos, las mejillas blandas, un ligero gancho en la nariz. Esos ojos, en una cara algo achatada, por momentos le daban un aire tonto. Sin duda, ése sería el análisis de Madge.
—Así que usted es la señora Wustrin. Su difunto marido, perdóneme, exmarido, me asesoró en una cuestión legal hace bastante tiempo.
—Creo que cenamos juntos en Les Nomades —dijo Amy.
—Sí, ahora que lo recuerdo. Y parece que usted se hizo un nombre como decoradora…
—Sí. El señor y la señora Adletsky me contrataron para realizar una tasación estimada de sus cosas.
—Todo es de la mejor calidad. Los artículos chinos son genuinos, autenticados por la casa Gump’s, de San Francisco. En algunas adquisiciones, fuimos asesorados por Dick Erdman…
Adletsky intervino:
—No pienso involucrarme con los inflados honorarios que se les hayan pagado a decoradores profesionales como Erdman. Si sus artículos son tan maravillosos, debería conservarlos. Mi esposa volverá a amoblar la casa a su gusto.
Madge movió sus dedos pintados, como si estuviera librándose de algún hilo invisible o alguna sustancia pegajosa.
—En un caso como el suyo, señor Adletsky…
—Yo soy un comprador interesado y usted es la vendedora. No se preocupe por mi caso. Esa es la totalidad de la cuestión.
—Sí, pero no estamos empezando de cero —dijo Madge—. No somos exactamente desconocidos.
—¿A qué se refiere, a que todos salimos en los diarios? ¿A que sus muebles pasarán a ser tema de conversación? ¿Como el remate de Kennedy? No estamos interesados en comprar temas de conversación.
Madge cruzó los brazos y caminó hacia atrás y hacia adelante. Estaba extremadamente inquieta. Pasó entre las puertas vidriadas y entró en la larga sala, como si estuviera inspeccionando los sofás, las sillas, y las alfombras persas, volviendo a poner algo de ella en cada objeto. ¿Algo sexual? ¿Algo criminal? Ella afirmaba su importancia. No iba a permitir que se olvidara. La extendía, la esparcía, la rociaba. No por nada había estado presa. Cuando la conocí, me hizo pensar en un curso sobre teoría de campo, y me refiero a teoría psicológica de campo —en el que me inscribí en mis días de estudiante— que tenía que ver con las propiedades mentales de una región mental bajo influencias mentales que semejaban fuerzas de gravedad. Adletsky, sin embargo, no estaba dispuesto a concederle ningún terreno. Muchos ejecutivos societarios, muchos funcionarios de Economía, y más de un primer ministro extranjero podían contar anécdotas relacionadas con el total rechazo de Adletsky de aceptar las premisas de negociación de los otros.
—Debe compensar las pérdidas que tenemos que asumir —dijo Bodo. Tenía una carpeta llena de documentos.
—Menos unos pocos artículos que nos reservamos para nosotros —intervino Madge—, cotizamos nuestras cosas en un millón y medio. Estoy bajando el precio, antes era dos. —Se tomó los brazos con más fuerza. Bien arriba, cerca de su hombro, sostenía un cigarrillo.
Adletsky dijo que el vendedor, Heisinger, se estaba concediendo un extra, al recuperar lo que había concedido en la negociación.
—Dado que la señora Heisinger ha introducido consideraciones personales como un valor agregado de estas sillas y sofás, me permito decir que en lo que a mí respecta, a los noventa años de edad, si no efectúo esta compra efectuaré otra. No tengo edad como para enamorarme de una adquisición específica. Madam Siggy y yo nos sentimos bien, perfectamente cómodos, donde estamos.
La postura de Madge se estaba volviendo ligeramente rígida en los hombros. Sostenía la cabeza y hacía que uno sintiera que ese gesto respondía a una caída en la temperatura de la habitación.
—La señora Adletsky será feliz aquí —dijo—. Probablemente, usted podría convencerla de lo contrario, pero ella ya está tomando posesión de estos fabulosos cuartos.
En ese momento, una pareja mexicana entró para servir té y café, indios silenciosos. La mujer tenía una larga trenza. El hombre tenía una cara ancha y marrón, cobriza, achatada en la parte de arriba, cabello negro corto y brilloso. Depositó la gran bandeja de plata, y su mujer instaló las tazas y los platos. Madge despidió a los sirvientes y sirvió las infusiones ella misma.
La señora Adletsky prefirió té.
—Lo mismo para mí, por favor —pidió Amy cuando Madge se volvió hacia ella. Levantó su taza. Madge movió hacia un lado el pico de la tetera y derramó té caliente sobre la falda de Amy.
—Está hirviendo —dijo Amy a alto volumen.
Se puso de pie.
—Oh, soy una torpe imbécil —dijo Madge. Dura consigo misma, habló a través de la nariz como si no hubiera nadie más en la habitación.
Adletsky le ofreció su servilleta a Amy.
—¿Se quemó? —dijo Madge.
—Estaba mejor antes —dijo Amy—. Por suerte tengo esta lana gruesa.
—Qué tonto de mi parte. Debería haberme puesto lentes de contacto.
—¡Lentes de contacto! —dijo Amy más tarde, describiendo ese momento—. Podría haberle arrancado ambos ojos en ese mismo instante.
—Si hay alguna vaselina en la casa, debería ponerse un poco —dijo la vieja Madam Siggy.
—O aloe vera; mucho mejor —intervino Bodo—. Tenemos una planta de aloe en la cocina.
—Indíqueme dónde queda el cuarto de baño —dijo Amy.
—La llevaré yo misma —contestó Madge—. Es lo menos que puedo hacer.
Mientras salían, apresuradas, Bodo, el feliz narcisista, las observó con benevolencia en su cara hueca.
—Dicen que el aloe vera tiene que tener tres años de antigüedad para quitar el ardor de una quemadura. Una planta joven no sirve —explicó Bodo.
Madge avanzaba con rapidez, Amy con más lentitud, luchando contra su ira y preparando sus palabras… No había sido ningún accidente. Ni una gota del té fue a parar a la taza. Seguramente aprendiste una o dos cosas en la cárcel. Pero estás de regreso en la vida civilizada, es hora de que te des cuenta. No estamos tras las rejas.
Amy, con enojo en la cara, registró las habitaciones chillonas. Eran asquerosas, decoradas con mano pesada por Dick Comosellame y su equipo masculino, todos vestidos con trajes Armani. Pantalones de tiro corto, ajustados en la cadera.
Madge se volvió hacia Amy con una sonrisa bastante placentera, incluso amistosa. Y ahora Amy veía que Bodo Heisinger se aproximaba desde el otro extremo del pasillo, y que sostenía un pedazo de aloe vera. Eso la habría divertido si hubiera estado menos enojada. Madge tomó la rama verde y mandó a Bodo de vuelta con los Adletsky. Las luces del baño se prendieron.
—Usted no va a entrar conmigo —dijo Amy, y la empujó hacia un costado. Observó que Madge estaba sonriéndole y que parecía más bien complacida por esa manifestación de la ira de Amy.
Después de cerrarle la puerta en la cara a Madge y de pasar el pestillo, Amy se sintió obligada a admitir que no estaba seriamente quemada. De todas maneras, que le derramaran té encima de la falda a propósito era un escándalo. Y luego que esa mujer intentara entrar con ella en el baño por la fuerza, como ni siquiera lo haría una hermana después de que una ha alcanzado cierta edad. Eso hizo que Amy se preguntara: ¿cuerda o demente? Hasta en la cárcel de mujeres debe de haber cierto grado de privacidad. Si la mujer estaba cuerda, estaba obteniendo más retribuciones de las que debería por el tiempo que había estado presa. Cualquier pretexto le servía a Madge para dejar a un lado las convenciones del comportamiento de las damas. Y no había ninguna razón para suponer que estaba clínicamente chiflada. De mano fuerte, pendenciera y quizá, cuando estuvo presa, se le pegaron ciertas actitudes masculinas. Pero eso no daba como resultado demencia.
También el baño de los Heisinger estaba decorado en exceso; demasiados toallones gruesos, demasiados electrodomésticos. Amy no podía imaginarse a la frágil anciana Adletsky en el hidromasaje carmesí, el agua se la llevaría. Junto a la bañadera había un inodoro con un forro acolchonado en la tapa, y Amy se había bajado la ropa interior y se había sentado en él, cuando llegó Madge. Entró desde el dormitorio principal. El inodoro estaba en un hueco entre la bañadera y una ducha. Amy no había notado lo largo que ese cuarto azulejado era en realidad. Más allá, había lavabos y paredes espejadas, y también un vestidor.
—No creo haber recibido una educación especialmente buena —dijo Amy—, pero me enseñaron que éste era uno de esos lugares donde se respetaba la privacidad.
—Bueno, ya le di tiempo suficiente como para que examine su quemadura. El té estaba tibio, no hirviendo. Los mexicanos hacen buen café, pero no saben cómo preparar té. Me di cuenta de que no estaba muy caliente cuando le serví a la anciana. Quería una conversación en privado, tenerla a usted por un rato para mí sola. Esa era la idea. ¿No fue dulce de parte de Bodo traer el aloe vera? Es uno de sus remedios especiales. Pero yo misma puedo ver que la quemadura no es tan seria. Usted se mojó, lamento decirlo, y yo pagaré la cuenta de la tintorería, pero el té no ensucia; cuando yo era joven, sacábamos las manchas frotándolas con té.
—Bueno, déjeme ponerme la ropa.
—Sí, arréglese, querida, no se preocupe por mí.
—Usted sí que se comportó como una perra salvaje —dijo Amy—. ¿Siempre hace todo lo que se le pasa por su maldita cabeza?
—Bueno, al menos no la mandé matar.
Estaba bromeando sobre su intento de hacer matar a Heisinger, Amy me explicó más tarde.
—Entiendo que esté molesta. Pero considero que usted es el tipo de mujer que puede percibir el lado gracioso de todo esto.
—¿De que me derramen té sobre la falda?
—Ya le expliqué el motivo de eso. Admito que sucedió un poco rápido, y que actué apenas se me ocurrió. Fue un impulso, como usted dijo. Pero también una especie de comentario. Usted tenía un aspecto tan de maldita matrona.
—¿Qué aspecto tendría usted con arañazos en la cara?
—Eso son puras palabras. Enrarecería su relación con los Adletsky. Le conviene comportarse como una dama. Esa Madam Siggy puede hacerla popular como decoradora en su círculo de multimillonarios. ¿Cómo se vería si yo regresara con una gasa en el arañazo?… Un momento, voy a sacar el banquito de debajo de la ducha.
Envolvió el liviano asiento de plástico con una toalla y se apoyó en la pared. Los azulejos resplandecían con un brillo de lo más maldito.
—¿Por qué tenemos que hablar en el baño? ¿Por qué no en su tocador?
—Aquí es más básico. Se secará más rápido si enciendo la calefacción y el ventilador. Tal vez quiera quitarse la ropa y colgarla sobre el respiradero.
—Me quedaré así.
—Como le parezca… ¿Qué cotización piensa darles a los muebles?
—A usted no le parecerá suficiente.
—No hay ningún artículo barato en toda la casa.
—¿Me sugiere que infle la tasación? No tengo grandes probabilidades de engañar a una persona tan aguda como el señor Adletsky.
—Por supuesto, un multimillonario superpoderoso de los más importantes. Además, usted jamás podría hacer algo deshonesto —dijo Madge—. Usted es una de esas damas que mantienen una fuerte imagen de honestidad.
—Eso suena a la visión del exterior que tienen los convictos. Hoy en día es una opinión generalizada, tanto adentro como afuera de la cárcel, y dice así: «Si los hechos fueran conocidos, las personas que están tras las rejas no son más culpables que la gente de afuera, porque nadie está limpio, y sólo los que están adentro saben qué es verdadero y qué es una falsificación». Supongo que tiene que aprovechar lo más posible, o conseguir la mayor cantidad de ventajas que pueda, del tiempo que pasó en la cárcel.
Madge Heisinger no respondió. Tal vez estaba sopesando sus alternativas, y, al final, decidió no tomárselas con Amy. Dijo:
—Me gustaba Jay Wustrin… No era un abogado brillante. Se me aproximó con todo (me doy cuenta de lo que usted está pensando), pero lo único que sucedió entre nosotros fue una relación estrictamente de negocios. Yo diseñé la estrategia de mi caso, y él realizó los trámites legales. Bueno, ahora está muerto. ¿Cuánto tiempo pasó?
—Unos ocho meses.
—Yo asistí al servicio fúnebre. No recuerdo haberla visto —comentó Madge.
—No me fue posible llegar.
—Pocos meses antes de su fallecimiento, almorcé con él. Ya no era atractivo como antes. No sólo estaba mal de salud. En general, se encontraba en un estado terrible. Sus ropas olían mal, tenía los dientes sucios, y cuando intentó esa sonrisa seductora que tenía antes, esa elevación deliberada del labio superior, fue un desastre. Me contó que un año antes había dejado la práctica legal.
—Más de tres años antes —dijo Amy—. Se pasaba el tiempo en las librerías de la avenida Michigano Había dejado cuentas sin pagar allí, y no era bienvenido. Y los clientes no querían oírlo citar a sus poetas favoritos. Esto venía de la época de nuestros días como estudiantes. Él memorizaba fragmentos para recitar cuando estaba intentando conquistar a alguna chica. Después de que nos casamos, busqué todos los libros que él usaba como fuente. Los pasajes estaban subrayados, y sólo en el capítulo uno. Jamás, en toda su vida, leyó un libro entero. Aquí tiene una muestra: «La cara de un hombre es lo más asombroso en la historia del mundo. A través de ella, brilla otro mundo. Es la entrada de la personalidad en el proceso del mundo, con su unicidad, imposible de repetir. A través del rostro comprendemos, no la vida corporal de un hombre, sino la vida de su alma». Eso lo dijo uno de sus rusos favoritos. Cuando comenzamos a salir, repetía esa frase como si fuera propia.
—Él tenía muy claro que no le convenía hacerme esa mierda a mí —dijo Madge—. ¿Quién la escribió?
—Subrayada con una regla, en rojo. Sólo el capítulo uno. El resto jamás lo miró.
—Bastante tramposo.
—Fingía ser un intelectual, con el propósito de seducir. Como un artículo de Playboy que le explicaba a los jóvenes cómo tejer la telaraña.
—Pero usted misma memorizó esas palabras.
—Sí, lo hice, ¿verdad?
—Bueno, la última vez que lo vi, era claro que estaba terminado —dijo Madge—. Había un solo interés en su vida, y tuvo que abandonar eso también. Así que era hora de partir. Eso fue cuando se volvió débil y suave. Me daba pena verlo así. Me contó cosas íntimas…
En el momento en que dijo «cosas íntimas» Amy supo perfectamente bien adónde quería llegar Madge: Jay le había hablado de las cintas.
—La evidencia en mi contra, bueno, me mató de entrada —dijo Amy—. Así que no se sienta demasiado privilegiada. Él les hizo oír esas cintas a todos los que quisieron escucharlas. Lo que había hecho era contratar una agencia. Les dio una llave del departamento. Así fue como preparó todo. Los especialistas intervinieron mi teléfono durante meses. Había micrófonos hasta en la cama. En el colchón. Toda esa evidencia se oyó en la corte ante el juez. Jay ganó un caso perfecto de adulterio contra mí…
Amy ya estaba perfectamente familiarizada con la expresión que vio en la cara de Madge. Ya la había visto en otras personas: una mirada lateral, oblicua, de sorna, que aparecía en la mejilla apartada a medias.
—Sí, me contó eso —dijo Madge—. ¿Y yo quise escuchar la evidencia?
—¿Y usted sí quiso escucharla?
—Bueno, yo acababa de salir de la penitenciaría. Allí no llegan los diarios. La televisión sí, pero no el Tribune. Eso hace que uno sienta cuán atrás quedó todo lo que se perdió.
—Nuestro divorcio casi no apareció en los diarios —dijo Amy—. Esa fue la razón por la que Jay les pasó las cintas a todo aquel que quisiera escucharlas. No diría que fue exclusivamente por venganza…
—Es entendible todo lo que él sufrió —dijo Madge. Era sólo un agravio, nada que ver con hacer liquidar a Bodo en el garaje del subsuelo.
Madge agregó:
—Supongo que en su círculo social, todo esto la hizo quedar mal; esos gritos y gemidos y palabras soeces.
Amy pudo oír el flujo de la sangre bajo su cráneo. Cuando la sangre descendió a su cara, sintió su aspereza. La boca se le secó.
—¿Así que él observó sus reacciones mientras usted escuchaba por los auriculares?
—Sólo durante diez minutos —contestó Madge.
Amy pensó: ella está poniéndonos en la misma clase. Somos de la misma especie, ella y yo, y las dos expuestas públicamente. Mi escándalo; el juicio de ella, que duró semanas. Juntas armamos un programa doble.
Amy me contó todo esto, con la máxima minuciosidad posible; todas las circunstancias inmediatas, incluido el forro acolchonado de la tapa del inodoro, la falda empapada, y el flujo de calor tropical impulsado por un ventilador en el largo cuarto de baño.
—De acuerdo con el trato que hice con Bodo, yo me quedo con el dinero de los muebles, la cantidad que los viejos paguen… No soporto más tener que volver a mirar estos armarios ni las sillas. Fueron mi escenario durante diez terribles años. Quizás me empujaron a ese estúpido plan. El solo hecho de mirar todos los días estas cosas de mierda no sólo me endureció el corazón y me enfermó de las entrañas, sino que, finalmente, me hizo volver loca.
—Adletsky jamás pagará un millón extra por su departamento —dijo Amy—. No es tan fácil torcerle el brazo a un multimillonario. No espere que él entregue el dinero. Antes preferiría apartarse de la venta.
—Si ella quiere jugar a ser joven y a empezar en la vida, él debería permitírselo. ¿Qué es el dinero para él? La plata no es para mí. Es para Tommy Bales —dijo Madge.
—¿Quién? —preguntó Amy. Pero ubicó el nombre rápidamente. Tommy Bales era el incompetente anormal que aceptó matar a Bodo Heisinger…
—¿Qué pasa con Tommy Bales?
—Tengo que hacer algo práctico para compensarle los tres años que perdió en la cárcel, más un año esperando el juicio. Y antes de eso no tenía ningún futuro. Así que ahora planeo hacerlo entrar en los negocios. Y esa es otra cosa sobre la que quiero su opinión… su ayuda, para ser franca.
Esta apelación a la franqueza tendrá que quedar a un lado por el momento.
¿Qué significaba el hecho de que Adletsky y Madam Siggy hubieran alcanzado una edad grandiosa, que se los honrara como judíos multimillonarios, y que fueran lo que los ciudadanos de Chicago llamaban «notables»? ¿O de otra manera, en el lenguaje del mito, «moishes de mucha plata», representantes de los poderes de las tinieblas y los dirigentes secretos del mundo?
Ese mismo día, mucho más tarde, hablando con Amy sobre el señor y la señora Adletsky, dije:
—Está bien, están jubilados. No les queda nada más que tiempo libre, y para ellos es un pasatiempo negociar con Bodo Heisinger, regatear y discutir. Esta mañana, bien temprano, dejaron su casa y fueron hacia el centro a través de la tormenta de nieve en su larga limosina. Se sentaron en la lujosa sala. Entonces, durante dos horas, se enfrentaron a Madge y a Bodo… No hubo ocasión de mirar afuera; de ver a las personas cuyas delirantes acciones salen siempre en los diarios…
—¿Qué intentas demostrar, Harry, con un prólogo como ése? —dijo Amy.
—Nadie tiene tiempo libre —contesté—. La jubilación es una ilusión. No es una recompensa, sino una trampa. El lado en bancarrota del éxito. Un atajo hacia la muerte. Los campos de golf se parecen mucho a los cementerios. Adletsky jamás se agacharía para jugar al golf. Tenía razón en negociar y pelear como lo había hecho desde los dos años de edad hasta los noventa y dos.
Este tipo de especulaciones siempre ponían incómoda a Amy. Yo ya hablaba de esta manera en la escuela secundaria. En realidad, no me escuchaba. Consideraba que era uno de mis malos hábitos, y quizá tenía razón. Desde el principio, mis teorizaciones se habían interpuesto entre nosotros.
—En realidad, tú no eres como suenas —comentaba ella a veces—. Leíste tantos libros, pero, sorprendentemente, cara a cara no eres pedante, eres común.
Berner, su primer marido, de quien ella había tenido dos hijas, no hacía juicios teóricos. Le gustaba apostar. Amy, cuando era su joven esposa, lo acompañaba a los partidos de fútbol norteamericano en Soldier Field, y a los de hockey en el estadio.
—Yo lo pasaba bien allí —explicó—. No era algo que a ti te hubiera interesado, Harry. Tú eres del tipo universitario, estudioso, no tienes el aspecto de un erudito, pero lo eres. —A ella no le gustaba que me creyera superior. Por otra parte, decía ella, yo era un excéntrico. Me veía tan curiosamente contenido—. Nunca muestras más de un décimo de lo que realmente piensas o sabes. Antes eras marxista. Durante un tiempo lo fuiste, ¿no es cierto? ¿Qué sucedió con ese libro que escribiste sobre no me acuerdo quién…?
—Sobre Walter Lippmann. Nadie lo aceptó. Jamás se publicó.
Berner, con quien Amy se casó después de graduarse, heredó una pequeña fábrica de impermeables. La perdió en apuestas. Pidió un préstamo bancario contra una hipoteca de su casa de Oak Park, y, poco después, Amy y sus niñas habían quedado sin hogar. Berner desapareció durante un largo tiempo. Ella obtuvo un divorcio. Las niñas eran todavía bastante jóvenes cuando ella se casó con Jay Wustrin.
—Berner ni siquiera nos abandonó —dijo—. Casi ni se daba cuenta de que existíamos.
—Él no precisaba tener una familia. Sólo necesitaba abandonar una. No alcanzo a entender cómo fue posible abandonarte a ti, Amy. Eras una gran belleza.
—Para ti, quizá. Pero ni siquiera para ti. Tú no viniste a cortejarme.
—En ese momento yo también estaba casado.
—Quizá. Pero eso no evitó que tu esposa anduviera dando vueltas por allí.
—No. Y yo fui un marido estrictamente fiel durante una docena de años… Yo te amaba, Amy —dije. Eso tuvo un sonido contundente. Hablando de esa manera, me sentí como un artículo de alfarería; un jarrón de loza. Hablar de amor me hizo sentir torpe. Provocó que dirigiera mis pensamientos hacia mi madre, quien me disgustaba. No podía perdonarle el haberme metido en un orfanato mientras ella viajaba de spa en spa. Era cierto que rengueaba. Su discapacidad era lo suficientemente real. Caminaba con un bastón. Pero las dificultades no eran enteramente físicas. En los trenes, sus ricos hermanos, mis tíos los fabricantes de salchichas, siempre le reservaban un camarote. El problema era que le fastidiaba ser la esposa de un simple trabajador. Encima de todo, me parezco a ella, excepto en el color. Tengo un rostro algo mongólico, color tostado. Ella siempre fue muy pálida. Se enrollaba el cabello, lo usaba muy alto sobre la cabeza. Sus mejillas eran grandes y blandas. La nariz torcida hacia adentro. Yo heredé sus labios prominentes. Tomados de manera individual, sus rasgos no eran bonitos, pero sin embargo ella tenía un rostro atractivo e incluso distinguido, como una mujer tártara muy bella con un rostro desusadamente blanco. En su generación, las mujeres con intereses intelectuales usaban quevedos. Un par de ellos colgaban de su perfumado cuello.
Otra característica en común: mi madre mantenía su reserva. Me daba una satisfacción incomprensible negarles a casi todos el acceso a mis pensamientos y opiniones. La gente siempre estaba dispuesta a confiarme sus cosas, aunque yo nunca alenté las confidencias. Decía muy pocas cosas de naturaleza personal. Excepto a Amy Wustrin.
Nos quedaban, digamos, unos cuantos años. Probablemente, uno debería tachar los cinco últimos; para reservar un período razonable para los achaques. Eso nos dejaba con quince completamente disfrutables.
Para ese entonces, yo ya estaba dispuesto a hacer las paces con mi especie. Para la mayoría de ellos, yo estoy siempre alerta y los tengo en la mira, por lo general tenía un cuchillo a mano.
En la última etapa de la madurez, uno podría, uno debería, ser honesto consigo mismo.
—Tú fuiste fiel con una mujer fría, distante —continuó Amy—. Jay jamás lo fue conmigo, cuando yo me estaba portando mejor que nunca.
Yo solía reflexionar sobre eso. Jay y yo fuimos amigos desde los doce años, y él jamás dejó de contarme con la mujer de quién se estaba acostando. En la noche de Año Nuevo, invitaba a todas esas mujeres infieles, del pasado y del presente, a la fiesta anual que daban los Wustrin. Mientras yo conversaba con un marido-víctima, Jay pasaba detrás de ese hombre, y lo señalaba con las cejas. Era esencial que se conocieran los hechos. Y debían ser registrados por mí en particular. Mi opinión le importaba, y hasta llegaba a sermonearme, intentaba enseñarme su propio punto de vista —el punto de vista correcto— de sí mismo. Decía que yo estaba atrasado en cuestiones sexuales con respecto a la época. «Si no te pones al día con la historia, no comienzas a existir», era lo que me decía. Necesitaba ser apreciado y yo, de alguna manera, me transformé en el reflector ideal de sus hazañas sexuales. Él era «la vida real». Yo era el historiador que la escribía. Él me decía:
—¿Por qué elegiste a Walter Lippmann para hacer tu número? Deberías tomarme a mí, como representante de la sexualidad libre.
—¿Para hacer mi número?
—¡Vamos, Harry! Como un ejemplo. Una figura vanguardista de la independencia del presente.
No era ningún secreto que yo había amado a Amy, pero eso era estudiantil, un romance de escuela. Nadie, por supuesto, tenía que amar a nadie.
—¿Por qué crees que te invité a que te nos unieras en la ducha en la casa Palmer? —preguntó.
La respuesta correcta debería haber sido: para curarme de mis sentimientos. Esto era un arreglo típico en él: su versión de la cura o corrección de acuerdo con principios realistas.
Diré lo siguiente de mi viejo amigo Jay Wustrin: era estúpido cuando se trataba de las cuestiones más importantes. Encaraba las cosas correctas por las razones incorrectas, parafraseando una cita de T. S. Eliot, su ídolo.
Ese día más tarde, cuando la tormenta de nieve atravesó la ciudad y cayó sobre la costa este del lago, Amy contestó algunas de las preguntas que hacía mucho tiempo que yo no me animaba a preguntar. A ella jamás se le había escapado lo que sucedía en esas fiestas de Año Nuevo.
—Traía a todas sus amigas a la casa, junto a sus pobres mariduchos —explicó—. Era su gran producción anual, le encantaba. Llegué a aceptar falsas invitaciones de esas mujeres a tomar un cóctel. Me encontraba con ellas en algún bar de la zona norte y nos sentábamos en un reservado. Sus voces temblaban de culpa y apaciguamiento. A la mayoría él ya las había descartado… Él dijo que te contaba a ti sobre sus fiestas vespertinas.
—Algunas. Me mantenía más o menos al tanto. A mí no me interesaba oír los detalles ampliados —contesté.
No es cierto. Yo despreciaba sus actividades, pero jamás me cansaba de oír (y de traducir a mis propios términos) sobre esas seducciones. De las chicas por parte de él. O de él por parte de las chicas. Durante más de cuarenta años, empezando con las mujeres que trabajaban en la lavandería de su padre. Sobre bolsas de toallas y sábanas sucias, después de las cinco de la tarde, cuando su papá lo dejaba encargado de cerrar el local.
Yo me acordaba de sus anécdotas mucho después de que él las hubiera olvidado.
—Estaba haciendo un mandado para la imprenta —me contaba (uno de sus trabajos laterales mientras estudiaba derecho)—. En el auto, en el cruce de Washington y Michigan, a punto de doblar hacia el sur. Vi a una chica haciendo dedo. Así que abrí la puerta y ella entró. Iba a la Orilla Sur, y le dije que podía acercarla hasta la calle cincuenta y siete. Pero ella dijo: «¿Y por qué no hasta el final?». Así que me fijé en eso y le dije, si quieres ir hasta el final, te llevo. ¿Vives sola? «Sola». Así que subí con ella a su casa.
—Te podrían haber asaltado o golpeado.
—Tengo instinto para ese tipo de cosas —contestó—. Cuando nos desnudamos, ella me tomó la pija con la mano y dijo: «Bueno, esto sí que es una pija de verdad. Métemela adentro, y cuando esté adentro, dispárale con ella a mi corazón».
—¿Era bonita esa mujer?
—Su cuerpo era impresionantemente sensual. Me dio vuelta.
¿De qué servía decirle «Era una ninfómana. No hiciste ningún mérito»? No. Con paciencia oriental, aguantaba a pie firme mientras él me echaba encima sus anécdotas como a una bestia de carga. Así que mucho después de que él las hubiera olvidado, yo seguía recordando sus tardes y anocheceres sexuales. Incluso sus mañanas, cuando, oculto en un umbral, esperaba que algún marido se fuera a trabajar.
—¿Le dabas tiempo a la mujer de cambiar las sábanas?
—¡Cambiar! ¡De dónde sacas esa idea! Esto es la acción.
Sus grandes ojos, dilatados al límite, exigían la admiración de uno. Calor, multitudes, miembros y troncos, lujuria, suciedad e histrionismo. Las cámaras siempre lo tomaban a él. En mi generación, estas rápidas miradas a cámara eran comunes. Como la película que se hizo de Street Scene, de Elmer Rice, la cámara que se mueve melodramáticamente de la atestada calle del East Side, sube por la escalera de incendio hacia la ventana de la adúltera, mientras la audiencia, sin darse cuenta, estaba aturdida por la música sugerente.
—A Jay le parecía que yo ahogaba mis emociones en mi cara, al estilo chino.
Amy estaba en lo cierto. Se dio cuenta de que Jay me detallaba sus actividades sexuales. Él creía que eran memorables. Debían contarse.
Más de una vez ella me preguntó si Jay me había hecho oír las cintas incriminatorias.
—No —contesté siempre.
—Se pasaron en la corte. Después de unos minutos, le pedí al juez que me excusara. Admití que era mi voz, y él dijo que podía irme.
—¿Jamás se te ocurrió que Jay te estaba grabando?
—Jamás. Y él siempre fue un hombre obvio. No podía esperar para contarte en qué andaba. No es el tipo de persona que prepara en silencio un plan astuto.
—Como abogado de divorcios, debe de haberle recomendado a sus clientes trampas secretas, para maridos o esposas.
—Por supuesto. Me hablaba de eso. Trataba con varias agencias de detectives —contestó Amy.
—No pensaste que te lo haría a ti.
—Perdió su interés en mí, de esa manera. Hace alrededor de diez años, pasamos por las etapas finales de la ropa interior negra y de hacerla frente al espejo. Yo tenía que inclinarme sobre el respaldo de una silla.
Desearía que Amy no me contara esas cosas.
Le expliqué cómo, después de mi regreso de Birmania y Guatemala, ella había figurado en mi vida. Por supuesto que ella no sabía el alcance total de eso. Ni tampoco preguntó por los detalles. De hacerlo, se habría abierto a mis preguntas, y eso, inevitablemente, hubiera traído a colación cuestiones específicas. En cosas así, las generalidades son mejores que los detalles minuciosos.
Las personas como Jay Wustrin se presentan a sí mismas para dramatizar o publicitar: se crean una imagen. Su idea de sí mismos es una idea pública. Por lo tanto, Amy con su ropa interior negra recibiendo a su corpulento marido desde atrás puede transformarse en un cuadro apto para enmarcar. Para colgarlo en la sala donde se reciben los invitados… La interioridad de uno debería ser —merece ser— un secreto acerca del cual nadie necesita excitarse. Como el viejo chiste… Pregunta: «¿Cuál es la diferencia entre ignorancia e indiferencia?». Respuesta: «No lo sé, y no me interesa».
Los secretos más profundos de uno no le interesan mucho a nadie. Pueden ser relevantes en política. La participación de John Kennedy en el asesinato de Diem debe conocerse. El que haya metido y sacado mujeres de la Sala Oval no lo diferencia de otros funcionarios ejecutivos, situados en Caracas o Macao. Hago énfasis en esto porque siempre tuve el principio, toda la vida, de no revelar nada a aquellos «cercanos» a mí. Más aún, en cualquier nivel más profundo, lo que se conoce es tan inexacto y borroso como la información nueva que en el presente se agregará a la antigua.
Cuando me cuestionan, me cierro como una ostra. Nadie supo qué hice en Indochina o en Birmania. Si hubo mujeres en mi vida. O niños. O dictadores militares. O tratos con la Mafia. O actividades encubiertas para servicios de inteligencia. O cuentas en Bancos suizos. Puede ser posible que haya ahogado mis hechos, mi naturaleza, en mi cara. Y jamás hice un gran esfuerzo para comunicarme con Amy. ¿Calidez? Sí. ¿Afecto? Eso también. Pero cuando los tres salimos de debajo de la ducha en la casa Palmer y Jay de repente recordó su audiencia en los tribunales y se fue corriendo y yo besé a Amy debajo de los pechos y dentro de los muslos, no se dijo una sola palabra respecto de mis sentimientos. La única mención de Amy sobre el trío en la ducha fue que Jay me había tocado más a mí que a ella.
Yo repliqué que eso no significaba mucho.
—Estaba allí por ti —le dije a ella.
—Si sentías algo por mí, podrías haberme enviado una señal más clara —contestó. Con sus ojos, dirigió mi mirada hacia abajo, mostrándome en qué se había transformado. Luego agregó: —Parecía que nadie podía llegar a ti. ¿Por qué siempre eras tan reservado?
—Bueno, de niño era deshonesto, y le mentía a todo el mundo. Me apartaba de mis amigos. Engañaba, robaba, y estafaba.
—Tal vez por eso tenías un aspecto tan distinguido, tan poco juvenil, desde el principio.
—¿Se me veía tan especial? No tenía ningún problema en ser deshonesto. Me parecía que, para sobrevivir, tenía que estafar a todo el mundo.
—¿Fue porque eras un pequeño estafador que me enamoré de ti? —dijo Amy—. Pero después, en la casa Palmer, cuando tuviste la oportunidad, no la tomaste.
Yo tenía la respuesta preparada, había pensado y reflexionado sobre esa escena cientos, si no miles de veces.
—Sólo porque estabas disponible para mí. Como lo habías estado para Jay…
Ella contestó:
—Habría sido el producto genérico, como dicen los farmacólogos, no la marca registrada. No tú y yo, sino cualquier macho con cualquier hembra. Al recordarlo, supongo que me habré sentido como una arrastrada sexual.
—Algo como…
—Pero aun así habría sido específico. Nos habría unido.
—Yo ya estaba unido a ti —dije.
Este intercambio era incómodo, franco por parte de los dos y por lo tanto necesario. Desde mi posición, sin embargo, era extremadamente doloroso. La razón de esto era que me había enamorado de ella cuando yo era un escolar adolescente. Ese tremendo sentimiento llegó, como se dice, «de ninguna parte». Todo —¡pero todo!— estaba como antes. Todavía había cocinas con cebollas y cáscaras de papa en la pileta, y tranvías rodando sobre los rieles. Así que este amor, directo y simple, una música involuntaria, era embarazoso para un ladronzuelo como yo. Ante los tortuosos secretos (los que posteriormente me transformaron en un «hombre misterioso»), sobrevino este amor, directo, de la naturaleza. No podía evitar sentir vergüenza de la característica de clase media que tenía esta conexión con Amy. Ella era una chica de clase media. Yo era una suerte de revolucionario. «Eres un raterito» me decía mi impaciente madre. Eso no significaba que era literalmente un ladrón; quería decir que tenía un carácter enmascarado. No pensaba unirme a la clase media por el bien de Amy y pasar a ser un pequeño burgués. No quería hacerme el hipócrita. En ese momento, alcanzaba con reforzar la máscara.
Diré una cosa en mi favor: no estaba celoso de que Jay Wustrin poseyera a Amy frente al espejo de la pared, o del hombre de Nueva York cuyas detalladas conversaciones sexuales con ella estaban en las cintas que el juez escuchó en la corte. El Marqués de Sade justificaba causar dolor, incluso cometer un homicidio, siempre que eso produjera un intenso placer sexual. Amy, en la cinta, ni siquiera se acercaba a eso, era apenas una levísima señal en el rugido de sexo que afectaba a todo el mundo.
No podría haber esperado que Amy se lo pasara aguardándome mientras yo avanzaba centímetro a centímetro en su dirección. Para mí, fue un arduo trabajo de inteligencia, descifrando un mensaje secreto tras otro. Detenido una semana aquí, una década allá, yo siempre sabía dónde estaba ella y en qué andaba, más o menos.
Por supuesto que ella ya no era la belleza de antaño. Unos pocos años antes, su cara había empezado a perder su plenitud. Hoy en día, el sentido de su barbilla podría ser completado sólo si se lo relacionaba con su forma de otros tiempos. Yo era el único culpable de lo que me había perdido. Además, no lo había perdido del todo.
Ahora se hacía claro, como una borrosa diapositiva en color que de repente se pone en foco, que yo había estado en contacto cotidiano con Amy, año tras año, que ella me apoyaba en consultas imaginarias incluso referidas a emprendimientos subterráneos o combinaciones de negocios. Durante muchos años califiqué de kitsch puro los sentimientos que tenía sobre ella. Y el kitsch no se llevaba bien con las avanzadas formas de desarrollo personal a las que yo aspiraba.
A veces me parecía que Amy tenía una comprensión muy buena de todo esto. Con un poco de suerte, uno descubre que la gente de su vida, los que están permanentemente ubicados, son capaces de entender los motivos más internos de uno, los más escondidos. Ahora bien, mi finado amigo Jay Wustrin era un tipo abierto, teatral. Yo era reservado, para nada caritativo, dispuesto a arrancarle los ojos a mi vecino. Jay pensaba que era abierto; yo pensaba que yo era cerrado, y que guardaba mis propios secretos.
Pero Amy era perfectamente consciente de que yo me volvía hacia ella todo el tiempo y todos mis esfuerzos por separarme habían fallado por completo. Ella entendía lo que puede hacer el primer amor. Golpea a los diecisiete y, como una parálisis infantil, aunque funciona a través del corazón y no de la espina dorsal, también puede dejarlo a uno lisiado.
Bueno, entonces, ¿el viejo Adletsky se engañaba cuando me reclutó para su equipo de cerebros? Si yo hubiera estado en su lugar, ¿lo habría reclutado a él? Había pasado del dinero (el fundador de un imperio) a la observación personal, y no le había ido mal con Frances Jellicoe y su marido ebrio y grosero.
Siempre hablaba de Frances con respeto y decía que en esa ocasión yo había despertado al observador que había en él.
No es tanto una habilidad, verdad, señor Trellman. Es una forma de vida.
—Si uno la posee, es porque la ha poseído siempre —contesté.
Las observaciones personales que Adletsky había realizado mientras construía su imperio eran de un orden diferente, inevitablemente. En una adquisición o acuerdo, uno estaba en parte guiado por los especialistas bancarios o societarios, pero, de todas maneras, era seguro que uno se decidiría por sus impresiones privadas, por su propia mirada, en el sentido cinemática, de los participantes o principales. Yo tenía apenas una vaga idea de lo que él pudo haber visto en siete u ocho décadas de ese tipo de registro y observación. Pero el énfasis debió de haber cambiado con frecuencia. Necesariamente, a uno se le acaban las etapas del camino de la vida; después de la infancia, la adultez, la tardía madurez. Para un hombre de la edad de Adletsky, entonces, ¿qué significado podían tener términos como «más tarde» o «más temprano»? Con esto en mente, una vez le conté que Churchill, en los últimos años de vida, estaba enloquecido de aburrimiento y rezaba por la muerte.
Adletsky no se sorprendió.
—En su época, hizo todo. Imagínese lo que debe de haber sido para él cuando no había nada que hacer y no le quedaba ningún poder. Un día es Hitler, Roosevelt, La bisagra del destino, luego no queda nada de nada. Sólo un montón de tapizados gastados.
Mientras hablaba, su cara angosta, picuda, y su frente delgada, anciana, llena de venas, me invitaban a sacar las conclusiones que yo quisiera de sus palabras.
En una de mis visitas, me dijo:
—Jamás me preocupo de que usted escriba o informe sobre nuestras conversaciones. Es demasiado reservado y orgulloso de esa reserva como para siquiera considerarlo. Es parte de usted, Harry.
Uno nunca visitaba espontáneamente al señor Adletsky. Se lo veía sólo si había una cita arreglada. Pero sus razones para invitarme eran siempre oscuras. Recientemente dijo que se preguntaba si yo debería echarles un vistazo a las bibliotecas y a los aparadores chinos de Heisinger.
—Para eso, le convendría alguien de Gump’s, de San Francisco.
—Bueno, si los artículos son falsos, estoy seguro de que usted lo detectaría. ¿N o es cierto?
—Tal vez sí.
Con su propia mano de multimillonario, llenó mi copa de brandy. Era como ser atendido por Napoleón Bonaparte; Napoleón, prisionero en Santa Helena. Un prisionero en el exilio no tiene mucho que hacer. El exilio de Adletsky era su avanzada edad. Para matar el tiempo, el desterrado Napoleón leía cientos de memorias, jugaba mal al ajedrez, era un pésimo jinete. Jamás le había gustado cabalgar. Había en él una grandeza abstracta, según comentó uno de sus compañeros de exilio. No había nada abstracto en Adletsky. Cada tanto un aire soñador se apoderaba de él, pero nada semejante a la grandeza. Cuando me pidió que formara parte de su equipo de cerebros, estaba bromeando, por supuesto. Entre otras cosas, él jamás habría sostenido que se parecía en algo a Franklin D. Roosevelt. En cuanto a Napoleón, jamás habría figurado en sus pensamientos.
En esta ocasión sentí que había algo pesado o torpe en mi postura. Sentado en el sofá de dos cuerpos decorado con brocado, me sentí tosco, físicamente deforme. Estas entrevistas siempre me hacían sentir incómodo con respecto a mis supuestos poderes.
—Creo que usted sería capaz de detectar las piezas falsas de Bodo. Aunque es probable que Madge se las haya tragado —continuó Adletsky. Luego se deslizó a un tema diferente: —Me pregunto sobre su persona. Usted se instaló en Birmania y luego en Guatemala. Le fue muy bien. Entonces, ¿por qué regresó a esta ciudad? Es una gran base para los empresarios. Pero usted no es un empresario. ¿Qué hay aquí que le interese? ¿El teatro de ópera? ¿El Instituto de Arte? ¿Su familia? Usted podría vivir en Nueva York. O en París.
—París es Nueva York en francés.
Para un hombre con tanto dinero, Adletsky era de pocos gestos. En ese momento dio vuelta la mano con la palma hacia arriba, tal vez para expresar que jamás se le había ocurrido darles puntajes a las ciudades del mundo. Pero, al abrir su anciana mano, quizás estaba invitándome a hablar. Estaba diciendo: ¿por qué no ser honesto?
Eso también era una posibilidad. Bueno, tal vez lo intentaría. Así que, simplemente, le dije a Adletsky:
—Tengo una conexión aquí.
—Ya veo, ya veo. Esa es una respuesta directa. Lo más directa que se puede. Eso descarta a Rangún, la ciudad de Guatemala, París, Nueva York, y muchos otros lugares. Además, dos de esa lista son dictaduras militares. Y usted no se sentiría tranquilo en una dictadura militar.
—No estoy cómodo en el trópico —me oí decir.
Podría haber agregado que me agrada el invierno, la nieve en el suelo y los viejos abrigos de coyote que en una época usaban las chicas de la secundaria, abrigos con grandes botones de cuero repujado, y que apreciaba en gran medida el aroma de almizcle animal que ese abrigo de piel despedía a causa del calor del cuerpo de Amy cuando ella se desabrochaba esos botones. La pesada gorra de coyote se deslizaba aún más hacia atrás de la frente cuando ella me acercaba. Sí; extendía sus brazos y me aferraba con fuerza.
Y el día de la tormenta de nieve que pasó sobre Chicago y cayó sobre el borde oriental del lago Michigan, Adletsky me telefoneó a mi escondite de la calle Van Buren. Dijo:
—Nuestra amiga, la señora Wustrin, va a tener un mal día en el cementerio. Ninguna mujer debería realizar sola una tarea semejante. Tal vez deberíamos darle una mano.
Le contesté con algún que otro comentario seco. No había razones para regalarme a él. Adletsky había adivinado algo respecto de mis sentimientos. Tal vez había aprendido algo de su excerebro consejero. Sin embargo, las confidencias estaban fuera de lugar. Uno no discute los perfiles de su vida sentimental con uno de los hombres más ricos del mundo, ni siquiera si él quiere que uno haga algún bien. Tal vez percibió que, en el fondo, mi misterio no era nada más que miseria.
—Le diré lo que estuve pensando —dijo Adletsky—. Pronto, Madam Siggy y yo nos vamos a acostar para tomar una siesta. Le voy a enviar la limosina, si usted está de acuerdo, con un segundo chofer. El chofer número dos regresa el auto de Amy al garaje. El chofer número uno se dirige a donde usted le diga. ¿Se encuentra disponible el día de hoy?
Era decente de parte del viejo preguntar eso. Yo quedé muy sorprendido. Era como si el presidente de la Reserva Federal me telefoneara con una pregunta o un pedido. ¿Me gustaría asistir a la exhumación y el reentierro de mi viejo amigo Wustrin? ¿Querría yo ayudar a la señora Wustrin? Ella no era estrictamente su viuda. Esto era algo así como una intervención institucional en la esfera privada.
Mi respuesta fue mínima.
—Está bien —dije—. Haré lo que pueda.
—Para sumar a su presupuesto de problemas —continuó Adletsky, que sonaba más extranjero cuando se ponía chispeante o ingenioso (¿qué era un «presupuesto de problemas»?)—, esta mañana la esposa de Bodo Heisinger derramó té hirviendo sobre su falda. Seguramente, ella misma le contará al respecto. —Ella había vuelto a su casa para ponerse ropa seca. Incluso se había aplicado el aloe vera. Le dio resultado. «La única cosa útil y cierta que le oí decir a Heisinger, ese viejo despistado», dijo Amy.
Desde la larga limosina, telefoneé a la oficina del cementerio. Sí, la señora Wustrin había llegado hacía un rato, con todos los papeles legales necesarios. Ahora estaba afuera. ¿Yo precisaba hablar con ella?
—No —contesté—. Mi nombre es Harry Trellman. Sólo dígale que estoy en camino. Estoy hablando desde un teléfono celular. —Como si eso fuera algo novedoso. Hay decenas de millones de teléfonos celulares. Yo, sin embargo, no tenía. Soy menos comunicativo que la mayoría. No era característico de mi parte vanagloriarme de estar utilizando un instrumento avanzado.
Por supuesto que conocía el camino del cementerio; incluso estaba demasiado familiarizado con él. Había que tomar la autopista Congress Street Expressway hacia el oeste y bajarse en la avenida Harlem, en el límite de la ciudad de Chicago. Cuando yo era niño, había terrenos baldíos allí. Ahora hay pequeñas industrias, tabernas, pizzerías, invernaderos comerciales, y, por supuesto, el cinturón de bungalows: decenas de miles, cientos de miles, de bungalows de ladrillo a la vista.
Jamás había viajado totalmente solo en esta enorme limosina. Tanto lujo a prueba de ruidos, y tapizado de cuero, el bar con sus compartimentas vidriados, las botellas de brandy.
La compostura es uno de mis dones especiales. No parecer impresionado. Una impenetrable expresión precolombina. Quizás está en el aire de este continente. Los indios pieles roja eran famosos por eso, y ahora los hijos e hijas de los inmigrantes también pueden asumir un aspecto de solitaria dignidad. Y hay algo en estas grandiosas limosinas que recuerda a los pianos de cola y, en este caso, a los funerales. En este instrumento rodante atravesé los portones de hierro forjado del cementerio.
Madam Siggy había tenido razón cuando predijo suelo mojado. Hay grandes cantidades de tierra arenosa en Chicago. Cuando se derritió el hielo de la última glaciación, dejó un lago enorme, y gran parte de la ciudad se sostiene sobre una serie de antiguas playas. Más allá están las praderas, terrenos ondulados como los que se pueden encontrar en Siberia central. Así que las tumbas están ubicadas en lo que fue el fondo del lago, de veinte o treinta mil años de antigüedad. Los árboles grandes no prosperan en este suelo arenoso. Todo podría haber sido diferente para nosotros si esos árboles crecieran en el Medio Oeste como lo hacen en el Este, hayas de corteza lisa que vienen desde el siglo XVIII. Sin embargo, en los poblados cementerios urbanos, no hay mucho espacio para árboles grandes. Aquí se ven álamos o catalpas. Los sepultureros tienen que atravesar raíces. En las paredes de las tumbas abiertas siempre se ven los restos blancos de las raíces seccionadas.
El chofer fue guiado por una persona que lo esperaba al otro lado del portón. Con los ricos, esos arreglos se realizan por anticipado. No era un cementerio grande. En él estaban representados los barrios judíos relativamente pequeños de Chicago, así que incluso yo, que tengo un contacto mínimo con la comunidad judía, pude reconocer muchos nombres.
Amy había acatado el consejo de la señora Adletsky y se había puesto botas. La vi apenas bajé la ventanilla color sepia. Estaba de espaldas al camino. Los sepultureros ya estaban trabajando, y se acercaba un montacargas pequeño; un aparejo algo semejante a una azada, con el chofer en un asiento alto. Había una furgoneta esperando para llevar el ataúd de Jay a su tumba permanente. Lo iban a re enterrar en el medio de sus padres.
Tormenta de nieve, deshielo, breve luz de Sol, y luego cielo encapotado otra vez. Una nube tan alta como Inglaterra acababa de cubrir el Sol. Bajo las ramas desnudas y entre los arbustos podados se amontonaba la tierra. Amy no reconoció la limosina que había venido a buscarla esa misma mañana; ni esperaba que fuera yo quien saliera cuando el chofer abriera la puerta. Con mi voz baja pero coherente (un entrenamiento de toda la vida en habla articulada pero con un tono de deferencia: yo mismo vacilaría antes de confiar en un hombre que hablara como yo), le expliqué lo que Sigmund Adletsky había arreglado. «Fue idea de él», dije. Ella estaba silenciosa y reservada, incluso un poco fría. En vez de dirigir sus ojos hacia mí, miraba para un lado y para otro, tratando de llegar a una conclusión. Considerando las circunstancias, no podía culparla. Amy no estaba en posición de adivinar cuánto le había contado a Adletsky de ella. Y yo era capaz de imaginar lo que ella estaba viendo: mi cabello aún tupido, lacio y negro, y mi frente angosta, cóncava como un risco bajo, luego los negros ojos achinados, más bien pequeños, en lo que probablemente sea la parte más poblada de mi cara. Y, finalmente, la gruesa boca de mi madre; incluso más gruesa que la de ella. Mis manos estaban en los bolsillos de mi abrigo, con los pulgares afuera.
—Este chofer vino para llevar tu auto de regreso —expliqué—. Yo te acompañaré en la limosina…
—El señor Adletsky es muy amable —contestó.
Yo estaba por comentarle que, a los noventa y dos años, Adletsky estaba iniciándose en la compasión, un terreno nuevo para él. Pero me contuve.
—Digámosle al chofer que estacione esta magnífica maquinaria. Luego podremos sentamos, salir del aire frío. Todavía pega fuerte, aunque estamos casi en primavera. Si bajo la ventanilla un poco, podemos observar cómo anda todo.
Así que ella y yo nos sentamos en las lujosas sillas giratorias; en silencio al principio, pero, por fin, se desarrolló una conversación.
—¿Cómo está tu anciano padre? —dije.
—El mal de Alzheimer prácticamente le ha tragado el cerebro. Estos últimos años, me reconoce a veces.
A eso siguió que se esperaba que falleciera pronto. Si ella hubiera tenido que guardado o enterrado temporalmente, mientras mudaban a Jay, las complicaciones habrían sido desagradables.
—Mi madre esperaba tener a papá a su lado.
—A ella no le caía bien Jay, ¿verdad?
—Decía que los Wustrin eran ordinarios y Jay hacía bromas groseras. Él era más de lo que ella podía soportar.
—Bueno, este es el tipo de bromas que él hacía, comprarle la tumba a tu padre; como meterse en una cama matrimonial con su suegra. Era obvio que el pobre de Jay estaba muriéndose. Si estaba claro para ti y para mí, estaba todavía más claro para él. Yo me lo encontraba en la ciudad y él sonreía, pero no me forzaba su compañía. Comenzó a borrarse. Pasó de ser un hombre gordo a un muchacho delgado. Y cuando dejó su oficina, su profesión, también dejó la prolijidad.
—Mientras seguía de cacería, continuaba acicalándose —explicó Amy—. Pero durante todo ese tiempo, estaba planeando problemas para mí.
—Para no ser olvidado. Tú ibas a seguir viviendo, y él no veía razones para no prepararte un pequeño lío.
—Estás sonriendo.
—¿Quién puede decir qué cosas curiosas piensan las personas cuando consideran cómo será la muerte? Me refiero a cómo su muerte afectará a los vivos. «¿Cómo será el mundo sin mí?».
—Una idea infantil.
—A él no le gustaba estar solo. Cuando éramos niños, me forzaba a acompañado al baño. Tú no te ibas a librar de él tan fácilmente.
—Así que ahora nosotros estamos pasando una tarde con él en el cementerio.
—Este es uno de los mejores lugares para una evaluación, si es que vas a evaluar.
Amy se había echado el abrigo hacia atrás a la altura de los hombros; hacía calor dentro de la gran limosina negra; el motor estaba en marcha. Así que cuando se encogió de hombros, los blandos senos dentro de su suéter le agregaron peso a ese movimiento.
—¿Qué hay que evaluar? ¿Por qué quieres atormentarte, incluso aquí? Tienes hábitos y actitudes oscuras, Harry. Años atrás, cuando tuve que pensar seriamente en ti, consideré tus caprichos. Dada la perversidad de tu vida mental de tan alto nivel, no había ninguna posibilidad de que pudieras pensar bien de mí. Y es cierto que pensé muy seriamente en ti. Estaba enamorada de ti. Pero nunca te venían bien los puntos de vista de los demás. Los rebajabas. Y pensé: quizá me ama, pero jamás sabré en qué está pensando. En su mente, también me rebaja a mí… Según tu clasificación, yo era «una hembra pequeño burguesa».
—Jamás me contaste eso —repliqué, y después no supo cómo continuar. Nos las habíamos arreglado sin el otro durante décadas. Se habían realizado preparativos separados. Todo ese tiempo, yo había llegado a la conclusión de que era demasiado excéntrico para ella. O que por otras razones ella había supuesto que yo jamás podría ser domesticado. Así que mis emociones quedaron guardadas, más o menos para siempre. Pero poco a poco empecé a ver la clase de influencia que tenía sobre mí. Las otras mujeres eran apariciones. Ella, y sólo ella, no era una aparición.
—Sí, pero yo tenía un sentimiento por ti más grande de lo que piensas. Lo que sentía era muy simple. Tú le dabas alivio a mi contabilidad mental de doble entrada —dije—. Yo pensaba que si había una habitación desnuda en tu casa, sin nada, ni siquiera una alfombra, me haría bien entrar y acostarme boca abajo en el piso de madera…
Los sepultureros, a quienes veíamos cada tanto, agachándonos y mirando a través de la línea abierta de luz, parecían estar tomándose su tiempo. Yo ya no estaba apto para ese tipo de trabajo. Cavar los mantenía en buen estado. No eran necesarios los gimnasios. Cavar era un trabajo antiguo, de cuando los prisioneros trabajaban en los molinos y los esclavos iban a los campos con picos y palas.
Amy parecía estar pensando en lo que yo había dicho. Muy pocas veces habíamos estado juntos de esta manera. A veces nos encontrábamos en cócteles o cenas y, por lo general, hablábamos sobre la tienda Merchandise Mart, el negocio de la decoración, muebles birmanos, y cobre. Me volví útil para Amy. La había avalado frente a los Adletsky, quienes a su vez se la recomendaron a otros clientes. Ella me estaba agradecida. Sus perspectivas comerciales eran nuestro tema principal de conversación en el Szechuan Restaurant o en Coco Pazzo o en Les Nomades. Dos personas dilatorias que se habían amado durante cuarenta años, discutiendo sobre sofás otomanos y sillones de respaldo alado. Jamás le había dicho nada sobre tenderme en su piso de madera.
Y ahora también, si no fuera por el hecho de que estaban desenterrando el ataúd de Jay, podríamos haber estado conversando en un pequeño y lujoso local con pantallas de televisión brillando con el color gris de la cocaína, iridiscentes, y una pequeña barra y teléfonos celulares.
—¿Es cierto que Madge Heisinger derramó té sobre tu falda? ¿Estaba hirviendo?
—No, no. Quedé sorprendida, pero en realidad no me quemé. Así hace las cosas ella. Quería hablar conmigo en privado. Tenía una propuesta para hacerme, y pensó que tendríamos que juntarnos en el baño, donde nadie nos molestaría.
La proposición que recibió Amy fue la siguiente: Madge se quedaría con el dinero que Adletsky pagara por los muebles. Bodo estuvo de acuerdo con dárselo y con este dinero ella crearía su propio negocio. Iba a instalar un servicio de registros de divorcios. Lo opuesto a un registro nupcial. Cuando un matrimonio se separa, por lo general una de las partes se queda con todo. El marido despojado o la esposa saqueada necesita equiparse con todos los elementos esenciales de la vida de hogar: una cama, dos sillas, una alfombra, una frazada, sábanas, una cafetera, una sartén, un vaso para los dientes, tazas, cucharas, toallas, hasta una radio despertador o un televisor. En una empresa, los empleados recientemente divorciados suelen estar nerviosos, con estrés que les dura semanas o meses, y, por lo tanto, no rinden bien, y los directores de personal de las grandes sociedades podrían recibir con beneplácito este tipo de registros. No les costaría dinero a las empresas, porque los empleados o los socios de esa persona contribuirían para un fondo de divorcio que aliviaría el trauma de la dislocación, del rechazo, los dolores de la pérdida. Por un lado, sería excelente para la moral, y, por el otro, lucrativo para los proveedores del equipo de supervivencia. Amy, con sus contactos en la tienda Merchandise Mart, podría fácilmente, responsablemente uniformemente, procurar esos artículos. Esto emparejaría a los divorciados con las novias. Enfatizaría la igualdad. Tendría un sabor democrático. Sólo se necesitaría un anticipo mínimo para un pequeño salón de exposiciones.
Me reí cuando oí eso.
—Sí, me hago una idea —dije—. Ahora bien, ¿quién trataría con los jefes de personal de las empresas? ¿Quién se ocuparía de convencerlos?
—Según Madge, ése sería el rol de Tom —contestó Amy.
—Tom es el tipo que se suponía que tenía que liquidar a Bodo, ¿verdad?
—Sí. Madge se siente responsable. Ella lo metió en eso. Pasó tres años adentro, más los meses de preparación del juicio, el juicio y la apelación. Madge dice que ella tiene la culpa. Insiste en que es su responsabilidad, que ella le debe algo.
—¿Jamás viste a ese Tom?
—¿Cómo podría hacerlo? No me junto con personas que se lo pasan en bares. Ir a conquistar hombres en barsuchos no es mi estilo. Entiendo que sucede muy seguido en las colas de las boleterías de los cines. Se puede juzgar a la persona que está haciendo la fila según el tipo de película que sea. O en el Instituto de Arte, donde se juntan los tipos que están de cacería, sementales en celo que fingen amar la pintura.
Amy odiaba con furia cualquier señal de que, de alguna manera, ella se asemejaba a la mujer cuyos alaridos habían sido grabados por los detectives de divorcio de Jay y escuchados en los tribunales. El juez la destrozó. Los jueces, sin excepción, eran corruptos, dijo Amy, y no había cárcel lo suficientemente grande como para encerrar a todos los jueces de Chicago que se podían comprar.
—Ya que Madge estaba armando una relación comercial, me pregunto si no sugirió un encuentro. ¿Qué aspecto se supone que tiene este Tom?
—Tal vez lo hayas visto en la televisión durante el juicio… Para un negocio, a esa idea no le falta imaginación —dijo Amy.
Seguí riéndome ante lo absurdo de todo ese plan.
—La señora Heisinger tiene ideas intrincadas —comenté—. Si esta es la forma en que se planeó el homicidio, no me sorprende que Bodo le quitara el arma a Tom. Madge parece formar parte de la escuela Jay Wustrin de fantasía en la vida real.
—Te refieres a esos libretos elaborados y cerebrales que se armaba. Le encantaba hacer eso, verdad. Así que cuéntame, Harry, ¿qué te parece todo eso?
Los cavadores ya estaban casi a la altura de la cintura. Si Adletsky no me hubiera enviado allí, Amy estaría sola, caminando entre las lápidas, estudiando los nombres, haciendo aritmética de cementerios. Restar 1912 a 1987. El aire, aunque levemente soleado, era cortante.
Bajo la influencia de ese día y ese lugar, realicé nuevas lecturas de Amy, modificando las anteriores, las familiares de toda la vida. Por ejemplo, sus ojos eran redondos como siempre, pero ahora había en ellos una sobriedad infantil. Era extraña esta mirada de niño que aparecía en la mediana edad, especialmente cuando sus mejillas ya no eran perfectamente lisas y gran parte de su color se había perdido. Pero ella todavía era esencialmente Amy. Si uno giraba la tintineante manivela y decía: «Hola, operadora», Amy, la operadora, iba a contestar.
Ella esperaba mis comentarios. Cuando me moví, vi mi silueta en el gris regazo del televisor de la limosina; el lacio cabello negro y el familiar, desesperadamente indeseado, perfil chino. Reflejado en la pantalla, yo era corpulento. Estaba ubicado entre la sombra y el vestigio de uno de los que se han ido. Al haber sido durante años un misterio deliberado frente a los otros, ahora descubro que soy incapaz de decir de qué se trataba ese misterio o por qué era necesario ese ocultamiento.
Había salido una cantidad considerable de suelo: tierra marrón oscura mezclada con cualidades humanas.
—Esto es lo que creo… —dije.
—Habla claro. Necesito consejos inteligentes y definitivos.
—Está bien. Comenzaré diciendo que me encanta dar consejos. Fue sólo hace muy poco que me di cuenta de que era reservado al respecto. Pero me encanta aconsejar. Un pequeño consejo bonito me llena los ojos de lágrimas. Trataré de no mascullar. Eso le pasa a la gente que habla mucho consigo mismo.
—Cuando me enteré de que Adletsky te había escogido para su equipo de cerebros, me di cuenta de que me había salteado algo —dijo Amy.
—¿Sí? ¿Me elevé en tu estima? Y sin embargo nos conocemos de toda la vida, casi.
—El viejo Adletsky debe creer que tú puedes ayudarme, que quieres hacerlo.
—Y que yo sería la compañía ideal para una exhumación.
—En realidad no puedo soportar esa palabra. Aparecía todo el tiempo cuando firmé esos papeles. Digamos un reentierro… Supongo que nadie conocía a Jay como tú.
—¿Estás considerando la propuesta de Madge?
—¿Crees que el viejo dedujo que Madge me derramó el té porque quería que estuviéramos solas para una conversación en privado?
—Él es muy veloz para atar cabos. De todas maneras, intuye lo que yo siento por ti. Me ha arrojado bastantes indicios subliminales…
—Por favor, Harry… Más fuerte. La mayor parte de tu comunicación termina siendo hacia adentro, de manera tal que incluso cuando estás con alguien más de la mitad del tiempo te lo pasas hablando contigo mismo.
Yo pienso muy rápido, y luego edito esos pensamientos a la misma velocidad. Pero es difícil mantener el habla. Será por los labios gruesos, que dificultan la articulación.
—Para terminar con Adletsky. Tengo un sentimiento de lo más básico hacia ti, Amy, de toda la vida. Es imposible de ocultar ante un observador hábil. En mis sentimientos, siempre dejé abierta una línea directa hacia ti. Está en mi naturaleza, no en mi personalidad. Mi personalidad está comprometida. Pero ni siquiera una personalidad comprometida… está bien, mutilada, podría cambiar mi naturaleza.
—No te sigo del todo, ¿pero Adletsky fue capaz de percibir algo que estaba enterrado tan profundamente?
—Debes recordar que si tratas con alguien como Madge Heisinger —dije—, tienes que estar preparada para toda clase de perversidad. No puedes contar con la parte comercial de la relación… de la relación propuesta. Debes considerar la proposición separadamente.
—¿Separada de qué?
—Vamos, ¿ella es una comerciante? ¿O es una psicópata, una loca, una sociópata, una criminal?
—Te entiendo un ciento por ciento —dijo Amy—. En tu mente, sólo porque me interesa saberlo, ¿cómo termina esto?
—Veo la lógica de ella —dije.
—Yo no puedo ver ninguna lógica.
—Tenemos que ver su idea como la ve ella: porque y porque y porque. Ahora, por lo tanto… cuando se está en la cárcel, entre mujeres que se describen sus vidas entre sí, puede desarrollarse algo así como un motivo para hacer un bien, para extraerlo de tanta maldad, y en nuestro país un bien es, en la mayoría de las cosas, una idea para un negocio: la imaginación de una empresa lucrativa. En otras palabras, «¿Cómo sería si…?», o, «¡Tengo una idea de un millón de dólares!». Así que esas aberraciones te llevan a una conclusión que te recluta para tu país y te devuelve a tu civilización.
No puedo jurar que Amy estaba entendiéndome. Era probable que, durante mucho tiempo, había aprendido a descartar el sesenta por ciento de lo que yo decía. Más de una vez, como amigo de la familia, yo había lanzado mis arengas en la mesa de los Wustrin.
—Ella iba a convencerlo a Bodo de que la sacara de la cárcel. Sería un nuevo trato para los dos —continué—. Bodo podría proclamar qué decente era de su parte dejarla en libertad, qué señal de grandeza. Y lo valiente que era al aceptarla de regreso. Además, era una alabanza al amor. Él era un tipo sobresaliente con amor en su corazón. Tenía confianza en su hombría y lo demostraba volviéndose a casar con Madge. Eso también era extremadamente apto para la prensa: millones de dólares de publicidad gratuita. Y él no es ningún tonto. Salvo que se cree un hombre mucho más grande que lo que cualquiera habría imaginado.
—¿Pero el registro de divorcios de Madge? —me recordó Amy.
—¿Cuántas prisioneras en el pabellón de mujeres se habían casado más de una vez?
—¿Había una mujer en la cárcel que diseñó ese negocio? ¿No es también posible que el tipo de Madge, Tom, apareciera con la idea de que las parejas que se divorcian, al igual que las novias y los novios, deberían hacer una lista de regalos? ¿Y que ellos podrían sacar ganancia de todo eso?
—Es posible, verdad —contesté—. Eso también explicaría por qué habría que incluirlo.
—Y ella piensa que puede confiarme a su novio. Yo soy demasiado vieja para él —continuó Amy.
—Se despliegan varias posibilidades. Podría ser un negocio inteligente. Me refiero a que se ponga de moda. Atraería la atención porque es ingenioso, porque tiene un lado cómico al basarse en la tradición del registro de bodas. Los diarios hablarían de eso. Lo mismo la televisión. Si los amigos pueden dar regalos de boda, también podrían ayudar cuando un matrimonio se derrumba.
—¿Podrías darme una idea de por qué Madge me mete en esto?
—Creo que sí… —dije, tentativamente.
—Entonces adelante.
—Ella estuvo implicada en un complot de asesinato. Tú fuiste parte de un divorcio notorio. Jay te dejó sin nada…
—Por supuesto. No me quedó ni una taza de café. Si me sumaran a esos dos de la cárcel, seríamos un verdadero trío circense en un pequeño salón de exposiciones en Merchandise Mart, con escritorios, luces fuertes, y teléfonos. Me hizo reír cuando Madge lo describió. Habló de programas de televisión, tal vez Oprah Winfrey. Es tan altanera y está tan loca que pensé que sólo por esa razón podría llegar a ganar dinero.
—A los empleados jóvenes de las sociedades podría parecerles divertido. Sugiere un estilo de vida avanzado y contracultural.
—Tienes toda la razón, Harry.
—Y serías inapreciable para Madge. Atraerías a los columnistas y a los reporteros. Los programas televisivos de interés general se morirían por tenerte de panelista. Vanity Fair y revistas como Hustler te perseguirían.
—No podría soportarlo —dijo Amy.
—Bueno, en el siglo XVIII, alguna u otra persona seria escribió sobre «el desenfreno y el regocijo libertino», y también «los vicios de la frivolidad». Podría haber sido Adam Smith. Me sorprendería saber que Madge no está en esa misma senda.
Con sus ojos redondos, Amy me contempló y luego contempló más allá de mí. Finalmente, dijo:
—No hay posibilidades de que yo… Naturalmente, yo sería el tercer miembro de un equipo escandaloso. Madge me pondría en ese lugar. Me di cuenta de la verdad de eso apenas lo dijiste.
—Lo habrías descubierto tú sola, en poco tiempo.
—Sí, pero tal vez no a tiempo.
—Bueno, me alegro de haberle dado perspectiva a esta sugestiva proposición. Si me permites, tengo un comentario: las mercaderías siempre están disponibles, los elementos de cocina, las radios despertador, la ropa de cama, televisores, cafeteras… Hay productos desde aquí al horizonte. Hay suficiente de todo para todos. Así de rico y productivo es el orden social. Todo el proceso comenzó con la idea de que la conquista de la naturaleza iba a ser el trabajo supremo de la era moderna…
Mientras escuchaba, Amy, gradualmente, bajaba la cabeza, como si estuviera prestando particular atención; o, quizá, para dejarme hacer, para esperar que terminara. Yo siempre había dicho esa clase de cosas. Cuando éramos más jóvenes, Amy decía: «Empezamos otra vez». Creo que a ella le disgustaban —y que, a veces, directamente odiaba— esos comentarios sobre el orden social o la era moderna. La degradaban a un rango mental inferior. Cuando yo expresaba mis visiones más profundas, ella esperaba que terminara. Me permitía ese vicio menor. Yo sentía que valía la pena hacer esas observaciones y, contra mi mejor criterio, las hacía. En ocasiones, no podía resistirme a darles cabida durante la cena.
—Jay se contagió esa costumbre de ti, Harry —se había quejado una vez—. En la época en que vivíamos en el lado norte, cuando acabábamos de casamos. Y especialmente cuando ponía los longplays de Bartók, apoyaba el culo en la chimenea y los codos sobre la repisa y empezaba a citarme a T. S. Eliot. Y, como ya sabes, no soy una de esas mujeres nacidas para ser profundas. Jamás hubo nada metafísico en mí. Tengo un coeficiente de inteligencia un poco más alto que el promedio, eso es todo.
Pero ahora los sepultureros le hacían señales al tipo que manejaba la grúa, y el aparejo se aproximó al borde de la tumba.
—Creo que están por comenzar —dije.
—Yo esperaba que llevara mucho más tiempo.
—Jay no estuvo aquí un período muy largo. En términos de cementerio. La tierra no tuvo tiempo de endurecerse.
Las ruedas del tractor imprimían sus dibujos en la fresca tierra marrón. Como una línea de dibujos de hojas de laurel. La pequeña máquina se detuvo ante un montón de tierra marrón oscura de la tumba, y el chofer se bajó y calzó las ruedas. Unas gruesas tiras se adosaron al ataúd, y luego se enganchó el aparejo. El hombre que se agachó para hacerlo tenía una espina dorsal demasiado larga. Además, sus piernas eran cortas. Cuando volvió a salir y se enderezó, no era ni por asomo tan alto como se veía. El motor se encendió, y el ataúd gris azulado se elevó de la tumba. Los trabajadores lo enderezaban a medida que subía, goteando tierra. Se me cruzaron por la cabeza imágenes no deseadas de lo que había adentro: el cuerpo vestido con un traje, la apuesta cara simétrica; cianótica, clorótica, lívida. Tal vez un lápiz olvidado en un bolsillo. Quizá los zapatos tenían los cordones puestos, incluso atados. Tal vez el muerto tenía una erección.
El chofer se aproximó a la puerta de la limosina para ayudarla a Amy a descender. Yo me quedé de pie detrás de ella, los dedos entrelazados a mi espalda.
Había sido la teatral voluntad de Jay Wustrin regresar de la tumba. Esa era la razón del trato con el padre de Amy. Cuando éramos niños, cincuenta y tantos años antes, él y yo habíamos visto muchísimas películas de tumbas con Boris Karloff o Bela Lugosi. Solitarios patios de iglesia en los Cárpatos, lóbregos castillos en el fondo. Cuando el conde de Montecristo logró escapar del Château d’If, Jay, que estaba salvajemente entusiasmado, dijo que yo tenía sangre fría. Mi respuesta fue: «No les voy a permitir que me introduzcan toda clase de sentimientos».
—¡Yo soy el único con corazón! —declaró Jay—. Tú eres demasiado remoto.
En la larga limosina, un mundo en sí mismo, tanto en el cementerio como en el Michigan Boulevard, seguimos lentamente a la furgoneta.
—Todo esto es idea de Jay. Él nos hizo estar aquí afuera, en este día de invierno —dijo Amy—. Incluso considerando que el último año estaba tan flaco, tan manso. Buscaba caras familiares, y la gente se lo sacaba de encima, lo que, en un estado normal, lo habría enloquecido…
—Admito que yo también lo evitaba.
—¿Por qué?
—Una cuestión de negocios. Respecto de un dinero de Birmania que él debía guardar para mí. No se suponía que yo estuviera en posesión de ese dinero, y se lo envié a través de un mensajero. Él firmó recibos en el momento en que se lo dieron. Más tarde, cuando se lo reclamé, me dijo que tendría que pagármelo en cuotas.
—Es la primera vez que me entero de eso.
—No hay ninguna razón por la que tendrías que haberlo sabido. Y, en realidad, Jay era un amigo generoso. Jamás se olvidaba de mi cumpleaños. Me hacía muy buenos regalos: una hermosa edición de las obras completas de Platón traducidas por Jowett, y La decadencia y caída del Imperio Romano en una edición antigua. Aún los conservo, y los leo. En ocasiones, trato de contarle a la gente qué hay en ellos.
—Háblame del dinero de Birmania…
—Fue algo turbio. No nos metamos en eso.
—Como quieras —dijo Amy—. Pero había que mover el cuerpo de lugar. Jamás aceptaría que mis padres estuviesen separados. Mi madre nunca me lo perdonaría. ¿Y si es cierto que mi padre se había vuelto loco? Después de cincuenta años de cama matrimonial, ella deseaba que fuera eterno.
Así como durante décadas, Amy y Jay durmieron juntos desnudos, inhalándose los olores mutuamente, las manos de ella familiares con el vello corporal de ese hombre. Incluso sus cremas faciales y los ronquidos nocturnos de él deben de haber sido parte de eso. Y jabones y armarios y cenas compartidas; un complejo de intimidades.
Uno puede llegar a valorar esos detalles en demasía. Los hábitos burgueses no tienen derecho a ser santificados o perpetuados. Todo eso pertenece a la cultura de masas, y, en realidad, yo jamás formé parte de eso. Siempre he sido bastante duro para juzgar a la gente. En especial a aquellos que tenían una opinión demasiado alta de sí mismos; que estaban orgullosos de su inteligencia o creían que sabían todo lo que había que saber sobre el Imperio Británico o la Constitución de los Estados Unidos: los rebajo, sin cuartel, sin margen para la misericordia. ¡Entonces por qué debería ablandarme con Jay Wustrin! Él se casó con la única mujer que yo amé en toda mi vida, y luego se dedicó a destruir por completo, a hacer mierda, la vida de ese matrimonio.
Así que, entonces…
Nosotros, por el momento, somos los que quedamos vivos, mutilados y defectuosos. Y hoy, en extrañas circunstancias, viajando en la larga limosina de multimillonario, de las que tienen ventanillas ámbar y una antena de televisión en forma de bumerán montada sobre el baúl. Y siguiendo los restos de un viejo amigo quien, durante un intervalo (dos horas), se las arregló para escaparse de la tumba.
Cualquiera de las lápidas junto a las cuales pasábamos, pero no podíamos ver a través de las inmunizantes ventanillas ahumadas de la limosina, podría ser la de mi padre (mi madre fue enterrada en Arizona). Uno no esperaría que una personalidad como la mía cayera en la piedad familiar. No había venido al cementerio en muchísimos años.
Por aquí, nuestros vecinos, y algunos compañeros de escuela, estaban enterrados.
Si voy a hacer algo antes de que llegue mi hora, pensé, mejor que comience a moverme.
—¿Ya está todo arreglado? Me refiero a Jay. Si llegamos con el ataúd y no hay ninguna tumba esperándolo…
—Oh, ya la cavaron. Me aseguré de eso… Lo que en realidad me preocupaba era que el cajón se abriera cuando lo estaban levantando. Pensaba que se podía caer el cuerpo.
—A mí también se me ocurrió eso —dije—. Pero no podía suceder. Estos tipos conocen su trabajo. Es rutina, y el equipamiento es completo. Sujetan el ataúd con esas sogas, y luego arrancan el motorcito, y en un minuto el ataúd ya está en el fondo… Tienes la mirada de estar pensando en algo especial, Amy.
—Algo como las sillas musicales, como se jugaba en el jardín de infantes —dijo—. Cuando el piano se detenía, había que arrojarse en una silla vacía. Ser enterrado en la tumba de mi padre era lo que Jay consideraba una idea ingeniosa.
¿Y cómo cuajaba yo en esta escena? Mi cabello negro, erizado, cortado con poca frecuencia, mis labios regordetes. Sí, y esas canillas cóncavas que se ven una y otra vez al hojear la obra de Hokusai. Yo tenía un grueso libro con sus dibujos en mi oficina de la calle Van Buren. Pero Amy y yo, en los primeros años de la secundaria, con frecuencia hacíamos «fiestas de mimos», como se las llamaba en esa época. Nos besábamos con locura y nos abrazábamos fuerte. Yo hundía la cara en la humedad almizcle de la piel de coyote.
—Tengo que preguntarte algo, Harry —continuó Amy—. He estado conteniéndome, pero debo preguntártelo una vez más. Jamás recibí una respuesta satisfactoria. ¿Me escuchaste o no me escuchaste en las cintas?
Contuve la respiración unos pocos latidos; luego, como el entrenado mentiroso que soy, lo volví a negar. Pero a veces la verdad se cuela en las mejores mentiras. Me di cuenta de que no me creía, así que pasé a lo que era más importante.
—El escucharlas no habría cambiado toda una vida de sentimientos. Primero te casaste con Berner y tuviste hijos con él. Estuvimos en la ducha juntos.
—Sí.
—Jay tenía una esposa en ese momento. Tú estabas casada con Berner. Apenas un año antes yo me había fugado con Mary. Después me enteré de que eras la esposa de Jay. Mis sentimientos hacia ti siguieron siendo los mismos.
—A pesar de que también hubo otros hombres, quieres decir —replicó Amy.
No. Sólo el hombre de Nueva York que le había hecho gritar tanto en la cinta. De otros hombres, no había nada grabado.
—Bueno, la joven mujer de la ducha ya era una joven mujer experimentada. —Yo no quería tratar ese tema. Mi objetivo era dejar todo esto atrás.
—No había forma de negarlo… Pero tú me amabas.
—Después de cuarenta años de reflexionar sobre eso, la mejor descripción que pude lograr es «una afinidad verdadera».
—Jamás te sirvió la forma en que las otras personas hablaban, o hablan. Todo debe traducirse a tu propio idioma. ¿Pero qué la hizo verdadera?
—Otras mujeres podían recordarme a ti, pero había una sola Amy verdadera.
—Pero lo que oíste en la cinta que me condenó era mi verdadera voz. Tu afinidad estaba gritando.
Hice un especial esfuerzo para mantener la voz firme.
—Bueno, todos entendemos en qué condiciones estamos. Es una era de liberación. Es como un gran buque, y los pasajeros siempre están tropezando hacia el lado del puerto, o cayendo en estampida hacia estribor, y a punto de zozobrar. Nunca están distribuidos en forma pareja. En este preciso instante estamos concentrados a la izquierda, hacia el lado del puerto. Jay era un líder en la acometida de la liberación. Por lo tanto, debía haber previsto tu desquite.
—¿A eso se refieren los que hablan de revolución sexual? ¿Pero adónde te coloca a ti con tu afinidad verdadera?
—No puedo decir dónde me coloca, pero es lo único que me interesa realmente.
Sus pensamientos regresaron a la tumba comprada hace medio siglo y abierta, reservada para Jay. Él yacería junto al padre de ella.
—Me pregunto por qué su madre lo avergonzaba tanto.
Contesté:
—Él se convenció de que había heredado de ella sus limitaciones. Siempre decía: «Habría que poder divorciarse de las madres también». Su padre era un viejo ingenioso y bromista. El viejo Wustrin tenía una mente ágil, pero se murió a los sesenta. Ella era la tenaz de los dos, y murió a los ochenta. Era un obstáculo para Jay. Le arruinaba su juego.
Uno podía imaginarse a Jay Wustrin, acostado en el ataúd en la furgoneta que iba adelante, confirmando esta opinión. Lo hubiera hecho tan feliz el que se hablara de él. Al hacerse enterrar al lado de su suegra, se estaba burlando. Hacía preguntarse si él realmente entendía qué era la muerte, ya que en la muerte seguía intentando que lo tomaran en cuenta. Hablando por mí mismo, mi opinión era que la eternidad destruía todos los impulsos humanos. La eternidad hacía que uno estuviera harto de existir.
—Me siento incómoda en esta limosina —dijo Amy—. Viajar aquí es demasiado parecido a una procesión fúnebre. Era lo mismo esta mañana, camino a lo de los Heisinger.
—Podemos libramos de ella y volver en un taxi.
Por supuesto que el camino de tierra lleno de baches no era nada para este arrollador monstruo de suavidad que nos llevaba adelante. Ni siquiera se oían los neumáticos. Deseé que, de alguna manera, mi compostura fuese tan buena como los amortiguadores y el motor computarizado. Todos mis recursos habituales me habían abandonado, y estaba expuesto, con mi erizado cabello negro, mis grandes mejillas, y mudos labios regordetes. Me había entrenado para no dejar pasar nada. En ese momento, era vulnerablemente visible. Pero Amy no me estaba mirando.
—No me siento con culpa respecto de Jay —dijo—. Por alguna razón, no.
—Creo que él le hizo escuchar las cintas a todos los que pudo como una forma de demostrar que era un hombre demasiado grande para lastimarse. Pero de todas formas estaba lastimado.
—Nos detenemos —dijo Amy.
Ahora que habíamos llegado al sitio, su necesidad de bajar era urgente. No esperó al chofer. Abrió la puerta de un golpe y caminó sobre el pálido césped de primavera. Su levitón de paño estaba completamente abotonado. Me pregunté si ella usaría un abrigo de coyote en el caso de que yo se lo comprara.
La seguí hacia la nueva tumba. Estaba prolijamente dispuesta. Las sogas del ataúd estaban listas. Miré las fotos ovales instaladas en las lápidas. El viejo Wustrin tenía el bigote recortado que yo recordaba, y un cuello alto a la antigua. La cabeza levantada en un ángulo inteligente. La madre de Jay estaba fotografiada con un vestido de seda, con flequillo sobre su cara amable de bienvenida. Vengan todos. Pero ella era indiferente ante cualquiera. Seguía sin importarle nadie más que su hijo.
Le ofrecí a Amy mi pañuelo. No se secó las lágrimas, sino que lo usó para cubrirse la boca.
Se abrieron las puertas traseras de la furgoneta, y el ataúd se deslizó hacia adelante. Para mi sorpresa, el chofer se ofreció a ayudar a levantarlo. No se dijeron plegarias; no se había preparado ninguna ceremonia. El ataúd fue colocado en su sitio. Se apretó un botón, y el suave, ligero y silencioso motorcito comenzó a funcionar. Cuando el ataúd llegó al fondo, los sepultureros quitaron las sogas y recogieron las palas que habían clavado en el suelo.
Di un paso hacia atrás y miré la cara de Amy. Ninguna otra persona en la tierra tenía rasgos como ésos. Eso era la cosa más asombrosa en la historia del mundo.
El ataúd esperaba que lo cubrieran. Y la azada vibró y luego rugió y realizó una abrupta caída en el suelo, donde imprimió más huellas con forma de hojas de laurel. Tomé de la mano a Amy, y le dije:
—No es la mejor ocasión para una proposición matrimonial. Pero si es un error, no será el primero que cometo contigo. Este es el momento en que tengo que hacer lo que estoy haciendo, y espero que me aceptes.